DOI: 10.18441/ibam.21.2021.78.97-111
Jaime Galgani Muñoz
Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Chile
jaime.galgani@umce.cl
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-0051-332X
Joaquín Edwards Bello (1887-1968) fue un escritor prolífico que destacó en el campo de la narrativa y de la prensa, ámbitos en los que fue exitoso y reconocido; su doble distinción como Premio Nacional de Literatura (1943) y como Premio Nacional de Periodismo (1959) así lo demuestra. Y así también, a pesar de considerarse a sí mismo como el fundador del “creacionismo”, sus dos genialidades son las incursiones naturalistas en la novela y sus miles de crónicas en la prensa chilena. Hijo de su generación y miembro atípico de una familia distinguida de la fronda aristocrática nacional, fue un sujeto relativamente polémico desde las cercanías familiares o amicales. Sin embargo, visto desde lejos, nos parece un intelectual de primer orden, disciplinado, observador, conocedor como pocos de su mundo circundante y, también como pocos, capaz de llevar esas circunstancias a la eficacia de la pluma y al espejo de la prosa tanto en el periodismo como en la literatura. Perteneció a ese grupo de escritores chilenos que, según Juana Martínez, compartió y vivió la escena madrileña especialmente después de 1914 y hasta iniciados los años 30, periodo en que Madrid no sufría las incertidumbres de la Gran Guerra ni vivía aún las de su propia guerra (Martínez 2003, 74), la que se desataría a partir de 1936. En ese ambiente cultural de los años veinte, los chilenos eran bienvenidos en Madrid, apreciados y considerados seguramente como la primera generación de creadores de nuestra tierra mirados con suficiente respeto y admiración, aunque provinieran del “continente estúpido”, como diría Baroja (Martínez 2003, 78-79). Así pues, en esa ciudad convivía esa juventud bohemia, amiga de cafés y de tertulias, esa juventud rutilante y entusiasta a la que pertenecía Edwards Bello. Todo hace ver que, por entonces, Madrid, para los chilenos, era una ciudad donde se podía ser feliz, con esa felicidad que adquiriría ribetes de melancolía cuando fuera recordada más tarde por el mismo Neruda en España en el corazón (1937).
Las estadías de Joaquín Edwards Bello en Madrid fueron varias, especialmente entre 1915 y 1927-1928, período en que conoce la vida intelectual madrileña, publica algunas de sus obras y comparte con escritores tanto chilenos como españoles. El conocimiento de Madrid es afectivo pero crítico, lo suficiente como para comprometerse con los efectos de los acontecimientos posteriores y, al mismo tiempo, asumir una distancia razonable para su función periodística.
Edwards se acerca a Madrid desde tres modalidades de la escritura que se interrelacionan y se complementan. Las crónicas, tanto las escritas entre 1922 y 1923, como las que realiza durante la Guerra Civil española, muestran un fino observador y analista de la sociedad, un gran conocedor del terreno que describe, comprometido con cuestiones de la actualidad vivida. Su propósito es acercarse lo mejor posible a un Madrid real y verosímil. Sin embargo, en su novela El chileno en Madrid, es una ciudad ficcional, donde combina distintas aproximaciones, como se ha visto anteriormente, entre las que persiste un tipo de observador de la realidad, pero aparece también el paseante descuidado, el flâneur que deambula por la ciudad y se encuentra con distintos rostros de la realidad y consigo mismo. […] La última aproximación a Madrid proviene de sus memorias, en las que se interpone siempre el tamiz de la nostalgia. En ellas aparece el Madrid de las crónicas y el de la novela fundidos y modificados por la añoranza, con la conciencia de ser una ciudad ya desaparecida por el paso del tiempo y bajo la dictadura de Franco. En este caso el observador y el flâneur dejan paso al filósofo que medita sobre el tiempo y la existencia… (Martínez 2003, 90).
Cronista-observador, flâneur y filósofo, tres modos de conocer una ciudad que, a pesar de todo, terminará siendo lejana para él, distanciada especialmente por las circunstancias derivadas de la guerra y del franquismo.
No obstante la importancia de Joaquín Edwards Bello para el campo literario y para las relaciones entre literatura y prensa en Chile, es necesario decir que no tuvo la resonancia que varios de sus contemporáneos chilenos alcanzaron en el ámbito de las letras hispanas. Con respecto a Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Gabriela Mistral, especialmente, su estatura como figura cultural internacional es simplemente la de un intelectual-escritor menor. Para nosotros, en cambio, su conocimiento de la realidad española y, en particular, sus juicios sobre la Guerra Civil son de particular importancia a la hora de trazar un panorama de las distintas angulaturas y perspectivas con las que tal fenómeno fue visto por los escritores y periodistas chilenos.
Para entender la posición de Joaquín Edwards Bello en el campo literario chileno, es necesario recordar que la autonomía relativa del mismo respondió a un proceso que se inicia a fines del siglo xix y se consolida en las primeras décadas del xx.2 Hay una primera generación de escritores, agrupada en torno a la así llamada “Generación del 900”, que lideran ese proceso. Por edad, Joaquín Edwards Bello logra instalarse en el campo un par de décadas más tarde, especialmente con la publicación de sus obras literarias, una de las cuales, El roto (1920), logra instalarse muy pronto en el canon literario chileno. Periodísticamente, a partir de 1920, comienza sus publicaciones en el diario La Nación, además de algunas colaboraciones esporádicas en otros periódicos. En ese diario, de corte liberal y fundado en 1917 con intención de competir con otros periódicos ya instalados (El Mercurio, Las Últimas Noticias, El Diario Ilustrado), Edwards Bello construye y articula el ethos que determina su “postura”, la cual se caracteriza por un tono de independencia y de distancia con respecto a los sentires más comunes incluso entre intelectuales. Así, por ejemplo, con respecto a la Guerra Civil española, se distancia del fervor con que muchos poetas y artistas de nuestro país se sumaron a la campaña internacional de apoyo a la República. Hijo y exponente distinguido de la teoría naturalista, a Edwards Bello no le bastan los entusiasmos y los impulsos sacrificiales; su óptica no puede negar los dinamismos positivos de todos los procesos sociales y, ante ellos, le cuesta enarbolar banderas de optimismo cuando ve que todo conduce a la derrota. Carvajal Muñoz (2010) ofrece algunas notas que ayudan a comprender el lugar de Edwards Bello en La Nación. En efecto, indica que llegó ahí por sugerencia de su primo Andrés Balmaceda Bello, a cuya sugerencia respondió Edwards Bello en los siguientes términos: “No conozco el diario, pero me basta que sea propietario don Eliodoro Yáñez para imaginarme lo que será” (Carvajal Muñoz 2010, 45), lo cual confirma lo que vale para él el “ethos” como articulación de una “postura”. Junto a ello, agrega: “mucho me temo que mis correspondencias no sean del agrado del público. El público de allá es joven y está todavía en el período de la complicación; le gusta lo ampuloso y estentóreo” (cit. según Carvajal Muñoz 2010, 45), manifestando, en primer lugar, que la atención de su discurso está puesta en sus convicciones y no en los favores del público y, en segundo lugar, que sus pronunciamientos no atenderán a la tentación del espectáculo, sino a la contundencia de su pensamiento.
La relación de Joaquín Edwards Bello con la Guerra Civil española y sus colaboraciones con el periódico La Nación, principalmente, resultan problemáticas de clasificar después de que varios autores (Alfonso Calderón, entre otros) definieron la función del escritor chileno como “corresponsal de guerra”,3 en circunstancias de que, para efectos concretos, él residía en Chile y no en España durante la guerra. Si se entiende que la tarea de un corresponsal es informar directamente de acontecimientos a los cuales tiene acceso de primera fuente por su ubicación física y por el encargo específico de un periódico determinado, entonces habría que afirmar, de partida, que las colaboraciones del escritor chileno no atienden propiamente al rol que se le asigna. Tampoco es suficiente el número y frecuencia de sus aportes, puesto que, como sea, responden a reflexiones o análisis basados en informaciones recibidas por él y no datos de primera fuente. Por este motivo, se hablará de ahora en adelante simplemente de crónicas, género periodístico del que Edwards Bello es, por lo demás, un notable y prolífico exponente.
El interés por trabajar las crónicas de Joaquín Edwards Bello sobre la Guerra Civil española reside en la afirmación ya hecha, pero no suficientemente trabajada, de que su posicionamiento frente a ese conflicto bélico lo separa radicalmente de los intelectuales de su generación, no por tomar una postura opuesta a la de ellos, mayoritariamente identificados con la República, sino, precisamente por mostrarse neutral o, si se quiere, pesimista con respecto al futuro de España, ganase quien ganase la contienda. De hecho, el mismo Alfonso Calderón, en el prólogo de su antología, lo comenta citándolo: “Yo no estoy en ninguno [partido o bando], vivo de otra cosa que de hacerme el hombre de una sola pieza, el apóstol, el escritor de mensajes a la juventud y de gestos politiqueros” (Edwards Bello citado según Calderón 1981, 8). Lo suyo es, principalmente, una posición frente al fascismo que, según el cronista, se yergue como amenaza “en todos los países desorganizados por políticos prevaricadores” (Edwards Bello citado según Calderón 1981, 8). Parece no apresurado decir que, para Edwards Bello, si bien el ideario de la República no representa las corrientes fascistas que comienzan a asolar Europa, sí, por su irresponsabilidad, por su carácter improvisado, por la falta de seriedad en su proyecto y por los errores demagógicos en los que ha incurrido, preparaba el camino al advenimiento del fascismo.4 Dado este panorama, entonces, los planteamientos de Joaquín Edwards Bello no se proponen la defensa de una bandera (como sí lo hicieron Huidobro, Neruda, D’Halmar, Juvencio Valle), sino la revisión crítica de los continuos fallos en la estrategia republicana destinada a encaminar su proyecto político. Como se verá, más adelante, dichos errores a veces lindan en el fanatismo, en el facilismo político, en la inercia, e incluso en la ignorancia de un pueblo como el español que, con su actuar, acusaba no haber adoptado los recursos de un pueblo civilizado. El estudio de estas crónicas de Edwards Bello posibilita una revisión general del destino fallido de diversos proyectos políticos tanto en Europa como en América Latina, proyectos a los que no les bastó la motivación por la invención de un orden nuevo, sino que les faltó madurez estratégica, auténtico cálculo de fuerzas, realismo social eficaz y, sobre todo, ausencia de fanatismo y de exitismos infértiles. Para el escritor chileno, ese es un campo propicio para la instalación del fascismo que, ayer como hoy, se vale de las divisiones del pueblo, de sus descontentos y de su esperanza mesiánica en salvadores al estilo de Hitler, Franco, Mussolini, y otros que, de tanto en tanto, reaparecen en diversos escenarios.
El pragmatismo y frialdad con que Edwards Bello habla de la guerra y de sus muertos, incluso de algunos muy queridos para nosotros, como es el caso de Federico García Lorca, permiten evaluar comparativamente los poemas, crónicas, declaraciones y manifiestos de sus contemporáneos chilenos, para situarlos, definitivamente, en otra vereda. Sin duda, es problemático entrar en esta materia y tomar posición con respecto al valor del compromiso de quienes se sumaron a la campaña internacional de artistas e intelectuales en favor de la causa republicana, y es problemático también intentar rotular, a la primera y bajo el marbete de la “objetividad”, la propuesta de Edwards Bello versus la de otros chilenos como los mencionados anteriormente. Quizás su doble condición de escritor y periodista permite rodear su producción escritural periféricamente y notar cómo su preocupación por la verdad fue una constante que, a pesar de la impopularidad que le regalaba, parecía anteponerse a un presupuesto personal o a un compromiso ideológico determinado.
Llegado a este punto, antes de revisar algunas crónicas del autor en estudio, es necesario precisar teóricamente lo que Meizoz considera como “postura”. A saber:
La ‘postura’ es la manera singular de ocupar una ‘posición’ en el campo literario […] La postura constituye la ‘identidad literaria’ construida por el autor mismo… […] Podríamos también convocar la noción latina de persona utilizada en el teatro para designar la máscara; ésta instituye tanto la voz como su contexto de inteligibilidad. En la escena de enunciación de la literatura, el autor sólo puede presentarse y expresarse provisto de su persona, de su postura. No olvidemos que en su obra el autor construye una imagen de sí mismo para el público (2016, 190-191).
El concepto de postura tiene directa relación con el de ethos (Aristóteles, Maingueneau) y con el de habitus (Bourdieu), en el sentido de establecer una posición del escritor que, a medida que va configurándose a lo largo de su producción escritural, produce una imagen relativamente estable que negocia permanentemente el diálogo entre escritor y público lector, desarrollando un plano de expectativas que confieren a la voz personal el tono de una autoridad que supera incluso la necesidad de la prueba documentada, pues su “voz” ya ha sido sometida a la prueba mayor, que es la prueba ética. Sobre el valor de la prueba ética ya Aristóteles establecía que
se persuade mejor por medio del carácter (ethos) cuando el discurso se pronuncia de forma que hace al que habla digno de crédito, pues damos más crédito y tardamos menos en hacerlo a las personas moderadas, en cualquier tema y en general, pero de manera especial nos resultan totalmente convincentes en asuntos en que no hay exactitud sino duda (citado por Maingueneau 2016, 135).
El valor que Aristóteles da a la moderación en la persona apunta a una evaluación del carácter equilibrado, es decir, aquel sobre el cual se puede esperar un juicio confiable y ajustado a la realidad. Quizás podríamos objetar que hay casos en que no es la moderación lo que asigna confianza al discurso, sino la capacidad de riesgo, la locura, la capacidad de comprometer incluso la fama personal en beneficio de una causa (como hizo Zola con su “J’accuse”, en 1898). Sin embargo, se entiende que, en términos generables, y sobre todo en cuestiones opinables, la moderación y la demostración de haber acertado en juicios previos constituye un factor de posición y de crédito en el campo literario, en el campo cultural y en la escena social y política en general. Sobre la naturaleza opinable de los temas, evidentemente las crónicas de guerra lo son privilegiadamente, por cuanto expresan una valoración ética sobre el curso de la misma, las decisiones estratégicas tomadas, los sacrificios humanos en juego, etc. Diferente es el caso de los reportajes de guerra y de la corresponsalía directa que, en no pocos casos, se reducen más a la información noticiosa relacionada con la guerra que a la toma de posición frente a ella. El cronista, en cambio, por un lado, no está capacitado para dar información realmente nueva sobre los acontecimientos (no es su rol, además) y, por otro, sí puede tomar una posición que, siendo esperada por los lectores, orienta la opinión pública en la materia.
Con respecto a la ponderación de los propios juicios y a su acierto, es interesante ver que el mismo Joaquín Edwards Bello se encarga de resaltar la razón que tuvo en el pasado, mediante el mecanismo de la “autocita”:
Estas crónicas son escritas en Chile y en ellas el autor analiza, explica y prevé algunos de los hechos que están teniendo lugar en España: como se inferirá, algunas corresponden a un momento anterior al estallido de la guerra (por ejemplo, la del 17 de julio de ese año) y otras analizan la contingencia del conflicto ya en curso. Hay tres aspectos principales a analizar en dichos textos: en primer lugar, la utilización de diversos recursos literarios, principalmente la comparación con función irónica, y la recurrencia constante a la memoria, los recuerdos que guarda el autor de sus estadías en la Península, configurándose así el tiempo pasado como un referente central para el análisis de los hechos actuales; en segundo lugar, una de las crónicas es leída aquí como una prueba de la consolidación del género dentro del repertorio del sistema literario chileno, al evidenciar un diálogo directo que se da en el citado texto con una réplica a una de sus crónicas anteriores que había sido publicada en una revista de amplia lectura en la época (Carvajal Muñoz 2010, 44).
Seguramente, el mecanismo de la autocita viene a reforzar el prestigio personal y la postura del autor. Es la necesidad de refrendar los acontecimientos presentes con un “yo ya lo había dicho”, “yo ya lo había escrito”. En el caso de Edwards Bello, se suma además al uso de otros recursos: el ejemplo histórico y la alegoría (Carvajal Muñoz 2010, 44). De esta manera, la autocita, el ejemplo de acontecimientos similares y la ficción alegórica concurren en beneficio de su autoridad opinante.
Para ejemplificar la presencia de los tres recursos mencionados, póngase el caso de la necesidad que tiene Joaquín Edwards Bello de fundamentar su visión sobre los frentes populares. En aquel momento, era ciertamente menos oportuno criticarlos que abanderarse frente a ellos. Sin embargo, el cronista chileno advierte que la experiencia del fracaso de los frentes populares en Europa conduce a las dictaduras fascistas. Su diagnóstico no habla siquiera de lo que él preferiría ideológicamente, sino de una suerte de hidráulica política, de mecánica social, de un positivismo fatal que, enhebrando las cadenas de causa-efecto, comienza con las esperanzas aupadas de un pueblo que espera reivindicaciones sociales y que, finalmente, termina en la tiranía de un dictador de derechas o de izquierdas. Así, por ejemplo, en la crónica “¿Qué pasa en España?” (24 de julio de 1936), comienza con tres autocitas:
Hemos publicado tres artículos, en mayo, en junio, y el último en julio 16, respecto al fracaso de los frentes populares. […] Estos anticipos, publicados hace pocos días, nos permiten hacer un llamado a nuestros detractores. No tomamos posiciones interesadas a uno ni a otro bando. Nada ganamos diciendo la verdad sobre la ilusión de los frentes populares. Al contrario: todo aquél que no milita en la oposición se hace antipático a los individuos pequeños y corrompidos. Creemos que la ausencia de jefes capaces y disciplinados, o la debilidad de los demagogos, llevan a los pueblos a la ruina (Edwards Bello 1981, 62-63).
En cuanto al segundo recurso, consistente en la alusión a ejemplos históricos, Carvajal toma la crónica “El fracaso de los frentes populares”, de mayo de 1936, de la cual afloran varios casos:
La prueba la tiene España a tiro de piedra, en el país vecino, –Portugal–, anticipación viva de su propia suerte. Tras de numerosos ensayos de república blanducha y democrática llegó al fiero Carmona y a Oliveira Salazar.
La historia es bien clara al respecto: después del terror, Napoleón; cuando más dueño de las ciudades se cree el populacho, llega el dictador. Italia parecía ser propicia al comunismo, cuando se produjo la marcha sobre Roma. El dictador alemán es otro hijo directo de los desórdenes provocados por el populacho. Sería cansar al lector a fuerza de lugares comunes el intento de comprobar la inepcia e ineficacia de los frentes populares en Europa (Edwards Bello 1981, 32).
En la misma crónica, en el párrafo siguiente, se encuentra un ejemplo de relato alegórico:
El paso de las turbas, así sea en Barcelona o en Addis Abeba, es fugaz y recuerda la anécdota de esas ratas que, una vez terminado el banquete, invadieron el comedor, se pusieron a comer migajas, untando una que otra vez sus colas en las copas de vino. De pronto, la audacia de la borrachera las hace exclamar: ¿Dónde está el valiente gato? (Edwards Bello 1981, 32).
Sin duda, hay un cuarto recurso que conviene destacar y que consiste en la autoridad que toma de los más renombrados escritores e intelectuales españoles que también se han mostrado sospechosos y críticos con respecto a los frentes populares, como se evidencia en “¿Qué pasa en España”, del 24 de julio de 1936:
Los más egregios valores intelectuales de España repudian la debilidad de los gobiernos republicanos que dejaron rodar la justicia y el poder a la calle. Es que las grandes revoluciones de ideas son fraguadas por pensadores de primera clase y escamoteadas por los de segunda y de tercera. Ni Ortega y Gasset, ni Marañón, ni Azorín, ni Unamuno y Pérez de Ayala, figuran en los frentes que ahora luchan a la desesperada contra la reacción (Edwards Bello 1981, 63).
Joaquín Edwards Bello, valiéndose de estos recursos, ya ha hecho el diagnóstico sobre lo que está pasando en España y ha reafirmado su postura, contraviniendo los procesos de encendido ardor que varios de sus contemporáneos y compatriotas escritores asumirán durante el devenir de los acontecimientos. Lo asiste el convencimiento de que, pesándole a él mismo, la división estructural del pueblo español y el mal manejo republicano ha puesto en bandeja lo que vendrá, es decir, destrucción, debacle, fascismo. Así pues, ya en julio de 1936, se ve en condiciones de profetizar el destino próximo de la península:
Con Azaña, con los militares o con otro cualquiera, será necesaria la tiranía o dictadura, como lo fue en Rusia, en Italia y en Alemania. Podemos anticipar asimismo que no habrá transacciones. El carácter español es ultranciero e intransigente en sus ideales políticos, y la lucha de clases es un hecho. España marcha hacia la dictadura de izquierdas o de derechas (Edwards Bello 1981, 64).
Eso, en lo micro, es decir, en el destino interno de España, porque, en el concierto europeo, ya desde inicios del siglo xx, la suerte de la península era indiferente para los demás: “Neutral durante la guerra de 1914, perdidas sus colonias y encendida en pasiones políticas intelectuales, daba el espectáculo de una momia mediterránea que Europa apenas tomaba en cuenta” (64). Un solo beneficio le espera a esta nación en crisis, el de la renovación acrisoladora del sufrimiento: “El fuego actual, cualquiera que sea su resultado, la purificará” (64).
Tan definitivo y categórico se muestra Edwards Bello con respecto a su posición, que finaliza su columna sugiriendo que ya nada nuevo va a pasar, solo devenir de sucesos que confirmarán su tesis (como si anticipara que sus crónicas futuras estarán plagadas de autocitas). Parecerá arrogancia, o quizás seguridad, pero concluye afirmando: “En todo caso nuestro diario, en la forma imparcial de costumbre, dará las noticias de la tragedia española que tanto apasiona al público procurando, como fue el caso de ayer, establecer el récord de novedad” (64). Y, con este gesto, de algún modo, anula su propio quehacer, pues, en resumidas cuentas, señala que ya ha dicho lo que había que decir y que, sobre lo fundamental, no podrá contar más que el detalle, la velocidad o la trayectoria de la piedra que inevitablemente habrá de caer.
Son varias las causas de la crisis española, según Joaquín Edwards Bello. Se proponen aquí cuatro de ellas por considerarse suficientes en su conjunto, cuando no algunas por sí mismas, para explicar el diagnóstico que el cronista hace con respecto a la península hacia 1936 y su pronóstico con respecto al futuro posterior.
La crónica “Cómo es Azaña”, del 16 de julio de 1936, trata con variados ejemplos el hecho de que España, a diferencia de otros países del continente europeo, no puede desconocer su genética católica a nivel institucionalizante. Azaña fue un líder que atrajo esperanzas por su “carácter, su oratoria, su amistad por Valle Inclán, porque este escritor cultivaba el género español heroico, del amor, del blasón y de la proeza” (Edwards Bello 1981, 50), por representar la imagen del predestinado en razón de su nombre mismo (Azaña) y por haber nacido en “la ciudad histórica, semi universitaria y militar, de Alcalá de Henares, cuna de Cervantes, en 1880, cerca de Madrid” (50-51). Ese mismo líder, que atrae esperanzas al interior mismo de los ideales republicanos, recibió su educación en El Escorial, “[e]sa construcción tremenda, en forma de parrilla, frente a un panorama montañoso, dantesco […] colegio de frailes” (51). Así pues, como “la mayoría de los revolucionarios españoles”, Azaña tuvo una “primera formación religiosa” (51). Según Edwards, para el que realmente ha vivido en España, resulta visible el “catolicismo a la Española”, que constituye una “carrera y una burocracia, antes que una vocación” (51). Ejemplos de la carrera eclesiástica y su influjo en la cultura española aparecen en las obras literarias La Regenta, el mismo Quijote y tantas otras que, con tono de ironía o de abierta crítica social, van más allá de la epidermis de la cultura peninsular para adentrarse en el espíritu de sus diversas capas sociales: “[l]os curas son en su mayoría funcionarios del catolicismo y tienen muy poco de iluminados, de profetas, y en muchos casos ni siquiera de convencidos” (51) (recuérdese la novela San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno). “En las familias numerosas echaban siempre uno de los niños a estudiar teología en cualquiera de los colegios para ese efecto, lo mismo que le echarían a aprender para médico, militar o boticario” (51), constituyéndose la carrera eclesiástica en una pieza clave del entramado que, más a menudo, por razón política que por inspiración cristiana venía siendo parte importante en la distribución del poder en España (recuérdese que, durante parte del gobierno de los Reyes Católicos, se cierne la sospecha de si realmente fueron ellos los que gobernaron o el gran inquisidor, Tomás de Torquemada). Volviendo a la cuestión de la formación de los niños, Edwards Bello alude a que esta tenía, a diferencia de la educación anglosajona, aire de cuartel, de encierro, que era “grave, dolorosa casi” (52), que no da importancia a “la gimnasia, al agua, al aire libre” (52) y que, durante “el retiro”, recibían sermones sobre el infierno que hacían “caer en cama a algún niño” (52). Todo este clima formativo imprimía “en los hombres un carácter extraño, dominante, entero, viril” (52); es el carácter de las grandes autoridades españolas, en la milicia, en la Iglesia, en las academias. Todos, incluso los revolucionarios, llevan la impronta de un ascetismo que se puede reconocer fácilmente en “Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Unamuno” (52):
Azaña también quedó impregnado de monasterio; su rostro mofletudo, sus gafas enormes en los ojos capotudos, sus labios glotones y sensuales –algo caído en el inferior– le dan un marcado aspecto de “hermano bibliotecario”, cuando no de “hermano repostero” (52).
Lo curioso es que “[p]asó a ser rector o Padre Ministro de ese país católico hasta cuando quema iglesias” (52).
Para Edwards Bello, ese movimiento iconoclasta que se tradujo en la quema de iglesias y la muerte de muchos consagrados a la vida religiosa o al sacerdocio no constituyó una muestra de abandono de la fe, al contrario, fue su signo visible y negativo de que la misma energía devota que un día erigió monumentos fabulosos a su Dios cristiano ahora se levantaba contra ellos.
La herejía es un acto de fe. El que pone fuego a un templo es un creyente indignado. El verdadero ateo no pone fuego al templo; lo hace casa habitación o museo, como en Rusia. La prueba es que en Málaga las turbas quemaron la catedral, “porque ahí no vivía el Cristo, sino el demonio” (53).
[N]o se prueba que [España] haya dejado de ser católica, porque incendia templos. Eso se probaría cuando nadie se bautizara, ni nadie llamara al cura cuando se está muriendo. Lo que sí, han dejado de ser muchos países es cristianos (53).
Se puede concluir, entonces, que uno de los problemas de España es que, atacando el catolicismo, está mostrando su desconocimiento de que esa condición particular de su identidad vertebra mecanismos, instituciones, procedimientos, estilos, que no pueden ser destruidos a la primera y que, como sabemos, serán recogidos después por la Falange, asumiendo una bandera –la del cristianismo católico– que habrá de campear gloriosamente durante las décadas posteriores. Se quiso destruir superficialmente lo que, en las raíces, seguía viviendo y modulando la suerte del destino institucional de la península.
Un aspecto que Edwards Bello destaca en su análisis es la comparación entre el gobierno de la República y las huestes rebeldes dirigidas por el general Mola. Dicho en forma abreviada, la visión se simplifica en dos palabras: demagogia y falta de unidad de mando en el gobierno de los leales versus concentrada disciplina, austeridad y obediencia entre los nacionales. El diagnóstico que se sigue es la toma de la ciudad de Madrid que, temprano o tarde, será la corona del triunfo de los rebeldes. Dicho sea de paso, si la extensión de la Guerra Civil fue prolongada, parece ser que sus razones están en el hecho de que Hitler estaba interesado en la distracción que producía al mundo europeo la guerra de España mientras él lograba rearmar Alemania.5 Es decir, sin esa presión externa, probablemente la debilidad del gobierno republicano y las fortalezas de las huestes de Mola y Franco habrían precipitado más pronto el fin de la guerra.
En la crónica “Situación militar en España”, del 27 de julio de 1936, Edwards Bello observa ventajas y desventajas de los leales durante la crisis:
Entre las ventajas señalaremos el apoyo moral de las poblaciones, fuertemente trabajadas por la demagogia; el apoyo de los políticos populares, del Gobierno central y de la mayoría de los trabajadores […] los leales del frente popular cuentan con las tres ciudades obreras, industriales, mayores del país: Bilbao, Barcelona y Madrid [y, finalmente,] con la casi totalidad de la escuadra y los puertos (Edwards Bello 1981, 65).
Sin embargo, en el recuento de las desventajas, aparece la ya mencionada demagogia del ejército: “el ejército de Madrid es demagógico, esto es, que se dirige por sí solo, guiado por el monstruo poliforme de la demagogia. El monstruo policéfalo y poli todo… Lo cual podría llevarlo a un policaos, y a una poliderrota” (66). Los rebeldes, en cambio, cuentan con aspectos que, aunque no goza de las ventajas de los leales, auguran mejores posibilidades para su causa:
Los rebeldes obedecen a una cabeza: Mola. Contienen lo que el Estado Mayor de los aliados procuró mantener en todo el curso de la guerra europea, esto es: la unidad en el mando. La turba, por numerosa que ella sea, no prospera jamás (66).
Mola y Queipo del Llano son unidad, son disciplina, y están animados por el espíritu de rompe y rasga característico de los generales tradicionales de la infantería castellana, la que hizo temblar a Richelieu (66).
El cronista sale al paso de la eventual asignación de simpatías hacia los falangistas, defendiendo que su diagnóstico ocurre a pesar de sus propias simpatías hacia los republicanos: “Llegado a esta parte de mis divagaciones, no faltará un lector que me juzgue partidario de los revoltosos. Nada de eso. Lamento, como el más republicano, el fracaso de la República” (68). Su ethos de cronista puede resultar antipático para el que quiere recibir solo buenas noticias, como dicen que eran las que llegaban en la España de Felipe II, asegurando el triunfo avasallante de la Armada Invencible entrando por el Támesis a Londres. Sin embargo, su simpatía con la verdad más que con sus propias ilusiones le hace concluir que la causa principal es que
[l]a República es incapaz de gobernar; no ha conseguido el prestigio inseparable del poder. El pueblo no supo ser republicano. Esperó una felicidad inmediata, una bonanza de traumaturgia (sic) que en ningún régimen sería posible considerando el estado actual del mundo (68).
Otro fantasma que persigue a España y que debe ser tomado en cuenta es el regionalismo, figura emblemática de la dualidad de una España siempre atenazada por la división y el contraste. Comparando las revoluciones Francesa y Rusa con la española, advierte que precisamente aquellas contaron con una unidad con la que no cuenta la peninsular. En la crónica “Revolución francesa, rusa y española”, del 31 de julio de 1936, se dedica a desmenuzar las características de este españolismo tan dado al rojo y negro en todos los ámbitos:
En el mes de julio, “el ardiente julio”, que dijera Núñez de Arce, cuando los cerebros están cargados al rojo blanco, cuando se pueden freír huevos en las veredas de Sevilla, una docena de generales creyeron llegado el momento propicio para reunir a toda la vieja España, “la España Negra”, de Gutiérrez Solana, contra la nueva España, la “España Roja”, de Azaña y de Largo Caballero. Dos extremos. España continuará siendo el país de extremos, de individualismos regionales y de intransigencia. Los diversos antagonismos, que ahora parecen haberse unido en dos bandos solamente, corren el riesgo de producir una de las más grandes catástrofes de la Europa moderna (Edwards Bello 1981, 70).
Todas las dificultades españolas dimanan paradójicamente de una condición que es virtuosa y que es estética en los pueblos, si los miramos desde el ángulo visual del romanticismo. Esta virtud consiste en la conservación de las originalidades regionales de los partidos ancestrales y de las tradiciones de las diversas provincias. En el curso de la historia, los Gobiernos centrales de Castilla fueron impotentes para aglutinar a las provincias (72).
La experiencia indica que
[p]or eso España ha gemido en todo el curso de su historia “bajo el sable”, como diría el señor Soriano. Solamente los espadones, y por medio de la fuerza, consiguieron una ilusión momentánea de sujeción a la ley central de Madrid. En cuanto se relajó el poder, el mapa español crujió y se quebró en sus numerosas cicatrices regionalistas (72).
De ahí, entonces, que el pesimismo de Edwards Bello con respecto al futuro inmediato de España señala que no habrá una solución sobre la base de la conciliación de contrarios por la vía de un acuerdo nacional, sino, como ha sucedido siempre, por el triunfo militar del sable que mejor sepa mostrar su tiránico poder, única manera de contener un pueblo bullicioso, intransigente y enemigo de términos medios. Y, más aun, que cuando ese posicionamiento autoritario llegue, seguirá amenazando la paz epidérmica lograda por el imperio del orden, la subsistencia profunda de un magma social hecho de controversias endémicas que en cualquier momento podría reventar bajo la forma de nuevos volcanes de fuego, destrucción y muerte.
Un aspecto interesante en la crónica “¿Es Ud. derechista o frentista?”, del 21 de agosto de 1936, es que Joaquín Edwards Bello señala la diferencia esencial que advierte entre los pueblos americanos y europeos con respecto al marxismo y el fascismo. Señala, en efecto, que nosotros estamos lejos de plantearnos esa disyunción política, afirmando de manera positiva una cierta superioridad americana con respecto a los dilemas europeos o, al menos, situándolos desde otra perspectiva:
El fascismo, de igual manera que el comunismo, son excesos de gente europea exasperada, adonde asoma el troglodita, el salvaje, el siervo y el esclavo de la gleba feudal. Nosotros somos sudamericanos y ni estamos aptos para que nos pongan el dogal de Rusia, ni el dogal fascista (Edwards Bello 1981, 84).
La crónica plantea que las dificultades latinoamericanas y las chilenas en particular no se solucionarán al modo español, porque incluso el español que aquí llegó fue atemperado por las condiciones del clima, de la puna, del ambiente (85). Edwards Bello honra aquí sus creencias asociadas al determinismo ambiental que bien expuso en algunas de sus creaciones literarias. Sin embargo, lo que interesa ver es cómo, por contraste, caracteriza la naturaleza radical del pueblo español, capaz de llegar al exceso criminal. Así, por ejemplo:
[l]a repulsión física que experimentamos, –con mayor fuerza que los más indignados españoles– respecto a los asaltos de conventos y las atrocidades subsiguientes, provienen de que no encuadran con nuestro carácter ni el espíritu inquisitorial ni el carácter especial que la lírica y la erótica española dieron a las religiosas (86).
Ese afán hispánico y europeo por los extremos resulta indignante para el cronista. Afirma que su intención es “probar que no somos comunistas ni fascistas” (86), que “[n]os humilla vivir de la imitación, tanto más ahora, cuando Europa se aparta de la vieja sabiduría” (86), que “[h]ay ocasiones en que la popularidad es obscena; más vale rechazarla y guardar lealtad solamente con nuestra conciencia” (86). Se colige, por tanto, que el camino apasionado, romántico, lírico e incluso erótico de la contienda española, constituye una opción muy buena para la literatura, pero no para resolver el destino de los pueblos. No es matando monjas, cardenales, escritores (ya sean Maeztu o García Lorca) ni enarbolando banderas frentistas o fascistas como los pueblos animados por la razón resuelven sus divergencias. De este modo, la pregunta “¿Es Ud. derechista o frentista?” constituye una inquietud hispánica que perpetúa antagonismos y que no llama a resolver nada sino a constituirse en un problema grave en la contienda peninsular.
Joaquín Edwards Bello, fiel al ethos que articula su “postura” y su habitus en el campo cultural chileno de los años treinta (siglo xx), se ubica frente a los acontecimientos que provocan y desarrollan la Guerra Civil española de forma distinta a varios de los escritores e intelectuales chilenos que escribieron sobre ella (Neruda, Huidobro, D’Halmar, Valle, etc.), y aunque políticamente también tiene simpatías con la República, su quehacer periodístico se orienta a advertir sobre las causas que inevitablemente llevarán a España a una dictadura totalitaria. En términos generales, dichas causas se relacionan con la mala administración del gobierno republicano, con la demagogia, la falta de unidad de mando, el regionalismo, la polarización hispánica en derechas e izquierdas, el desconocimiento de la raigambre católica peninsular. Los recursos que utiliza son la “autocita”, la apelación a situaciones históricas europeas similares, la alegoría y juicios de autoridad. Evidentemente, el autor de estas crónicas se expone a la crítica de los intelectuales, quienes, a esas alturas, considerarían inoportuno e impopular su pesimismo. Sin embargo, el tiempo y el curso de los hechos le dieron la razón, haciendo de él un acertado lector político de los tiempos que vivía, y, aunque se equivoca cuando pondera excesivamente los equilibrios americanos versus los peninsulares, valga notar que lo que él llama “el fracaso de los frentes populares” ha seguido siendo una constante en casi todos los proyectos político-sociales que posteriormente se intentaron en nuestro continente. El mensajero no tiene la culpa de las malas noticias ni el cronista la tiene de que los sueños declinen; es la dinámica social la que funciona así, y lo hace como queriendo darle la razón al naturalismo que literariamente profesó Joaquín Edwards Bello.
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Recepción: 02.03.2020
Versión reelaborada: 31.08.2020
Aceptación: 22.02.2021
1 Este artículo está relacionado con FONDECYT REGULAR 1160222, “Escritores y periodistas chilenos como corresponsales y cronistas de guerra (1879-1945)”.
2 Al respecto, véase Catalán (1985).
3 De hecho, la antología elaborada por Alfonso Calderón se publicó con el título Corresponsal de guerra. Guerra Civil española, Segunda Guerra Mundial. Crónicas (1923 a 1946) (Edwards Bello 1981).
4 En este sentido se expresan Barchino Pérez y Cano Reyes: “Una de las virtudes de Edwards Bello como cronista y ensayista era que no se vinculara con ninguno de los bandos y se dedicaba más bien a desentrañar lo que podía haber de verdad detrás de la retórica propagandística y el enredo de intereses –lo que llamaba la ‘politiquería’– que rodeaban casi todo lo que se escribía sobre la guerra” (2012, 236).
5 Al respecto, Alfonso Calderón comenta en su prólogo que “John Toland en su […] libro sobre Hitler [Adolf Hitler. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1977], […] admite que éste no deseaba una rápida victoria de Franco ya que una guerra ‘sangrienta y prolongada en España distraería la atención mundial del ambicioso programa de rearme de Alemania’” (Calderón 1981, 8).