DOI: 10.18441/ibam.22.2022.79.123-147

 

 

 

 

Libreros-editores-impresores extranjeros y nacionales, forjadores de la cultura literaria de México (1821-1838)

Foreign and National Booksellers-Publishers-Printers, Architects of the Literary Culture of Mexico (1821-1838)

Gerardo Bobadilla Encinas

Universidad de Sonora, México

gbobadil@capomo.uson.mx ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-9434-6528

1. El periodo fundante de la literatura mexicana (1821-1837). Alcances y omisiones historiográficas

Uno de los vacíos historiográficos más señalados de la literatura mexicana como proceso está referido al periodo de quince años comprendido entre 1821, fecha de inicio de la vida independiente del país, y 1836, año de la definición e implementación del primer proyecto consciente y sistemático de mexicanización literaria del periodo posindependiente, el cual implementó la Academia de Letrán.1 Al decir de historiadores literarios como José Luis Martínez (1984), Julio Jiménez Rueda (1996, 86) o Emmanuel Carballo (1991), dada la inestabilidad social, política y económica que sucedió a la consumación de la independencia, la vida cultural y literaria estuvo prácticamente suspendida en México.

Sin embargo, considero que la historia de la literatura y la historia de la cultura literaria mexicana dejan de lado y no estudian ni contemplan siquiera dentro de la dinámica historiográfica los múltiples, diversos y dialécticos esfuerzos realizados por otros agentes o elementos forjadores de una tradición intelectual y artística, como en la época podían y solían ser los libreros, los bibliógrafos, los traductores, los periodistas, los editores, los impresores. Y es que estos realizadores de la cultura escrita contribuyeron con su praxis tanto a mantener un ejercicio cultural y literario como también y al mismo tiempo se configuraron y erigieron como el cauce mediante el cual se estableció un diálogo cultural y literario tenso y conflictivo con el resto de las tradiciones de Occidente, tanto con las europeas como con las otras que se conformaban en Hispanoamérica: mediante dicho diálogo se conocieron y adecuaron los discursos, los valores y las imágenes del mundo moderno a la realidad y temperamento propios. De esta manera ellos coadyuvaron en la superación de la trampa de la endogamia nacionalista/chauvinista, en la que, desafortunada y reduccionistamente, muchas veces ha incurrido la historia de la literatura y la historia de la cultura literaria nacional.

El reconocimiento de los diversos vacíos y omisiones de nuestra historia de la literatura y de la historia de la cultura literaria permite advertir también, paradójicamente, los diversos factores y procesos que participaron y contribuyeron en el mantenimiento y/o definición de la tradición cultural y literaria mexicana. Si bien en los últimos años estudiosos como Laura Suárez (2001; 2003), Pablo Mora (2012) o Belem Clark de Lara (2016) han planteado proyectos tendientes a reconocer y recuperar esos actores, transcursos y discursos concretos para reconstruir en todo su dinamismo dialéctico y contradictorio la vida cultural y literaria de México durante la centuria decimonona, me parece que sus esfuerzos, hasta ahora, han abordado solo tangencialmente el reconocimiento de la problemática durante los primeros tres lustros de vida independiente. Se han soslayado así los múltiples elementos y procesos mencionados antes, mismos que establecieron la continuidad histórica dialéctica entre el agónico modelo clásico colonial –vigente hasta mediados de la centuria con el trabajo de los adalides y de los poetas mayores de la Academia de Letrán, como José María Heredia, José Joaquín Pesado y Manuel Carpio– y la emergente tradición romántica moderna que poco a poco iba cobrando presencia y vigor en el contexto decimonono de Occidente.

Considero que unos de los principales agentes o elementos forjadores de la tradición cultural y literaria en el periodo comprendido entre 1821 y 1836, preámbulo temporal e intelectual que funciona casi como condición de existencia al proyecto cultural y literario mexicanista definido y desarrollado por la Academia de Letrán, fueron aquellos personajes que hicieron converger en su quehacer cotidiano diversas actividades culturales, como fue el caso de los libreros, es decir, de aquellos encargados de la venta de libros que a la vez eran dueños de imprentas y que tenían la posibilidad de elegir y decidir qué era lo que se editaba y publicaba. La importancia de estas figuras radica en el hecho de que su concepción de lo literario así como su labor de producción y/o difusión de la cultura escrita, condicionó en mucho la creación y definición de un modelo y un horizonte de expectativas, a partir del cual, los letrados se dieron a la tarea de articular el entramado de discursos, valores y representaciones concretos y específicos, con los que coadyuvaron en la definición de México y el mexicano, enmarcados sus planteamientos en la comprensión de las distintas manifestaciones poéticas como parte del campo de las Bellas Letras (Gunia 2008; Urrejola 2011).

Dada la diversidad de elementos involucrados en el ejercicio de dar continuidad y sentido histórico al campo cultural y literario en el paso del México colonial al independiente, centraré mi reflexión, por ahora, en el estudio de la figura y labor de los libreros-impresores-editores que más influyeron en México durante el periodo comprendido entre 1821 y 1837, esto es, entre la consumación de la independencia y el surgimiento de la Academia de Letrán. Para ello estudiaré la labor y presencia que en México tuvieron Rudolph Ackermann, el librero y editor alemán avecindado en Londres con sucursal en la Ciudad de México, y José María Heredia, el cubano que tan influyente fue para el desarrollo de la literatura y la cultura mexicana de la época, ambos como representantes de una mirada y acción ajenas pero condicionantes para la realización y función del proyecto de mexicanización de la literatura y la cultura nacional; posteriormente estudiaré la labor del imprescindible Ignacio Rodríguez Galván, miembro fundador de la agrupación lateranense, quien de la mano de Mariano Galván Rivera, su tío, fue uno de los primeros libreros-impresores-editores nacionales por lo sistemático y consciente de su labor. Con este acercamiento meramente exploratorio que busco desarrollar, intento esbozar un entramado sobre la historia de la cultura literaria mexicana que permita comenzar a reconocer y explicar la complejidad dinámica y dialéctica, así como la diversidad de agentes, factores y procesos que confluyeron para definir una cultura y una literatura específicas, la mexicana precisamente.

2. Revistas culturales y literarias en México (1823-1837). Continuidades y discontinuidades modélicas

Pese a la idea extendida por la historia y crítica de que la actividad literaria estuvo casi suspendida en México durante los años comprendidos entre 1821 y 1837, como lo documentan el trabajo acucioso de María del Carmen Ruiz Castañeda (1999) y el de Miguel Ángel Castro y Guadalupe Curiel (2000), durante ese periodo se publicaron diversos periódicos informativos tanto en la capital del país como en las principales ciudades del interior (Oaxaca, Guadalajara, Puebla, Morelia, Mérida), en los cuales encontró cabida la literatura, la poesía y ciertos esbozos narrativos (novelas, fábulas). Hay que reconocer, sin embargo, que el papel y función de lo literario en esas publicaciones era meramente accesorio, poco más que ornamental, en el sentido de que lo allí editado no cumplía con una función articulada y sistemática, sino meramente anecdótica.

Otro tanto pudiera decirse de revistas literarias como El Amigo de la Juventud (1835), El Domingo (1835), El Genio (1835) y Revista Mexicana (1835), las cuales, si bien provistas de buena voluntad, no alcanzaron a definir y articular un proyecto cultural y literario que las hiciera trascendentes tanto temporal como, más importante, artísticamente, lo que se revela en el carácter fugaz de su publicación. Esta intrascendencia puede reconocerse incluso en publicaciones que tuvieron un más largo aliento temporal e intelectual como Registro Trimestre o Colección de Memorias de Historia, Literatura, Ciencias y Artes (1832-1833), editada por el conde de la Cortina, y Obsequio a la Amistad (1833-1835), publicada por Francisco Ortega, pues si bien atendían las necesidades de la sociedad literaria del momento, no articularon un proyecto que fuera más allá de su momento histórico.

En este contexto surgen y se proyectan con una significación e incidencia intelectual y artística mayúsculas entre los lectores y escritores mexicanos, primero, la revista cultural y literaria Variedades o el Mensajero de Londres (1823-1825), dirigida y editada por Rudolph Ackermann (propietario además) y José María Blanco White; poco después de la cancelación del proyecto de Variedades, en el México de 1826 se imprimió El Iris, editada y escrita conjuntamente por el cubano José María Heredia y los italianos Florencio Galli y Claudio Linati: cada uno de esos espacios periodísticos representó un modelo de divulgación cultural y literaria entre los que hay concomitancias e interrelaciones, disrupciones y replanteamientos claros y concretos. Sin embargo, más importante es el hecho de que ellas se constituyeron en modelos y referentes de los cuales los miembros de la Academia de Letrán se apropiarían, ajustándolos a las necesidades de su propio proyecto editorial a partir de 1837, con la publicación de El Recreo de las Familias (1837-1838), El Año Nuevo. Presente Amistoso (1837-1840) y el Calendario de las Señoritas Mexicanas (1838-1841, 1843), todas publicaciones editadas, impresas y vendidas por los Galván, familia de libreros-editores-impresores mexicanos. Por ello, buscando estudiar la presencia e influencia de los primeros libreros-editores-impresores en México como agentes forjadores de un horizonte cultural y literario durante los años previos a la definición y articulación de un proyecto cultural y literario mexicanista, centraré mi atención en torno a Variedades o el Mensajero de Londres, El Iris y El Recreo de las Familias, como espacios discursivos representativos de la función ética y estética asumida por las publicaciones periódicas en México entre 1823 y 1837, como perfiladoras de la historia de la cultura literaria que abonó el campo en favor del desarrollo tanto de la cultura y literatura nacional como también de la recepción del romanticismo. Muchos de los señalamientos planteados en este estudio sobre las revistas concretas son susceptibles de hacerse extensivos a otras publicaciones de la época.

Variedades o el Mensajero de Londres (1823-1825), el modelo original

Al término de la Guerra de Independencia en 1821, luego de la simbólica entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México el 27 de septiembre, una de las primeras acciones que realizó el nuevo gobierno fue gestionar el reconocimiento político y diplomático de las principales potencias del mundo –Estados Unidos, Inglaterra, Holanda, Rusia, Suiza, Francia, Roma–, para otorgarle representatividad y legalidad internacional al Estado recién constituido. De manera especial se buscó el reconocimiento de Francia e Inglaterra, entonces los centros del poder cultural y económico/político respectivamente (Vázquez 1995). Para ello se conformaron y enviaron sendas comisiones para negociar dicho reconocimiento, labor lenta y exhaustiva que mantuvo esas delegaciones durante largas temporadas fuera del país.

Como señala Pedro Bermejo (2017), la comisión mexicana encargada de negociar el reconocimiento de Inglaterra al gobierno independiente de México estuvo encabezada por Vicente Rocafuerte (1783-1847), liberal ecuatoriano que había participado en la lucha contra Francia durante la invasión napoleónica y representado a Ecuador ante las Cortes de Cádiz, donde apoyó la emancipación de las todavía posesiones españolas en América. Luego de emigrar a Estados Unidos en 1819 y de entrar en contacto con los insurgentes mexicanos, el Supremo Poder Ejecutivo que regenteó la transición entre el primer imperio y la creación de la república (1823), lo nombró encargado de la delegación diplomática respectiva.

Los largos meses de negociación ante la corte inglesa –de gestión de tratados comerciales y políticos, de fijación de tasas aduaneras preferenciales, de pactos de apoyo militar, etcétera– permitieron al ecuatoriano al servicio de México entrar en relaciones con otros extranjeros hispanoamericanos y europeos como Andrés Bello, José Joaquín de Olmedo y José María Blanco White, también avecindados en Londres, por entonces una especie de capital europea del hispanoamericanismo y del liberalismo (Bermejo 2017, 85). Particular importancia para México e Hispanoamérica tuvo la amistad que entabló Vicente Rocafuerte con Rudolph Ackermann (1764-1834), el impresor y editor alemán avecindado en la capital de Inglaterra desde 1786, siendo su relación, quizás, más fecunda y trascendente que el reconocimiento político de Inglaterra: y es que hubo una coincidencia o punto de intersección entre el utopismo liberal del ecuatoriano y los proyectos editoriales y materiales del alemán, que abrieron uno de las espacios más sugerentes y propositivos del periodo fundacional de la cultura mexicana e hispanoamericana.

Como resultado de las conversaciones y convicciones expresadas por Rocafuerte acerca de reforzar la independencia política mediante el conocimiento ilustrado que diera solidez moral a los individuos y las naciones, Rudolph Ackermann emprendió la aventura editorial de publicar una revista trimestral titulada Variedades o el Mensajero de Londres (1823-1825) –cuya labor fue continuada después por el Museo Universal de Ciencias y Artes (1824-1827)– destinada al público hispanoamericano mediante la divulgación miscelánea del conocimiento universal. Como afirmaba el editor de la revista, José María Blanco White,

el propietario mercantil de este periódico está haciendo un servicio de primer orden a los pueblos hispanoamericanos, al proporcionarles libros elementales, que la posición de aquellos países exige [sumidos, como estaban hasta hace poco, en la superstición y ostracismo del coloniaje español] y que no pudieran lograr de otro modo (citado por Durán 2009, 77).

Variedades o el Mensajero de Londres se publicó trimestralmente entre enero de 1823 y octubre de 1825, cuando apareció su último número. Se escribía, editaba e imprimía en Londres, con un tiraje de mil ejemplares: doscientos adquiridos por Rocafuerte, para distribuirse entre las delegaciones aztecas en Europa, hecho que lo convierte en una especie de mecenas con derecho a opinar e incidir en los contenidos y en la orientación de la publicación. Los restantes ochocientos números eran vendidos en las principales librerías de la Ciudad de México, Caracas, Lima, Santiago de Chile y Buenos Aires, emprendiendo desde Londres el largo viaje en barco de casi tres meses hacia las capitales hispanoamericanas, hecho que quizás explicaría la periodicidad trimestral de la publicación.

La edición de Variedades estuvo a cargo de José María Blanco White, quien a la vez fue el autor único de la casi totalidad de los artículos y editoriales de la publicación, así como de la selección de poesía y textos narrativos reproducidos. Se considera que la labor de Blanco White, uno de los primeros heterodoxos españoles modernos, fue fundamental para la orientación ética-cognitiva y para la función cultural de la revista entre los lectores hispanoamericanos (Durán 2009). Y es que mediante la elección de los temas y de la reproducción de obras literarias, buscaba motivar a los lectores a que generaran su propio conocimiento, mediante el establecimiento de

asociaciones y comparaciones [entre los aspectos progresistas del mundo moderno inglés que referenciaban sus textos y la realidad mexicana e hispanoamericana sumida en el atraso intelectual debido al sistema colonial, mismos que] la revista no hacía explícitos [mejor dicho, no podía hacer explícitos directamente para no herir susceptibilidades y alejar a los lectores y suscriptores,] pero que saltaban por sí solas de la secuencia consecutiva o alternante de los distintos artículos y números (Durán 2009, 84).

Me interesa destacar los modelos artísticos tanto literarios como gráficos que Variedades, bajo la dirección y edición conjunta del propietario y del editor –Ackermann y Blanco White respectivamente–, propuso a la ciudad letrada mexicana e hispanoamericana, sus lectores ideales, pues dichos modelos contribuyeron a crear y sensibilizar acerca de las posibilidades significativas que podían desplegar los espacios hemerográficos en el contexto moderno. En esta circunstancia, antes que nada, cabe mencionar que, determinado por el oficio de impresor e ilustrador del propietario de la publicación, Rudolph Ackermann, un papel importante en la revista lo tuvo el elemento gráfico-visual. Considerado uno de los más decididos impulsores de la técnica litográfica en Inglaterra, una de las labores más destacadas del librero, editor e impresor alemán fue la de realizar distintas litografías y grabados con fines comerciales y estéticos que complementaban diversos textos como anuncios y colecciones de vistas y paisajes –estos últimos comenzaron a cobrar particular auge durante la época–; se considera que esas representaciones visuales eran asumidas y entendidas por el alemán “como una posibilidad artística de producción masiva de ilustraciones para las clases medias emergentes, a quienes quería surtir de cultura ligera, divulgativa y de entretenimiento, alejada de controversias ideológicas y asociada a hábitos burgueses de consumo” (Durán 2015). Motivado por estas razones, Ackermann publicó en su imprenta y librería textos tan importantes de la cultura de masas decimonona como el Repository of Arts –cuarenta volúmenes con alrededor de mil quinientas láminas ilustradas a mano, que presentaban diversos aspectos de la vida de entonces: modas, ciencia, artes, arquitectura, costumbres (Londres, 1809-1828)–, Microcosm of London –tres volúmenes, donde captaba diversos espacios y costumbres de la capital inglesa (Londres, 1808-1811)–, Westminster Abbey –dos volúmenes que describían el templo desde distintos ángulos y perspectivas (Londres, 1812)– y, particularmente importante, The World in Miniature –cuarenta y tres volúmenes, con seiscientos treinta y siete grabados sobre arquetipos y costumbres del mundo (Londres, 1821-1826)–.

Resulta particularmente interesante advertir que algunas de las litografías de las publicaciones anteriores de Ackermann –sobre todo las del Repository of Arts y el Microcosm of London– fueron después incorporadas a varios de los números de Variedades, para reforzar visualmente el género de las descripciones literarias de vistas y paisajes que formaban parte de la sección “Entretenimientos geográficos”, antecedentes o versión inglesa, considero, de las cartas de viaje y de la veta paisajística costumbrista, que tan importantes serían para la cultura y la literatura mexicana e hispanoamericana a partir de 1840. Esta sección fue particularmente interesante y reveladora, pues llamó la atención entre los lectores y artistas del otrora Nuevo mundo sobre el hecho de que las particularidades físicas de la naturaleza podían constituirse en indicios caracterizadores del temperamento de la colectividad.

Junto con esta veta de las representaciones visuales que tan influyente sería en los años por venir para el desarrollo de las colecciones costumbristas mexicana e hispanoamericana, debe reconocerse que el Variedades fue particularmente importante al dar a conocer entre los lectores y escritores del continente, aquellos autores y obras que comenzaron a expresar el sentido del hombre y el mundo, así como la sensibilidad de la nueva época, la romántica. De esta manera, en las páginas de la revista, Blanco White estudió ampliamente a Alfonso de Lamartine (1790-1869) y sus poemarios Meditaciones poéticas (1820) y Nuevas meditaciones poéticas (1823) en lo específico, reproduciendo además algunos de sus textos más representativos por aquella época: como es sabido, la importancia del poeta francés dentro del panorama cultural y literario de Occidente radicaba en que fue de los primeros en expresar el intimismo panteísta característico del movimiento romántico, motivo por el cual su conocimiento por parte de los lectores y escritores mexicanos e hispanoamericanos debió ser particularmente significativo para el desarrollo de una sensibilidad poética que diera cabida al subjetivismo, al sentimentalismo y a las emociones contradictorias internas. Al mismo tiempo, el editor comentó con suficiencia y reprodujo parte de la obra poética-histórica de Casimir Delavigne (1793-1843), el autor de aquellos textos tan importantes e influyentes de la vertiente historicista de la poesía romántica francesa que fueron la “Devastación de la musa” y “Sobre la necesidad de permanecer unidos luego de la partida de los invasores”: con ellos el poeta nacido en El Havre tuvo la capacidad de dar forma artística a la expresión patriótica de su pueblo, manifestando así la nueva percepción de la poetización de la historia que la época romántica proponía, consistente en el reconocimiento del perfil y los valores colectivos a partir de la concepción de la literatura como testimonio de la expresión popular.

En este marco quiero destacar que, en las páginas de Variedades o el Mensajero de Londres, en versión realizada por Blanco White, apareció traducida y publicada por primera vez en el contexto hispanoamericano, la versión compendiada de Ivanhoe (1814), de Walter Scott, obra con la que se define y consolida la novela histórica en la época moderna. Dado el papel fundacional que en el entorno histórico, cultural y literario de México e Hispanoamérica tuvo el género, resulta de particular relevancia esta publicación, pues comenzó a sensibilizar a los receptores, lectores y escritores, desde una época tan temprana como 1823-1824, sobre las ideas y resoluciones artísticas que comenzaba a instaurar la nueva época. Como lo revelan sus artículos sobre Inglaterra y España, el interés del editor de la revista por la historia radicaba en la comprensión de la función formativa y moral que desempeñaba, cuyo conocimiento supuestamente modelaba positivamente la conciencia y la acción individual y colectiva, al concientizar las ideas y el grado de civilización de la nación. En este contexto cabe señalar que el interés por la historia de Variedades se expresó no solo en la difusión de la poesía y la narrativa histórica, sino en los múltiples y diversos artículos biográficos sobre personajes históricos ingleses y sobre todo mexicanos e hispanoamericanos como Simón Bolívar, Miguel Ramos Arizpe, Guadalupe Victoria o José María Morelos, héroes de los movimientos independentistas de México y la América del Sur.2

Dada la coyuntura posindependentista mexicana e hispanoamericana en la cual se inserta la edición y distribución de Variedades y en la que busca incidir intelectual y moralmente, así como también debido al perfil heterodoxo de José María Blanco White, el editor, es particularmente llamativa la orientación hispanista que rige el reconocimiento de los grandes modelos poéticos que conforman el canon sobre el que la revista busca sensibilizar y el cual propone seguir a los lectores y escritores mexicanos e hispanoamericanos. Aparte de los artículos donde se caracteriza la poesía provenzal francesa y se traducen al español algunos de los más célebres monólogos de William Shakespeare, así como de las ya mencionadas reseñas y reproducciones de poesía de Lamartine y Delavigne, la mayoría de los estudios y la reproducción de textos literarios estaban casi todos referidos a lo que ya era el canon de la literatura española peninsular, al menos en la parte referida a la literatura medieval, renacentista y barroca: así, se estudian y reproducen fragmentos de poemas o cuentos del Conde Lucanor, Jorge Manrique, Fernando de Rojas, Lope de Vega, Manuel José Quintana, Isidoro de Antillón, Alberto Lista. Como decía antes, esta selección de autores analizados y la reproducción de algunos de sus textos, es llamativa, pues pese a las críticas vertidas por Blanco White hacia la cultura española, la más ácida y contundente planteada en el artículo titulado “Opresión del entendimiento en España” que se publicó en el segundo número de la revista a principios de 1824, su propuesta modélica a mexicanos e hispanoamericanos seguía teniendo por referente a la tradición española: quizás en la base de esta contradicción ética-estética flagrante se encuentra la certeza del editor referida a la función formativa moral inherente al hecho literario, lo que lo hace diferenciar entre el papel histórico de España y su literatura.

Más llamativo y polémico puede resultar este modelo propuesto por Ackermann y Blanco White, si se toma en cuenta el que propone su amigo y protegido de origen venezolano, Andrés Bello (1781-1865). A diferencia del canon hispanista de Variedades, el poeta hispanoamericano planteaba la ruptura o superación con esa tradición hispana, europea, en aras de alcanzar una originalidad e independencia ética y estética, como lo manifiesta su “Alocución a la poesía” (1823), extensa silva compuesta durante su largo exilio londinense, cosa curiosa, publicada en la efímera pero a la postre influyente revista que llevaba el nombre de Biblioteca americana (1823), la que coincidió con el primer año de existencia de Variedades precisamente3:

Divina Poesía, tú de la soledad habitadora, a consultar tus cantos enseñada con el silencio de la selva umbría, tú a quien la verde gruta fue morada, y el eco de los montes compañía; tiempo es que dejes ya la culta Europa, que tu nativa rustiquez desama, y dirijas el vuelo adonde te abre el mundo de Colón su grande escena (Bello 1964, 35; las cursivas son mías).

El Iris (1826). Primeros ajustes y replanteamientos al modelo original

Entre el 4 de febrero y el 2 de agosto de 1826, aparecieron publicados los cuarenta números de El Iris. Periódico Crítico y Literario, editado e impreso en la imprenta de Alejandro Valdés, el cual se vendió además en las cuatro grandes librerías del México de la época, esto es, las del mismo Alejandro Valdés, Recio, Mariano Galván y Rudolph Ackermann; tuvo una periodicidad semanal durante los primeros tres meses, bisemanal el tiempo restante. La publicación fue diseñada y editada por los italianos Claudio Linati y Florencio Galli y el cubano José María Heredia, quienes habían coincidido en el país desde el año anterior, 1825, cuando los tres fueron exiliados por razones políticas de sus respectivos países: por carbonarios o ultranacionalistas liberales los primeros, por apoyar la causa independentista de su natal Cuba el último (Schneider 1965).

La historia de la cultura literaria y la historia de la literatura consideran a El Iris la primera revista en su género publicada en el México independiente y, fuertemente influenciadas por la perspectiva romántica que explica todo hecho como emanación del genio individual, asumen su realización como resultado de la capacidad y sensibilidad intelectual y artística de los editores, la parte literaria concretamente como producto de la agudeza de José María Heredia; esto les impide plantear –mucho menos rastrear o problematizar– influencias ni nexos con los demás procesos y agentes de la historia de la cultura literaria que se forjaba entonces en México y en el resto de Occidente (Oseguera 1990; Briseño 1988; Carballo 1991). Por eso me resulta tan interesante y revelador el texto de María Eugenia Claps Arenas –coincidente en general con los planteamientos de Erica Segre (1997)–, quien también reconoce que

no se puede dejar de considerar la gran influencia que en él –esto es, en El Iris– ejercieron por lo menos el formato de las revistas publicadas por Rudolph Ackermann. Hacia 1826 ya se conocían en la capital mexicana la colección completa de las Variedades o el Mensagero de Londres y la mayoría de los números del Museo Universal de Ciencias y Artes, lo que sin duda pudo haber contribuido a la idea de editar una publicación similar, pero hecha en México. Por otro lado, en lo que los editores exponen como objetivos de la revista, es clara la influencia de las publicaciones que hemos mencionado (Claps Arenas 2001, 7).

El formato y la edición de El Iris permiten trazar una continuidad histórica y cultural clara y precisa, aunque dialéctica también como expondré, entre el modelo de publicación cultural y literaria que puso en circulación Rudolph Ackermann en el contexto mexicano e hispanoamericano y el representado por la que coeditaban Linati, Galli y Heredia. Por ello, pues, hay que reconocer que El Iris se configuró como una revista miscelánea con secciones literarias, científicas, históricas, biográficas, de crítica teatral, de política, novedosamente reforzada en sus planteamientos con el soporte visual representado por algunas láminas litográficas: recuérdese que Claudio Linati, uno de los editores, fue el introductor de la litografía en México –de la técnica y las prensas de trabajo–, hecho que determinó en mucho el apoyo a su venida al país por parte de Manuel Eduardo Gorostiza (1789-1851), el dramaturgo mexicano por entonces cónsul ante Bélgica. Con estas características y elementos, El Iris buscaba “ofrecer a las personas de buen gusto en general y en particular al bello secso, una distraccion agradable para aquellos momentos en que el espíritu se siente desfallecido bajo el peso de atenciones graves, ó abrumado por el tédio que es consiguiente á una aplicación intensa, ó á la falta absoluta de ocupacion” (Linati, Galli y Heredia 1988, I 1), afirmaba el editor cubano en la introducción al primer número de la publicación; los editores italianos iban más allá incluso y precisaban que para ellos la función de la revista era educar, pues consideraban que la educación, una actividad casi apostólica, era el único proceso que podría contribuir a la formación de una nueva sociedad histórica y culturalmente independiente, alejada por completo de los postulados del Antiguo Régimen europeo (Schneider 1965, 18).

Como señalé antes, El Iris fue la primera publicación en México en integrar la imagen como un elemento importante, que reforzaba así los planteamientos escriturarios, literarios, de específicos artículos, como había propuesto y ejecutado antes el Variedades o el Mensajero de Londres. Sin embargo, lo importante es que, a diferencia de la publicación de Ackermann, que se apoyaba en la litografía para ilustrar los recorridos pintorescos y plácidos por Londres o por la campiña inglesa, en El Iris, en cambio, la mayoría de esas litografías buscaron atender uno de los imperantes básicos del contexto histórico y cultural posindependentista de México, esto es, el referido a la articulación de un conjunto de discursos, valores e imágenes que reforzaran y dieran representatividad a la independencia recién lograda. En este sentido, más que ilustrar sobre idílicos espacios o aburguesados patrones de modas (lo que no niega su presencia, por supuesto), las litografías en El Iris cumplieron sobre todo con la función ideológica de comenzar a articular el parnaso nacional mexicano mediante la configuración de las primeras imágenes de los héroes forjadores de la patria, como Miguel Hidalgo, José María Morelos y Guadalupe Victoria; al mismo tiempo, alegorizaban los conceptos ideológicos o valores que impedían la implementación de la democracia, como la tiranía.4

Hay que señalar también que, a diferencia del modelo que representaba la publicación de Ackermann, que buscó difundir un conocimiento y construir un espacio informativo no controversial, El Iris, en cambio, quizás por la filiación ideológica de sus editores italianos o quizás por las necesidades históricas y culturales definitorias del contexto nacional naciente, dio cabida a la discusión política de su contexto de enunciación y participó activamente en las polémicas que se gestaron en México en 1826. Así, por ejemplo, los editores de El Iris se posicionaron a favor de la conformación y ejercicio provisional de un gobierno dictatorial en caso de guerra (Linati, Galli y Heredia 1988, II 134-136) o también defendieron a los asesinos del padre Marchena (II 137-140; 153-155), capellán desertor de las milicias, en franca oposición al derecho civil y penal que se había implementado hacía poco, bajo el argumento del secretismo “inquisitorial” que implicaba la realización de un juicio a puerta cerrada; asimismo se manifestaron en favor de la conformación del Estado mayor del ejército (I 33-39; 57-58; 73-74; 81-82; 135), con base en el supuesto de que, en tiempos extraordinarios, había necesidad de agilizar la toma de decisiones, postura que generó una gran controversia con los diputados que propusieron y defendieron la iniciativa que buscaba evitar la concentración de poder y decisión. Precisamente en estos y otros temas, sobre todo los politizados editores italianos debatieron con sus contrapartes y los políticos mexicanos –con legisladores y ministros de justicia; con periodistas o editorialistas de El Sol, La Águila Mexicana o la Gaceta del Gobierno–, generando un ambiente de crispación que comenzó a crear una predisposición pública en su contra: y es que “Linati y Galli ignoraban que después de la Independencia la opinión pública mexicana todavía estaba tan sensibilizada con el trato de problemas nacionales, y su identidad tan frágil, que tenía que valorar aún la crítica bien intencionada de un ‘extranjero migrante’ como una agresión” (Leinen 1998, 71).

Aparte de los temas y polémicas políticas e ideológicas, como dije antes, la educación fue una preocupación constante de los editores italianos de El Iris. Esto los condujo a escribir y publicar artículos que abordaban temas sobre astronomía (Linati, Galli y Heredia 1988, II 19-24), electricidad (II 189-193), química (II 145-146), botánica (II 215-216) y arqueología (I 20-22) tanto nacional como mundial, además de proponer la articulación de un programa educativo basado en la formación física, moral, civil y científica de los educandos (I 11-12, 13; II 165-166). Un utopismo regenerador liberal subyacía a las propuestas de los impresores carbonarios, haciéndolos criticar la formación del mexicano, lo que, en el contradictorio y, sobre todo, susceptible entorno sociopolítico e histórico mexicano de 1826,5 los malquistó con el gobierno y los condujo a su expatriación voluntaria, ante el destierro oficial que ya se presentía.6

En este contexto, la labor editorial de José María Heredia, el poeta cubano exiliado en México, adquiere un particular sentido y función. Debido a la división del trabajo al interior de El Iris, le correspondió casi exclusivamente la tarea de definir y desarrollar de manera articulada y consecuente la orientación literaria de la revista, misma que, por sistemática, crítica y sensiblemente moderna, se constituyó en definitiva en un modelo a seguir para los letrados mexicanos de los dos primeros tercios de la centuria decimonona. Es pertinente señalar que uno de los principales aportes de Heredia a El Iris y a la cultura mexicana fue la perspectiva analítica y crítica con la que desarrolló siempre su labor literaria y editorial: en un entorno histórico y cultural nacional con una tradición de pensamiento evasiva, parca y circunspecta, basada en el eufemismo y la reticencia debido a la censura colonial –y elevadas casi a nivel de sustrato idiosincrásico–, que, además, al reconocerse y asumirse como un proceso naciente apenas, se permitía una serie de licencias lingüísticas, éticas y estéticas en aras de concretar y expresar así su independencia política, la comprensión crítica del Yo y del Otro, del mundo, era un ejercicio cognitivo que todavía no se practicaba con asiduidad en México. Por ello, pues, la importancia del trabajo editorialista, cultural y literario de Heredia en la vida mexicana comprendida entre 1825 y 1839, años de su llegada al país y de su muerte respectivamente; así lo señala también Fernando Ibarra (2018), para quien “el cubano José María Heredia contribuyó de manera sustantiva al desarrollo de la crítica literaria en México” (14) con sus diversos y constantes proyectos editoriales como El Iris (1826), Miscelánea (1829-1832) y Minerva (1834); apoyándose en los planteamientos de Víctor Barrera (2010), el estudioso reconoce que en la crítica cultural y literaria de la época “pareciera que la necesidad de independencia venía acompañada del progreso ilustrado, por lo que difundir conocimientos científicos se interpretaba como una contribución al bien de la patria” (14).

Dicho esto, lo primero a destacar es que Heredia “fue el colaborador esencialmente literario […] Sus traducciones de alto lirismo no desmienten al romántico de cultura neoclásica y afirman su personalidad como una de las guías que tuvo México en la etapa crítica de los [primeros] años de la [pos]independencia” (Schneider 1965, 15), función que sin duda se extenderá hasta su muerte en 1839, tanto con el trabajo editorial constante que desarrolló en el país –con la fundación de Miscelánea (1829-1832) y Minerva (1834), revistas culturales y literarias–, como también con el liderazgo intelectual que ejerció entre los miembros de la primera generación de la Academia de Letrán, sobre Ignacio Rodríguez Galván en particular. El trabajo literario del poeta cubano en El Iris suele clasificarse así: publicación de una incisiva crónica teatral, de poesías propias, de artículos sobre personajes americanos y de ensayos críticos literarios sobre poetas extranjeros y nacionales.

Uno de los principales aportes de Heredia a El Iris y a la cultura mexicana fue su labor como crítico teatral. Durante los tres meses que estuvo al frente de la revista, se dio a la tarea de reseñar algunas de las diversas puestas en escena que se montaron entonces: la importancia que le da al teatro radicaba en el hecho de que lo asumía como “la escuela de las costumbres y espejo de la vida, [por lo que] no puede ser indiferente a ningún miembro de la sociedad” (Linati, Galli y Heredia 1988, I 2), actividad reveladora, además, de lo dinámicamente activa que era la vida teatral de México por esos años, pese a los vaivenes y tensiones políticos, al reseñar en tres meses alrededor de media docena de puestas dramáticas. Varias de esas críticas fueron exámenes positivos sobre la presentación y actuación de los miembros de las compañías españolas y mexicanas que competían por el favor del público, como lo muestra su reconocimiento al trabajo de Garay y García Gamborino, actores nacionales (II 5-7); sin embargo, también realizó fuertes críticas a otros consorcios dramáticos, como el del español Andrés Prieto, por la mediocridad de las actuaciones o por la mala elección de los textos base de las puestas en escena (I 51-54), motivo por el cual entra en debates o polémicas tanto con el empresario y actor teatral como con sus coeditores, Linati y Galli, quienes apoyaban a la compañía española7, diferencias de opinión que, al decir de Luis Mario Schneider, lo llevaron a renunciar a la edición de El Iris (1965, 20).

He de reconocer que quizás más provocadoras (y reveladoras) de la orientación y sentido de su relación y preocupación por el teatro resultan las posturas asumidas por el cubano avecindado en México ante diversas disposiciones votadas por las autoridades de la capital del país. Y es que, en contra de la legislación municipal que prohibía el aumento en los precios de las entradas al teatro, Heredia se pronunció a favor de ese incremento como un medio para asegurar recursos que permitieran el desarrollo de una actividad teatral digna, de calidad y categoría internacional (Linati, Galli y Heredia 1988, I 88-93), hecho revelador de las certezas del poeta y crítico referidas a la necesidad de dar una suficiencia e independencia material a las labores dramáticas. Me parece que en el mismo tenor van sus manifestaciones en contra de la prohibición a la venta de abonos o suscripciones teatrales por temporada ordenada por el Ayuntamiento, el cual aprobó esa disposición como una manera para reactivar y/o incentivar la vida teatral: Heredia, sin embargo, se manifestó en contra bajo la consideración de que la venta diaria de entradas daría acceso no solo a los que apreciaban el sentido ético-estético de dicha actividad, sino también a elementos disruptivos y ociosos que, buscando solo el divertimiento trivial, distraerían a los verdaderos interesados en el teatro (II 5-7). Como señala Schneider, “quizás gracias a los mordaces argumentos del cubano, los abonos fueron restablecidos poco después [por el Ayuntamiento]” (1965, 13).

Como es sabido, el ejercicio crítico de José María Heredia en El Iris se desarrolló no solo en el ámbito teatral, sino en el literario también. Así como reconoce y ensalza la poesía de otros poetas mexicanos e hispanoamericanos como José Fernández Madrid, el cubano crítica acremente –y con fundamentos, hay que reconocerlo– a Joaquín María del Castillo y Lanzas (1801-1879), poeta contemporáneo suyo nacido en Veracruz (Linati, Galli y Heredia 1988, II 82-85; 202-203). Y es que el joven jarocho había publicado en su ciudad natal un poemario titulado Poesías (1825), texto apasionado que expresaba en verso sus experiencias y dudas juveniles, pero que ni se ajustaba a la poética neoclásica todavía dominante en 1826, ni asumía ni resolvía artísticamente tampoco el espíritu romántico que pudo haberle insuflado Lord Byron, a quien leía con asiduidad. Así,

José María Heredia comenta [la obra] con simpatía pero con rigor en El Iris. El poeta cubano hacía notar en aquellos primeros versos del joven mexicano, “una incorrección extraordinaria, una oscuridad y una confusión, que nace naturalmente de la poca distinción de las ideas”, una fraseología afrancesada y un sentimentalismo no atemperado por la [auto]crítica, aunque reconocía que su autor tenía “la sensibilidad extrema de la epidermis poética” (Martínez 1993, 240).

La importancia del comentario y la perspectiva crítica de Heredia radica en que, señalando los alcances y límites del ejercicio poético de Castillo y Lanzas en particular, al mismo tiempo, más importante quizás, es lo suficientemente ilustrativo acerca de la necesidad imperiosa que había en la realidad mexicana e hispanoamericana de un proyecto cultural y literario capaz de organizar y trascender el desorden y subjetivismo que campeaba literariamente luego del rechazo posindependentista al modelo histórico y cultural hispano colonial –muy ambiguo y contradictorio, como explicaré más adelante–. Y es que, en aras de manifestar la emancipación frente a la otrora metrópoli, los poetas asumían acrítica e impresionistamente muchas veces modelos y tradiciones extranjeros, sin insertarlos en un proceso temático y formal de apropiación, adecuación y definición de una tradición cultural y literaria propia. Cabe indicar que muchos de los señalamientos de Heredia a Castillo y Lanzas, también los realizará posteriormente el Conde de la Cortina a los también jóvenes escritores de su momento histórico y cultural, entre otros espacios desde las páginas de El Zurriago Literario (1839-1840).

La sección propiamente literaria de El Iris, su articulación y sus temas, responde a los intereses y preocupaciones literarias de Heredia y, también, a la gran influencia que en este sentido recibió de las publicaciones de Ackermann (Claps Arenas 2001). Esto último salta a la vista en los artículos referidos a la clasificación de las épocas o periodos de la literatura española, mismos que se ajustaban a la historiografía literaria de la época, esto es, al reconocimiento de unas etapas literarias medieval, renacentista, barroca y neoclásica: no pueden dejar de establecerse concomitancias entre la propuesta historiográfica realizada por Blanco White en los primeros números de Variedades o el Mensajero de Londres y la planteada por Heredia en El Iris. Solo que, a diferencia del editor heterodoxo español, Heredia no se concreta a articular su panorama histórico de la literatura hispana a partir de autores peninsulares nada más, sino que incorpora a escritores hispanoamericanos del periodo colonial como Martínez de Navarrete, o, más importante, a contemporáneos suyos como el colombiano José Fernández Madrid. Considero que, en mucho, en esto radicó precisamente lo renovador del cuadro histórico literario de Heredia, pues, en franco (aunque sobrentendido) debate con las consideraciones historiográficas de su época, esboza tácitamente el replanteamiento del concepto mismo de tradición literaria hispánica, al incorporar a escritores mexicanos e hispanoamericanos vivos, vigentes al momento de la publicación de la reseña, ampliando así el concepto mismo de tradición al rebasar su comprensión el ámbito de lo clásico, de lo ya sancionado por el canon y la institución, haciéndolo extensivo al momento de la enunciación del mismo editor8: así lo revelan las notas críticas sobre Félix Varela (Linati, Galli y Heredia 1988, II 28-29), José Fernández Madrid (II 53-56) o Joaquín María de Castillo y Lanzas (II 82-85; 202-203). En este planteamiento no puede soslayarse la conciencia y orgullo hispanoamericanista que alienta a Heredia –y a otros coetáneos suyos, como Bello–, pues rotas las cadenas coloniales reconoce con satisfacción y autosuficiencia las particularidades de su propio entorno y tradición.9

En estrecha relación con lo anterior, hay que señalar que el poeta y editor cubano avecindado en México publica también en la revista sendos trabajos y traducciones sobre poetas ingleses, alemanes y franceses contemporáneos suyos: Lord Byron, Thomas Campbell, Johann Goethe, Alphonse de Lamartine, son estudiados y reconocidos sus aportes en la definición de la nueva sensibilidad romántica, como el intimismo, la contradicción, el sentimentalismo, la introspección. La importancia de estos artículos y traducciones publicados en El Iris radica en que continúa dando a conocer entre los lectores mexicanos a los puntales del movimiento romántico, los que, si bien eran leídos ya de manera individual desde antes (hay testimonios personales que así lo indican, como la admiración de Castillo y Lanzas por Byron), ya a través de publicaciones como el Variedades o el Museo Universal, su conocimiento e influencia no había llegado a tener un alcance y un planteamiento tan sistemático y modélico como el propuesto por Heredia. Y es que para el santiaguino la literatura extranjera contemporánea era poco conocida en México debido a ese respeto acrítico a los modelos antiguos, motivo por el cual abogaba, porque “no repitamos como loros que nada puede igualarse a los antiguos, para no tomarnos el trabajo de ecsaminar las obras de los modernos. No hay opinión mas funesta ni mas propia para ahogar en los pechos de nuestra juventud el gérmen del genio creador” (Linati, Galli y Heredia 1988, I 98).

En este contexto, no quiero dejar de señalar dos aspectos particularmente importantes para la historiografía literaria mexicana. Primero, la diferencia intelectual que separa a Heredia de Blanco White, expresada por el hecho de que mientras el editor español, pese a su escepticismo crítico con España, reconocía y asumía la función moralizante del canon peninsular, Heredia, en cambio, iba más allá al postular el reconocimiento de los aportes hispanoamericanos a la tradición literaria escrita en lengua española.

En segundo lugar, pese a que la historia de la literatura ha establecido que solo la tradición literaria francesa dejó su impronta en la literatura mexicana del siglo xix (Vogt 1990, 104, 111; Oseguera 1990; Carballo 1991; Jiménez 1996), creo habría que problematizar y/o matizar dicha afirmación. Considero que el conocimiento e influencia de las literaturas inglesa y alemana a través de las diversas publicaciones periódicas extranjeras y nacionales en México durante los años comprendidos entre 1823-1836 fue determinante para la historia de la cultura literaria que condicionó el desarrollo del proyecto de mexicanización de la cultura y la literatura por parte de la Academia de Letrán a partir de 1836, al ayudar a concientizar y, posteriormente, articular una sensibilidad, un imaginario y una poética particular, la romántica precisamente, que, adecuando las posibles reminiscencias neoclásicas, fue el horizonte que determinó la definición del proyecto de literatura nacional en México; las traducciones y estudios sobre Goethe y sobre la novela publicados en Miscelánea, así lo muestran.

El Recreo de las Familias (1837-1838): ajustes y replanteamientos mexicanistas

Como lo ha señalado la historia y crítica literaria mexicana (Pacheco 2013; Campos 1997) con base en las afirmaciones de Guillermo Prieto en Memorias de mis tiempos (1906, 216 y ss.), la Academia de Letrán fue fundada a mediados de junio de 1836 con la intención ética y estética de mexicanizar las actividades literarias y culturales para emanciparlas de toda otra y coadyuvar así en la definición de un perfil y una historia nacionales. Una de las labores fundamentales de la asociación fue crear y diseñar un proyecto editorial que permitiera socializar las obras literarias y los artículos culturales mediante los que se buscaba romper el vasallaje mental con España. Por ello, bajo la coordinación editorial de Isidro Rafael Gondra, la asociación tuvo en El Mosaico Mexicano su portavoz entre octubre de 1836 y septiembre de 1837: la inestabilidad política, trabas burocráticas y, sobre todo, la búsqueda de nuevas técnicas de impresión condujeron a la clausura de lo que sería su primera etapa (Ruiz 2002).

Ante este hecho, uno de los miembros más activos de la asociación, Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842), con el apoyo de su tío y mecenas, el impresor y librero Mariano Galván Rivera (1791-1876), fundó el que es considerado el órgano de expresión de la mencionada asociación lateranense, el Año Nuevo. Presente Amistoso. De esta manera, entre 1837 y 1840, aparecieron compilados en esos cuatro volúmenes aquellos textos literarios, poemas y narraciones sobre todo, que habían sido discutidos y avalados en el seno de las tertulias de la asociación, misma que funcionaba en lo concreto como un taller literario, que fomentaba así el desarrollo de un pensamiento crítico en México en torno a la literatura y la cultura, orientación cognitiva que desde 1826 buscaban incentivar en nuestro entorno intelectuales como José María Heredia y el Conde de la Cortina.

Sin embargo, debido quizá a la periodicidad tan dilatada que implicaba un anuario, “a mediados de 1837 empieza Rodríguez Galván a reunir material para publicar otra revista de literatura, de periodicidad quincenal esta vez. Se llamará El Recreo de las Familias” (Ruiz 2002, XXV), la cual aparece publicada entre el 1 de noviembre de 1837 y el 15 de abril de 1838. La revista estuvo conformada por doce números, que, con el formato de publicación miscelánea, abordó temas morales, geográficos, estéticos, literarios, biográficos, de historia civil y natural, “en fin, [de todo aquello] cuanto haya de ameno e instructivo a la vez en el vasto y fecundísimo campo de las ciencias y las artes” (Rodríguez 2002, 2), reforzada además por dieciséis litografías, fuerza es reconocerlo, no todas originales, sino tomadas de otras publicaciones como la española El Artista, en una época que la noción de “plagio” no existía (Ayala 2013).10

El Recreo de las Familias tuvo como sus colaboradores a Isidro Rafael Gondra, Pascual Almazán, Fernando Calderón, José María y Juan Nepomuceno Lacunza, José Joaquín Pesado, Manuel Tossiat Ferrer, Joaquín Navarro, Eulalio María Ortega, Antonio Larrañaga, Manuel María Andrade, José Ramón Pacheco, entre otros, todos miembros activos de la Academia de Letrán y excolaboradores de la desaparecida El Mosaico Mexicano. Dadas sus coincidencias en torno a las certezas mexicanistas de la asociación, se considera que ello “permitió al editor adoptar un plan ecléctico, más nacionalista que el de las revistas de literatura que le precedieron [como El Iris, Miscelánea, Minerva, Obsequio a la Amistad o Registro Trimestre], y dosificar la proporción y naturaleza de sus materiales sin perder de vista la línea tradicional de las revistas culturales y recreativas mexicanas” (Ruiz 2002, XLIV-XLIV), afirmación que habría que matizar y/o problematizar debido al ascendiente europeo (español y francés específicamente) en el género de los ensayos y artículos científicos, morales y estéticos sobre todo. Mención especial merece la ascendencia, la tutela intelectual me atrevo a decir, de José María Heredia a los proyectos editoriales de Ignacio Rodríguez Galván: y es que aparte de expresar el reconocimiento y admiración al cubano al publicar la primera reseña biográfica y litográfica del cubano avecindado en México (asumida esta última como la única lámina original de la publicación), así como algunos de sus poemas, se considera que Heredia, con su experiencia editorial previa –la publicación de El Iris, Miscelánea, Minerva, entre otras– así como debido a su propia evolución intelectual, fue realmente un modelo a seguir que orientó en mucho la perspectiva y sentido de la publicación.

Dicho esto, he de comenzar señalando dos cosas. Primero, que, a diferencia de Variedades o el Mensajero de Londres y de El Iris, El Recreo de las Familias se asumió y planteó como revista cultural y literaria resultado de la participación de varios colaboradores, con lo que dejó de ser producto de una perspectiva y orientación individual, de un solo editor-autor, como fue el caso de José María Blanco White en la revista londinense, o de unos editores-autores, como sucedió con Linati, Galli y Heredia en El Iris: este hecho reviste una importancia mayúscula, pues permite conocer las distintas propuestas, las distintas resoluciones éticas y estéticas mediante las cuales se buscó y expresó la tendencia a la mexicanización cultural y literaria. Segundo, he de decir también que, a diferencia de El Iris, que como señalé fue participante activo, incluso detonador de diversas polémicas políticas y culturales, El Recreo de las Familias, en cambio, se asumió y configuró exclusivamente como revista cultural y literaria, con una vocación formadora, educadora, que permitiera en el corto plazo civilizar a la nación hacía poco independizada, con la intención de participar en la definición de un proyecto colectivo de nación:

Necesario es á los megicanos un periódico literario: fastidiados ya con los [periódicos] políticos, buscan ansiosos uno que los deleite é instruya, para poder emplear con aprovechamiento las horas que sus respectivos trabajos les dejan libres.

En la época presente un estremecimiento general se nota en toda la república: la curiosidad, el deseo vehemente de adquirir noticias de todo género, se extiende día a día […] Mégico, movido por un poderoso impulso, vuela rápidamente en seguimiento de las naciones civilizadas, y con pasos agigantados vemos caminar nuestra regeneración social. –En medio de este movimiento, de esta revolución, de este incendio, cada megicano desea tener una parte, aunque sea pequeña, en el engrandecimiento de su nación; porque están persuadidos de que cada ciudadano debe hacer lo que pueda en favor de su país, sin cuidarse de que sus compatriotas hagan lo mismo que él, ó que permanezcan en vergonzosa inaccion (Rodríguez Galván 2002, 2-3).

De esta manera, El Recreo de las Familias en particular, las revistas literarias en México de manera general, dejaron de lado el abordaje de temas y controversias políticas, mediante la publicación de artículos centrados en tópicos morales, filosóficos, científicos, artísticos, mismos que eran firmados por alguno de los más de doce redactores y colaboradores de la revista o que eran reproducción de textos publicados originalmente en revistas españolas como El Artista o traducción de publicaciones francesas e inglesas como La Mosaïque, Le National o Foreign Quarterly Review, entre otras. Se ha llegado a plantear que este carácter apolítico de El Recreo –y, en general, de muchas de las revistas culturales y literarias de la época– pudo haber actuado en su contra, pues prescindió de una de las orientaciones que daban más atractivo a las revistas misceláneas, la controversia política precisamente, hecho que propició la falta de suscriptores, constituyéndose así la ciudad letrada en una especie de élite o torre de marfil incapaz de sostener materialmente los diversos proyectos editoriales que se propuso.

Particular importancia tiene el hecho de que El Recreo de las Familias dio cabida a dos voces, a dos tradiciones que, si bien históricamente habían coexistido en el espacio-tiempo cultural hispanoamericano, durante los primeros lustros de la posindependencia habían sido asumidas y planteadas como procesos excluyentes. Me refiero con esto al hecho de que la revista, de manera concomitante con lo planteado por El Iris, otorgó cuantitativa y cualitativamente más peso e importancia a las producciones literarias mexicanas e hispanoamericanas –en el género lírico sobre todo, al publicar obras originales y/o escogidas de una decena de poetas, como Fernando Calderón, José María y Juan Nepomuceno Lacunza, Antonio Larrañaga, Eulalio María Ortega, José Joaquín Pesado, Guillermo Prieto, Ignacio Rodríguez Galván, Manuel Tossiat Ferrer– tanto como a la literatura española –sobre todo en ensayos históricos y científicos y en crónica teatral y literaria, además de la reproducción de poesía de Bretón de los Herreros, de Espronceda y de Gallego, y de estampas biográficas literarias y litográficas de Miguel de Cervantes, Diego Velázquez, Bartolomé Esteban Murillo, Pedro Calderón de la Barca, Lope de Vega, Joaquín de Trueba y Cosío, Manuel José Quintana–.

Como he señalado antes cuando estudié el Variedades, llama la atención que, siendo una revista destinada a mexicanos y/o hispanoamericanos, los modelos planteados por la publicación refirieran, sobre todo, a escritores medievales y clásicos españoles y a ingleses y franceses modernos: lo curioso e interesante de El Recreo de las Familias es que a aquellos referentes modélicos suma, integra un nuevo canon conformado por las obras literarias mexicanas discutidas y avaladas por la Academia de Letrán y, curiosamente, por la obra de autores clásicos y románticos españoles, cuantitativa y cualitativamente con mucha mayor presencia y peso que las referencias a las literaturas inglesa y francesa que, en menor medida, siguieron mencionándose –concretamente se alude a Lord Byron, Lamartine y Hugo–.

Hay dos explicaciones posibles a este giro hispanófilo en los modelos literarios propuestos por El Recreo. La primera refiere al hecho de que, según Rodríguez Galván,

el mejor medio de estimular al trabajo es presentar el ejemplo de hombres grandes que por sus fatigas y su aplicación han llegado á alcanzar la gloria que los rodea; eligiendo de preferencia á los españoles por reputarlos como padres de nuestra naciente literatura, y porque solo estudiando sus obras pueden los megicanos llegar á competir con esas celebridades que hoy deben envidiar, pero que dentro de pocos años, gracias al talento natural que distingue á los habitantes de esta parte del globo, mirarán como émulos, y nada mas (Rodríguez Galván 2002, 240; las cursivas son mías).

La segunda explicación posible a este sesgo o viraje hispanista (no tanto a la presencia de textos literarios mexicanos, que seguramente se debía a la orientación nacionalista de la asociación de la que la revista era portavoz) quizás respondía a la coyuntura histórica en medio de la cual surgió la revista, la que refiere a la malhadada Guerra de los pasteles (1838), cuyos prolegómenos se remontaban a 1832 y cuyas tensiones habían ido en aumento desde entonces. En este contexto, se considera que comienza a haber un desencanto y/o desilusión ante las arbitrariedades y voracidad del modelo histórico y cultural francés, lo que seguramente ocasionó entre los intelectuales de la época un desapego ante los paradigmas representados por la antigua Galia. Como explica Andreas Kurz, “si hay que escoger entre España y Francia, entre el antiguo enemigo y la nueva amenaza, entonces las simpatías de los editores mexicanos se encuentran, a pesar de todo, del lado español, que sufre el mismo menosprecio que Rodríguez Galván” (2009, 90), en un claro ejemplo de las ambigüedades que tuvo el proceso de definición de la identidad cultural mexicana, que se debatió entre la aceptación y rechazo de la herencia hispana en particular, de la herencia europea en general, durante al menos dos tercios del siglo xix, como bien lo han señalado José Luis Martínez en Emancipación literaria de México (1955) y Edmundo O’Gorman en su ilustrador texto “La doble interna contradicción de nuestra herencia colonial” (1981), por mencionar dos estudios representativos.

El Recreo de las Familias concluyó sus actividades en abril de 1838, debido a la exigua renovación de suscripciones que permitiera continuar el proyecto.

3. A manera de conclusión

Si bien la historia de la literatura ha planteado hasta ahora que durante los tres lustros comprendidos entre 1821 y 1837 la vida cultural y literaria de México estuvo prácticamente suspendida debido a la crisis política y social que siguió a la consumación de la guerra de independencia –intentonas de reconquista de España, intervenciones extranjeras estadounidenses y francesas, además de la inestabilidad interna propiciada por proyectos de nación contrarios–, la historia de la cultura literaria, esto es, el reconocimiento del conjunto de diversos factores y procesos culturales que intervienen y ayudan a perfilar el ejercicio de la práctica creadora y receptora de la literatura en un momento histórico dado, revela que no hay nada más alejado de la realidad que dicha afirmación. Si bien falta reconocer e integrar los distintos elementos y procesos en un panorama más completo e integral, hay indicios que revelan que había una actividad cultural dinámica y contradictoria –temporadas teatrales y operísticas de compañías mexicanas y extranjeras– así como una circulación activa y constante tanto de obras como de publicaciones periódicas –como Variedades o el Mensajero de Londres, el Museo Universal de Ciencias y Artes, La Mosaïque, Le National o Foreign Quarterly Review, entre otras– que muestran, en todo caso, que la vida cultural y literaria de esos lustros estuvo lejos de ser inexistente o de reducirse a las polémicas de la oratoria política y periodística.

En este contexto destacan esos agentes forjadores de la cultura y la literatura que son los libreros-editores-impresores. Si bien no necesariamente fueron creadores literarios –como fue el caso de Ackermann, Linati o el mecenas Mariano Galván–, sí tuvieron en cambio la sensibilidad y compromiso ético y estéticos necesarios y suficientes para incidir en la definición y sostenimiento de la praxis literaria en México, lo que redundó en la articulación de la tradición literaria nacional como forjadora consciente de una identidad y una cultura propias.

Resulta más importante, quizás, el hecho de que dicha vida cultural y literaria está todavía por redescubrirse y por insertarse dinámicamente en el fluir interpretativo de la historia de la cultura y de la historia de la cultura literaria de México. A ello ha estado enfocado este trabajo, lo que permite apuntar al menos dos aspectos. Primero, que la literatura mexicana tuvo entre sus referentes modélicos, sí, a la literatura francesa contemporánea de entonces –Lamartine, Delavigne, Hugo–, pero también a diversos autores ingleses y alemanes sobre los que poco o nada se ha reconocido o se ha reconocido muy generalmente, como Lord Byron, Thomas Campbell o Goethe, todos ellos mencionados y estudiados, aunque dentro de los amplios márgenes de la cultura y la literatura universal, como si fuesen referentes de una cultura general y no modelos cercanos y determinantes del perfil y sentido de nuestra literatura. Y, segundo, que sin soslayar el influjo decisivo que tuvo la cultura y la literatura francesa, un papel muy importante en la definición y desarrollo de la literatura mexicana lo tuvo la tradición española, pues superando los planteamientos y enfrentamientos históricos e ideológicos de la posindependencia, las revistas culturales y literarias fueron capaces de trascender ese imaginario cultural y mostrar la orientación moral y humanista del hecho literario, lo que ayuda a explicar y entender el reconocimiento e influencia de escritores como Manuel José Quintana, Nicasio Gallego, Mariano José de Larra, Ramón de Mesonero Romanos, Bretón de los Herreros, José de Espronceda, José Zorrilla, y tantos otros más.

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Fecha de recepción: 1.02.2020 Versión reelaborada 23.08.2021 Fecha de aceptación: 19.11.2021

 

 

 


1 Críticos e historiadores de la literatura mexicana e hispanoamericana como María Guadalupe García Barragán (1986), Luis Íñigo Madrigal (1982) y Cedomil Goic (1988), consideran que durante el periodo colonial escritores como sor Juana Inés, Bernardo de Balbuena o Rafael Landívar manifestaron en sus textos una perspectiva y/o emoción patriótica que se entiende y asume como expresión de la emoción y sentimiento de un nacionalismo incipiente al que David Brading (1998) denomina “patriotismo criollo”. Pese a lo sugerente, considero que dicha expresión se realizó de manera asistemática, pues no había una conciencia nacional que entramara y proyectara trascendentemente los valores y relaciones que pudiera implicar. Por ello me filio a la interpretación nacionalista (sugerente y ambigua, contradictoria) que, reconociendo los nexos con la tradición colonial, establece los orígenes de la cultura y la literatura mexicana como resultado del proceso de concientización histórica que la guerra de independencia de México provocó entre la colectividad. Me apoyo en los planteamientos que, en el siglo xix, realizaron letrados como José María Lafragua (1844), Luis de la Rosa (1844), Guillermo Prieto (1844), José Zorrilla (1855); o, ya en el siglo xx, historiadores y críticos literarios como José Luis Martínez (1955), Emmanuel Carballo (1991), Pablo Mora (1995) y Carlos Illades (2004), entre varios otros.

2 Considera Durán (2009) que el desarrollo de esta sección biográfica de Variedades fue una sugerencia, imposición casi, de Vicente Rocafuerte, quien intentaba así proyectar a los insurgentes mexicanos e hispanoamericanos.

3 La “Alocución a la poesía”, texto fundacional de la literatura hispanoamericana, ha sido estudiado desde diversas perspectivas, desde las más tradicionales (Barnola 1981), hasta perspectivas trasatlánticas (Cardozo 2014; Kaempfer 2004 y 2008), junto con otras que aluden más a la definición y creación del paisaje americano (Cervera 2011; Ramírez 2019).

4 Luis Mario Schneider reconoce cinco tipos de litografías en El Iris: las cromolitografías de modas, retratos históricos, paisajes, partituras musicales y las alegorías políticas (1965).

5 El año de 1826 fue particularmente efervescente para el país, pues se celebraron elecciones para renovar el Congreso. Esto implicó fuertes debates y controversias entre los bandos federal y central, así como entre las logias yorkinas y escocesas, contexto en el cual participaron Linati y Galli filiándose a la facción yorkina (Schneider 1965).

6 La opinión pública mexicana reaccionó de forma negativa a la pretensión de los extranjeros de inmiscuirse en los asuntos internos de la política nacional, de comentar y enmendar decretos (1988, II 155-158). El espíritu agresivamente misionario de los carbonarios italianos daba lugar a que muchas de sus afirmaciones pudieran ser interpretadas como un desprecio a lo mexicano, lo que seguramente debía parecer a los lectores de El Iris como una discriminación y una tutela europeísta.

7 A diferencia de Heredia, para quien la dimensión artística y moral del texto teatral y su representación se sustentaba en la congruencia y unidad dramática y moral, al parecer Claudio Linati hacía residir la validez del texto solo en su dimensión ética, ideológica, como sugiere al afirmar que “los principales actores europeos han abrazado con ardor las opiniones [liberales] que hace poco hicieron temblar los tronos del continente antiguo [Europa], y por este motivo no se han visto libres de la persecución general”, razón por la cual “la fama de que gozan aun los teatro [clásicos] de Europa, debe decaer dentro de muy poco tiempo” (1988, I 5). Es en este contexto que hay que ver las críticas de Heredia al actor español Andrés Prieto por lo que consideraba no solo su mala actuación, sino su mala adaptación de Pelayo, de Quintana, así como la subsecuente contrarrespuesta o matización de Linati.

8 En una discusión semejante a la que en diversos momentos de la centuria entablaron diversos poetas y críticos hispanófilos e hispanófobos, como la planteada entre Ignacio Ramírez y Emilio Castelar (1865) o entre la Real Academia de la Lengua y las corresponsalías hispanoamericanas (1894-1895). Por lo demás, debo señalar que, salvo el reconocimiento del problema –planteado en términos de que los críticos e historiadores literarios españoles circunscriben el concepto de tradición a los poetas muertos que son modélicos, en tanto que los poetas, críticos e historiadores mexicanos e hispanoamericanos incluyen a los poetas vivos, pues “en ellos está la propuesta más fecunda”–, el concepto de tradición en el contexto nacional y regional no ha sido problematizado mayormente.

9 Refrendando esa conciencia y orgullo hispanoamericanista, debo señalar que, a sugerencia de Florencio Galli, el primer himno de guerra de México fue escrito por José María Heredia en 1826, con música, al parecer, del checo Johann Wenzel. Pudiera parecer paradójico que dicho texto literario hubiera sido escrito por un extranjero. Sin embargo, considero que ello forma parte de los alcances y contradicciones de la perspectiva romántica, que, ambiguamente, incentivaba el exclusivismo nacionalista, al mismo tiempo que el universalismo cosmopolita.

10 Pese al influjo modélico que tuvo en la tradición de las revistas culturales y literaria en México, El Recreo de las Familias ha sido poco estudiado por la historia y la crítica: aparte de la monografía exhaustiva y sistemática de María del Carmen Ruiz Castañeda que introduce a la edición facsimilar de la publicación (2002), el magazín ha sido trabajado por Andreas Kurz (2009), en un estudio en el que traza la evolución de las revistas literarias en México; María de los Ángeles Ayala Aracil (2013), por su parte, reconoce alguna de sus características y las explica a partir de correlaciones e influencias con El Artista, la revista española; más recientemente, María del Carmen Olague Méndez (2020) fija una postura coincidente con la aquí desarrollada, en el sentido de que legitima y mexicaniza la praxis literaria nacional. El caso de El Recreo de las Familias es representativo del estado del arte en que se encuentra el periodo fundacional de la literatura mexicana, el comprendido entre 1821 y 1867: y es que si bien se reconoce a periódicos y revistas culturales como los espacios culturales en los cuales se gestó un proyecto sistemático y consciente tendiente a mexicanizar la literatura, en realidad la gran mayoría de ellos son solo referenciados, mas poco estudiados. Dicha situación ha cambiado poco desde que así lo señalaran estudiosos como Pablo Mora (1995) y Carlos Illades (2004).