DOI: 10.18441/ibam.21.2021.78.115-133
Antonio Andrade
Universidade Federal do Rio de Janeiro/CNPq, Brasil
antonioandrade.ufrj@gmail.com
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-1126-9630
Empiezo esta reflexión respecto al portuñol en cuanto índice de relación translingüe entre portugués, español y guaraní en la literatura contemporánea solicitando el concepto de lengua, marcado por la hegemonía de vertientes positivistas de la lingüística que lo han concebido bajo la noción de sistema estructural autonómico. A contramano de esa tendencia, parto de aproximaciones al objeto teórico ‘lengua’ en cuanto un haz de relaciones, contactos y entrelazamientos lingüístico-culturales, atravesado por un sinfín de zonas de traslación e indiscernibilidad (Malmberg 1966). A partir de la contribución de la historia de las ideas lingüísticas, se puede comprender que la lengua es un objeto discursivamente rodeado y fronterizado, alrededor del cual distintos instrumentos glotopolíticos (Auroux 1992) elaboran límites, formas de planificación, pedagogización y normalización, así como valores de uso, a través de múltiples agenciamientos desarrollados tanto por el poder del Estado como por la dispersión del poder en varias esferas sociales. Tales agenciamientos resultan en la inscripción del sujeto en el orden simbólico de la “lengua nacional”, históricamente construida y gramaticalizada, que detiene el estatus de lengua oficial. Esa inscripción funciona como ilusión de pertenencia al constructo de la nación –en cuanto comunidad imaginada (Anderson 2008)– y, a la vez, interdicción de las relaciones translingüísticas involucradas en diversas dinámicas socioculturales y procesos de subjetivación.
Reflexionar sobre el rol de la literatura en la desestabilización de los discursos sobre la lengua, sobre todo en el contexto actual del complejo proceso de globalización, significa interrogar la dimensión estética, política y performativa de una escritura-entre-lenguas y, por ende, de una escritura-entre-mundos, para usar un término acuñado por Ottmar Ette. Tal punto de vista conlleva un movimiento de deconstrucción de categorías literarias nacionales tradicionales que, según el autor, estorban aún hoy la percepción de que “literaturas per se no se encuentran atadas a una residencia fija, ni bajo la tutela de lo territorial ni de lo lingüístico” (Ette 2018, 180). Esa percepción se relaciona a lo que plantea Mary Louise Pratt sobre las “poéticas translingües” como discursividades que manejan movimientos de interfaz entre lenguas, concibiendo el efecto de la exploración estética del translingüismo en lo literario como la elaboración de una clase de “escritura con acento” –concepto que acerca metonímicamente lo escrito a la producción oral en lengua extranjera–. La investigadora afirma que “tal redacción produce a menudo la experiencia de estar leyendo en un lenguaje y escuchando en otro” (Pratt 2014, 250). Las poéticas translingües involucran un dialogismo de voces sobresalientes, en el sentido de dicciones que traspasan la imagen de homogeneidad de la lengua y del sujeto. La apropiación estilística de una lengua en la otra promueve un impulso de variación continua, que Deleuze y Guattari (1995, 40) asocian al virtuosismo sonoro de un glissando, en cuanto metáfora musical del proceso germinativo de una lengua menor en el intermedio de las lenguas oficiales.
Tal visión sobre el efecto performativo de la escritura literaria entre lenguas se aleja de la estratificación, hecha por ejemplo por Carlos Bonfim (2012, 72-73), con objeto de enmarcar distintos usos del portuñol como lengua de frontera, como juego de lenguaje con intención cómica o como lengua literaria. En primer lugar, no creo que la separación entre comicidad y lengua literaria les convenga a escritores como Douglas Diegues, Xico Sá y Joca Reiners Terron, quienes dialogan con el discurso humorístico, a ejemplo de la similitud entre sus textos y el modo de enunciación presente en periódicos alternativos realizados por humoristas, dibujantes y escritores brasileños en el periodo de la contracultura durante la dictadura militar, tales como O Pasquim y Jornal Dobrabil (este realizado inclusive por Glauco Mattoso: autor brasileño ya consagrado que firma la solapa del primer poemario de Douglas Diegues). Igual me suena contraproducente la separación entre las nociones de lengua de frontera y lengua literaria, teniendo en cuenta que, no obstante sea posible, por supuesto, detectar diferencias entre las variantes orales habladas en las fronteras y la escritura literaria, tal necesidad de categorizar y estratificar qué se entiende como “portuñol” supone la ilusión de que existe una grieta que aparta lo oral de lo escrito, sin darse cuenta del continuum de relaciones entre esas modalidades del lenguaje. Además, muchos de los escritores cuyos estilos se asignan al movimiento del “portuñol salvaje” –expresión acuñada por Diegues que, al parecer, por la propia adjetivación (“salvaje”) se suma al ethos de enfrentamiento contra las normas coercitivas del lenguaje– requieren una mirada de la frontera que va más allá de la etiqueta de lo regional, al pensarla como espacio de movimiento en donde se puede entender la literatura, al igual que Ette (2016, 195), como campo de actuación “multilógico”, volcado más hacia los movimientos de cambio constante en el acto de comprender que a la adquisición de un punto de vista fijo.
María Teresa Celada, al optar por un sesgo de análisis no categorizador, prefiere interrogarse a partir de la propia polisemia de la palabra “portuñol”, señalando que éste es un término “comodín” (Celada 2000, 44) que por ello mismo les molesta a los agentes de planificación lingüística, debido a su amplitud y deslizamiento semántico. Sin embargo, ella también indica la existencia del vocablo “espagués”, que, a pesar de poco utilizado, subraya, por medio de la materialización de una distinción léxica, la posibilidad de que se diferencie la perspectiva de los lusohablantes en comparación a los hispanohablantes respecto a esta práctica translingüe. Adopto, así, esta posibilidad de diferenciación de comunidades lingüísticas como un primer criterio de selección del corpus, visto que ese concepto no se reduce, desde el punto de vista de la glotopolítica, a la presencia de una sola lengua en un territorio, aunque transcontinental, sino implica analizar un entramado pluri y translingüístico conformado por una historia de “relaciones de lenguas”, noción que propone Eduardo Guimarães a fin de interpelar los distintos valores y escalas de prestigio que históricamente se les atribuyen a las lenguas dentro de un contexto dado (Guimarães 2003, 51). Me centro, por lo tanto, aquí en el portuñol como poética translingüe movilizada por determinados escritores brasileños, con la finalidad de enfocar el modo como ese campo literario viene performando modos de intervención en las políticas lingüístico-culturales que coparticipan en los procesos de interdicción de las “epistemologías del sur”, que según Boaventura de Sousa Santos, “se refieren a la producción y validación de los conocimientos anclados en las experiencias de resistencia de todos los grupos sociales que sistemáticamente han sufrido la injusticia, la opresión y la destrucción causada por el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado” (Santos 2018, 306). De esa manera, es fundamental que se reconozca el anclaje de nuestras historiografías literarias en valores hegemónicos que, aún hoy, obstaculizan el trazado del diálogo Sur-Sur en el contexto latinoamericano, ya fuera en el sentido de la creación de fronteras epistémicas entre lo que se considera vernáculo y extranjero en cada circunscripción, o en el de la profunda invisibilidad de los saberes amerindios en el seno de nuestra memoria discursiva.
Hay que decir, de paso, que, entre las zonas de frontera geográfica, propiamente dichas, de Brasil con otros países sudamericanos, voy a poner de relieve apenas, por otra necesidad de selección, la frontera Brasil-Paraguay, que, a su vez, constituye el imaginario de la llamada “triple frontera” (Brasil-Paraguay-Argentina). Además, a partir de la revisión bibliográfica sobre el tema, es posible afirmar que aún son escasos los estudios sobre la producción y circulación de manifestaciones literarias en portuñol en regiones de frontera de Brasil con Bolivia o con la Amazonía peruana, colombiana y venezolana. Ya hay, sin embargo, varias investigaciones con respecto a la frontera Brasil-Uruguay –tanto en el escenario académico brasileño como en el uruguayo– que le dan foco, sobre todo, a la variedad lingüística producida por las comunidades del norte del Uruguay y del extremo sur de Brasil, nombrada por sus hablantes, según Sturza (2019), no solo como portuñol, sino también fronterizo, entreverado, mixtura, brasilero, portugués del Uruguay, etc. Asimismo, existe una literatura que se viene produciendo en ese fronterizo, lo que se puede verificar, por ejemplo, a través de la publicación del libro Noite nu Norte: poemas en portuñol (2010) del poeta Fabián Severo, natural de Artigas, que ha sido incluso objeto de análisis por parte de investigadores que se dedican al estudio de la presencia del portuñol en la literatura actual. A pesar de ello, percibo en esa escritura literaria en portuñol fronterizo una tendencia, un tanto esencializada, de reivindicación de una identidad local que, por un lado, intenta reproducir literariamente el patrón diatópico de cierta comunidad de hablantes y, por otro, trabaja reiteradamente con la ficcionalización de una memoria infantil, provocando, por decirlo así, una fuerte infantilización del lenguaje lírico y su vinculación al efecto de sentido de “autenticidad” del origen y del lugar del habla.
En vez de ese tipo de acepción tradicional, en esta reflexión echo mano de una noción expandida de frontera, entendiéndola, con la escritora e intelectual chicana estadounidense Gloria Anzaldúa, como una tensión entre border (línea divisoria) y borderland (zona fronteriza imprecisa, móvil, indeterminada y residual). Según eso, pensar lo fronterizo le exige a uno abarcar no solamente las zonas de separación entre comarcas administrativas, estados, naciones, sino las que surgen “siempre que dos o más culturas se rozan, cuando gentes de distintas razas ocupan el mismo territorio, cuando la clase baja, media, alta e infra se tocan, cuando el espacio entre dos personas se encoge con la intimidad compartida” (Anzaldúa 1987, 35). Así pues, no me toca exclusivamente investigar a escritores naturales o residentes de ciudades ubicadas en la frontera de Brasil con países hispanohablantes, las cuales, por cierto, son innúmeras, tomando en cuenta que Brasil posee 15.735 kilómetros de fronteras terrestres. Focalizo también obras de autores que viven (o han vivido) en ciudades que no se sitúan en la frontera, pero echan de ver la alteridad de saberes y perspectivas producidas en un contexto de tránsitos y cruces, pensando, antes, la frontera como zonas de fricción, contactos y conflictos lingüísticos, culturales, étnico-raciales y sociohistóricos. A la vista de tales criterios, me fijo aquí en tres escritores brasileños contemporáneos cuyas obras, a mi ver, intervienen de manera productiva en la discusión crítico-cultural acerca del aprovechamiento literario del portuñol y el entrecruzamiento translingüe portugués-español-guaraní, a saber: Wilson Bueno, Douglas Diegues y Josely Vianna Baptista.
Para que se comprenda la problemática que anhelo suscitar es importante que se señale, en el ámbito de la crítica literaria contemporánea, la prevalencia aún de una formación discursiva que aborda el locus de la triple frontera como “espacio de conciliación” y el portuñol como “lengua de encuentro”. Jorge Locane, en un artículo que trata sobre la producción poética en portuñol, llega a decir, por ejemplo, que “una lengua que no niega su condición de híbrido [...] se proyecta hacia el futuro como lugar de acogida y conciliación, como espacio de síntesis abierto siempre a nuevas contribuciones” (Locane 2015, 44). Nótese también, a título de ejemplo, el papel que le asigna Dirce Waltrick do Amarante a la experimentación literaria en torno al portuñol: “El portuñol salvaje es la solución pacífica de nuestras fronteras culturales, que abrazan las diferencias y les dan la bienvenida a los extranjeros” (Amarante 2009, 4). En mi opinión, ese discurso se acerca, de cierto modo, a la visión de Antonio Candido sobre la tendencia genealógica de la literatura brasileña de crear síntesis de lo general con lo particular, a través de estrategias de adaptación del colonizado/subalterno ante la imposición cultural hegemónica. Siguiendo las directrices del materialismo dialéctico de mediados del siglo xx, que busca elaborar explicaciones totalizantes, Candido (1989, 166) argumenta que tanto la colonización portuguesa como la clase dominante consolidada tras la independencia crearon “su propia contradicción”, a medida que se modificaban “para adaptarse”. Tal punto de vista, sin embargo, parece no conseguir abarcar la dinámica cultural brasileña más allá de la idea de unidad nacional, construida paulatinamente desde fines de la colonia y, sobre todo, durante el periodo del imperio. En este sentido, es como si la transcodificación estética del portuñol en el dominio literario escenificara en lo contemporáneo nuevas formas de adaptación, tratando de apaciguar conflictos históricos entre Brasil e Hispanoamérica y, a la vez, reparar a través de la literatura el genocidio de la población guaraní, que históricamente habita un territorio disputado por las metrópolis ibéricas y por sus excolonias. Ese planteamiento se retroalimenta, desde otra vereda, de la ideología lingüística del llamado “panhispanismo”, impulsada principalmente por la Real Academia Española, según la cual sería posible tomar toda la hispanofonía –incluso la que adentra los contextos estadounidense y brasileño– como una gran unidad lingüística, configurándose así, a través de la lengua, una especie de “patria común” (Del Valle 2007; Lagares 2010).
Discrepo de ese discurso porque me percato de que ahí subyace un intento de domesticar la ferocidad, presente en la memoria de la violencia y la desigualdad que permean las relaciones de lenguas y la constitución sociohistórica de Sudamérica, además de eludir el resentimiento que se inscribe en esa memoria en cuanto afecto que, según Pierre Ansart, se mantiene a nivel de lo no dicho como “aquello que se lo niega y que se constituye, no obstante, como un móvil de las actitudes, concepciones y percepciones sociales” (Ansart 2004, 29). De ese modo, es indiciario el análisis de Silviano Santiago respecto de la intempestiva ferocidad (Santiago 2017) inscripta en Grande sertão: veredas, y de las consecutivas estrategias de silenciamiento y domesticación crítica de esta cuestión en las lecturas del clásico de Guimarães Rosa. Eso lo digo porque Mar paraguayo (1992) de Wilson Bueno1 –considerado por muchos el texto seminal del proceso de atravesamientos recíprocos entre portugués, español y guaraní en la literatura contemporánea– es una nouvelle de carácter poético, construida, conforme lo señala Andermann (2011, 15), también en forma de monólogo, tal como la novela de Rosa. Mientras en Grande sertão la barbarie que prolifera en medio del paisaje campesino funciona, en la visión de Santiago (2017, 29), como contrapunto crítico al proceso de racionalización conservadora en curso en los años 50 en el contexto de la construcción de Brasilia, en Mar paraguayo la violencia transita desde lo público hacia lo privado, imbricándose con la intimidad del hogar y de la propia mirada de la narradora personaje: una “marafona” –vocablo que significa, al mismo tiempo, muñeca de trapo o meretriz– cuyo relato en portuñol gira alrededor de la duda sobre cómo se dio la muerte de su amante mantenedor (“el viejo”) en casa, en la ciudad costera de Guaratuba, ubicada en el estado del Paraná, donde se encontraba exiliado a la época el recién derrocado dictador de Paraguay Alfredo Stroessner y que es conocida como “playa de los paraguayos”.
Es posible aún hacer otro ejercicio comparativo interesante a partir de Mar paraguayo si pensamos su relación con la doctrina creada por la ficción realista de Machado de Assis del “humanitismo”, visión seudofilosófica que, a través de la creación de una parábola sobre la guerra entre tribus hambrientas, trata de justificar la barbarie como necesidad vital de supervivencia, entendiendo, a la vez, la muerte como principio de expansión de una forma de vida sobre la otra. Tal visión, resumida en la famosa frase machadiana “ao vencedor, as batatas” (Assis 1973, 120), se vincula al cruel paradigma de la “ley del más fuerte”, intensamente satirizado por Machado en Memorias póstumas de Brás Cubas y Quincas Borba, publicadas a finales del siglo xix, justamente en el pasaje del periodo del Imperio a la Primera República. En la nouvelle de Bueno, como una forma de reescritura de la tradición que traiciona el original al intentar suplementarlo, esa lógica humanitista no emerge, como lo esperado, en la voz de los vencedores, sino emparentada al pensamiento de la propia marafona paraguaya, figura que a causa de sus condiciones de vida, su diferencia étnico-lingüística y su ambigüedad de género (que inclusive la aproxima a los personajes travestis de Severo Sarduy) es extremadamente explotada, violada y discriminada. En determinado momento, la narradora en 1ª persona afirma:
Suruvu es el alma-palabra convertida en párraro: [...] esto socavón y encendiado relâmparo que me puso de cara ante el destino, ya que el viejo moria y yo, y yo necessitaba vivir, mismo que esto arrojasse la muerte en el huevo y suscitasse en su cuerpo enfermo la solución terminal. Se esto es verdad, secretamente concluo que el viejo matou-se en mi e, rogo, no fue yo que lo matê, a el, a el viejo (Bueno 1992, 41-42).
Lo curioso de esa cita es que la enunciación teje ahí una insospechable analogía entre el mito guaraní del “suruvu” –palabra que se convierte en pájaro– y el intertexto con el humanitismo machadiano; analogía esta que resulta en el dilema ético que cerca la “solución terminal” representada por la muerte del viejo.
Como uno puede darse cuenta, hay en la escritura de Bueno una intencionalidad de traer a flote ciertas pulsiones latentes en nuestra historia republicana. Cabe mencionar, en este sentido, que Mar paraguayo fue publicado al inicio de los 90, momento que coincide con la etapa de redemocratización, luego del derrocamiento tanto del régimen de Stroessner como de la dictadura militar en Brasil, y que en el libro también –desde una mirada translingüe, transareal y transmedial (cf. Ette 2016)– se buscan estrategias intertextuales de reflexión sobre ese periodo. No en vano, el flujo de la escritura le asocia a la imagen de la actriz Sônia Braga en la pantalla chica a un posible delirio de la narradora, lo que allende funcionar como referencia a la tradición del melodrama en las telenovelas brasileñas, se puede tomar como una alusión a la película Kiss of the Spider Woman (coproducción Brasil-EE. UU.). Seguro, por medio de esa doble alusión, al melodrama y la peli (dirigida por el cineasta argentino naturalizado brasileño Héctor Babenco), se puede acercar comparativamente el texto de Bueno a la novela de Manuel Puig, El beso de la mujer araña, cuya narrativa se sitúa en el contexto de la represión militar argentina. Me parece que esas múltiples posibilidades asociativas no surgen ahí inútilmente, visto lo plausible que es afirmar, como lo hizo Vilém Flusser (2007, 231), que los golpes militares de la segunda mitad del siglo xx representaron el momento de mayor crecimiento del patriotismo, cargado de moralismo, autoritarismo y prejuicio, ya sea en Brasil o en otros países sudamericanos. De esa forma, Mar paraguayo –cuyo espacio/tiempo la narradora lo experimenta como un infierno, evocado a menudo en el texto no en las lenguas ibéricas del cristianismo, sino en guaraní: “Añaretã. Añaretãmeguá” (Bueno 1992, 18)– puede leerse como una metáfora de la angustiante sensación de no pertenencia de sujetos que ocupan la posición de paria en sociedades marcadas por el legado, de orden simbólico y lingüístico-cultural, del prejuicio patriótico: de ahí la importancia de la resistencia estético-política performada en esa escritura por la materialización macarrónica de “um portunhol malhado de guarani”, conforme lo ha señalado Perlongher (1992, 8). Tal proceso de marginación, como se ha podido ver, se encuentra reforzado de manera interseccional en la narrativa por las exclusiones de género, raza y clase.
Se hace necesario poner foco ahora, en un movimiento a contrapelo (Benjamin 1987), sobre la herida histórica de la guerra del Paraguay (1864-1870), cuando se dio la triple alianza entre Brasil, Uruguay y Argentina en el sangriento conflicto militar contra el Estado paraguayo, periodo caracterizado por el fortalecimiento corporativista del ejército brasileño y por su transformación en actor político nacional, que resultó en la caída del régimen monárquico y la proclamación de la república en Brasil, a fines del siglo xix. Como demuestra el historiador José Murilo de Carvalho (2006), las fuerzas armadas cruzan constantemente la línea del poder en el gobierno brasileño, infelizmente hasta los días actuales. La reapertura de esa herida ocurre, pienso yo, de forma anárquica y potente por medio de la escritura de Douglas Diegues2, en cuya obra se figura la frontera como espacio ceñido por la violencia. En Los bellos sexos indomábelles (2017), por ejemplo, Diegues pone en escena, a través de una poética que recupera de manera irónica rasgos del género épico, una tensa relación entre su experiencia autobiográfica del presente en la ciudad de Asunción, la que califica como “Kapital mundial de la ficción” (Diegues 2017, 10), y la silenciada memoria del pasado histórico, teatralizada en el libro por la agencia de las mujeres, sobre todo en el contexto de la “guerra guasú” (como la llaman los paraguayos) y en la reconstrucción del Paraguay de la posguerra:
El silencio de la mujer paraguaya es de oro.
Pero sinembargo no muere,
no olvida, no pierde su guaraní,
el idioma que tiene
la néctar de los orígenes
y resiste aun a la lengua de los colonizadores.
Depravada, perdida, lúbrica, venal,
la mujer pública
es una ‘muñeca inflábelle’,
uma mujer común sem dueño,
uma mujer que pertenece a todos
(Diegues 2017, 37-38).
Se nota en ese fragmento una ambigüedad en torno del silencio “de oro” de la mujer paraguaya. Se alinea a tal construcción metafórica tanto el impulso de resistirse a la lengua del colonizador como la silenciosa sujeción del cuerpo femenino a la explotación sexual, indiciada por el modo como se le incorporan al texto expresiones de connotación machista, tales como “depravada”, “perdida”, “mujer pública”, “muñeca inflable”. La lucha femenina porque no se les olvide el guaraní, al parecer, representa en paralelo una lucha por el origen, la que se puede entender, bajo la perspectiva benjaminiana, como una promesa de totalidad y la simultánea imposibilidad de alcanzarla (Lages 2007, 193). No en vano, el origen emerge ahí simbólicamente como néctar, el que, si, por un lado, es señal de lo sagrado –alimento mitológicamente vinculado a la inmortalidad–, desde otro rincón, puede verse como algo que se debe expulsar o segregar del todo. Esa posibilidad interpretativa se asocia al hecho de que la resistencia guaraní no impide, obvio, su hibridación al castellano, formando el “yopará paraguayensis”, señalado en otro pasaje de la obra (Diegues 2017, 14). Siguiendo el hilo de este razonamiento, cabe añadir la existencia de análisis etnolingüísticos que consideran el jopara un tipo de anticriollo (Couto 1992, 77), esto es, una lengua de contacto en la que el mantenimiento de la identidad lingüística autóctona se da en virtud de la contribución del idioma indígena a nivel del léxico, pese a que su gramática le paga tributo a la lengua europea hegemónica. Otro punto de vista que se necesita recuperar aún de la cita de Diegues es que la representación femenina de “mujer pública” (o “sin dueño”) configura ahí una actitud de afrontamiento “indomable” al puritanismo, al paso que paradójicamente evidencia su posición social como objeto sexual que le “pertenece a todos”.
En otro momento del libro, el enunciador pone aún más énfasis en el modo como se encuentra disponible y activo en el lenguaje cierto tono de objetificación –que comprende Glauco Mattoso (apud Diegues 2002) como un “machismo simultáneamente cínico y autocrítico”– con el que ora se describe el cuerpo de la mujer, ora específicamente, los genitales femeninos. En otros libros de Diegues se acciona también esa estrategia enunciativa, la cual, a lo que parece, tiene en su poética la función intencional, en mi opinión, de constreñirle al lector frente a formulaciones tomadas a priori como alejadas del universo letrado, o, por otra parte, de llevar a cabo un diálogo intertextual con el modernismo antropofágico de Oswald de Andrade. Recuérdese que, en Pau-Brasil, Oswald produce una serie de poemas a partir del collage paródico de trozos entresacados de la Carta de Pero Vaz de Caminha, considerada el primer documento de la colonización lusitana en Brasil. Uno de los más conocidos de esos poemas oswaldianos se llama “As meninas da gare”, en donde se lee:
Eram três ou quatro moças bem moças e bem gentis
Com cabelos mui pretos pelas espáduas
E suas vergonhas tão altas e tão saradinhas
Que de nós as muito bem olharmos
Não tínhamos nenhuma vergonha
(Andrade 1974, 24).
Fijémonos en la proximidad de ese tipo de descripción con algunas que se presentan en Los bellos sexos indomábelles:
La miel hun
de la concha de las yiyis saitês
que calma la locura de los hombres com cabezas de pájaro,
tiene magia própria.
[...] Los bessos negros,
los mais calientes
bessos negros del bello sexo indomabélle
son azules.
Non existimos.
Solo existe el amor
sobre uma cama coreana
40 minutos
a dez mil guarakas
(Diegues 2017, 11).
De acuerdo con el propio “Glossarioncito” añadido al final del libro, “yiyis saitês” significa, en ese experimento lingüístico en “guaraportuñol salvaje”, lo mismo que mujeres “Non domesticadas” (Diegues 2017, 51). Mientras el poema de Oswald pone énfasis en el proceso de exotización del cuerpo de la mujer indígena, el de Diegues construye una mirada erótica que no se esquiva la apropiación de una discursividad etnocéntrica responsable por la animalización de la corporalidad hispano-guaraní, en general, aunque subraye, con especialidad, la carga de ese proceso sobre los cuerpos femeninos, apuntando críticamente, al soslayo, el modo como la actividad de la prostitución en el contexto latinoamericano se vincula históricamente a mecanismos de explotación y diferenciación étnico-racial.
Hace falta señalar que, tanto en ése como en otros libros, Douglas Diegues asume una voz autoral outsider que, así como los demás personajes que focaliza, se encuentra al margen de los círculos sociales elitistas. Este sujeto que se pone en la posición de “raro” se permite, con frecuencia, hacer críticas al capitalismo dependiente, postura que se combina con su militancia en la producción de ediciones cartoneras, tanto de sus trabajos como los de autores que, de un modo u otro, se adhieren a la estética fronteriza del portuñol salvaje. De esa forma, el sujeto poético reflexiona con respecto a los mecanismos de explotación en el presente y su relación con lo histórico, desde una mirada en tránsito entre ciudades de ambos lados de la frontera –llamo la atención, a propósito, al título irónico del primer libro de sonetos de Diegues, Dá gusto andar desnudo por estas selvas (2002), que metaforiza lo urbano en cuanto espacio también de lo salvaje–. Su mirada, que casi siempre se inmiscuye al punto de vista popular, explora la plurivocidad de los mercados paraguayos –en contraposición al fuerte estereotipo que los proyecta en el imaginario brasileño únicamente como lugares llenos de caos, contrabandeo y mercancía falsificada–, comprendiéndolos, al mismo tiempo, como signo de opresión y local de producción de una estética subalterna y abyecta. Véase, como ejemplo, otro fragmento de Los bellos sexos:
las primeras galerias de arte del futuro que pude conocer
fueron las carnicerias de la frontera
com pedazos de carne cruda en ganchos cavernosos de hierro
con moscas de todos los colores volando e revoloteando
(Diegues 2017, 49).
Coherente con esa dicción outsider, al margen también del canon literario nacional, en el prólogo de su primer libro, el autor, por medio de la voz burlesca de un heterónimo de nombre hispánico (“Ángel Larrea”), pero que escribe en portugués castizo, le define al poeta como “aquele que faz do plágio sutil a sua arma secreta” (Diegues 2002, 7). Es verdad que esa plagiografía sutil, uno la puede constatar en toda la obra de Diegues, e incluso en Los bellos sexos…, en donde hay un subrepticio diálogo intertextual con el célebre poema “A flor e a náusea” de Carlos Drummond de Andrade, publicado en 1945, momento en que coinciden el fin de la 2ª Guerra Mundial y de la dictadura de Getúlio Vargas, periodo conocido como Estado Novo. En el poema drummondiano, una flor descolorida nace en medio de la calle rompiendo el asfalto, en un tiempo que “é ainda de fezes, maus poemas, alucinações e espera./ O tempo pobre, o poeta pobre/ fundem-se no mesmo impasse” (Drummond 2002, 13). Ya el libro de Diegues inicia por la siguiente afirmación: “Hacer toda essa mierda/ dar flor/ es um acto de magia” (Diegues 2017, 7). Tal movimiento dialógico le destrona a Drummond, al jugar deliberadamente con lo grotesco y con un nivel de lenguaje considerado grosero, descortinando, a través de un gesto de lectura anárquica de la tradición vanguardista (capaz de arrimar los significantes “mierda” y “flor”), un procedimiento literario que opta por la dimensión de lo residual, de la transliteración vacilante, del translingüismo macarrónico, es decir, por aquello que se considera desechable y sin valor bajo la óptica del establishment y de las élites culturales.
Como se ha señalado antes, dentro del marco de las poéticas translingües de lo contemporáneo, se desarrolla conjuntamente una importante reivindicación del diálogo con las lenguas y tradiciones amerindias que rehúsa la idea de cultura como espacio de conciliación y concordia, lo que, además de los postulados que he tratado de enfatizar, remite aún a las nociones (ya ampliamente debatidas en la historiografía brasileña) de hombre cordial, de Sérgio Buarque de Holanda (1936), y de democracia racial, presente en Gilberto Freyre (1933). La idea de cultura en esas poéticas se configura, más bien, como dispositivo capaz de engendrar estatutos de suplementariedad entre distintos valores y cosmovisiones, sin eliminar la potencia del movimiento, de la inconstancia y del cuestionamiento de los unos sobre los otros, conforme sugiere el antropólogo Viveiros de Castro (2017, 181). El guaraní ha sido, dentro de este proceso, el idioma más visibilizado y solicitado por medio de relaciones intra- e interdiscursivas. Existe, de un lado, el hecho biográfico: muchos de los autores que practican ese translingüismo literario, tal como los que focalizo aquí, son originarios o habitantes del Paraná o de Mato Grosso do Sul, estados que poseen frontera con Paraguay, país donde el guaraní es idioma cooficial junto con el castellano, y cuyas regiones han sido y continúan siendo ocupadas, aunque en una escala muchísimo menor hoy, por comunidades indígenas guaraníes, como los mbyá y los kaiowá. De otro lado, también se debe atender al hecho histórico: las regiones del Guayrá (actual Paraná), de Mato Grosso do Sul y del Paraguay fueron territorios de las misiones jesuíticas, pueblos indígenas creados y administrados por padres jesuitas en el continente americano durante el periodo colonial. Tales sitios, también llamados reducciones jesuíticas, fueron objeto de disputas entre Portugal y España, y se transformaron en locales de resistencia amerindia, durante las Guerras Guaraníticas en defensa de los Siete Pueblos de las Misiones, aun después de la expulsión de la Compañía de Jesús en el siglo xviii. Es importante pensar, en este sentido, cómo la herencia jesuítica y, en confluencia con ella, la amerindia se vienen elaborando en el campo intelectual brasileño. Se subraya, primeramente, la posición anti-indigenista de Varnhagen, destacado historiador del imperio durante el siglo xix, quien pese a su disidencia en cuanto al poder que los jesuitas lograron junto a la corte portuguesa y a las poblaciones indígenas, elogia la imposición del catolicismo, que se dio principalmente a través de la acción pedagógica de los misioneros, considerando, por ejemplo, que las disputas entre los distintos grupos amerindios –constitutivas de la organización de las sociedades tribales– “perpetuariam neste abençoado solo a anarchia selvagem, ou viriam a deixal-o sem população, se a Providencia Divina não tivesse accudido a dispor que o christianismo viesse ter mão a tão triste e degradante estado!” (Varnhagen 1854, 107). En cambio, hacia otra dirección aparenta haberse encaminado la idealización de la figura del indio durante el indianismo de la segunda generación romántica, movimiento deudor de la noción rousseauniana de “buen salvaje”, pero en el que, al igual, subsiste cierta memoria de la labor jesuítica de asimilación de elementos simbólicos amerindios, resignificados ahí en un intento de forjar un origen “puramente” brasílico a partir de una matriz no europea, alineándose así la literatura al proceso de formación nacional ochocentista. El indianismo romántico funciona, sin embargo, como forma de borrar la diversidad étnico-cultural amerindia y como manera de profundizar la interdicción del legado de los esclavos de origen africano en nuestra composición cultural.
Aun desde el ángulo de la crítica moderna, no es difícil encontrar, en el pensamiento brasileño, posiciones, como la del ya mencionado estudioso Antonio Candido (1989), elogiosas a la catequesis y al rol que jugaron los jesuitas como traductores/mediadores de la tradición cultural europea entre los amerindios. No obstante, han surgido en los últimos años discusiones respecto de esa concepción, como la que propone Moraes (2017), quien demuestra la vinculación del punto de vista candidiano a la idea de evolucionismo cultural, puesto que Candido considera positiva la mediación jesuítica en la medida en que supo apropiarse de las “lenguas generales” (posteriormente prohibidas y reprimidas por la política lingüística monolingüe), con la finalidad de difundir formas literarias clásicas (como la lírica religiosa, los autos sacramentales, sermones, parábolas etc.), según él, esenciales a la “evolución” del espíritu “primitivo”. Ese tipo de posicionamiento, naturalizado por los estudios literarios en Brasil –tomando en cuenta la notoriedad del pensamiento de Candido en nuestro campo académico–, indicia, según la visión antropológica de Pierre Clastres (2011), un vergonzoso silenciamiento del carácter etnocida del proceso de catequización a través de la actividad misionera, así como ratifica la fuerte adhesión de la clase letrada brasileña a los valores eurocéntricos.
Tal contextualización objetiva poner de relieve la contribución de Roça barroca (2011) de Josely Vianna Baptista3 como un valiente gesto de reelaboración crítica de las herencias jesuítica y amerindia en nuestra memoria discursiva. Valiente, en primer lugar, porque no deniega la importancia de la aproximación de la etnología moderna con el jesuitismo, por medio de la recuperación de estudios y traducciones del etnólogo paraguayo León Cadogan y de su discípulo, el jesuita y antropólogo español naturalizado paraguayo Bartomeu Melià, quien inclusive firma el prefacio de la obra. Eso representa aún una importante apertura al diálogo con el campo intelectual paraguayo, que posee poca visibilidad en el contexto latinoamericano, por parte de Vianna Baptista, que, a propósito, ha traducido importantes obras de Roa Bastos al portugués brasileño. Asimismo, se puede considerar ese gesto como valiente, porque la autora se arriesga, poniéndose en la calidad de traductora intercultural (Santos 2018), o de otro modo, como un mixto de traductora y etnóloga, al convivir directamente con los Mbyá, a fin de emprender la tarea de traducir al portugués los cantos sagrados del Ayvu rapyta, a partir del original guaraní y de traducciones a otros idiomas, como el español y hasta una versión en portuñol realizada por Douglas Diegues, señalando así la necesidad de revisión de los mecanismos de mediación de esa cultura por los jesuitas. Agréguese a ello la serie de poemas “Moradas nômades”, incluida por Vianna Baptista tras el texto del Ayvu traducido, acompañado de varias notas de traducción y de un resumen explicativo sobre la creencia en la “tierra sin mal”, que acorde a Melià (1990, 33) es el motivador del nomadismo de los guaraníes, vinculado al sistema de reciprocidad que les exige sembrar la tierra y dejársela a otros, partiendo en busca de un nuevo rozado, igualmente sembrado ya por otro pueblo. Roça barroca, como se puede ver, topicaliza el saber amerindio, enseñándonos su importancia fundamental como intertexto y posibilidad de otra percepción de lo sagrado y de lo poético. Eso le arrastra consecuentemente hacia la referida serie de poemas una mirada capaz de capturar la extrañeza de la relación dialógica que la poeta establece, sagazmente, con la literatura quinientista realizada por jesuitas, como el padre Manuel da Nóbrega, por ejemplo, haciendo hincapié en las tensiones entre viaje y naufragio, naturaleza y dogmatismo, sufrimiento y éxtasis, en el escenario salvaje que rodea, en algunos textos, a la figura del misionero proyectada en tercera persona, como si efectuara un acto simbólico de venganza del vencido, vislumbrado por Sterzi (2014, 6), simultáneo al entendimiento de la venganza como “un impulso hacia adelante”, en dirección al otro, principio organizador de las sociedades antropófagas amerindias, de acuerdo con Viveiros de Castro (2017, 207). Tal procedimiento hace que la cosmovisión amerindia en esa coyuntura funcione, si quisiéramos echar mano de una expresión derridiana (Derrida 1967, 124), como un “peligroso suplemento” que inestabiliza el imaginario colonial.
Echar luz, en el momento actual, sobre la desestabilización de lo colonial en el ámbito de esas poéticas translingües es un acto político, no solo porque ellas ponen en cuestión las jerarquías culturales Norte-Sur, sino principalmente porque, como se puede notar, la memoria de la pedagogía jesuítica, entrelazada, a mi manera de ver, a los prejuicios patrióticos y al militarismo, reverberó internamente tanto en las instituciones de la monarquía brasileña como en la sucesión de estructuras institucionales republicanas, sosteniendo hasta el presente la ideología etnocéntrica y teocrática –en la cual se yuxtaponen determinadas alas del catolicismo e iglesias neopentecostales– que llevó al poder a Jair Bolsonaro, cuyo gobierno (electo en 2018) intenta razonar económicamente la expulsión de las poblaciones indígenas de sus tierras tradicionales, por interés del agronegocio, la minería y los madereros, aumentando el genocidio y la tasa de suicidio entre los indígenas. En otras palabras, quiero subrayar que esos discursos ultraconservadores alimentan la violencia del Sur contra el Sur, basada en una lógica que Boaventura (Santos 2018, 126) denomina como “Sur imperial”, relacionada al poder de las oligarquías que se han establecido en el Sur global, haciendo avanzar, aunque después de las independencias, procesos de destrucción de lenguas y conocimientos locales, en pro de la hegemonía de una episteme vinculada a la modernidad capitalista. Tal cuestión ha sido emblematizada de manera interesante, a mi ver, a finales de los años 70 por la hermosa canción “Querelas do Brasil”, interpretada por Elis Regina y compuesta por Aldir Blanc: “O Brazil não conhece o Brasil/ [...]/ O Brazil tá matando o Brasil”. En dirección opuesta a esa lógica, los versos de Vianna Baptista, al parecer, no desean fabricar cualquier imagen pacificadora del paisaje sureño, sino, al contrario, dramatizan a través de una escritura de “porosidad rizomática”, como lo señala Pedrosa (2018, 5), la irreductibilidad de múltiples perspectivas que confluyen tensivamente, manteniéndose como interrogantes mutuos, a la vez que operan una vuelta de tuerca a los paradigmas coloniales y sur-imperiales, en la medida en que primero buscan familiarizar al lector a la epistemología amerindia, a través de la traducción de los cantos guaraníes, para, a continuación, desfamiliarizarnos la mirada con relación a la figura misionera, tan entronizada en nuestro imaginario, devolviéndole a través de los poemas un estatuto de alteridad. De ahí, la fuerza expresiva de su copla:
NENHUM GESTO
SEM PASSADO
NENHUM ROSTO
SEM O OUTRO
(Baptista 2011, 109).
Es importante, además, poner atención a las variadas formas como la escritura de Josely Vianna Baptista juega con el translingüismo. En primer lugar, por la fusión original que promueve entre la actividad de traducción y la autoría poética. Tal correlación se explora dentro de su poesía, por ejemplo, a través de la reconfiguración en lengua portuguesa de la prosodia de los cánticos chamánicos Mbyá, marcados por la repetición, la yuxtaposición paratáctica y la aglutinación de vocablos en múltiples posibilidades combinatorias, característica del funcionamiento lingüístico del guaraní. Hay que notar, de esa manera, que la poeta alía la trasposición de ese ritmo prosódico al poema en portugués, explorando simultáneamente la estética paronomástica concretista, a la que mantiene filiación, sobre todo por medio del diálogo con el importante legado del translingüismo literario de Haroldo de Campos. Véase, como ejemplo, el poema:
SUE
o secor do poço
soe
o oco do cepo
brote
o bulbo do fruto
vente
o pólen poento
(ventre)
(Baptista 2011, 133).
Otra forma de desarrollo de la poética translingüe en Vianna Baptista, que, al desdoblar en lo contemporáneo la dimensión “verbivocovisual” del Concretismo, permite que en la poesía resuene el eco de voces silenciadas en la trama del diálogo Sur-Sur, es la apropiación estilística del Barroco, que ha sufrido un fuerte proceso de “secuestro” del canon literario nacional (Campos 1989, 32), lo que se explica, por un lado, en las palabras de la historiadora Maria Ligia Prado, por “um sentimento anti-hispânico bastante acentuado” (Prado 2001, 146), presente principalmente en los periodos del Imperio y de la Primera República Brasileña, y a más, por el hecho de que no se haya reconocido históricamente el español en Brasil como lengua de acceso a valores civilizacionales de la cultura erudita. Obsérvese, a modo de ejemplificación, la forma como, en el poema “da saudade”, Vianna Baptista comienza con la epígrafe de un verso de Góngora –intencionalmente traducido por ella, con el fin de poner en escena, una vez más ahí, el movimiento de partida de la traducción hacia el quehacer poético, presente en todo el libro– para, enseguida, componer pequeñas estrofas en donde se intercalan paréntesis polifónicos, y en las que uno de los factores de mantenimiento de la rima es la estrategia de atravesamiento translingüe:
vem brotar
(soledad)
da própria
rocha
(murmúrio
(à flor)
de olho
d’água
em grota)
(Baptista 2011, 106).
Cabe también destacar aquí otro aspecto que me lleva a reflexionar sobre la relevancia de la organización de la obra como un todo para que se aprehenda la riqueza del trabajo translingüe de la autora. Roça barroca es un libro que coloca en el inicio los cantos sagrados guaraníes, mediados por la traducción, reactualizados por la serie poemática compuesta en un portugués ataviado de resonancias translingües, y termina con un poema integralmente escrito en español:
LA BRISA REBELADA
en dos o tres ráfagas
ahoga el árbol
arrojando al voleo
los rojos sangrientos
de sus pétalos
tengo briznas en los ojos
mi alpargata mojada
va pisando sin pesar
las flores náufragas
(Baptista 2011, 137).
Este bello gesto de transcreación que practica Vianna Baptista –en la lengua del otro: que también le pertenece: que también nos pertenece– indicia, para mí, un intento de enderezamiento múltiple de esa escritura-entre-lenguas, que convoca intencionadamente diferentes perspectivas de lectura, entrelazando epistemologías del Sul-Yvy-Sur, brutalmente apagadas por la violencia histórica.
Por cierto, la herida abierta de la historia que la literatura pone al desnudo no es para nada fácil digerir, sobre todo porque nos hace mirar de manera autocrítica hacia las asimetrías lingüísticas que nos benefician y los privilegios de género, raza y clase que constituyen la dinámica social en la que nos insertamos. Quizá por ese motivo, la salida más tranquilizadora que han encontrado algunos analistas haya sido interpretar el translingüismo literario como resultante de una síntesis adaptativa y conciliatoria, lo que, antes bien, como traté de mostrar, esquiva temas capitales planteados por las obras.
Otro síntoma de la dificultad de hacer la autocrítica respecto de las asimetrías lingüísticas, uno lo puede observar, por ejemplo, en el análisis de Myriam Ávila sobre la poesía de Douglas Diegues. El hecho de que Diegues escriba en portuñol, para Ávila (2012, 11), más estorba que colabora con la recepción de sus textos, visto que, de cierto modo, lo mete en el casillero de un “museu de curiosidades”. En otro momento de su análisis, Ávila (2012, 53) llega a decir que el portuñol sería “uma não língua” y que, por emerger “da mistura e da anomia”, ofrecería “uma analogia exemplar a um ambiente de selvageria generalizada, como é o da versão periférica e miúda do capitalismo ‘não esclarecido’”.
Tales afirmaciones, más allá de muestras de cómo el prejuicio lingüístico atraviesa el decir, aunque inconscientemente, en la forma del acto fallido (lapsus linguae), constituyen una señal de que el gran distanciamiento disciplinario entre los estudios de lenguaje y los estudios literarios, dicotomía hace mucho entronizada por la esfera académica, puede que esté ratificando el silenciamiento de cuestiones culturales importantes, movilizadas desde las prácticas translingües presentes en la literatura. Y, desde mi punto de vista, el empeño en hacer el escrutinio de las infinitas líneas que se le van añadiendo al entramado de problemáticas sociohistóricas suscitadas por esas poéticas translingües puede corroborar tanto el proceso de problematización del paradigma monolingüe y monocultural involucrado en el concepto de literatura nacional –con vistas a una reflexión sobre la literatura a partir de su heterogeneidad constitutiva, conforme argumenta Librandi-Rocha (2014)– como el proceso de visibilización crítica de tensiones activas en el tejido de la experiencia suramericana, tal como sugiere, por ejemplo, la remisión metafórica de Wilson Bueno a la labor del encaje de aguja paraguayo del ñandutí: palabra que, además de significar ‘telaraña’, remite a la voz guaraní ñandu, que significa, al mismo tiempo, ‘araña’ o ‘sentir’, ‘padecer’, polisemia inquietante, aprovechada no como emblema de una amalgama apaciguadora, sino como signo de ambivalencia: “acá ñandu: su opacidad de sentimiento: me siento: sinto [...] ñandu: o que vá de secreta identidad entre estos dos cosas assolutamente distintas: arañas y escorpiones?” (Bueno 1992, 43).
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Fecha de recepción: 21.08.2020
Fecha de aceptación: 04.03.2021
1 Wilson Bueno nació en Jaguapitã (Paraná) en 1949 y falleció en Curitiba (Paraná) en 2010. Además de haber publicado varios libros en prosa y poemarios, fue editor del periódico literario O Nicolau (1987-1994).
2 Douglas Diegues, hijo de un fotógrafo brasileño con una hispano-guaraní, nació en Río de Janeiro en 1965, pero se trasladó aún niño a Ponta Porã (Mato Grosso do Sul), ciudad ubicada en la frontera Brasil-Paraguay. Fundó en Asunción la editorial cartonera Yiyi Jambo.
3 Josely Vianna Baptista nació en Curitiba (Paraná) en 1957. Además de poeta, es traductora del guaraní y de importantes textos literarios en lengua española.