DOI: 10.18441/ibam.21.2021.78.177-197

 

 

 

 

Medios violentos y fiestas gauchas: el salto cinematográfico de Juan Moreira y el espíritu del Centenario

Violent Media and Gaucho Celebrations: The Cinematic Leap of Juan Moreira and the Spirit of the Centennial

Nicolás Suárez

Universidad de Buenos Aires-Conicet, Argentina

nicola_suarez@yahoo.com.ar
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-2777-7701

1. INTRODUCCIÓN: EL SALTO MODERNIZADOR

Diecisiete años antes de que Leopoldo Lugones canonizara y europeizara el Martín Fierro como el poema épico nacional de los argentinos a través de sus famosas conferencias dictadas en 1913 en el teatro Odeón, ese mismo recinto había servido como escenario inaugural para la importación de un invento decimonónico que habría de triunfar en el siglo xx. El evento se produjo el 18 de julio de 1896. Apenas siete meses después de su primera exhibición en Francia, el cinematógrafo de los hermanos Lumière se presentó en Buenos Aires en el Odeón. Aquella noche, según el diario La Nación del 19 de julio, se proyectaron varios filmes, entre los que se encontraban La salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon (1895), La fuente de las Tullerías (1896) y una escena en “el interior de una estación de ferrocarril” que posiblemente fuera La llegada de un tren a la estación de La Ciotat (1896). La recepción, al parecer, fue favorable: “El público quedó muy bien impresionado y es seguro que muchos de los que anoche vieron este curiosísimo espectáculo volverán algunas otras veces para gozar de él”, finalizaba la crónica.

En los meses siguientes, con ligeros cambios en la programación, continuó la exhibición de estos cortos en el Odeón. Algunos de aquellos primeros espectadores posiblemente habrán vuelto a contemplar el espectáculo y también se sumaron otros nuevos. Pero el día 28 de septiembre sucedió algo excepcional. Como un capítulo local de una historia global, Buenos Aires tuvo ese día su propio train effect, expresión acuñada en los estudios fílmicos para referirse a las reacciones de pánico y ansiedad experimentadas por las primeras audiencias ante la visión de vehículos que se aproximaban. Una anécdota que ha sido caracterizada como una suerte de “mito de origen” o “mito fundacional” del cine y cuyos mitemas pueden resumirse así: un grupo de espectadores se reúnen en una sala a fines del siglo xix; allí asisten a la proyección de imágenes de vehículos que se acercan o, inclusive, de escenas marítimas; los espectadores se asustan y, a veces, hasta huyen despavoridos de la sala. La escena, que se habría dado primero en el Grand Café des Capucines parisino a finales de 1895 y luego –amplificada, exagerada y publicitada a través de múltiples cuentos– se habría repetido en lugares tan distantes como Ámsterdam, Shanghái, Chicago y pueblos rurales de África Oriental o Filipinas, encuentra su propia versión en Buenos Aires.1

El coleccionista, memorialista y periodista argentino Pablo Ducrós Hicken cuenta que la exhibición de La llegada de un tren a la estación de la Ciotat en el Teatro Odeón “provocó el pánico de algunos espectadores de la tertulia alta, uno de los cuales, al ver la locomotora, aturdido, se lanzó a la platea” (Ducrós Hicken 1950, 26). Si bien no he podido dar con testimonios de fines del siglo xix que permitan corroborar esta afirmación, en la anécdota que Ducrós Hicken narra en 1950, creo, importa menos la veracidad histórica que la puesta en circulación de la idea del pánico ante la llegada del tren como mito de origen del cine, en tanto figuración de la llegada del proceso modernizador. En este sentido, es posible comparar la descripción de las supuestas reacciones del público en el caso inaugural francés con su réplica local. Mientras que los espectadores parisinos habrían huido de la sala (Bottomore 1999, 179), en Buenos Aires, como queriendo quitarse de en medio, un espectador habría saltado de la tertulia a la platea. En un caso, la reacción ante la modernización es la huida; en el otro, el salto. Son figuras que funcionan a nivel literal y metafórico, y que se eligen por su capacidad para describir ciertos procesos.

Lo que me interesa pensar es por qué en la Argentina se impone esa figura, que implicaba dejar atrás la barbarie y saltar hacia la modernidad. La imagen del “salto modernizador” (es decir, la entrada a la modernidad como un salto) se repite en varios momentos de la cultura argentina finisecular.2 En las carteleras de “Teatros y fiestas” de La Nación, los anuncios de las vistas del cinematógrafo que noche tras noche se exhibían en el Odeón se mezclaban con los avisos que publicitaban las destrezas de diversas compañías circenses, algunas de las cuales se desempeñaban en el mismo teatro. Entre los números habituales de estos espectáculos, se encontraban las pruebas ejecutadas por acróbatas y saltimbanquis que, en palabras del dramaturgo Enrique García Velloso, proporcionaban al espectador “el perverso deleite de ver cómo juega su vida en el trapecio volante una maravillosa estatua de carne que día más día menos acabará haciéndose añicos” (1942, 143). Pero los saltos no eran solamente un número más, sino que moldeaban también la experiencia no aurática de los espectadores en el circo como espectáculo moderno. De ahí que el tipo de atención que propicia el circo sea una atención distraída, que va saltando de un número a otro sin otra continuidad más que la del propio espectáculo. Las vistas del cinematógrafo de los Lumière que se pasaban en el Odeón bien podían considerarse, desde esta perspectiva, un número más del circo. En este punto, el circo se adelantaba al modo de recepción dispersa que teóricos como Walter Benjamin (1999, 50-55) y Siegfried Kracauer (2008) apuntarían como uno de los rasgos fundamentales del espectáculo moderno en general y del cine en particular.3

2. SUBLIME MODERNO

La cadena analógica que condensa la figura del salto modernizador, entonces, más allá de lo textual-contextual, tiene que ver también con una idea del hombre moderno y su experiencia filosófico-cultural. Se trata de un sublime que no es romántico, sino moderno. El atractivo terror, por caso, de la famosa imagen de El caminante sobre el mar de nubes (1818) de Caspar David Friedrich consistía, precisamente, en el impulso a saltar. Pero el romanticismo es nostálgico: el hombre se queda parado en la montaña y contempla el paisaje. La modernidad, en cambio, es osada: salta. Es lógico suponer, pues, que si los saltos eran parte del contenido del espectáculo del circo y del tipo de atención que este suscitaba, también el público circense local haya experimentado la entrada en la modernidad en esos términos. En la caída del espectador que salta de la tertulia a la platea resuenan, así, algunos saltos famosos del público del circo criollo.

La imagen de los espectadores saltando al escenario del circo de los hermanos Podestá para defender a Moreira de las agresiones de la partida policial fue ampliamente difundida. José Podestá se encargó de hacerlo en 1931, en una entrevista realizada por Juan José de Soiza Reilly donde afirmaba: “¡Cuántas veces el público se identificó con el drama del gaucho perseguido por las injusticias! En Chivilcoy un agente de policía viendo a Moreira acorralado por la partida policial, se echó de un salto a la pista, con el trabuco en la mano, dispuesto a defenderlo”. En la misma entrevista, el mayor de los Podestá continuaba:

Con otras obras criollas me ha ocurrido lo mismo. En 1892 dábamos, en Tucumán, Santos Vega. Al llegar el momento en que la policía ataca al paisanaje, el vigilante que se hallaba de servicio en el circo saltó al escenario. Se metió en el entrevero, con los brazos abiertos para separar a gauchos y milicos, gritando:

—¡Que no haiga nada, compañeros! ¡Que no haiga nada!

Aquel vigilante que hizo reír al público fue, sin embargo, un hermoso símbolo de paz (Podestá 1931).

Un año antes, en sus memorias, Podestá había contado la misma anécdota con otro desenlace: “el público, que no conocía el verdadero final del drama, aplaudió entusiasmado por el realismo con que habíamos representado aquella última escena” (2003, 78). De un año a otro, el retoque permite que la audiencia del circo pase, en el cuento de Podestá, de la credulidad (la sorpresa por el realismo de la escena) a la complicidad irónica (la burla por la ingenuidad del vigilante). Luego, una vez puesta en circulación, la anécdota se modifica nuevamente y, en adelante, se impone la idea de que quienes saltan al escenario en defensa del gaucho perseguido no son los representantes de la ley sino los espectadores. Es así, por ejemplo, que cambiando el personaje, pero no el sentido de la intervención, la escena aparece una década después en La cabalgata del circo (1945) de Mario Soffici, cuando los espectadores intervienen para defender a Juan Cuello.4

Para comprender estos cambios, es necesario considerar que en las dos anécdotas de Podestá (tres si se tiene en cuenta que hay dos versiones de la segunda) los sujetos del salto son un agente de policía y un vigilante. Esta configuración era funcional a la construcción de un nosotros formado por quienes comprendían la naturaleza de la representación y se diferenciaban de aquellos que no podían hacerlo. De esta forma, la burla de los policías que los héroes gauchos de los dramas criollos escenifican en el nivel de lo representado continuaba también en el nivel de la representación. A partir de esta constatación, es posible indagar la relación entre el salto del espectador del Odeón y el salto del policía al escenario durante la función de Moreira. Una de las características centrales del train effect es que se basaba en la dicotomía entre un nosotros sofisticado y un ellos no sofisticado, sobre el cual se proyectaba una imagen de credulidad (Metz 2001, 85). Esta separación funcionaba como reaseguro para el espectador moderno, a diferencia de las sociedades primitivas que corrían atemorizadas ante las imágenes del tren. Ello explica que, con el tiempo, los sujetos del salto en la anécdota de Podestá hayan pasado de ser los policías a ser los espectadores, dado que la dicotomía se reconfigura y pasa de oponer la sociedad civil y la militar a enfrentar una sociedad que se juzga primitiva con otra que se autopercibe moderna.5

Había, como en los cuentos del train effect, un sentido de burla sobre los ciudadanos poco sofisticados, a menudo de procedencia rural. A este respecto, es significativo que en la anécdota del Odeón el salto se produzca desde la tertulia alta hacia la platea. Era, por eso mismo, un salto fallido en la escala social, ya que el movimiento se daba desde las localidades de precios más populares hacia las localidades más caras. Así como en el Fausto criollo (1866) de Estanislao del Campo el gaucho llegaba, casi por casualidad, al paraíso del teatro Colón para observar la ópera de Charles Gounod, aquel espectador poco sofisticado habría entrado al Teatro Odeón sin tener mucha noción del espectáculo que estaba por presenciar. Ni la anécdota del Odeón ni el poema de Del Campo tendrían el sentido que tienen si, en lugar de ubicarse en la tertulia alta o en el paraíso, sus protagonistas hubieran estado en la platea o en un palco. En un mundo donde todos estaban aprendiendo a mirar, los espectáculos globales y modernos como la ópera, el circo y el cine exigían nuevas competencias de parte del espectador. Pero el acceso a esas competencias era restringido y no se distribuía igualmente entre diferentes sectores sociales.

Teniendo en cuenta este nuevo sensorio que acarreaba el lenguaje universal y moderno del espectáculo visual, la pregunta por la relación entre el salto del Odeón durante la exhibición del corto de los Lumière y los saltos al escenario del circo de los Podestá en las funciones de Juan Moreira podría reformularse así: ¿qué clase de afinidad existe entre Juan Moreira y el cine? Algo de esto parecía intuir Borges cuando, en referencia a la pelea de Moreira con el gaucho Leguizamón en la localidad de Navarro, se preguntaba: “¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo?” (1999, xi). Borges no se explaya demasiado acerca de en qué consistiría el carácter cinematográfico de esa pelea. Solo dos palabras: “caminada” y “callada”. Movimiento y ausencia de lenguaje verbal. La cualidad cinematográfica que Borges encuentra en el personaje de Gutiérrez reside, por tanto, en la movilidad y la visualidad puras de las imágenes que evoca.

Otros elementos pueden tomarse en consideración para desentrañar esa presunta cualidad cinematográfica de Juan Moreira. Cuando Gutiérrez y Podestá transforman la novela en pantomima, al despojarla del lenguaje verbal, deben colocar el énfasis en la visualidad y, de esa manera, aproximan el relato al lenguaje de un cine por venir. Pero, más allá de esta cuestión que resulta casi evidente, ya en el folletín de Gutiérrez, antes de desgraciarse, “Moreira poseía una tropa de carretas, que era su capital más productivo y en la que traía a la estación del tren inmediata grandes acopios de frutos del país” (1999, 7). La explosión de la red ferroviaria en la década de 1870, sin embargo, no tardaría en hacer que aquella profesión de Moreira se tornara cada vez más prescindible, como se puede confirmar a partir de la lectura de “Camino Tras-andino”, el artículo que en 1872 José Hernández había incluido al final del folleto de El gaucho Martín Fierro. En ese texto, el autor daba cuenta de las posibilidades de reaprovechamiento de una antigua vía por parte de la comisión encargada de buscar en la Cordillera de los Andes un paso que permitiera la construcción de un camino férreo hacia Chile. Los nuevos medios de transporte se expandían hacia puntos del territorio nacional cada vez más distantes del puerto. Como a aquel espectador del Odeón, a Moreira (y también a Fierro, aunque Hernández eluda en el poema los signos de la modernización para desplazarlos hacia el paratexto que acompaña el texto de la Ida) el tren se le viene encima y amenaza con destruirlo.6 Para ponerse a salvo, Moreira debe dar el salto; él es, como apunta Ludmer, el héroe del salto modernizador (2011, 236). Pero donde hay salto hay altura y, por lo tanto, existe el peligro de caer, que es justamente lo que le ocurre a Moreira: luego de asesinar al pulpero Sardetti, se desliza –según sugiere el título del cuarto capítulo de la novela– por “La pendiente del crimen”. Así como ver caer a un gimnasta o a un equilibrista era, en la confesión de García Velloso, el “perverso deleite” que gozaba la audiencia del circo criollo, esos mismos espectadores también debieron haberse aproximado a la historia de la caída de Moreira como si este fuese una suerte de acróbata del salto modernizador.

Basado en la historia real del gaucho Juan Moreira, el relato que Gutiérrez publicó en el diario La Patria Argentina entre fines de 1879 y comienzos de 1880 (y poco después editaría en formato de folleto) sigue la estructura básica de ultraje, venganza y derrota del protagonista que caracterizaba a las novelas con gauchos del autor. El protagonista es presentado como un gaucho bueno, que está casado con Vicenta y tiene un pequeño hijo que se llama igual que él. Dueño de una parcela de tierra y una tropa de carretas, es un trabajador querido y respetado. Sus problemas comienzan cuando el teniente alcalde Don Francisco, que pretende a Vicenta, lo hostiga con multas y castigos injustos, llegando incluso a meterlo en el cepo. Una vez liberado, Moreira le reclama al pulpero Sardetti una deuda de diez mil pesos que le había prestado de buena fe, pero que el pulpero rehúsa pagar. Entonces Moreira lo denuncia ante el alcalde, pero Sardetti niega la deuda y Don Francisco vuelve a mandar a Moreira al cepo, por mentiroso. Enfurecido por esta doble afrenta (a su patrimonio y a su honor), Moreira jura vengarse, para lo cual reta a duelo y asesina al pulpero. En ese momento es cuando “se desgracia” y, pese a haber matado –según los códigos rurales– en “buena ley”, debe abandonar su hogar, despidiéndose antes de su familia. Don Francisco aprovecha la ausencia de Moreira para saquear su rancho, asesinar a su suegro y apresar a su esposa. Moreira, con todo, regresa para asesinar al teniente alcalde y liberar a su esposa e hijo, a quienes esconde en la casa de su compadre Giménez. A partir de entonces, con la ayuda de diversos aliados, el gaucho se dedica a combatir contra las partidas policiales que lo persiguen y acumula un crimen sobre otro. Es un puntero político, un matón a sueldo capaz de servir, según su conveniencia, tanto en las filas del Partido Autonomista de Adolfo Alsina como en las del Partido Nacional de Bartolomé Mitre. A lo largo de este recorrido, cuenta con la ayuda de diversos colaboradores, algunos de los cuales (como Julián Andrade) le son fieles y otros (como Giménez, que le dice a Vicenta que Moreira murió para quedarse con ella) lo traicionan. Entre estos últimos se encuentra el Cuerudo, quien delata a Moreira ante la policía. Con esta información, Moreira pasa la noche junto a su amigo Julián Andrade en el prostíbulo La Estrella, cuando una partida policial se dirige allí para aprehenderlo. Moreira los resiste con valentía pero, justo cuando está por saltar el muro detrás del cual se encontraba su caballo, el sargento Chirino le clava su bayoneta por la espalda y le da muerte.

En la versión reducida –es decir, salteada– de la novela que Gutiérrez y Podestá adaptan para el circo, esta historia estaba conformada por cuatro episodios fundamentales: la escena en la alcaldía, entre don Francisco, Moreira y el pulpero Sardetti; el cuadro en que Moreira mata al pulpero; la despedida de Moreira de Vicenta, de su padre y de su hijo Juancito; y la muerte de Moreira en el prostíbulo La Estrella. Los dos momentos más violentos de esta selección suponen alguna modalidad del salto. Primero, en la pulpería, “Moreira apartó al paisano con un ademán vigoroso, y, saltando al otro lado del mostrador, se lanzó sobre Sardetti con el brazo encogido y en ademán de tirar una puñalada” (Gutiérrez 1999, 30; subrayado mío). Antes del asesinato, la peligrosidad de ese movimiento consiste en que, al pasar del otro lado del mostrador, Moreira quiebra la barrera entre los que tienen y los que no tienen, entre los que actúan y los que miran. En segundo lugar, en la escena más recordada del relato, Moreira muere cuando intenta saltar el muro de La Estrella. Ya sea saltando el mostrador de la pulpería, subiendo una y otra vez a su caballo para huir de la policía o haciéndose pasar por un rico hacendado en la localidad de Salto, Moreira había hecho del salto un modo de sobrevivir y de resistir a la violencia de la modernización. Por eso, cuando ya no puede saltar, muere.

En cada una de las vueltas de Juan Moreira, el modo de enfocar esta escena clave (desde el prostíbulo o desde afuera, desde el punto de vista de Moreira o de Chirino) condensa la carga alegórica del relato. Y esto es así porque Moreira, en su doble condición de delincuente y puntero político, tiene la capacidad de situarse a ambos lados de la frontera simbólica que separa la ley del delito. Moreira está en el medio. Su historia es la del gaucho echado al medio, expresión que se repite varias veces en la novela y, de allí, pasa a la versión teatral hablada:

Y todavía estoy en el principio –había dicho amargamente el gaucho–, aquella muerte es el principio de mi obra, y don Francisco es el fin con que tengo que estrellarme. Ese hombre me ha humillado, sin que yo le haya dado motivo; él me ha hecho banco y me ha echado al medio, haciéndosele bueno el partido, y es la causa de que me halle como me veo. Ese hombre ha de morir a mis manos, aunque después tenga que ganar la pampa para huir de las partidas (Gutiérrez 1999, 41).

Literalmente, en la acepción tauromáquica, echar al medio a un torero supone arrojarlo a la zona central del ruedo, donde tiene menos protección por estar lejos de las tablas. En el sentido figurado que emplea Moreira, en tanto, la expresión alude a la falta de consideración hacia una persona que tiene derecho a participar en un determinado reparto de bienes. Pero el comentario también puede entenderse, en sentido narrativo, como una reflexión acerca de las posibilidades del relato. “Y todavía estoy en el principio”, dice un Moreira amenazante, para luego prometer que el fin habrá de llegar cuando se estrelle con Francisco.7 No obstante, más tarde, ese encuentro ocurre y el final no llega. Es como si Moreira, echado al medio, al nudo del relato, no pudiera dar el salto que lo lleve al final. Su muerte contra el muro de La Estrella es la figuración más visible y violenta del fracaso de ese salto, que con la transfiguración mítica del héroe parece destinado a repetirse in aeternum: de ahí en más, la imposibilidad de llegar al final se renueva con cada aparición de Moreira en un medio diferente (de la prensa periódica al folletín, el circo, el teatro, el cine, el radioteatro y la historieta, entre otros).

Pero si el drama de Juan Moreira es el del gaucho echado al medio, es preciso preguntarse cómo es ese medio (en todos los sentidos de la palabra) para cada una de sus apariciones. Porque los Moreira del cine visibilizan los diferentes medios y fines de las violencias de cada coyuntura histórica y cada milieu, en función de los cambios tecnológicos en el cine como medio masivo de comunicación. Del cine de atracciones y el Moreira festivo del pionero Mario Gallo en el Centenario, al Moreira mitologizado y en colores de Leonardo Favio en 1973, pasando por el Moreira broncíneo y domesticado de un cine que en la adaptación de Enrique Queirolo de 1924 ya estaba fuertemente volcado hacia el impulso narrativo, por el gaucho cantor y folklorizado con la llegada del cine sonoro en la versión de Nelo Cosimi de 1936 y por el Moreira peronófilo cercano al cine propagandista de Luis José Moglia Barth en 1948, los Moreira del cine cuentan una historia argentina de los medios de la violencia y una historia de la violencia de los medios en Argentina. Cada aparición de Moreira en el cine, así, se constituye a partir de una triple articulación entre: un uso particular de la violencia como medio legítimo para la consecución de determinados fines; un uso y un estado particulares de la técnica cinematográfica para reproducir las hazañas del héroe; y, como se verá a continuación, una idea determinada de fiesta: qué es lo que se festeja, quiénes participan de esa celebración y cómo lo hacen.8 Para abordar estas cuestiones, en las páginas que siguen decidí concentrarme en la coyuntura específica de comienzos del siglo xx, cuando la tecnología del cine era todavía una novedad, con el objetivo de explorar los diversos usos, los cambios y los efectos sobre la figura de Moreira que, al sujetar su imagen y su nombre con diferentes modelos comunitarios, produjo la primera versión cinematográfica del folletín de Gutiérrez.

3. UNA MÁQUINA MODERNA DE MATAR

La cadena cinematográfica de los Moreira comienza, en el salto que va del teatro al cine, con un eslabón perdido. Varios autores refieren la existencia de un Juan Moreira, que algunos sitúan en 1909 (Pellettieri 2002, 340; Tranchini 1999, 119) y otros en 1910 (Caneto et al. 1996, 108; Maranghello 2005, 20) o 1913 (Saítta 2015). Casi todos coinciden en apuntar a Mario Gallo como el director del filme, a José González Castillo como argumentista y a Enrique Muiño como el actor que encarnó a Moreira, atribuciones que resultan verosímiles, pero que no han sido documentadas por fuentes de la época.9 Una serie de referencias dispersas en una ficha guardada en la biblioteca del Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, sin embargo, permiten echar algo de luz sobre el asunto. Las notas remiten a la cartelera de espectáculos del diario La Prensa en los meses de mayo y agosto de 1910. Perdidas entre los avisos clasificados y los anuncios de espectáculos circenses, aparecen las pruebas de la existencia del Moreira cinematográfico de comienzos del siglo xx. El primer anuncio de la obra corresponde al 22 de mayo de 1910. A pesar de la dificultad de especular acerca del contenido del filme, creo que es posible reflexionar acerca de las implicancias del salto de un medio a otro. Si el medio –según la célebre formulación de Marshall McLuhan (1995)– es el mensaje, ¿qué implicaba el salto de Moreira al cine? ¿Cómo se resignifica su historia al pasar de un medio a otro y teniendo presentes los diversos sentidos del “medio” que aquí manejo (es decir, el sentido masivo, el filosófico-político y el narrativo)?

Abordar esta cuestión exige tener en cuenta qué y cómo era el cine en esos años. La figura de Moreira pasa a la pantalla en un momento en que el cine, a nivel global, estaba empezando a experimentar con la ficción. Un período de narrativización que localmente se abre entre 1909 y 1910 con producciones de tema histórico como La revolución de Mayo y El fusilamiento de Dorrego del propio Gallo (considerados los primeros filmes argumentales de la historia del cine argentino); y comenzaría a cerrarse hacia fines de 1914, con la aparición de la Amalia de García Velloso y otros largometrajes que adoptan un impulso decididamente narrativo. Hasta entonces, abundaban en el cine argentino los llamados filmes de actualidad, documentales breves realizados por pioneros que se autodenominaban “tomavistas”, por su afán de captar en el celuloide un pedazo de realidad.10

El cine era menos un mecanismo para contar historias que un modo de presentar una serie de vistas fascinantes a la audiencia. Esa base no narrativa del cine de comienzos del siglo xx es lo que Tom Gunning (2006, 281-388) llama –tomando prestado el término que Sergei Eisenstein empleaba para combatir el teatro realista– cine de atracciones (palabra que viene del choque de emociones que producían los espectáculos de feria y de circo, muy vinculados, por otra parte, con el train effect y, por supuesto, con Moreira). Ya sea en su faceta de teatro filmado declamatorio o de documental con tomas de vistas y actualidades, se trata de un cine que mostraba su visibilidad. Acaso más que nunca, el mensaje del cine era el medio mismo: la gente iba a ver las nuevas máquinas más que a ver un filme determinado. Haciendo una lectura de Gunning a lo McLuhan, podría decirse que cada filme particular –en este caso, Juan Moreira– era un medio por el cual la máquina cinematográfica se presentaba al espectador. Y Moreira era un personaje ideal para este objetivo (de ahí el éxito que, como veremos, obtuvo), ya que él mismo –al igual que el tren de los Lumière– era una máquina: una máquina moderna de matar. Aleación de hombre-trabuco-facón-caballo, mediante golpes, cuchillazos, sangre y disparos, Moreira tenía la capacidad de estimular a los espectadores e intensificar el shock11 cinematográfico a expensas de un desarrollo narrativo que, en un filme de tan corta duración, debió haber sido escaso o de difícil seguimiento para aquellos espectadores que no conocían la historia de antemano.

Esa podría ser una explicación de la cualidad cinematográfica que Borges advertía en el personaje de Gutiérrez: Moreira es, como el cine mismo, una máquina, una fuerza de choque. Esto es lo que su aparición en el cine, si consideramos las condiciones del medio cinematográfico en ese momento y el tipo de materiales que usaba, pudo haber tenido de novedosa. En el Moreira de Gallo el shock del relato se retroalimentaba con el shock del medio. Una máquina de ver filma a otra de matar y, en ese encuentro, reverbera algo del orden del inconsciente óptico. Por eso, si la cámara –siguiendo el postulado de McLuhan sobre los medios como prolongaciones de las facultades humanas (1995, 26)– es una extensión del ojo y Moreira –como sugiere Ludmer– es un agente visibilizador de la violencia, la pregunta es: ¿qué violencias permite ver el Moreira de Gallo que no se podía ver hasta entonces?12 Para intentar dar una respuesta a este interrogante, querría empezar por el anuncio del filme que, ahora sí, transcribo completo:

BIÓGRAFO COLÓN AV. DE MAYO Y Lorea – Hoy domingo, 2 grandes funciones, gran acontecimiento, se exhibirán las grandiosas cintas, Combate de San Lorenzo, Güemes y sus gauchos, Paso de los Andes, Juan Moreira, Invasiones inglesas, Camila O’Gorman, Facundo Quiroga y otras patrióticas, interpretadas por los artistas nacionales, señora Blanca Podestá, Enrique Muiño, Fuentes y otros.13

Estrenado junto con otras películas “patrióticas” en la Semana de Mayo de 1910, el Moreira de Gallo visibiliza las fisuras de una identidad nacional en ciernes o, mejor dicho, la ambivalencia de un proyecto de nacionalización de las masas que avanzaba por vías escurridizas, a menudo no controlables por las élites dirigentes que organizaron los festejos del Centenario. En este panorama, es necesario tener en cuenta, como señala Gunning (2008, 13), que la unidad del cine del período no era la película individual (canonizada posteriormente por la historia del cine) sino el programa, en tanto ensamblaje en una sola presentación de un conjunto de películas escogidas por el exhibidor. Los avisos publicados en el diario La Prensa en mayo y agosto de 1910 cuentan, en este sentido, una pequeña historia de las exhibiciones de Moreira en el clima turbulento del Centenario: cómo llegó al cine, con quién se encontró, por dónde anduvo y cómo le fue.

4. JUAN MOREIRA Y EL ESPÍRITU DEL CENTENARIO

La película se exhibió por primera vez el 22 de mayo, en el momento culminante de lo que José Luis Romero (1983, 55-95) denominó el “espíritu del Centenario”. El programa de cortometrajes que se presentó en el Biógrafo Colón no desentonaba respecto del clima patriótico que invadió las calles de Buenos Aires por aquellos días, en los que arribaron al país numerosos invitados y se sucedieron diversas inauguraciones y festejos organizados por una clase dominante que buscaba proyectar al mundo la imagen de una Argentina próspera y moderna. Lo llamativo, sin embargo, es que las figuras de gauchos como Moreira y Quiroga fuesen incluidas en ese listado de cortos que conmemoraban a próceres nacionales (Martín Miguel de Güemes, José de San Martín) y episodios destacados de la historia patria (la batalla de San Lorenzo, la Guerra de la Independencia, el Cruce de los Andes, las Invasiones Inglesas, las luchas civiles del período rosista), dado que la presencia de la figura del gaucho en la iconografía oficial y en los productos culturales de masas del Centenario fue más bien escasa (se la consideraba una rémora del pasado bárbaro que la nación moderna venía a reemplazar).14 Al tratarse de una iniciativa privada, estas inclusiones obedecían a motivaciones comerciales que no respondían directamente a las demandas patrióticas de la liturgia oficial: Moreira y Facundo, héroes de la literatura criollista, debieron ser personajes más atractivos que los héroes del panteón liberal para un público que, de tener que optar por algún prócer, seguramente se habría sentido más inclinado a identificarse con un Garibaldi antes que un San Martín. Combinar ambos tipos de figuras –héroes patricios y gauchos rebeldes– era una estrategia comercial bastante razonable para un exhibidor que quisiera aprovechar la coyuntura del Centenario y, al mismo tiempo, asegurarse uno o dos títulos que captaran la atención de la audiencia.

De todas formas, hay un nexo que une a Moreira y a Quiroga con los temas y personajes de los otros cortometrajes: todos ellos presentan batallas, fusilamientos, asesinatos. Las ejecuciones eran, según Gunning (2006, 384), un incidente habitual del cine de atracciones, en el que la absorción narrativa era relegada en favor de los estímulos directos y sorpresivos. Una muestra de esta predilección del cine de la época es el filme francés El asesinato del duque de Guisa (André Calmettes y Charles Le Bargy, 1908), que tuvo su versión local en El fusilamiento de Dorrego (1910) de Gallo. Teniendo esto en cuenta, si atendemos no solo a los festejos puntuales y al “espíritu” –de más largo aliento– del Centenario, sino también a la coyuntura del país a comienzos de 1910, las apariciones cinematográficas de Moreira y Quiroga cobran un espesor particular a la luz de la llamada “amenaza” o “cuestión” social y la situación política. A fines de 1909, Ramón Falcón, jefe de la Policía Federal, había sido asesinado por una bomba arrojada por un anarquista ucraniano. La respuesta institucional fue el ataque a organizaciones obreras. En los meses siguientes se produjo una escalada de violencia y conflictividad que desembocaría en un clima de agitación con numerosas movilizaciones reprimidas, fusilamientos y aplicación de leyes xenófobas. Para mayo de 1910, el movimiento obrero anunciaba el inicio de una huelga general con el objetivo de boicotear los festejos del Centenario. El día 13 fue declarado el estado de sitio. El inicio de la huelga se fijó para el 18. En la Semana de Mayo, centenares de agentes de infantería salieron a las calles para controlar el orden. Pero, además, se constituyó una fuerza auxiliar de civiles que, con el aval de las autoridades, ofrecieron su apoyo durante los actos y fiestas, formando una Policía del Centenario integrada por “miembros honorarios” de la Policía de la Capital, con credencial (Iñigo Carrera 2013, 79).

La huelga se dio por terminada el 21 y Juan Moreira llegó al cine el día siguiente, cuando todavía estaban latentes estos sucesos que conformaban un caldo de cultivo ideal para el moreirismo, entendido como una tendencia a hacerse el Moreira que se fundaba –según la definición de Jorge Rivera (1967, 45)– en la elaboración mítico-populista de los atributos de guapeza. Por diversos motivos, en aquel mes de mayo la figura de Moreira pudo haber sido especialmente seductora para diferentes grupos. Sin necesidad de llegar a una reivindicación explícita del carácter político de su accionar, un personaje que combatía sistemáticamente contra las partidas policiales pudo generar, entre los sectores que se manifestaban en contra del orden conservador, una empatía particular en ese contexto de radicalización de la violencia (una suerte de domesticación del train effect, donde el shock ahora es buscado más que padecido). Pero también el uso ilegal de la violencia legitimada por el mismo sistema institucional, en un momento en el que estaba culminando el proceso de constitución del monopolio estatal de la fuerza (Iñigo Carrera 2013, 91-92), pudo haber interpelado a las fuerzas civiles que salieron a las calles para apoyar a la policía. Esta ambivalencia de Moreira era un dato novedoso, si se tiene en cuenta que hacia 1910 existían, en líneas generales, dos usos diferenciados y mutuamente excluyentes de su imagen: uno condenatorio y otro celebratorio, uno culto y el otro popular. Si al primero correspondían textos como las Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1910) de Roberto Payró, “La psicología de Juan Moreira” (1910) de José Ingenieros y La ciudad de los locos (aventuras de Tartarín Moreira) (1914) de Juan José Soiza Reilly, que mostraban a Moreira como un bárbaro aliado a la vieja cultura liberal oligárquica (la “política criolla”), el segundo coincidía con el fenómeno del criollismo popular, que borraba la actuación de Moreira como puntero político. La dicotomía entre moreirismo y antimoreirismo es otra forma de exponer este proceso complejo y hasta contradictorio, tal como lo plantea David Viñas: “el moreirismo entendido como nacionalismo cultural y como populismo sustentado por quienes más lejos se situaban de los problemas populares concretos, y un antipopulismo teórico en los que cotidianamente hacían pública militancia de lo popular” (2004, 78-9).15

¿A cuál de estos usos se acercaba más la obra de Gallo? Por su procedencia piamontesa, Gallo debía estar familiarizado con la interculturación inmigrante-gauchesca que era constitutiva del fenómeno del criollismo, según lo describe Ernesto Quesada cuando nota que “los artistas que se dedican a esa interpretación son italianos o hijos de italianos” y también que “el grueso del público que noche tras noche aplaude a los italianos ‘gauchescos’ tiene el mismo origen” (1983, 151). Los nombres de los actores mencionados en el aviso de La Prensa evidencian, asimismo, la inclinación de Gallo al criollismo, no solo porque Blanca Podestá era sobrina de los hermanos que popularizaron la obra de Gutiérrez en el circo, sino también porque Enrique Muiño –quien habría encarnado a Moreira en el filme– había formado parte de la misma troupe. Pero al intentar hacer del gaucho rebelde un patriota inscribiéndolo en un programa de obras que conmemoraban las gestas de la historia nacional, la película de Gallo parece suspender momentáneamente la diferencia entre usos celebratorios y condenatorios de Moreira o, para decirlo en términos de Viñas, entre el nacionalismo oligárquico y la izquierda liberal del 900. Esto era así porque el salto de Moreira al cine se retrotrae al lenguaje mudo de la pantomima de los Podestá cuando ya circulaba en el teatro la versión hablada, y esa retracción del verismo coloquial permitía recuperar el moreirismo como tema (el gauchaje identificado con los valores tradicionales) pero no como lenguaje (que es justamente lo que objetaban intelectuales como Quesada y Lugones).

Este cruce del criollismo con un incipiente revisionismo podía verificarse en otros filmes, como el Facundo Quiroga de Julio Raúl Alsina (estrenado el 22 de mayo junto con Juan Moreira) y El fusilamiento de Dorrego (1910) de Gallo. Por el carácter teatral del cine de la época y por la fecha de estreno de ambas películas, resulta difícil que no acusaran la influencia de los dramas históricos Dorrego (1909) y Facundo (1906), en los que David Peña –cuya obra ensayística a menudo es señalada como un antecedente temprano del revisionismo político de los años treinta– proponía una lectura de la actuación de estos caudillos que se apartaba del tono condenatorio de la historiografía liberal. Estas relaciones permiten corroborar, según fue señalado en estudios recientes (Cattaruzza y Eujanian 2003, 231-236; Adamovsky 2019, 133-152), que las fuentes de generación y los canales de circulación del revisionismo histórico en Argentina son más heterogéneos de lo que suele creerse. El discurso criollista, siguiendo estos planteos, constituye un vector de memorias populares y de nuevas visiones sobre el pasado que alimentó el revisionismo histórico con independencia de las miradas del pasado que emanaban del campo intelectual y del sistema escolar.

Pero además, en el marco del Centenario, películas como el Moreira de Gallo y el Facundo de Alsina ponían en circulación una revisión del criollismo que procuraba aunar en el emblema gaucho dos modelos comunitarios diversos: la comunidad guerrera del gaucho patriota y la comunidad delictiva del gaucho matrero. Ambas variantes ya estaban codificadas en la novela de Gutiérrez, cuando se alega que Moreira, “lanzado en las sendas nobles, por ejemplo, al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una gloria patria, y que empujado a la pendiente del crimen, no reconoció límites a sus instintos salvajes despertados por el odio y la saña con que se lo persiguió” (1999, 5). Pero del reconocimiento de esas dos opciones a la inversión valorativa del gaucho (que era también una inversión de la clásica dicotomía sarmientina entre civilización y barbarie) había una distancia. Una operación semejante era compleja tanto por las argucias retóricas como por las condiciones materiales que requería. En 1910 todavía no estaban dadas las condiciones para la oficialización de una empresa semejante, que recién sería posible hacia 1913, en buena medida gracias a la relectura lugoniana del Martín Fierro. En el año del Centenario, Fierro aún no era, como luego diría Borges, “todo para todos” (1974, 561), sino que era apenas uno más de los gauchos en oferta; competía por el favor del público contra otros como Moreira, Quiroga o Güemes (por quien Lugones ya se había interesado en La guerra gaucha en 1905).

Una de las ventajas que Moreira tenía sobre sus competidores gauchos y patricios era que, además de ser un personaje popular por el contenido de su historia, lo era en el sentido de un texto exitoso, de amplísima circulación tanto en el mercado editorial como teatral. Esa superioridad de Moreira se constata en el corto de Gallo, que se destacó por encima de las otras películas “patrióticas” exhibidas el día 22, según se desprende de un nuevo anuncio aparecido el 25: “SALÓN AMERICANO – Cinematógrafo – San Juan y Rioja – Hoy miércoles 25 – Función de gala con programa especial. Llegada de la infanta Isabel, Juan Moreira y otras”.16 El aviso destaca la novedad y el suceso. La novedad era la llegada de la carismática hermana de Alfonso XII, la infanta Isabel de Borbón, que había arribado a Buenos Aires el día 18 como invitada de honor para asistir a los festejos del Centenario en representación de la corona española. Aquellos ciudadanos que no habían tenido la posibilidad de verla en vivo o que la habían visto de lejos durante su llegada al puerto y en los desfiles por la Avenida de Mayo, tuvieron la oportunidad de verla de cerca en el cine.17 Esta novedad se complementaba con el anuncio de Juan Moreira, único de los títulos presentados el 22 que se menciona en el aviso, presumiblemente por los buenos resultados que había dado o porque se lo estimaba el título más exitoso de ese programa.

El 25 de mayo de 1910, entonces, Moreira se viste “de gala” y es puesto a desfilar junto con la Infanta en la pantalla de un cine porteño. Si bien es cierto que el espíritu de reconciliación con la herencia española que circulaba en la cultura argentina de comienzos del siglo xx contribuía para que la Infanta y Moreira –cuya coloración étnica respondía a una imagen no indígena sino hispánica del gaucho– pudieran desfilar juntos, un encuentro semejante, entre un miembro de la realeza y un “amoral congénito” (Ingenieros 1910, 630), era una inversión casi carnavalesca, solo posible en un marco excepcional como el de los festejos del Centenario. En esa coyuntura específica, el cine de ficción devino una suerte de laboratorio para experimentar con diferentes inflexiones de la figura del gaucho, como el gaucho patriota y el gaucho galante. Pasado ese furor y el shock del Centenario, las cosas retornarían a su curso anterior.18

Unos meses después, ya publicitado como un éxito, el Moreira de Gallo volvía a la pantalla de otro cine porteño: “OLIMPO – Pueyrredón y Santa Fe – Empresa Cine Patria – Domingo 14 – Tarde: Sección práctica de historia, Güemes y sus gauchos. Combate de San Lorenzo y Dorrego. Noche: Gran éxito: Juan Moreira”.19 Aquí ya no se habla de películas “patrióticas” en conjunto (y mucho menos de funciones de gala), sino que se establece una división clara entre lo que educa y lo que divierte, lo edificante y lo disolvente. Con la introducción de una “Sección práctica de historia”, el programa mismo se secciona. De día, las gestas patrias; de noche, el “gran éxito”. Prodesse et delectare. Pasado el shock del Centenario, Moreira deja de ser una cinta patriótica y vuelve a ser un espectáculo sin otro valor extrínseco que el de su propia masividad. Así como las manifestaciones patrióticas de fuerzas civiles en el mes de mayo recorrían de día el centro de la ciudad y a la noche atacaban los locales obreros (Iñigo Carrera 2013, 92), Moreira un par de meses después se sumerge en la noche y allí encuentra su lugar en el cine, lejos de la actividad diurna y del empleo de la educación como herramienta estatal de integración social.

Pero esta no era una posición fija sino orientada por una amalgama de intereses comerciales e ideológicos. Con el correr de los días, así, Juan Moreira sigue ganando terreno y pasa a exhibirse en doble turno: “OLIMPO – Pueyrredón y Santa Fe – Empresa Cine-Patria – Domingo 21 – Tarde: Facundo Quiroga, Lección práctica de historia, Juan Moreira, Paso de los Andes. Noche: Juan Moreira, Episodios de la tiranía, Napoleón”.20 De todas las obras exhibidas, es la única con doble función. Con todo, lo más sugerente de este programa es que la “sección” práctica de historia, acaso como reparación de una errata, deviene “lección” y eso facilita su apertura hacia personajes menos ejemplares que aleccionadores, como Quiroga y Moreira. En esos reposicionamientos y vacilaciones entre el cine como espectáculo y como instrumento pedagógico dentro de un programa de restauración nacionalista, los avatares en la exhibición del Moreira de Gallo traslucen algunas de las preocupaciones de Julián de Ajuria, quien fue el productor de la película y un lustro después sería el responsable de la producción de la exitosa Nobleza gaucha (Humberto Cairo, Ernesto Gunche, Eduardo Martínez de la Pera, 1915). En un libro de la década del 40 en el que recogía sus experiencias en la industria cinematográfica, Ajuria proclamaba su voluntad de “instruir deleitando” (1946, 661), tarea que se articulaba con la visión dominante en el campo cultural de comienzos de siglo acerca de la educación nacionalista como una de las necesidades fundamentales del país (por ejemplo, en libros como La reforma educacional [1903] de Leopoldo Lugones, La restauración nacionalista [1909] de Ricardo Rojas y La educación [1920] de Carlos Bunge), pero resultaba muy difícil de llevar a cabo por medio de un gaucho rebelde como Moreira.21

5. CONCLUSIONES

A modo de cierre, pese a que casi no existen más datos sobre la película que los ya expuestos, la información disponible permite hacer algunas especulaciones acerca de cómo el filme en sí podría afectar el análisis aquí planteado.22 Me interesa subrayar, al respecto, que las funciones de Juan Moreira del mes de agosto se dieron en el Olimpo, teatro que había sido inaugurado en 1909 por una compañía cuyo primer actor era, justamente, Enrique Muiño (Nielsen 2007, 110), el presunto protagonista de la película: ¿no resulta casi natural imaginar a Muiño detrás de la pantalla sonorizando algunas funciones, según la costumbre habitual de la época?23 Es altamente probable, asimismo, que la película adoleciera de problemas similares a los de El fusilamiento de Dorrego, una obra en la que, en palabras de Leopoldo Torres Ríos (1922), el público “se enteraba de que había tal fusilamiento porque así lo decía el título. Por lo demás, bien podía ser La lucha contra la langosta o El sueño de una noche de verano”. Pero Moreira contaba con el antecedente de la pantomima, que debió haber facilitado la comprensión por parte de una audiencia que probablemente ya conocía las escenas fundamentales del drama adaptado para el circo y el teatro por la compañía de los Podestá. En este sentido, es casi seguro que la versión cinematográfica de Juan Moreira seguía, como las otras películas de Gallo, el modelo europeo del film d’art, que se caracterizaba, en sus diferentes variantes, por una fuerte impronta histórica y literaria, y por recurrir a figuras teatrales con el objetivo de prestigiar el nuevo medio. En estas películas predominaban los planos fijos, las actuaciones exageradas y, en suma, una noción teatral de la puesta en escena. Los cabildantes de La Revolución de Mayo, por ejemplo, recibían las noticias del virrey delante de un Cabildo móvil, pintado sobre un telón.

Imaginemos, a partir de estos antecedentes, cómo habrá sido la adaptación de la escena final, que muy posiblemente haya formado parte del Juan Moreira de Gallo. El protagonista se acerca al muro de La Estrella e intenta saltarlo. Pero no solo no puede hacerlo –como en las múltiples versiones del drama– porque Chirino le da muerte, sino que jamás podría haberlo hecho, ya que el muro y el cielo están pintados sobre un telón. Si la pared funciona en las diferentes versiones de Moreira como una división simbólica entre dos legalidades (la ley estatal de la cual el protagonista intenta escapar y la ley popular a la que se supone que pertenece), ese hipotético muro-telón podría leerse como una figuración de la película de Gallo en tanto intento problemático de hacer participar a Moreira de la imposición de ritos y mitos en forma de una religión cívica que apuntaba a la sacralización del Estado en el marco del Centenario.

No obstante, la relación de Moreira con el Estado era –siempre lo fue– conflictiva. Para que la violencia del personaje fuera asimilada por los mecanismos estatales, eran necesarias ciertas operaciones estéticas que canonizaran y nacionalizaran la imagen del gaucho. Esas condiciones todavía no estaban dadas en el Centenario, pero sí comenzarían a darse en los años siguientes a través de intervenciones como las de Lugones y Rojas. Este último, con la publicación en 1917 del tomo Los gauchescos de su Historia de la literatura argentina, descubría la posibilidad de hacer una lectura culta de Juan Moreira que no fuera condenatoria. Siete años después, como una confirmación de la estabilización de esa lectura y de que esas nuevas condiciones ya se encontraban plenamente operativas, la obra de Rojas es reeditada justo cuando los Moreira llegan por segunda vez al cine en Juan Moreira. El último centauro (1924), de Enrique Queirolo. Desde entonces y por lo menos hasta la década del 70, cuando Leonardo Favio estrena su Juan Moreira coincidiendo con el retorno de Perón a la Argentina, cada versión cinematográfica de Moreira supone un modo específico de articular un uso de la violencia, un uso de la técnica del cine y una idea de fiesta, cuya combinación da como resultado en cada caso una noción particular de comunidad. Desde hace ya varias décadas, sin embargo, estos usos parecen agotados, y el último avatar de los Moreira parece ser, en cambio, la crítica. En cualquier caso, la vigencia crítica de hoy no hubiera sido posible sin los aportes del cine, que se iniciaron en la simbólica fecha de 1910 y mantuvieron viva la imagen de Moreira a lo largo del siglo xx.

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Recepción: 18.03.2020
Reelaboración: 21.05.2021
Aceptación: 27.06.2021

 

 

 


1 Para un examen de las causas de este fenómeno y las reacciones que suscitó en audiencias variadas, resulta fundamental el trabajo de Stephen Bottomore (1999).

2 Tomo la expresión “salto modernizador” de Josefina Ludmer (2011, 236-242), quien recurre a esta imagen para explicar lo que sucede en la Argentina del 80 respecto del proceso de modernización. Este modo diferencial de experimentar la llegada de la modernidad podía rastrearse ya en el romanticismo decimonónico rioplatense y su fascinación por la barbarie. A diferencia de los viajeros europeos, que ubicaban la desaparición de la barbarie en un futuro impreciso pero inevitable (y, por eso mismo, se permitían el refugio nostálgico en las imágenes de una barbarie americana que les recordaba los núcleos primitivos de la civilización europea), los románticos locales sentían que su tarea consistía en acelerar la llegada de la civilización, ir hacia ella (Prieto 2003, 197-198).

3 Para un abordaje del circo criollo como espectáculo moderno, véanse las reflexiones de Graciela Montaldo (2016, 94-115).

4 La anécdota puede encontrarse, ya modificada de esta manera, en trabajos como los de Raúl Castagnino (1963, 55), Alejandra Laera (2001, 8), Horacio Legrás (2003, 27) y Graciela Montaldo (2016, 106), entre otros.

5 También en otras historias similares se puede constatar este cambio en los sujetos de la confusión. Borges (1970, 73) cuenta que, poco antes del Centenario, un delincuente de unos veinte años de edad fue prendido por la policía y decía ser el hijo de Juan Moreira. Como las fechas no cerraban, las autoridades consultaron a la madre del joven y esta les dijo que Moreira era su padre y que “se lo había hecho” cuando estuvo ahí con su circo. En otra historia recogida por Bioy Casares (2006, 1267), Borges narra el cuento de un estibador portuario que fue conchabado por los Podestá y vestido de milico para que hiciera de partiquino. Pero, en la representación, “como Juan Moreira le dio un planazo, se enfureció, tomó la pelea en serio; dio un sablazo a Juan Moreira y lo corrió. Desde entonces tuvo una gran fama de valiente, como el hombre que había corrido a Juan Moreira”. El comentario de Borges da cuenta del sentido amenizador de lo histórico que tenía la reproducción de este tipo de relatos: “La inocencia y lo brutal van juntos en la historia, y la hacen tan agradable”.

6 Sigo, en este punto, la pista que sugiere Ludmer cuando vincula la emergencia de Moreira con la del cine como medio, aunque sin ahondar en esta relación: “la particularidad moderna del gaucho Moreira es que, como justiciero popular de folletín, representa el pasaje de los viejos transportes rurales al ferrocarril (y también el pasaje del campo a la ciudad), y encarna la violencia de ese trayecto modernizador y ese choque de velocidades con una visibilidad máxima: con la ilusión perfecta de realidad de la nueva tecnología de la prensa. Como si el nuevo ferrocarril aplastara la vieja carreta y como si esa masacre sangrienta se encarnara en un discurso de una visibilidad tan extrema que resulta una realidad virtual donde se ve el deseo de un cine futuro, con el tren sobre los espectadores” (2011, 239).

7 La frase “Y todavía estoy en el principio” reaparece, un siglo después, como epígrafe del poema “Fragmentos de un Juan Moreira”, en el que Juan José Saer recrea la muerte de Moreira como parte de una reflexión en torno a El arte de narrar (título del volumen en el que se incluye el texto). El Moreira mítico de Saer, que en rigor no es el Moreira sino apenas un Moreira, “muerto un millón de veces / y vuelto a renacer un millón de veces en la monotonía del llano” (2000, 87), reescribe en clave vanguardista la pregunta por cómo llegar al final. Esta pregunta por la supervivencia mítica del héroe recorre también el Moreira (1975) de César Aira. Véanse, al respecto, las reflexiones de Sandra Contreras (2008, 179-233).

8 De esta manera, extendiendo la periodización que propone Adolfo Prieto (2006), las adaptaciones cinematográficas de Juan Moreira demuestran que el imaginario criollista (en tanto modo de aludir a lo popular a través de la figura del gaucho) persiste exitosamente en la cultura argentina bastante más allá del Centenario de 1910, fecha un tanto arbitraria a partir de la cual Prieto data el declive del criollismo. Desde esta perspectiva, el presente trabajo se inscribe en una serie de nuevos estudios que posibilitaron repensar la periodización de Prieto (Cattaruzza y Eujanian 2003; Casas 2017), extender sus ideas a soportes no literarios (Tranchini 2018) y ampliarlas hacia geografías que desbordan la pampa tradicional (Adamovsky 2019).

9 Es probable que esas referencias sigan el texto de Domingo Di Núbila (1998, 13), quien a su vez pudo haber tomado el dato de un artículo de Pablo Ducrós Hicken (1955). La única fuente anterior a ese artículo que he encontrado es una entrevista a Gallo de 1941 en la que el cronista le atribuye la realización de Juan Moreira, junto con otros filmes sobre “asuntos históricos argentinos” (Gallo 1941, 91). Allí, entre otras personalidades de la época, Gallo cuenta que solía trabajar con Muiño y González Castillo, pero en ningún momento se los vincula directamente con Juan Moreira.

10 Estas películas documentales fueron estudiadas como un corpus autónomo por Irene Marrone (2003) y Andrea Cuarterolo (2013).

11 Utilizo el concepto de shock, en sentido benjaminiano, como una elaboración que, valiéndose de la teoría psicoanalítica, entiende el shock como aquello que queda fuera de la experiencia vivida, significada y dotada de sentido; pero además, por su repetición cotidiana, hace del shock el modo fundamental de ser en la vida moderna. En estas condiciones, para Benjamin (2012), el arte tiene la función de devolverle el carácter de experiencia a la trituración del aura en la experiencia del shock y el cine, en tanto técnica moderna, ocupa en su teoría un lugar privilegiado ya que, a través del montaje, introduce la percepción a modo de shock como principio formal.

12 En 1908, Soiza Reilly prefigura ese encuentro maquínico entre Moreira y el cine en “El abuelo de Juan Moreira”. Dicha crónica cuenta la historia de un hombre a quien apodaban “el abuelo de Juan Moreira” por su cabellera y barba blancas, que se parecían a las del gaucho. El abuelo de Moreira enloquece tras la muerte de su única hija y pasa la mayor parte del tiempo mirando las películas que ella había filmado en un viaje a Europa: “su manía consiste en creer que todo cuanto […] toca se transforma en un aparato cinematográfico” (1912, 33). Ludmer encuentra en este texto el problema central de los Moreira: el de “las genealogías de la violencia visible”, ya que al quedar sin descendencia el abuelo se vuelve “el loco” del cine y de la reproducción mecánica (2011, 264). Inclusive, Ludmer vincula este relato con El fusilamiento de Dorrego y la emergencia del cine nacional, pero omite toda referencia al Moreira de Gallo, acaso porque sigue la genealogía de los Moreira de Jorge Rivera (1967, 45), quien no da cuenta de la existencia de aquel filme. El trabajo de Ludmer, de hecho, presenta varias omisiones en lo que respecta a los Moreira del cine (reconoce apenas dos, el de Moglia Barth y el de Favio, de los cinco existentes). En cualquier caso, retomando su preciso análisis de la crónica de Soiza, el hallazgo de ese texto revela que el encuentro entre Moreira y el cine supone tanto una forma de ver la violencia del medio como un modo de violentar y enloquecer la mirada. Así como el mito de Moreira vive en la memoria popular, la hija del Moreira de Soiza es también una fantasmagoría, en su caso, fílmica. Como el cine, en suma, Moreira es un médium que conecta el mundo de los vivos con el de los muertos. Las genealogías de la violencia visible sobreviven como fantasmagorías.

13 La Prensa, 22 de mayo, 1910.

14 Véanse, sobre la ausencia de la imaginería gauchesca en los festejos del Centenario, las reflexiones de Alejandro Cattaruzza y Alejandro Eujanian (2003, 238).

15 Una excepción en este panorama constituye la figura de Rubén Darío, quien en 1901 sostenía que “el primer novelista americano […] ha sido el primer novelista argentino: Eduardo Gutiérrez” (1987, 272). Curiosamente, la afirmación de Darío no era el sustento de una nacionalización de la figura de Moreira sino, por el contrario, de su americanización. Juan Moreira, para el poeta, era un emblema de la literatura americana exportable, profecía que sin embargo jamás se cumplió. Tendrían que pasar varios años para que el proceso de canonización de la novela de Gutiérrez se pusiera en marcha, tímidamente, con su inclusión en la Historia de la literatura argentina (1917) de Ricardo Rojas.

16 La Prensa, 25 de mayo, 1910.

17 Además de la llegada de la infanta, varios cineastas –entre los que se contaba Gallo– registraron otros momentos de los festejos. Escribe, al respecto, Ducrós Hicken: “Las fiestas del Centenario de 1910 movilizaron a todos los cinematografistas que había y a los que cabe agregar a Gregorio Ortuño y a Julio Alsina, quienes tomaron escenas de los desfiles militares y de aquella memorable avenida de Mayo empavesada de arriba abajo con miles de gallardetes y banderas. Un filme hallado ahora muestra la concurrencia de numerosos cameramen operando desde distintos ángulos las alternativas de la emoción ciudadana. Cuanta cámara había en funciones o en ‘stock’ se puso entonces a trabajar, consumiéndose la gran reserva de película virgen que había en plaza” (Ducrós Hicken, 1955).

18 Así lo confirma el comentario de Juan Agustín García en una carta a su amigo Luis María Drago del 9 de julio de 1910: “Aquí todo pasó, inclusive el entusiasmo. Le confieso que me contagié y exageré la nota. Ahora se tramita el banquete del Presidente” (citado en Devoto 2010, 64-65).

19 La Prensa, 14 de agosto, 1910.

20 La Prensa, 21 de agosto, 1910.

21 Este doble afán de entretener y educar en la obra de Ajuria y otros pioneros del cine argentino fue estudiado por Andrea Cuarterolo (2010).

22 El problema metodológico de trabajar con un objeto que es necesario reconstruir porque no se ha conservado –y cuya reconstrucción, por lo tanto, será siempre especulativa e incompleta– es habitual en los estudios sobre cine silente. Especialmente, en el cine argentino y latinoamericano, que tienen una tasa de conservación de los archivos fílmicos relativamente baja en comparación con la de otros países con mejores políticas archivísticas. Esto implica que buena parte del cine nacional del período silente hay que imaginársela, en un esfuerzo de investigación que requiere atender a otras fuentes, fundamentalmente hemerográficas y fotográficas. En el caso del cine argentino, la falta de políticas oficiales ha derivado en que los aportes más relevantes en este terreno provengan de esfuerzos individuales aislados, sin que se pueda vislumbrar todavía una tradición de estudios sobre el tema. A los aportes de Ducrós Hicken y Di Núbila, que siguen siendo insoslayables, puede sumarse el valioso trabajo de catalogación de Lucio Mafud (2016).

23 El propio Gallo, de hecho, había comenzado su carrera artística ganándose la vida como pianista en cines, cafés, music-halls y teatros de varietés (Ducrós Hicken 1942).