DOI: 10.18441/ibam.22.2022.79.211-242
Alejandro Olivares L. / Christopher A. Martínez / Juan Carlos Arellano / Sebastián Carrasco Soto / Milagros Campos Ramos / Pablo Medina Pérez / Amanda Vitoria Lopes
La instalación de la Asamblea Constituyente en Chile, la persistente inestabilidad del presidente peruano, las constantes críticas al actuar del presidente de Brasil, los problemas de gobierno de Ecuador, entre otros ejemplos recientes, han servido de argumento para que la Ciencia Política vuelva a reflexionar sobre el funcionamiento y viabilidad de los sistemas presidenciales en nuestra región. En este contexto, el presente grupo de reflexiones del “Foro de debate” buscan contribuir con a la discusión promoviendo diferentes reflexiones sobre las diferentes formas de funcionamiento del ejecutivo en la región.
Las reflexiones toman como punto de partida, de manera implícita o explícita, que las prácticas políticas y las instituciones dentro de los sistemas presidenciales han cambiado en el tiempo. El presidencialismo de hoy no es el mismo que existía en las décadas de 1970 y 1980. Por ello, los diagnósticos y soluciones a los problemas que se suscribieron, por parte de la academia entre los ochenta y noventa, no son del todo validas a inicios de la segunda década del siglo xxi.
Como ha demostrado parte importante de la Ciencia Política contemporánea, los sistemas presidenciales pueden funcionar igual (de bien o mal) que los sistemas parlamentarios. De hecho, en sistemas presidenciales pueden existir coaliciones estables en el tiempo (así lo demuestran la experiencia del Frente Amplio en Uruguay), gobiernos con capacidad de solucionar problemas por medio de negociaciones y acuerdos con el legislativo (como demostraron los gobiernos de la Concertación en Chile).
Con todo, cualquier forma de gobierno se va a encontrar con problemas en su funcionamiento. Por ello entender cómo se articulan y operan las instituciones, formales e informales, es central para comprender los problemas de los gobiernos contemporáneos. Uno de los grandes males que suele atribuirse al sistema presidencial es la centralidad del presidente, jefe de gobierno y de Estado, en el proceso político. Esto ha generado la idea de que el presidente concentra poder y se transforma en hiperpresidente. En el presente trabajo, desde un punto de vista teórico se invita a la reflexión sobre el mal uso del concepto de hiperpresidencialismo. Para ello, en el primer apartado del documento, se argumenta que es necesario ir más allá de una visión estática del poder para realizar cualquier análisis y pensar de manera multidimensional la capacidad de los presidentes, incluyendo entre otros elementos lo que la literatura ha denominado poderes coyunturales.
Dado los procesos políticos que la mayoría de los países de la región están atravesando existe una ventana de oportunidad para discutir sobre el cambio en las reglas del funcionamiento institucional del presidencialismo, ya sea por el cambio constitucional o por el debate de recuperar el bicameralismo en Ecuador y Perú. En este contexto, como se argumenta en la segunda parte de la sección, reducir el poder efectivo del presidente implica delimitar bien las áreas de acción de las distintas instituciones, asegurar su autonomía y facilitar los recursos y competencias para un adecuado cumplimiento de sus objetivos fundacionales. De otra forma, se seguirá reproduciendo la debilidad institucional que ha caracterizado históricamente a la política latinoamericana.
El presidencialismo tiene mecanismos para generar cooperación entre el presidente y el legislativo, por ejemplo, a través de la formación de coaliciones. Con los incentivos institucionales adecuados la historia reciente ha demostrado que las coaliciones sobreviven y que pueden ayudar a la estabilidad del sistema político. En este proceso parece ser central el desarrollo de instituciones que promuevan el equilibrio entre los poderes legislativos y ejecutivo.
Para que los presidentes puedan desarrollar sus planes y programas, es decir, para que puedan gobernar, es central que exista interacción entre los poderes orientada por el check and balance. Una forma que ha funcionado para moderar al ejecutivo y obligar a los líderes políticos a buscar coaliciones fue la introducción de las segundas vueltas (balotajes). Otra institución que puede funcionar en esta dirección es la vicepresidencia, siempre y cuando tenga funciones claras y bien definidas.
Elección presidencial con dos vueltas, coaliciones de gobierno y otras acciones que tiendan a desconcertar al ejecutivo pueden ser una excelente forma de atenuar el poder del presidente. En este orden de temas, también parece fundamental la mantención de dos cámaras en el Congreso que asegura capacidad de deliberación, fomenta la competencia política y permite negociaciones y acuerdos que pueden dar viabilidad a los gobiernos. Las experiencias unicamerales en sistemas presidenciales presentan varios problemas en su funcionamiento, tal como se analiza en las próximas secciones.
Alejandro Olivares L.
Una de las afirmaciones que se escuchan con relativa frecuencia tiene que ver con lo poderosos que son los presidentes en América Latina, la llamada tesis del hiperpresidencialismo. Dada la importancia de este tipo de conceptos, no solo para la academia, sino también para la vida político-institucional de las democracias latinoamericanas, es importante revisitar esta noción. En las siguientes páginas, se abordan algunos aspectos discutibles de la noción de hiperpresidencialismo, tales como su dependencia excesiva de las facultades constitucionales del presidente y cómo esta visión de presidentes supuestamente poderosos contrasta con el fenómeno de las interrupciones presidenciales. Luego, se propone un índice de poder presidencial basado en fuentes formales e informales, el cual ilustra su carácter variable y multidimensional, para 18 países latinoamericanos entre 1980 y 2016. Finalmente, se argumenta que el uso de la etiqueta de hiperpresidencialismo, injustificadamente, combina las nociones de poder presidencial y de régimen político, cuya diferenciación conceptual es necesaria para sostener un debate informado en torno a ambas.
Una buena parte de académicos e intelectuales (y políticos) está convencida de que los presidentes latinoamericanos, por el hecho de gozar de amplias atribuciones formales, son en la realidad poderosos líderes. No pocos, lamentablemente, continúan describiendo a las democracias latinoamericanas como hiperpresidencialistas. Un concepto que, de forma difusa y sin mucha justificación, combina bajo un solo paraguas conceptual las ideas de régimen político –presidencialismo– y de poder presidencial. Sin entrar en la discusión semántica de los límites y alcances que el hiperpresidencialismo conlleva, se suele definir como un sistema que rompe el balance de poderes entre el ejecutivo y legislativo favoreciendo desmesuradamente al primero por sobre el segundo. Como rasgo definitorio, la noción de hiperpresidencialismo se basa casi exclusivamente en fuentes constitucionales del poder presidencial.
Esto significa que se hace una lectura incompleta del poder del presidente pues se olvidan otras fuentes y, peor aún, limitaciones importantes a la autoridad del líder del ejecutivo en la práctica. Por ejemplo, un presidente con amplias atribuciones constitucionales, pero con bajo apoyo legislativo, corre el riesgo de no poder llevar a cabo su programa de gobierno, y de, incluso, no poder terminar su mandato, tal como la literatura sobre interrupciones presidenciales ha mostrado. Hace ya más de 30 años, Jean Blondel (1987) en “Political Leadership” indicaba que el liderazgo presidencial no puede entenderse sino dentro del entramado institucional en el que toma lugar. Es decir, para comprender la real magnitud del poder presidencial se debe tener en consideración las limitaciones que imponen otras instituciones y actores democráticos, tales como el Congreso, corte suprema, contraloría general, tribunal constitucional, corte electoral, y cómo el poder se distribuye a nivel subnacional. No solo eso, el poder del presidente se encuentra limitado por su nivel de apoyo popular y, especialmente en América Latina, por la ocurrencia de protestas callejeras en su contra. Es decir, las atribuciones que la constitución contempla en el papel, si bien importantes, son solo una de varias dimensiones que subyacen al poder presidencial.
Adicionalmente, etiquetar a los sistemas latinoamericanos como hiperpresidenciales colisiona con una realidad palpable de debilidad e inestabilidad presidencial. Entre 1985 y 2020, aproximadamente, uno de cada seis presidentes ha sido objeto de una interrupción presidencial. Esto es, más de una veintena de presidentes han sido obligados a dejar el poder anticipadamente por medio de renuncias forzadas (e.g., Fernando de la Rúa en Argentina y Evo Morales en Bolivia), declaraciones de incapacidad (por ejemplo, Abdalá Bucaram en Ecuador), o por un juicio político (e.g., Dilma Rousseff en Brasil y Fernando Lugo en Paraguay).
Adicionalmente, la noción de hiperpresidencialismo naturalmente sugiere que el presidente puede hacer su voluntad independiente de los intereses de su partido o su coalición. Sin embargo, los estudios sobre gabinetes ponen precisamente en duda esta noción de poder presidencial unilateral, entendida como la voluntad del presidente, llevada a cabo de manera incontestada y sin necesidad de apoyarse en partidos. Los estudios sobre gabinete, por ejemplo, han avanzado nuestro conocimiento respecto del funcionamiento del presidencialismo de coalición (ver la sección de López del presente artículo). Esta literatura enfatiza, precisamente, el rol fundamental que conlleva compartir el poder para implementar los programas de gobiernos. En resumen, se da la paradoja de que bajo el supuesto hiperpresidencialismo los presidentes necesitan de partidos y coaliciones para gobernar, mientras conviven en escenarios de debilidad que visibilizan las dificultades que estos tienen para incluso llegar hasta el final de su periodo constitucional en el poder.
La discusión precedente revela la importancia de no reducir el concepto de poder presidencial a lo meramente formal o constitucional. Hacerlo significa incurrir en una concepción parcial e, incluso, equivocada de la realidad política. En las siguientes páginas presento una propuesta de poder presidencial que incorpora tanto aspectos formales como informales, cuyo principal objetivo es visibilizar el carácter variable y multifacético del poder presidencial. Sin pretender cerrar el debate sobre qué aspectos o factores deben considerarse, y de qué forma, a la hora de construir un índice de poder presidencial, acá postulo una nueva y simple fórmula para visualizar el poder del presidente.
De acuerdo con el capítulo de libro de Christopher A. Martínez “Hiperpresidencialismo y concentración de poder en Chile” (2022), el poder presidencial se encuentra limitado por la fortaleza de otras instituciones democráticas, como son el Congreso y los tribunales de justicia, y el nivel de institucionalización de los partidos políticos. Asimismo, el poder presidencial se encuentra influenciado por el número de congresistas que son parte del partido o coalición de gobierno, tal como lo sugieren los análisis de João Carlos Amoroso Botelho y Renato Rodrigues Silva (“Presidential Powers in Latin American beyond Constitutions”, 2021) y de Aníbal Pérez-Liñán, Nicolás Schmidt y Daniela Vairo (“Presidential Hegemony and Democratic Backsliding in Latin America, 1925-2016”, 2019), así como por el apoyo de jueces de los altos tribunales de justicia hacia el presidente (Pérez-Liñán et al. 2019).
Adicionalmente, siguiendo la sugerencia de Andrés Malamud y Leiv Marsteintredet (2017) en su artículo “Lula, Humala y el mito del hiperpresidencialismo” sobre cómo el hiperpresidencialismo latinoamericano es limitado por factores sociales, propongo considerar dos elementos: las protestas anti-gobierno y escándalos políticos que involucren a miembros del ejecutivo. En primer lugar, la ocurrencia de protestas callejeras masivas, violentas y dirigidas en contra del presidente genera escenarios inestables para los presidentes, tal como lo muestra el artículo “Presidential Instability in Latin America” (Martínez 2021). Es decir, los presidentes, claramente, se debilitan cuando son objeto de protestas. Qué duda cabe de que, por ejemplo, Dilma Rousseff (2016) en Brasil, Michelle Bachelet (2006) y Sebastián Piñera (2011 y 2019) en Chile, e Iván Duque (2021) en Colombia vieron disminuida su capacidad de influir en el sistema político producto de las demostraciones callejeras en su contra.
En segundo lugar, un tipo de eventos que tienen un efecto similar sobre el poder e influencia del presidente son los escándalos políticos. Cuando se hace pública la potencial participación del jefe de gobierno, por ejemplo, en casos de corrupción (coimas, tráfico de influencias, entre otros), este suele encontrar serios problemas para que sus aliados políticos lo respalden, haciéndolo más vulnerable a intentos de destitución. Los efectos nocivos de los escándalos pueden afectar la habilidad de un líder político aun cuando estos involucren a sus cercanos. Así le ocurrió, por ejemplo, a la entonces Presidenta Michelle Bachelet cuando se conoció el llamado “caso Caval” que implicaba a su hijo y nuera (febrero de 2015) y luego al ministro del Interior Rodrigo Peñailillo (mayo de 2015) por el escándalo de financiamiento ilegal de la política. Cuando los presidentes enfrentan escándalos, su poder para manejar la agenda, continuar recibiendo apoyo de sus aliados, y mantener el control sobre la conducción del país, definitivamente, se ve mermado.
Para la elaboración del índice, considero como elementos que fortalecen el poder presidencial: i) poderes legislativos formales, ii) porcentaje de legisladores de la coalición del presidente, iii) porcentaje de jueces de los altos tribunales de justicia nombrados por la coalición del presidente, y iv) autonomía del presidente del Congreso y tribunales de justicia.1 Entre los factores que reducen o limitan el poder presidencial se encuentran el nivel de institucionalización de partidos, demostraciones anti-gobierno y escándalos presidenciales. El índice final –así como sus componentes– ha sido normalizado por lo cual su variación posible fluctúa entre 0 (presidentes muy débiles) y 1 (presidentes muy fuertes).
La figura 1 muestra el índice de poder presidencial propuesto para cada uno de los 18 países de América Latina durante el periodo 1980-2016.2 Por ejemplo, la figura 1 ilustra el ascenso del poder de Daniel Ortega (2007-presente) en Nicaragua, Rafael Correa (2007-2017) en Ecuador, Evo Morales (2006-2019) en Bolivia, y Hugo Chávez (1999-2013) en Venezuela. En Venezuela, de hecho, la figura muestra la pérdida de poder presidencial post Chávez, bajo el mandato de Nicolás Maduro y la derrota que le propinó la oposición a manos de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) en las elecciones de 2015.
Si bien la disponibilidad de datos impide llegar al año 2019, en la figura 1 sí es posible observar lo debilitada que estaba la administración de Sebastián Piñera en 2011; no solo por las reiteradas y masivas movilizaciones callejeras, sino también por la ausencia de una mayoría legislativa a su favor. Similarmente, podemos observar la pérdida de influencia de presidentes que se alejaron prematuramente del poder. Veamos, por ejemplo, los casos de Raúl Alfonsín (1983-1989) y Fernando de la Rúa (1999-2001) en Argentina, Fernando Collor de Mello (1990-1992) y Dilma Rousseff (2011-2016) en Brasil, Fernando Lugo (2008-2012) en Paraguay, Alberto Fujimori (1990-2000) en Perú, y Carlos Andrés Pérez (1989-1993) en Venezuela. El patrón que se observa es que los presidentes obligados a dejar el poder de manera prematura, presidentes “fallidos”, usualmente han sido presidentes débiles. No obstante, no todos los presidentes débiles han sido forzados a abandonar sus cargos anticipadamente.
La figura 1 nos muestra, además, que los presidentes en Chile, Costa Rica y Uruguay, en general, no se caracterizan por una marcada concentración de poder; de hecho, todo lo contrario. Este tipo de países son conocidos por el ejercicio de una democracia más consociativa, ya sea bajo la forma de gobiernos de coalición o de mayor cooperación entre el ejecutivo y legislativo. A excepción del estallido social en octubre 2019 en Chile, estos tres países se han caracterizado por gobiernos relativamente estables.
Hasta acá, he utilizado la idea de hiperpresidencialismo cuestionando su real alcance a la luz de la realidad política latinoamericana. Pero creo que es también necesario disputar su validez, precisión y utilidad como concepto. Si bien a la noción de hiperpresidencialismo, usualmente, se le asocia a un gran número de facultades formales que recaen exageradamente en el primer mandatario en un sistema presidencial, es necesario reflexionar sobre los componentes de este concepto. En primer lugar, incluso si en un régimen político en particular, como el presidencialismo, se le entregan importantes facultades formales al jefe de gobierno, esto no justifica la etiqueta de “híper” para ese régimen. Pues como mostré en las secciones anteriores, el poder es variable y no tiene una única fuente. Algunas de estas fuentes son formales y relativamente estables en el mediano plazo (e.g., atribuciones legislativas del presidente, rol y fortaleza de los partidos políticos, y grado de autonomía que posea respecto de otros actores del Estado, tales como Congreso y corte suprema), mientras otras son en esencia informales, difusas e, incluso, imprevisibles (e.g., así como la ocurrencia de protestas anti-gobierno y escándalos presidenciales). Es decir, asociar el hiperpresidencialismo, un concepto en esencia estático, con el poder presidencial, una noción fluida y cambiante, es un ejercicio derechamente problemático.
En segundo lugar, el uso de la etiqueta hiperpresidencialismo, y este aspecto es más importante que el primero, injustificadamente combina la noción de poder presidencial con la de régimen político, i.e., presidencialismo, parlamentarismo o semipresidencialismo. En cualquiera de estos regímenes puede emerger un híper líder, ya sea híper presidente o híper primer ministro. Regímenes que entregan considerables atribuciones formales al primer mandatario pueden perfectamente encontrarse con presidentes o primeros ministros débiles en la práctica, o viceversa. Pensemos, por ejemplo, que, al hablar de hiperpresidencialismo, automáticamente, se asume que el presidente tiene un poder desproporcionado. ¿Si hablamos de hiperparlamentarismo, entonces, es el parlamento el actor que concentra más poder? Esto último sería, como mínimo dudoso, pues es bien sabido que el poder real en los sistemas parlamentarios recae en el primer ministro y el gabinete, y no en el legislativo. Peor aun, ¿qué, realmente, se entendería por hipersemipresidencialismo? Al agregar el prefijo “híper” a los tres tipos de regímenes políticos nos damos cuenta de los problemas que conlleva y las dudas que surgen para determinar específicamente qué realmente significa un híper régimen. Por eso la importancia de diferenciar conceptualmente la separación/fusión de poderes entre el ejecutivo y legislativo, que es un elemento fundamental para clasificar regímenes políticos, de la idea de poder presidencial en el caso del hiperpresidencialismo.
En la primera parte, se cuestionó la existencia de hiperpresidentes en el supuesto hiperpresidencialismo latinoamericano. La realidad desafía la noción de hiperpresidencialismo pues muchos presidentes enfrentan escenarios complejos para siquiera completar su mandato. Es más, se observa que el poder presidencial está, constantemente, sujeto a cambios. Por tanto, una visión estática del poder, como lo es la noción de hiperpresidencialismo sustentada esencialmente en las facultades formales que entrega la Constitución, no es apropiada para analizar el grado de influencia que pudiera tener el primer mandatario en el sistema político. La principal conclusión que debiera obtenerse del índice presentado acá es cuán variable y multidimensional es el poder presidencial, tanto a través del tiempo como entre países. Finalmente, es importante que futuros trabajos aborden la tensión, ambigüedad, imprecisión y supuesta utilidad de la idea de hiperpresidencialismo. Para el caso concreto del presidencialismo, el prefijo híper se utiliza para asociar un poder desmedido en manos del presidente, no obstante, esta asociación pierde todo sentido al anteponer híper a otros regímenes políticos. Esto último deja en evidencia un problema, quizás, insalvable para continuar utilizando el concepto de hiperpresidencialismo.
Christopher A. Martínez
La concentración de poder es una de las principales amenazas de las democracias en América Latina. Presidentes con amplias facultades y con reelecciones indefinidas son sus señales más visibles. En la presente reflexión proponemos examinar el problema de la concentración del poder en sus dos niveles: horizontal y vertical. Para ello, en primer lugar, se discuten las dinámicas que adquiere el presidencialismo latinoamericano. Luego, se establece la relevancia de las instituciones de accountability y los procesos de descentralización en los regímenes presidenciales. Finalmente, el documento cierra argumentando que es mejor optar por la delimitación del poder que especular en el cambio de régimen político, considerando el alto costo e incertidumbre que esto significa.
En América Latina han imperado diseños institucionales presidencialistas muy proclives a desarrollar procesos de concentración de poder. Así pues, a las características propias del régimen presidencial, siguiendo la clásica tesis Linz presentada inicialmente en su libro The Breakdown of Democratic Regimes en 1978, y la inclinación de los presidentes a la concentración, según O’Donnell en su artículo “Democracia delegativa” de 1994, se han convertido en los argumentos favoritos de muchos para explicar la inestabilidad de la región y que abogan por un cambio régimen. Sobre las propuestas de Linz y O’Donnell se ha discutido bastante en la ciencia política, matizando o reformulando estos argumentos. No obstante, en momentos en que la inestabilidad política afecta a algunos países de la región, reflotan en las elites políticas e intelectuales estas explicaciones clásicas. De esta forma, ante los traumáticos procesos de impeachment presentados en las últimas décadas, con varios presidentes destituidos, y la activación de Asambleas o Convenciones Constituyentes, se vuelven a abrazar con fuerza estas tesis.
En efecto, en tiempos de incertidumbre afloran diagnósticos que plantean la presencia de hiperpresidencialismo, como factores causales de estas crisis, levantado de inmediato propuestas de régimen semipresidenciales o derechamente parlamentarios. Aquí planteamos una propuesta alternativa, para abordar el debate que abrieron Linz y O’Donnell, que sugiere la mantención del régimen presidencial y, en el mismo sentido, pensar en su enmienda desde la lógica de la (des)concentración de poder.
Este enfoque de desconcentración de poder se inspira en lo planteado por Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835). El argumento contra la concentración de poder es que la intrínseca noción de igualdad sobre la que se sustenta la democracia termina por eliminar toda institución intermedia, porque dichas instituciones representarían símbolos de distinción, las cuales son consideradas propias del Antiguo Régimen. Pues bien, la consecuencia lógica para Tocqueville de esta condición, sobre la cual se asienta la democracia, sería el establecimiento de un orden político que erradicaría todo poder intermedio capaz de contraponerse al poder central. El problema o peligro para la democracia no es con el presidencialismo específicamente, porque en teoría el poder legislativo omnipotente también presenta un riesgo, argumento desarrollado claramente en El federalista, texto donde se apunta la necesidad de un sistema de frenos y contrapesos. De esta manera, se puede sostener que el riesgo institucional de cualquier democracia a la larga estaría más bien cuando una forma de gobierno asigna grandes cuotas de poder a un número reducido de tomadores de decisión.
En tal sentido, más vale examinar los niveles de (des)concentración de poder que hoy existen en el presidencialismo en América Latina y pensar más bien en introducir las reformas donde se requiera. No hay que olvidar que las democracias de la región aportan varios casos de los peligros que significa concentrar el poder y cómo algunos de sus diseños han sido ajustados más para concentrar que para dispersarlo.
Algunos ejemplos de estos peligros para la democracia –tal vez los más evidentes y mediáticos– corresponden a las reformas constitucionales que han utilizado presidentes latinoamericanos para permitir su reelección, a veces incluso de manera indefinida. Tal es el caso de la Venezuela de Hugo Chávez del 2007, del presidente Álvaro Uribe en Colombia el 2005 y 2010, también el caso de República Dominicana de Leonel Fernández el 2009 y la polémica aprobación del Tribunal Constitucional en Bolivia que permite competir a Evo Morales por su reelección en 2019. Sumado a lo anterior, también es posible observar presidentes gobernando con poderes extraordinarios y/o decretos como la administración de Carlos Menem en Argentina, o en casos más dramáticos disolviendo el Congreso como en el autogolpe de Fujimori en Perú en 1992 y de Nicolás Maduro en Venezuela en 2017. Así, los distintos casos parecen reforzar el argumento de O’Donnell sobre la inclinación de los presidentes a mantener e incrementar sus poderes una vez que están en el poder.
No obstante, es importante matizar este punto y distinguir los diferentes niveles en los que es posible (des)concentrar poder. En virtud de los avances de la literatura, así como de la diversidad interna que presentan los regímenes presidenciales, las concentraciones pueden estar en la superficie de poderes como el ejecutivo o legislativo, pero también a una escala local o provincial. Ante esta problemática, Gerring et al. nos propone una definición para su comprensión teórica, en su texto titulado A General Theory of Power Concentration, publicado en 2018, señalando que el polo máximo de concentración de poder se logra cuando un individuo o grupo detenta el poder y son los únicos tomadores de decisión. En el otro extremo, se considera que la dispersión de poder máxima se logra cuando existe mayor número actores con veto y limitaciones al ejercicio del poder.
En consecuencia, siguiendo con Gerring et al., volver a analizar la (des)concentración de esta forma nos permite entender este problema en dos dimensiones. La primera es una dimensión horizontal, que apunta a examinar la dispersión y concentración en el mismo nivel político (por ejemplo, ejecutivo-legislativo). La segunda se refiere a una dimensión vertical, que coloca su atención en las arquitecturas institucionales como, por ejemplo, los sistemas federales o los procesos de descentralización.
A partir de la definición anterior, podemos plantear que las instituciones de rendición de cuentas y agencias de restricción son una forma de desconcentración a nivel horizontal, ya que una de sus dimensiones alude a la idea de control y delimitación. Este tipo de instituciones han sido profusamente abordadas por la literatura a partir del artículo de O’Donnell “Accountability horizontal”, publicado en 1998. Las instituciones de “Accountability horizontal”, definidas por O’Donnell como aquellas agencias estatales que tienen las prerrogativas legales y que están capacitadas para emprender acciones, sanciones e incluso impeachment a otras agencias públicas, deben ser consideradas y valoradas como ejemplos para diseños institucionales que buscan dispersar el poder. Asimismo, el surgimiento de instituciones que restringen el espacio ocupado antes por otros poderes, reconocidas por la literatura como “agencias de restricción”, como el caso de los bancos centrales, se transforman en centros autónomos de poder y sujetos a la rendición de cuentas.
De esta forma, a la tradicional separación de poderes del presidencialismo entre ejecutivo y legislativo, se han sumado otros poderes que contrapesan o restringen las facultades de un presidente. Pensemos en las contralorías generales, el banco central, tribunales constitucionales y se podrían agregar agencias asociadas a la regulación de la transparencia y corrupción. Las primeras ya tienen una historia importante en muchos países de América Latina; por ejemplo, la contraloría general se creó durante la primera mitad del siglo xx en Colombia (1923), Chile (1927), Ecuador (1927), Perú (1929), Bolivia (1928), por nombrar algunas.
La preocupación no solo debe estar en el diseño, sino también en el fortalecimiento de las instituciones que desconcentran poder. No olvidemos que la trayectoria de muchas instituciones en América Latina presenta particulares características. Ya el 2013, Levitsky y Murillo, advertían en Building Institutions on Weak Foundations, el papel de los agentes en la reducción de la aplicación de la norma y en la activación institucional. Más tarde Brinks et al. en 2019 refuerzan esta idea en su libro Understanding Institutional Weakness: Power and Design in Latin American Institution, construyendo una tipología que alude a tres tipos de debilidad institucional: insignificancia (instituciones con un carácter simbólico); incumplimiento (por decisión de los funcionarios o porque existen sanciones débiles); e inestabilidad (producto de poca cooperación de los actores o cambios muy vertiginosos). En efecto, la lógica de enmienda sugerida no solo debe imaginarse en la creación, sino que también debe dirigirse a su reforzamiento.
Es cierto que se deben discutir reformas que debiliten las atribuciones constitucionales del ejecutivo, pero en general reducir el debate a la relación ejecutivo-legislativo, a la luz de este enfoque, es muy estrecho. Por ejemplo, en el caso particular de Chile, en la actualidad la Contraloría General de la República, el Banco Central y el Consejo para la Transparencia son instituciones muy sólidas y respetadas, siendo actores de veto real dentro del sistema político. En definitiva, la desconcentración de poder a nivel horizontal puede ser una perspectiva interesante para pensar el orden constitucional, más que constantemente explorar otras formas de regímenes políticos sin siquiera discutir las desventajas de dichos modelos y cómo adaptarlos a la realidad de cada país en la región.
Partamos de la premisa que no existe una forma de gobierno ideal, ni garantía de éxito en la implementación de ninguna fórmula, como la parlamentaria o semipresidencial. Pero tenemos certeza que los cambios de régimen político siempre tendrán un alto costo, porque significa desechar toda una experiencia acumulada por aproximadamente dos siglos.
Junto con la desconcentración horizontal, otra manera en la que hay que desconcentrar poder es de forma vertical. La arquitectura institucional de los países define en qué medida el poder se concentra en el centro político o se distribuye en los gobiernos subnacionales. El debate centralismo/descentralización no es algo nuevo en la literatura, pero resurge cada cierto tiempo, invitando a reflexionar sobre los niveles de autonomía y las subsecuentes facultades (políticas, administrativas y financieras) que deben tener las instituciones del nivel regional y local en desmedro del gobierno central. Los gobiernos subnacionales –ya sean en su nivel regional, provincial o local– presentan grados de autonomía diversos en América Latina. Mientras que en países como Argentina y Brasil los gobiernos subnacionales tienen capacidades para elaborar leyes y darse un ordenamiento institucional, en otros países como Chile y Perú, se han realizado procesos de descentralización administrativa, pero al mismo tiempo se mantiene un marcado centralismo en la toma de decisiones, entregando escasas competencias políticas desde el centro a los territorios.
Al igual como argumentamos en el caso de la desconcentración horizontal, antes de evaluar el cambio del sistema presidencial, debemos considerar si las dinámicas existentes entre el nivel central y los gobiernos subnacionales son las más adecuadas para mantener los contrapesos institucionales y, a la vez, dar respuesta a las demandas de los territorios. En el contexto latinoamericano, buena parte de los países son extensos y heterogéneos geográficamente, en donde se visualizan importantes desigualdades económicas, sociales y territoriales, entre otras. Muchas veces, las políticas públicas diseñadas desde el centro son insuficientes para responder a las particularidades de los territorios, y así enfrentar adecuadamente las distintas desigualdades existentes. Incluso, un modelo decisional centralizado puede generar resistencias por parte de actores políticos y grupos sociales en lugares alejados del centro político. De ahí la importancia de discutir el grado de autonomía que deben tener los niveles subnacionales de gobierno, aunque esto no sea un ejercicio simple, ya que quienes detentan el poder rara vez están dispuestos a cederlo.
Ejemplo paradigmático de lo anterior es el caso chileno. Chile ha sido un país históricamente caracterizado por su centralismo en la toma de decisiones políticas, pero en los últimos años ha cambiado su arquitectura institucional; desde el año 2021 se crea la figura del gobernador regional como máxima autoridad regional, elegida democráticamente. Esta nueva autoridad se constituye como una de las principales medidas de descentralización política que se han tomado en las últimas décadas en el país. No obstante, las y los nuevos gobernadores asumieron sus cargos en medio de indefinición de sus competencias, escasez de recursos financieros, e incluso sin tener claridad del espacio físico desde donde podrían ejercer el cargo. Al mismo tiempo, el gobierno central siguió manteniendo un delegado presidencial en las regiones, figura que posee atribuciones de gobierno interior, lo que implica ejecutar las políticas del gobierno central en el territorio y supervigilar los servicios públicos desconcentrados.
A pesar de todo lo anterior, los nuevos gobernadores y gobernadoras ya han comenzado a dar cuenta de su relevancia. Inician un nuevo ciclo político con una mayor legitimidad democrática que las autoridades previamente existentes, y también han logrado presionar al gobierno para revertir algunas decisiones que perjudicaban su gestión. Por lo tanto, las autoridades políticas regionales pueden ser un importante contrapeso al poder ejecutivo, y a su vez pueden canalizar de mejor manera demandas ciudadanas presentes en el nivel local. Además, tal como plantea Tulia Falleti, en A Sequential Theory of Decentralization del 2005, aun cuando a las nuevas autoridades no se les hayan entregado todas las competencias deseables, el impulso inicial de la descentralización política permitirá que los nuevos actores políticos vayan consolidando sus espacios de poder en el tiempo, como ya se empieza a vislumbrar en el caso chileno. Así entonces, un régimen político presidencialista con un poder distribuido entre sus autoridades subnacionales es más deseable que un parlamentarismo que concentre altos grado de poder en el parlamento.
Finalmente, insistimos en que la discusión sobre el régimen de gobierno que debe adoptar un país es subyacente al debate sobre los grados de concentración/desconcentración del poder de las instituciones ejecutivas. Tanto los regímenes presidenciales como parlamentarios presentan fortalezas y debilidades, pero ninguno puede asegurar altos niveles de gobernabilidad si es que existe una excesiva concentración del poder. Así, los sistemas presidencialistas no son inherentemente buenos ni malos, sino que –en el marco de la democracia– estos deben estar constreñidos horizontal y verticalmente por instituciones con capacidad de enforcement. Todo ello, para hacer posible el sistema de pesos y contrapesos que imaginara Tocqueville para mantener una democracia sana.
Los procesos de inestabilidad y cambio político en América Latina, y en especial el proceso de cambio constitucional en el contexto chileno, abren una ventana de oportunidad para repensar las atribuciones del presidente y cómo estas pueden ser equilibradas con las competencias de los otros poderes del Estado, los organismos autónomos y los gobiernos locales y regionales.
De cualquier forma, se debe tener en cuenta que la entrega de poder efectivo implica delimitar bien las áreas de acción de las distintas instituciones, asegurar su autonomía y facilitar los recursos y competencias necesarios para un adecuado cumplimiento de sus objetivos fundacionales. De otra forma, tal como plantearon Brinks et al. en 2019, las instituciones seguirán reproduciendo la debilidad institucional que ha caracterizado históricamente a la política latinoamericana. Después de todo, quienes detentan el poder buscarán los resquicios institucionales para no perderlo.
Juan Carlos Arellano Sebastián Carrasco Soto
¿Cómo funciona un presidencialismo parlamentarizado con un Congreso unicameral? Los presidentes peruanos que gobernaron durante el siglo xxi lo han hecho sin mayoría, en un contexto de partidos políticos débiles y con poca representatividad. En ese escenario, en el año 2018, el presidente se vio forzado a renunciar ante una inminente decisión del Congreso para destituirlo. En el 2020, un Congreso muy fragmentado, logró superar dos tercios de votos del número total de miembros y vacó al presidente por permanente incapacidad moral, por hechos anteriores a su gobierno. La crisis política tuvo a cuatro presidentes en cinco años y dos Congresos con una composición muy diferente.
Las relaciones entre ejecutivo y legislativo han sido particularmente complejas en el Perú. Cuatro ideas centrales resumen el diseño del sistema de gobierno en nuestra constitución histórica: i) El presidencialismo en el Perú se apartó desde su primera constitución del modelo clásico norteamericano. ii) La incorporación de instituciones parlamentarias en el diseño del sistema de gobierno con el objetivo de moderar el poder del presidente, ha sido una tendencia constante en las doce constituciones. iii) Durante los siglos xix y xx, cuando no hubo mayoría parlamentaria, se produjeron golpes de Estado que interrumpieron períodos de gobierno. iv) La democracia post fujimorista trajo consigo presidentes sin mayoría, en un Congreso unicameral que en la mayoría de los periodos estuvo muy fragmentados.
Los estudios en el Perú han tendido a plantear que el sistema de gobierno está definido por un ejecutivo fuerte y a un Congreso débil. Así el Congreso sería reactivo y el ejecutivo proactivo. Los datos del control parlamentario muestran un Congreso desde el 2001, muy activo, mientras que los resultados respecto de la función legislativa son mixtos.
De acuerdo con la constitución peruana, el presidente de la república representa al Estado y dirige la política general del gobierno, así como la política exterior, nombra embajadores con cargo de dar cuenta al Congreso; es el jefe supremo de las fuerzas armadas y de la policía nacional. El presidente tiene iniciativa legislativa, incluso para reformar la constitución; puede solicitar delegación de facultades legislativas y dictar normas con rango de ley. Puede, asimismo, dictar en situaciones extraordinarias, decretos de urgencia en materia económica y financiera, declarar el estado de emergencia o el estado de sitio. Al presidente sólo se le puede acusar durante su período por traición a la patria, por impedir las elecciones, por disolver el Congreso, salvo en el caso previsto en la Constitución o por impedir el funcionamiento de los organismos electorales.
El presidente es elegido junto a dos vicepresidentes por cinco años. En la misma fecha y por el mismo período, se elige al Congreso unicameral, compuesto por ciento treinta congresistas. La simultaneidad busca favorecer al presidente con el voto de arrastre. Sin embargo, en los últimos periodos los presidentes fueron electos en segunda vuelta al no haber alcanzado mayoría absoluta en la primera. Como consecuencia de ello, se configuraron desde 2001, gobiernos sin mayoría.
En la relación con el Congreso, el Perú incorporó instituciones de los regímenes parlamentarios desde su primera constitución. A la refrendación ministerial para todos los actos del presidente, la interpelación y la censura ministerial –con la consecuencia del apartamiento del cargo del ministro censurado previstos–, se sumaron la cuestión de confianza, la disolución del Congreso y la estación de preguntas. El Congreso ha ejercido el control político y si bien no participa formalmente en la designación de los ministros, lo hace en su sustitución, a través de la no aprobación de la cuestión de confianza o de la censura de los ministros de Estado.
A partir de la experiencia de los presidencialismos con mayoría en el Congreso, Henry Pease, afirmaba que las constituciones de 1933, 1979 y 1993 habían fortalecido los poderes del presidente de la república en desmedro del Congreso, al punto de considerar que pareciera tratarse de un rey al que se elegía cada cinco años. En la misma línea Enrique Bernales, en sus comentarios a la Constitución de 1993, sostuvo que la misma había exagerado en la figura del presidente de la república, quebrando el equilibrio de poderes, configurándose como un cesarismo presidencial, también conocido por la doctrina como dictadura constitucional con hipertrofia de los poderes del presidente. Se señaló que el Congreso había perdido atribuciones legislativas y de control, pues numerosas decisiones presidenciales serán ejercidas autónoma y discrecionalmente por él.
En realidad, como precisa Francisco Eguiguren en su reciente libro Las relaciones entre el gobierno y el Congreso en el régimen político peruano, el presidencialismo parlamentarizado puede tener un funcionamiento muy distinto en función de la mayoría que logre formar. Así, serán más notorios los elementos del presidencialismo cuando el presidente logre armar una mayoría; al contrario, si no lo logra, son los elementos parlamentarios del régimen constitucional los que serán más visibles. En efecto, las coaliciones parlamentarias que lograron los tres gobiernos que se sucedieron entre 2001 y 2016 impidieron que se forme una oposición que afectara la estabilidad del gobierno. Los presidentes tuvieron que enfrentar coaliciones débiles, pero, sobre todo, salvo en el periodo 2006-2011, los grupos parlamentarios del gobierno se redujeron debido al transfuguismo.
Estudios sobre el presidencialismo como el de Héctor Fix‐Fierro y Pedro Salazar‐Ugarte, en The Oxford Handbook of Comparative Constitutional Law, así como el de García Roca en Control Parlamentario y convergencia entre Presidencialismo y Parlamentarismo, han planteado la parlamentarización del presidencialismo como un mecanismo que permita mayor estabilidad política, así como un remedio para frenar el hiperpresidencialismo. La parlamentarización del presidencialismo en el Perú no ha contribuido a la gobernabilidad democrática como lo señala Domingo García Belaunde en el capítulo sobre el Perú del libro ¿Cómo hacer que funcione el sistema presidencial? Coincidiendo con esa apreciación, la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política planteó medidas para atenuar el presidencialismo parlamentarizado pues la mayor cantidad de mecanismos de control parlamentario no ha conducido a mayor estabilidad.
Como puede observarse en la tabla 1, el Congreso ha ejercido un activo control político. Algunas mociones de interpelación no prosperaron, pero se sustituyeron por invitaciones a los ministros a informar. En otros casos, la presentación de mociones de interpelación y censura gatillaron las renuncias de los ministros cuestionados. Las comisiones investigadoras también fueron mecanismos de control al gobierno, aunque no de manera exclusiva, pero con mayor o menor éxito involucraron al presidente de turno en alguna de sus investigaciones; algunos de ellos comparecieron.
Mecanismo de control |
2001-2006 |
2006-2011 |
2011-2016 |
2016-2021 |
Interpelaciones realizadas |
8 |
10 |
20 |
8 |
Censuras Ministeriales aprobadas |
1 |
- |
1 |
1 |
Cuestiones de confianza denegadas |
- |
- |
- |
4 |
Comisiones Investigadoras |
12 |
15 |
9 |
20 |
Mociones de vacancia por permanente incapacidad moral |
1 |
1 |
- |
4 |
Disolución del Congreso |
- |
- |
- |
1 |
Las relaciones de control y colaboración han dependido en mayor medida de los actores políticos. Otras variables han sido determinantes como la existencia de un partido político que respalde al presidente, en la línea de lo señalado en la investigación Presidential Instability in Latin America: Why Institutionalized Parties Matter de Christopher Martínez, el tamaño del grupo parlamentario y su disciplina, así como el éxito del presidente en lograr una coalición en el Congreso. Nada de ello concurrió en el último quinquenio. El conflicto entre ejecutivo y legislativo escaló a través de las instituciones constitucionales, llegando a los extremos de la disolución del Congreso y la vacancia del presidente. Por este motivo han planteado reformas con la finalidad de restablecer el equilibro entre poderes a optimizando la gobernabilidad democrática.
La Constitución de 1993 mantuvo la obligación del presidente del consejo de ministros de asistir al Congreso a exponer y debatir la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión, pero a diferencia de la constitución de 1979, estableció la obligación del presidente del consejo de ministros de solicitar una cuestión de confianza. Algunos han visto similitud con el voto de investidura, incluso así describe el reglamento del Congreso. Sin embargo, la presencia del gabinete para pedir el voto de confianza es un mandato constitucional que se desarrolla cuando ya hay un ejecutivo constituido y un gabinete en funciones; por lo que no es propiamente un voto de investidura, pero una condición para mantenerse en el cargo. El voto de confianza no requiere mayoría absoluta ni compromete al Congreso a brindar un apoyo legislativo a los proyectos de ley que se anuncien ni a aprobar el presupuesto que financie las políticas gubernamentales anunciadas. Todas requieren de un trámite, debate y votación individual. El rechazo, como el ocurrido en el año 2020, agudiza una crisis entre poderes de Estado. En gobiernos sin mayoría o con una coalición adversa, el voto así planteado constituye un veto en manos del Congreso, el mismo que tiene la facultad de ejercer el voto de censura con los mismos objetivos. En gobiernos con mayoría o ejecutivos fuertes no es un elemento de equilibrio entre poderes. Por ello se ha planteado su eliminación. El ejecutivo puede presentar voluntariamente cuestiones de confianza en cualquier momento.
Los poderes legislativos del presidente en el Perú tienen un importante límite: el poder de veto del presidente es muy débil pues el Congreso requiere de mayoría absoluta para aprobar leyes por insistencia. No ha sido difícil para los Congresos fragmentados desde 2001 aprobar leyes por insistencia. Como reflejo del conflicto entre poderes, en el último periodo del Congreso complementario, elegido por catorce meses, se aprobaron cien leyes por insistencia. En algunos casos las observaciones del ejecutivo invocaron argumentos constitucionales que no fueron considerados. Las leyes están vigentes, pero al menos seis fueron cuestionadas en demandas de inconstitucionalidad; tres fueron declaradas fundadas por el Tribunal Constitucional.
Período |
Número de leyes aprobadas por insitencia |
2001-2006 |
96 |
2006-2011 |
43 |
2011-2016 |
17 |
2016-2021 |
139 |
En el proceso deliberativo el ejecutivo puede participar y exponer sus observaciones antes de la aprobación. La falta de acuerdo para legislar también afecta la gobernabilidad democrática. También hubo gestos de colaboración pues el ejecutivo solicitó facultades para legislar y le fue otorgada en todos los periodos citados. También se dictaron decretos de urgencia.
Período |
Decretos de Urgencia |
Decretos Legislativos |
2001-2006 |
304 |
41 |
2006-2011 |
382 |
134 |
2011-2016 |
53 |
131 |
2016-2021 |
187 |
213 |
En el diseño institucional, el sistema de gobierno otorga al presidente la atribución de disolver el Congreso si este ha censurado o negado la confianza a dos gabinetes. Solo se ha invocado en una ocasión, en el 2020. Aun cuando existen cuestionamientos, el tribunal constitucional avaló por mayoría la disolución. De otro lado, el Congreso puede vacar al presidente por la causal de permanente incapacidad moral. Aunque algunos señalan que se trata de una incapacidad mental, se ha interpretado como conducta reñida con el ejercicio del cargo de presidente. En los hechos, la vacancia de Fujimori (2000), la que libró Pedro Pablo Kuczynski (2018) y la de Vizcarra (2020), se fundaron en la calificación de la conducta de los ex presidentes y se aplicaron como una censura al presidente. Siendo muy diferente el caso de Fujimori, concurren en los otros dos casos la debilidad de los presidentes, sin partido que los respalde, sin mayoría parlamentaria, con una bancada muy reducida y el en caso de Vizcarra sin ella.
Se advierte que, con una coalición contraria al presidente, puede emplearse como un mecanismo de control que ponga término al mandato presidencial. Ante ello, el ejecutivo puede presentar cuestiones de confianza que, al ser denegadas le habiliten la disolución del Congreso convocando a elecciones parlamentarias. Al haberse empleado estas dos instituciones constitucionales se presenta una situación de tablas, aunque más bien puede acelerar el uso de estas figuras extraordinarias para preservar el poder, comprometiendo la estabilidad política. Por este motivo, el informe de la comisión de reforma política planteó que se elimine la causal de vacancia estableciendo, de manera acotada, los casos por los que el presidente puede ser acusado durante su mandato. Asimismo, delimitar los casos en los que el ejecutivo puede hacer cuestión de confianza y poner candados a la disolución del Congreso, estableciendo que solo puede hacerse uso de la atribución una sola vez durante el mandato. Por ahora, la percepción ciudadana viene cambiando pues en una reciente encuesta de DATUM publicada en el diario Perú 21, el Congreso aparece como la institución con más poder en el Perú.
Milagros Campos Ramos
Entre 2009 y 2013 el presidente ecuatoriano Rafael Correa gobernó con una bancada de 59 legisladores de los 63 necesarios para alcanzar la mayoría parlamentaria de la asamblea unicameral del país. Entre 2013 y 2017, el mismo presidente fue el primero desde el retorno a la democracia del país en 1979 en gobernar con una mayoría de su partido en el parlamento con 100 de los 137 escaños disponibles. Estos dos períodos de gobierno son excepcionales en la historia democrática más reciente del Ecuador en donde un sistema de partidos políticos volátil y fragmentado se ha caracterizado por producir gobiernos que, en el mejor de los casos, contaron con el grupo más numeroso de parlamentarios sin llegar a la mayoría, como por ejemplo los gobiernos de Jaime Roldós que en 1979 contó temporalmente con una bancada de gobierno de 29 de 69 congresistas y el de Rodrigo Borja en 1988 que contó con 32 de 71 diputados durante la primera mitad de su gobierno y con 14 de 72 en la segunda mitad. Por esta razón, salvo por esos 8 años, en todos los demás casos, el ejecutivo dependió de coaliciones, en la mayoría de los casos postelectorales, poco duraderas y móviles para poder llevar adelante su agenda legislativa. Al decir móviles nos referimos al hecho de que estas coaliciones no solo que cambian de integrantes, sino también de su postura frente a las iniciativas del gobierno de turno.
En el último período democrático del Ecuador, entre 1979 y 2021, tres distintas constituciones han modificado los poderes del ejecutivo y del legislativo intentando mejorar la estabilidad del presidencialismo ecuatoriano en el que entre 1996 y 2006 tres presidentes electos no pudieron terminar su mandato por graves crisis políticas. En todos los casos, los poderes legislativos y no legislativos del ejecutivo se han incrementado, así como los poderes de control que el legislativo tiene sobre el ejecutivo, mientras que los poderes legislativos del parlamento se han mantenido relativamente constantes y los poderes políticos o de designación del legislativo, tras un ligero incremento entre las constituciones del 79 y del 98, se volvió prácticamente inexistente en la constitución de 2008.
Con estos antecedentes y en función de la basta literatura que ha estudiado la formación de coaliciones en los presidencialismos y su rol en la estabilidad de este tipo de sistema de gobierno, nos cuestionamos sobre qué es lo que se intercambia en las coaliciones móviles en cuatro momentos distintos de la historia democrática reciente del Ecuador: entre 1979 y 1996, entre 1997 y 2006, siguiendo la periodización de Mejía Acosta, Andrés, y John Polga-Hecimovich (2011), “Coalition Erosion and Presidential Instability in Ecuador”, Latin American Politics and Society 53 (2) y entre 2008 y 2017 y desde 2017 hasta 2021. Al referirnos a intercambio, no nos referimos únicamente a aquello que se traduce en acuerdos programáticos, que no han sido comunes en el caso ecuatoriano, sino también a los intercambios políticos que muchas veces reúnen características de institución informal.
Partiendo de una lógica de elección racional en la que los actores políticos buscan maximizar su permanencia en el poder, cuando nos cuestionamos sobre lo que el ejecutivo y el legislativo intercambian durante la formación de una coalición, el primer reflejo suele ser, inspirados en los sistemas parlamentarios, pensar en los acuerdos programáticos en los que, además de compromisos en términos de la política pública que el gobierno llevará a cabo, se dividen cargos, normalmente a nivel del gabinete ministerial, que garanticen el cumplimiento de esos compromisos. Esto con el objetivo de producir la política pública que mejor sirva a los electores de los partidos políticos para obtener su voto en el futuro.
Sin embargo, en los casos de coaliciones electorales, también se negocian la presentación de candidatos conjunta o la no presentación de candidatos en una u otra circunscripción electoral con la esperanza de maximizar el número de representantes electos de la coalición. En este tipo de acuerdos no es necesaria la existencia de un compromiso programático y lo que busca es compartir electorado de modo que los partidos pertenecientes a la coalición maximicen su posibilidad de alcanzar los cargos públicos en juego en una elección determinada.
Un tercer escenario, que es en cuya discusión nos centraremos en este artículo, es el de los intercambios informales que ocurren en esta relación entre ejecutivo y legislativo. Al provenir ambos de la votación popular, podemos asumir que una de las principales preocupaciones de estos actores políticos, si es que pretenden mantener sus carreras políticas, sea a través de la reelección o de la postulación a otros cargos de elección popular en el futuro, es el poder reclamar crédito sobre bienes o servicios públicos que beneficien a la población de su circunscripción electoral. En este caso es posible ver el conflicto de intereses que puede surgir entre el ejecutivo, que por su naturaleza de administrador principal de los recursos públicos tiene mucha mayor posibilidad de reclamar crédito que los parlamentarios quienes, normalmente, no administran directamente recursos públicos y cuya acción es colectiva al ser un cuerpo colegiado. Otra fuente de conflicto es el que el ejecutivo, proveniente de una circunscripción nacional, priorizará la producción de política pública que beneficie a esa circunscripción, en desmedro de la política pública orientada a una circunscripción subnacional específica.
Es en este contexto que el ejecutivo, a cambio de evitar un bloqueo, además de acordar en los términos formales de la política pública que podría evidenciarse en la negociación de textos de leyes, puede orientar recursos públicos hacia los intereses específicos de política pública de los parlamentarios (lo que la literatura angloparlante denomina “pork”) o incluso desviar fondos públicos específicamente para beneficio de los parlamentarios. Otro mecanismo es también la repartición de cargos públicos, más allá de lo programático que incluso podría plasmarse en la entrega de sectores enteros de servicios públicos a un partido político o la cooptación de otros órganos de control o jurisdiccionales del Estado para negociarlos con los posibles miembros de la coalición móvil.
Otro camino posible es el chantaje que el ejecutivo puede realizar sobre los legisladores quienes normalmente gozan de un grado de inmunidad considerable en la arena formal. Este chantaje entonces podría concretarse en la arena informal a través de exagerados controles administrativos, utilizando así mecanismos legales para intimidar a parlamentarios, o a través de una amenaza sobre el futuro político del parlamentario si el ejecutivo cuenta con los poderes partidarios que le permitan aislar a legisladores en elecciones futuras.
Nuestro argumento es que es a través de estos dos mecanismos informales: (1) el de la transferencia de recursos públicos sea a través de obras particularistas sobre la que los legisladores pueden reclamar crédito o sea a tevés de desvío directo a favor de los parlamentarios, y (2) el del chantaje sobre los miembros del Congreso, que el ejecutivo ecuatoriano también ha alcanzado las coaliciones necesarias para llevar adelante su agenda de gobierno. En la siguiente sección describimos la evolución de los poderes formales del ejecutivo y del legislativo en el período estudiado con la finalidad de comprender la evolución de los intercambios posibles entre estos dos poderes del Estado ecuatoriano.
Para ilustrar la evolución de los poderes del ejecutivo y del legislativo, nos basamos en la medición de poderes constitucionales de los presidentes electos directamente de Shugart, Matthew Soberg, y John M. Carey (1992), Presidents and Assemblies: constitutional design and electoral dynamics, Cambridge: Cambridge University Press, y en la medición del poder del legislativo ecuatoriano de Huertas-Hernández, Sergio Alfonso (2018), “¿Qué tan fuerte es el legislativo en Ecuador?: Un estudio de sus poderes constitucionales desde el retorno a la democracia”, Políticas Públicas 11 (2): 40-57. Al normalizar las dos medidas en el período estudiado observamos los resultados presentados en los gráficos 1 y 2. Como se puede apreciar en los gráficos, los poderes legislativos del presidente de la república se han incrementado desde el retorno a la democracia y sus poderes no legislativos, aunque se han reducido entre las constituciones de 1998 y de 2008, son mayores que los que tuvo en 1979. Por otra parte, si bien la capacidad legislativa del parlamento se ha mantenido más o menos constante, su poder de control ha aumentado.
Esta constatación es consistente con la idea de que, para evitar los bloqueos producidos por presidentes sin partido de mayoría en el parlamento, se le ha otorgado mayores poderes al ejecutivo, pero al mismo tiempo se ha aumentado la capacidad de control del legislativo. Al mismo tiempo, como podemos observar en el gráfico 3, la capacidad de designación de autoridades de control como el contralor, procurador, fiscal, autoridad de derechos humanos, miembros del órgano electoral o magistrados de la más alta corte del país, se ha reducido tanto en el ejecutivo cómo en el legislativo.
Con esta descripción de la evolución de las capacidades formales del ejecutivo y legislativo ecuatorianos, podemos observar como las distintas reformas políticas en el Ecuador han asumido, o por lo menos han previsto, la posibilidad de que no exista un presidente con mayoría parlamentaria, por lo que le han dotado de mayores poderes legislativos de modo que pueda garantizar, al menos en lo más crucial como la materia económica (El ejecutivo ecuatoriano a partir de 2008 tiene iniciativa exclusiva en materia tributaria, puede presentar leyes urgentes que deben ser tratadas prioritariamente por la Asamblea Nacional en 30 días y el legislativo no puede modificar la proforma presupuestaria presentada por el ejecutivo), el avance de su agenda. Como contrapeso, al legislativo se le ha dotado de mayor capacidad de control, por ejemplo, a través de la creación de una comisión permanente de fiscalización o la capacidad de censurar y destituir miembros del gabinete. Al mismo tiempo y para evitar la injerencia de estas funciones por fuera de sus atribuciones se ha restringido completamente su capacidad de designación de cargos de control cruciales en la estructura del Estado como los de los miembros de las altas cortes, autoridades de la Contraloría, Procuraduría, Fiscalía y Defensoría del Pueblo, así como del organismo electoral.
Esta configuración deja muy poco margen de intercambio entre ejecutivo y legislativo para la formación de coaliciones por fuera de un acuerdo programático, que quizá ha sido la intención de este diseño institucional; sin embargo, en un sistema de partidos políticos poco institucionalizado y altamente fragmentado, los acuerdos programáticos son difíciles de alcanzar, por lo que la negociación e intercambios necesarios para alcanzar las coaliciones que permitan avanzar en la agenda política del ejecutivo se han realizado en la arena informal. Este es justamente el pinto que abordamos a continuación.
El trabajo de Mejía Acosta y Polga-Hecimovich de 2011 es particularmente ilustrativo sobre el funcionamiento de las coaliciones en el Ecuador entre 1979 y 2006. Estos autores muestran cómo existieron dos dinámicas distintas en este período en las que la formación de coaliciones se sostuvo a partir de los intercambios.
La primera dinámica que los autores denominan coaliciones fantasmas se da entre 1979 y 1996 en donde el ejecutivo cuenta con una amplia gama de monedas de intercambio para alcanzar los coaliciones políticas ad hoc para avanzar con sus iniciativas legislativas. Esta gama de intercambio incluye un mecanismo por el que el presidente podía disponer de fondos reservados para materia de seguridad en favor de proyectos particularistas de los legisladores (pork), así como la designación de puestos en cargos diplomáticos, servicios públicos, etc. Adicionalmente, en ese período se podía disponer de partidas presupuestarias para que los legisladores ejecuten obras de interés para su jurisdicción sobre las que podían reclamar el crédito directamente.
La segunda dinámica tiene lugar a partir de reformas políticas en 1996 que culminaron en la redacción de la constitución de 1998 hasta 2006, en las que las gamas de posibles monedas de cambio se reducen, se incrementan los poderes legislativos del ejecutivo y de control del legislativo y se les permite pensar en acuerdos de mayor horizonte temporal al permitir la reelección. Este nuevo escenario volvió mucho más volátil la formación de coaliciones, de hecho, los autores citados constatan que el promedio de duración de las coaliciones entre estos dos períodos se redujo de 12 meses en el primer momento a 3,32 meses en el segundo momento. El conflicto entre ejecutivo y legislativo, agravado por crisis económicas, condujo a la caída de tres presidentes electos entre 1996 y 2005.
Como podemos observar, en estos dos períodos primó el primer elemento informal que hemos identificado, el de la transferencia de recursos públicos para que el legislativo pueda reclamar también crédito por obras. Reducida esta capacidad a partir de 1996 y aún más después de 1998, la capacidad de formar coaliciones disminuye y la inestabilidad por bloqueo aumenta.
El período de transición entre 2006 y 2008 estuvo caracterizado por la ausencia absoluta de una bancada de gobierno ya que, como muestra de rechazo a la dinámica de repartición entre ejecutivo y legislativo el presidente Rafael Correa, electo en 2007 no presentó candidatos al parlamento. Tras una consulta popular y la destitución de 57 legisladores que se oponían a ella por parte del órgano electoral, se dio paso a la redacción de la constitución de 2008.
Este nuevo diseño institucional seguía la tendencia de otorgar más poder legislativo al ejecutivo y más poder de control al legislativo con pocas monedas de cambio formales que permitan coaliciones más estables en concordancia con la postura del entonces presidente que se había mostrado contrario a ese tipo de negociaciones de lo que llamaría la partidocracia. En los 8 años posteriores a la entrada en vigor de la nueva constitución, este diseño no mostraría mayores inconvenientes dado que el ejecutivo gozaría de una cuasi mayoría en los primeros 4 años y de una amplia mayoría en el último período cuadrienal de su gobierno. Si a esto le sumamos el considerable poder partidario que el presidente ostentaba, es claro que en este momento la preocupación sobre formación de coaliciones migró más bien hacia la de disciplina partidaria. A este respecto existieron varios mecanismos informales (como el denominado hexágono) que garantizaron el alineamiento de los legisladores para mantener la mayoría, pese a las considerables diferencias de las facciones que conformaban el partido de gobierno.
Un efecto no esperado del nuevo diseño institucional que pretendía impedir que se utilice la designación de cargos de control como moneda de cambio en la relación ejecutivo legislativo, es decir, despolitizar los órganos de control, electoral y jurisdiccionales, fue justamente que al retirarlos de la negociación política de estos poderes y entregarlos a una nueva Función de Transparencia y Control Social y más específicamente al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, fueron fácilmente cooptados por el ejecutivo quien aseguró la designación en cargos claves de sus cercanos colaboradores como se atestigua en los casos de jueces de la Corte Constitucional, miembros del Consejo Nacional de la Judicatura, entre otros. Con este poder partidario que podía condicionar las candidaturas de los miembros de los miembros del legislativo y además un amplio control sobre los órganos administrativos e incluso jurisdiccionales, el uso del segundo elemento informal que hemos identificado, el de un chantaje tácito del ejecutivo sobre el legislativo, primó en este período.
Finalmente, a partir de 2017, nos enfrentamos nuevamente a un escenario en el que el presidente no tiene mayoría en el parlamento y en el que ejecutivo y legislativo no cuentan con moneda de cambio formal para formar coaliciones por lo que los acuerdos se realizan a través de intercambios informales que, incluso durante la crisis sanitaria por la COVID-19 desataron acusaciones sobre cómo para lograr apoyos en el parlamento, el gobierno del presidente Lenín Moreno habría entregado el control de una importante parte del sistema de salud pública a un partido político. El actual presidente Guillermo Lasso, se enfrenta a profundas dificultades para avanzar en su agenda legislativa al contar con menos del 10% de escaños en el parlamento y haber roto su coalición electoral incluso antes de ser posesionado.
Si bien, el diseño institucional de 2008, entre los poderes que le otorga al ejecutivo para presionar al legislativo está la posibilidad de su disolución, esto implica también nuevas elecciones para el presidente. Esta provisión constitucional representa una suerte de formalización de los mecanismos para reemplazar gobiernos bloqueados en su relación con el legislativo, y así evitar las crisis institucionales de 1996 y 2006 que condujeron a las salidas anticipadas de los presidentes, pero no resuelve los problemas producto de esta falta de espacio para el intercambio formal y para la formación de coaliciones más estables en el presidencialismo ecuatoriano.
Si bien estamos conscientes que en este artículo se ha omitido completamente la discusión sobre el sistema de partidos políticos del Ecuador, fundamental a la hora de evaluar cualquier presidencialismo, coaliciones o estabilidad, se lo ha hecho expresamente para centrarnos en el análisis de la informalización de los mecanismos que le permiten al ejecutivo alcanzar el apoyo parlamentario necesario para el desempeño de sus funciones y de cómo los mecanismos formales que han pretendido resolver los posibles bloqueos (estos sí producto del sistema de partidos) podrían estar exacerbando el conflicto.
Merece nuestra atención el cómo la intención de despolitizar la selección de autoridades de control a través de organismos que no cuentan con la legitimidad del voto popular ha hecho que su legitimidad pueda estar en duda y también se presta para una posible captación por el ejecutivo o el legislativo, una vez más, a través de mecanismos informales que por su naturaleza no permite la fiscalización de la opinión pública. El conflicto original que llevó a la necesidad de buscar una nueva forma de designación podría quizá resolverse con la instalación de una segunda cámara parlamentaria con funciones acotadas a la designación de autoridades, un rol compartido sobre la fiscalización de las mismas junto con la cámara existente y la revisión de cuerpos legales. Con circunscripciones territoriales diferenciadas, la creación de esta cámara también podría contribuir al reclamo de crédito sobre el aporte que los legisladores hacen a su electorado. Evidentemente, esta modificación en el diseño institucional podría también contribuir a nuevos bloqueos si es que no se trabaja en una profunda modificación y fortalecimiento del sistema de partidos. En países con sistemas de partidos más consolidados, el bicameralismo ha contribuido a poner frenos a un presidencialismo exacerbado, pero también ha provisto de mayores espacios para el intercambio y la formación de coaliciones estables en la arena de lo formal reduciendo así tanto la repartición de cargos o transferencia de recursos por fuera del escrutinio público, así como la posibilidad de chantaje del ejecutivo.
El interés de sacar a la luz la informalización de la formación de coaliciones responde a la necesidad de sincerar un sistema en el que es necesario que los distintos actores políticos lleguen a acuerdos y que, al mismo tiempo, mientras más transparentes sean las monedas de cambio, mayor responsabilidad y posibilidad de fiscalización existirá. Como corolario, mientras más informales sean los intercambios (necesarios, permanentes e inevitables) menor capacidad de fiscalización existirá y mayor inestabilidad.
Más allá del deber ser y la aspiración de que los políticos tengan una actitud monástica y altruista al servir al país, nos vale presumir que son actores con intereses que pueden alinearse en beneficio del bien público, en la medida en que puedan generar carreras políticas, tengan mecanismos para reclamar el crédito por sus logros y sus intercambios sea más transparentes.
Pablo Medina Pérez
É frequente no debate público atribuir as alianças entre presidente e partidos políticos com o “toma lá, dá cá”, atrelando-a à corrupção, ensejando certa desqualificação a ação de atores políticos para viabilizar a coordenação de distintos grupos na arena decisória. Seria inocente defender que os atores são estritamente racionais e executam ações fora do campo legalidade. Alguns países da América Latina já foram palco de investigações que apontaram o envolvimento de parlamentares e governos em negociações ilícitas. Entretanto, é um equívoco apontar que o sistema de governo e a forma de organização dos atores políticos na relação Executivo-Legislativo enseje esse tipo de ação. Até porque, como veremos adiante, as instituições têm capacidade de criar mecanismos de cooperação entre atores.
Enquanto isso, no debate acadêmico, o estabelecimento do arranjo presidencialista na América Latina pós-redemocratização foi visto de início com desconfiança, pois, a principal expectativa era a perpetuação do ciclo de instabilidade. A experiência dos últimos 40 anos mostra que, apesar de alguns escorregões, o sistema se mantém e tem se sustentado na cooperação entre governo e partidos, que através do estabelecimento de acordos interpartidários e o compartilhamento de recursos, cooperam para alcançar metas estabelecidas em conjunto visando a manutenção da governabilidade. A coalizão é uma antiga conhecida do parlamentarismo que foi absorvida com sucesso nas recém estabelecidas democracias da América Latina.
A partir disso, o propósito desse texto é recordar parte do ciclo de discussões sobre formação e manutenção de coalizões em sistemas presidencialistas, apontando para futuras perspectivas na Ciência Política.
Na academia dos anos 90 fervilhavam críticas e incertezas sobre a adoção do arranjo presidencialista nos recém-restaurados governos democráticos na América Latina. Seu principal interlocutor era Juan Linz, segundo o qual, o presidencialismo estaria fadado ao fracasso, devido ao alto risco de instabilidade democrática que o sistema seria capaz de gerar. Com efeito, o seu desenho institucional não incentivaria a cooperação entre os atores políticos, causado, em grande medida, pela rigidez do mandato presidencial e a independência do Executivo em relação ao parlamento. Ao contrário do regime parlamentarista, no qual, um primeiro-ministro sem apoio do parlamento pode incorrer em destituição, no sistema presidencialista, o mandato fixo impede a saída antecipada do chefe do Executivo, exceto se por renúncia, morte ou impeachment. Além disso, a eleição em separado do presidente e do Congresso gera mais autonomia ao primeiro em relação ao segundo, o que é potencializado com a previsão de poderes presidenciais que não eram previstos aos primeiros-ministros. Como resultado, se esperava que presidentes com governos minoritários não teriam incentivos para colaborar com o Congresso e vice-versa, levando à paralisia na arena decisória.
Posteriormente, institucionalistas como Scott Mainwaring, relativizaram essas críticas, ao alegar que o problema não estaria no regime em si, mas na organização do sistema de partidos. Com efeito, a fragmentação do sistema de partidos é o que dificulta a constituição de uma maioria no Legislativo via eleições pelo presidente eleito, que no caso de um governo minoritário, inviabilizaria a governabilidade, causando uma crise institucional.
Contudo, os críticos não consideravam que era possível haver governabilidade em sistemas presidencialistas multipartidários por meio de um conhecido instrumento dos regimes parlamentaristas: a formação de coalizões. A coalizão é a reunião de dois ou mais partidos em torno de um gabinete presidencial, com o objetivo de gerenciar a máquina estatal. O governo que adota este modo de administrar é chamado de governo de coalizão. É por conta dessa maneira de se organizar que depois de 40 anos de transição os regimes democráticos da América Latina ainda se sustentam.
Na Ciência Política há uma larga tradição nos estudos sobre governos de coalizão em sistemas presidencialistas. Em “Presidencialismo de Coalizão: conceito e aplicação”, Couto, Soares e Livramento (RBCP, 2021) fazem uma discussão sobre a aplicação do conceito e apresentam as gerações de estudos sobre a temática dentro da área.
Mas, afinal, o que leva partidos políticos a cooperarem com o presidente? No presidencialismo, a coalizão se forma em torno do presidente, de sua administração, ao contrário do parlamentarismo, no qual, a coalizão é constituída pelo partido com maior número de cadeiras no legislativo. Com efeito, o presidente é quem detém a nomeação de cargos, coordena as diretrizes das políticas que serão adotadas pelos ministros e empresta o prestígio do principal cargo político do país. É por essa razão que, em oposição à tese da ausência de incentivos de cooperação em regimes presidencialistas, ampla literatura tem reafirmado o argumento de Wolfgang C. Müller e Kaare Strøm de que presidentes possuem, ao menos, três mecanismos para incentivar a colaboração de outros partidos em torno de uma coalizão, são eles: a indicação de cargos na administração pública, a influência na elaboração de políticas públicas e o benefício eleitoral por ter participado do governo.
Contudo, recorrentemente, parte dos estudos ignora a configuração bicameral em sistemas presidencialistas e seu impacto na formação de coalizões. Frequentemente, estuda-se os acordos de cooperação com enfoque apenas na câmara baixa, desconsiderando a câmara alta, que divide poderes, atribuições e influência comparáveis com a primeira – ou seja, em um desenho institucional como esse é indispensável considerar a coalizão nas duas casas legislativas. Estudos mais recentes têm ressaltado essa questão, como os produzidos por Adrián Albala. Em “Bicameralism and Coalition Cabinets in Presidential Polities” (BJPIR, 2017), ele aponta que coalizões que detém maioria nas duas casas sobrevivem por mais tempo em relação àquelas que mantém coalizão em apenas uma casa – geralmente na câmara baixa. Portanto, no presidencialismo as câmaras altas são veto players importantes que têm influência sobre a formação de coalizões.
A demonização das alianças políticas no debate público, em decorrência de escândalos de corrupção, pode elevar os custos da formação de coalizões. Em “Crafting Legislative Ghost Coalitions in Ecuador” (Informal Institutions and Democracy, 2006), André Mejía Acosta discute acordos de coalizão firmados informalmente, dada a impossibilidade de fazê-los de outra forma. Reformas impopulares e a negação de acordos políticos pela opinião pública, pode fazer com que legisladores não queiram estar publicamente atrelados ao Executivo. No entanto, ainda assim, o Executivo é capaz de viabilizar sua agenda no Congresso. Como isso é possível?
Utilizando o caso do Equador, Acosta argumenta que, apesar de parlamentares e governo afirmarem publicamente que não formaram uma coalizão, o Legislativo continuava aprovando a agenda do presidente no Congresso. Em troca, o governo concede aos líderes partidários indicação de cargos na administração pública, influência na formulação de políticas e na execução orçamentária, exatamente nos termos de uma coalizão de governo, mas sem que ela fosse publicizada pelas partes. A esse tipo de coalizão foi dado o nome de “ghost coalition”, que na tradução livre chamaremos de coalizão clandestina.
No Brasil, a campanha eleitoral de 2018 do presidente Bolsonaro foi marcada pela negação da política. O então candidato se apresentava como anti-establishment, apesar de ter sido deputado federal nos últimos 30 anos. No início do governo, Bolsonaro anunciou que seu gabinete seria composto apenas por ministros técnicos. Apesar da presença de alguns ministros com cargo eletivo, como o da Saúde e a da Agricultura, ambos do DEM, o partido não formou uma coalizão com o governo, logo, ambos foram indicados de forma independente pelo presidente. Com o advento da pandemia da Covid-19 e a inação do governo, ascendeu-se um alerta sobre o risco de impeachment do presidente, dada a insatisfação com a condução da pandemia. Para se blindar de tal risco, Bolsonaro passou a articular o apoio de partidos do bloco intitulado “Centrão” (PP, PL, Republicanos, PTB e PSD). Em meados de 2020, o governo recriou um ministério –o das Comunicações– e indicou um deputado do PSD. Apesar disso, o presidente do PSD e Bolsonaro negavam que havia uma aliança entre os partidos. No entanto, a partir desse momento, a possibilidade de abertura do processo de impeachment começa a ficar mais remota no Congresso Nacional. Somente a partir de 2021, Bolsonaro e outros partidos do Centrão falavam publicamente sobre as alianças firmadas com partidos do legislativa. Portanto, tendo em vista a rejeição da opinião pública desde o escândalo do Mensalão e a vinculação do presidente com um discurso antipolítica, é possível que em certo momento (2020-2021) o governo tenha formado uma coalizão clandestina? Essa é uma questão ainda a ser desenvolvida pela área, mas ela mostra que mesmo em cenários adversos, a coalizão se faz necessária para a sobrevivência de governos, mesmo que os atores tenham que constituí-la informalmente.
Mais recentemente, há uma profícua literatura que avança na investigação sobre a formação de coalizões ainda na arena eleitoral. Dada a fragmentação partidária e a necessidade de presidenciáveis em buscar apoio à candidatura, em “Why Pre-Electoral Coalitions in Presidential Systems” (BJPS, 2017), Marisa Kellam argumenta que mesmo sem os incentivos imediatos que um presidente eleito dispõe, os partidos se aglutinam em torno do lançamento de candidaturas ao cargo, à essa coordenação dá-se o nome de coalizão pré-eleitoral. Mas, por que, mesmo sem a garantia de cargos, influência em políticas ou mesmo do resultado eleitoral, os partidos aceitam formar coalizões pré-eleitorais? Borges e Turgeon em “Presidential coattails in coalition presidentialism” (Party Politics, 2019) demonstram que o presidenciável e os partidos aliados se beneficiam mutuamente dos ganhos eleitorais, principalmente, quando as eleições do Executivo e do Legislativo ocorrem simultaneamente. Na prática, candidatos nacionais dividem o palanque com candidatos locais e vice-versa. Há uma cadeia de benefícios mútuos que são garantidos pela coordenação entre partidos.
Como consequência, os vencedores presidenciais tendem a ser fiéis aos seus aliados eleitorais. Em “Electoral incentives to coalition formation in multiparty presidential system”, Borges, Turgeon e Albala (Party Politics, 2020) confirmam essa tese no caso concreto e acrescentam que alianças constituídas ainda na arena eleitoral aumentam as chances de uma coalizão de governo majoritária, levando à maior estabilidade do sistema como resultado da governabilidade. Com efeito, as coalizões pré-eleitorais têm sido a regra e não a exceção nos regimes presidencialistas da América Latina.
Nessa toada, há ainda um elemento pouco explorado, que é o papel do vice-presidente na formação e manutenção da coalizão em sistemas presidencialistas. No parágrafo anterior, foi pontuado que a formação da coalizão não se dá somente na arena de governo, mas também, e principalmente, na arena eleitoral, visto que os partidos buscam alianças para fortalecer a candidatura e alcançar chances reais de sucesso. Nesse sentido, a indicação de quem concorrerá pela vice-presidência na chapa presidencial ainda é pouco aventada pela academia. Nas negociações de aliança eleitoral, o cargo de vice-presidente é o único que é absolutamente garantido em um eventual governo, visto que, sendo eleito, o seu ocupante não pode ser demitido, exceto em caso de impeachment, renúncia ou falecimento. Essa situação é contrária à dos ministros e outros cargos de livre nomeação do presidente, que são passíveis de demissão a qualquer momento.
Tendo isso em vista, presidenciáveis têm utilizado a nomeação do parceiro de corrida como instrumento de barganha com futuros aliados. Com efeito, o candidato à presidência deixa de indicar alguém do seu partido, concedendo a vaga para um candidato de partido aliado, como forma de selar a aliança. Em um cenário de incerteza, como é a eleição, o posto de vice-presidente é tão certo como o de presidente, basta vencer o pleito. Logo, a nomeação do candidato à vice-presidência é um recurso que o formador da coalizão pré-eleitoral tem à sua disposição para negociar uma cooperação com outros partidos em prol de sua candidatura.
Em “La Vicepresidencia y las coaliciones políticas: el caso de Argentina”, Mario Daniel Serrafero defende que além da formação da coalizão, o vice-presidente também pode ser um fiador da manutenção da mesma na arena de governo. Isto é, o vice-presidente é o elo da aliança entre o presidente e seu partido, o que é ainda mais relevante quando a constituição concede simultaneamente ao vice-presidente um papel titular do Executivo e a presidência da Câmara Alta. Como resultado, ele não só participa do processo de formulação de políticas, como também atua na mediação entre Executivo e Legislativo, esse é o caso de Argentina, Bolívia e Uruguai. É certo que, para o sucesso ou insucesso essa posição é ímpar, visto que em um cenário de confrontação entre presidente e vice, a coalizão pode não se sustentar, como aconteceu no primeiro mandato de Cristina Kirchner na Argentina, quando seu vice, Julio Cobos, decidiu de maneira oposta ao Executivo no Senado. Apesar dos casos pontuais de insucesso, o vice-presidente é um elo importante na formação e sobrevivência de coalizões, o que merece um olhar mais atento da literatura.
Ao contrário do que atestava a literatura dos anos 90, o presidencialismo tem mecanismos para gerar a cooperação entre presidente e Legislativo, por meio da formação de coalizões, tal como no parlamentarismo. A história tem mostrado que as coalizões sobrevivem e auxiliam na estabilidade do sistema político. Essa manutenção é fruto das maiorias constituídas não somente na câmara baixa, como também na câmara alta, já que o bicameralismo é uma instituição forte nos regimes presidencialistas. Além disso, a duração das coalizões é afetada positivamente pela antecedência da sua formação. Ao contrário do regime parlamentarista, no sistema presidencialista, as coalizões são compostas ainda na eleição, influenciando positivamente na sua estabilidade e na composição de governos majoritários. Fora isso, o vice-presidente também é um cargo chave no estabelecimento de alianças pré e pós-eleitorais. Por fim, mesmo quando é rejeitada pela opinião pública, os atores políticos encontram formas de cooperarem, mesmo que tenham que lançar mão de acordos informais (ghost coalition). Portanto, apesar de alguns cenários de instabilidade, o presidencialismo tem encontrado formas de se adaptar ao contexto latino-americano, tendo como um dos principais mecanismos estabilizadores a cooperação de presidente e partidos políticos na forma de coalizões de governo.
Amanda Vitoria Lopes
1 Los datos para i), ii) y iii) son de Pérez-Liñán et al. (2019), mientras que para iv) son los datos invertidos sobre limitaciones legislativas al ejecutivo (v2xlg_legcon) y limitaciones judiciales al ejecutivo (v2x_jucon) de Varieties of Democracy.
2 El primer año de un país en la figura 1 es 1980 o cuando transita a la democracia. Para Chile, por ejemplo, la primera observación corresponde a 1990.