DOI: 10.18441/ibam.22.2022.81.13-30
Aurore Ducellier
Université de Limoges, Francia
aurore.ducellier@unilim.fr
ORCID ID: https://orcid.org/0000-0001-9105-137X
“No ilegalicen la tristeza. / Es solamente amparo, no hay peligro”: estos versos sacados del “Manifiesto para la Aduana General de la República” de un famoso poeta cubano, ex preso político (Rivero Castañeda 2006, 86), sobreentienden con ironía que el lirismo puede ser considerado como una amenaza por una dictadura y puede ser censurado, aunque no represente ningún peligro. Más allá del área hispánica –que no solo incluye el franquismo en España, sino también, en América Latina, regímenes autoritarios como el venezolano de los años veinte, que encarceló a Eloy Blanco, o los del Cono Sur en los setenta–, muchos son los ejemplos de obras literarias prohibidas por la censura en contextos carcelarios represivos: desde los Relatos de Kolymá, publicados en Londres en 1978 a causa de la censura soviética (Shalámov 1997), hasta los poemas de la cárcel de Guantánamo en los años 2000 (Falkoff 2008), pasando por las obras escritas en papel cristal para cigarrillos, desde la cárcel tunecina en los setenta (Naccache 1982).
Aunque se conocen cada vez mejor las estrategias discursivas para obviar la censura bajo el régimen franquista, incluso en contextos carcelarios –gracias a investigadores como Verónica Sierra Blas, especialista de la prensa clandestina y la correspondencia carcelaria– las normas que regían la escritura literaria entre rejas no son tan claras como las que restringían las cartas. Nos preguntaremos, por tanto, en qué medida la censura limitó la creación, la circulación e incluso la publicación de las obras poéticas carcelarias, y cómo sus autores reaccionaron frente a estas limitaciones. Para intentar responder, nos interesaremos primero por el contexto jurídico y sus consecuencias en términos de represalias para la poesía clandestina, analizaremos después las estrategias literarias a las que recurrieron los poetas para evitar los castigos de la censura penitenciaria y, finalmente, nos plantearemos si la poesía constituyó un género aparte frente a la censura franquista, por su aparente inocuidad lírica o su polisemia hermética.
En las normas jurídicas que restringen el uso de la escritura en las prisiones del primer franquismo, no se contemplan el caso particular de los escritos literarios como subcategoría ni, aún menos, la poesía. Incluso los límites impuestos a la escritura en general, que se dirigían en especial a la correspondencia, quedan bastante borrosos. Verónica Sierra Blas, en Cartas presas, analiza el “claro racionamiento epistolar” bajo el primer franquismo y recuerda cómo “la regularidad de los intercambios” entre presos y familiares “dependió, en todo momento, del reglamento en vigor”, salvo en fechas señaladas como Nochebuena, Año Nuevo, Pascua, o el día de la Merced (Sierra Blas 2016, 100).
Entre 1936 y principios de 1939 en las cárceles de Franco, la correspondencia estaba limitada a una carta por semana (o semana y media), con censura previa y horario determinado para controlarla, aunque cabía la posibilidad de comprar postales en el Economato para escribir algunas líneas a la familia (Sierra Blas 2016, 104). A modo de ejemplo, conservamos una carta manuscrita autorizada, con el sello “CENSURA” de la cárcel de Alcalá de Henares, escrita y enviada por José Luis Gallego a su esposa el 11 de agosto de 1944. Curiosamente, se abre con una reflexión muy optimista destinada tanto a tranquilizar a su esposa como a desviar la atención del censor: “¿cómo has podido imaginar que estuviere malo?... ¡qué horror, querida! Si estoy más vivo y coleando que nunca...”.1
Por supuesto, la correspondencia intercarcelaria estaba prohibida y, por tanto, era clandestina. Si bien el nuevo Código penal de 1944 no trata del derecho de escribir en prisión, se restablece el Reglamento de Prisiones de 1930 que sí lo hace, y queda modificado en 1948 con normas aún más estrictas para los reclusos. Éstos, en esta última versión, eran sometidos a una forma de censura física de facto: el Artículo 197 restringe la entrada de ropa para evitar la difusión de escritos clandestinos; el Artículo 497 detalla todo lo que debe ser cacheado al entrar y salir de la prisión, a saber, los objetos prohibidos o perjudicables para el régimen, entre ellos los escritos. Para terminar, el Artículo 161 incluso prevé una sanción grave en caso de posesión “clandestina de cartas, libros, escritos, periódicos”, prensa, alimentos y otros objetos prohibidos “que no constituirían un peligro o una amenaza” ya que, en el último caso, se trataría de falta muy grave (ACAIP 2009).2 Los escritos, por tanto, no son considerados como un peligro directo sino como un objeto prohibido y perjudicable.
Pero estas normas dependían también de la dirección local de la prisión, de los contactos del preso y del periodo del encierro. José Luis Gallego, poeta prolífico mencionado antes, nacido en 1913 y encarcelado de 1939 a 1942 y de 1943 a 1960, afirma en una carta del 2 de diciembre de 1943 que si paga el sello del Patronato (de Redención de Penas) puede escribir más: “Es difícil escribir aquí. Normalmente, una tarjeta con 12 líneas, los jueves, aunque pagando un sello de peseta del Patronato, puedo hacerte unas 25 en una cuartilla. Lo que no me gusta nada, puesto que es un dinero que nunca sobra”.3 Incluso consigue escribir varias cartas por semana a partir del año 1940, lo cual contradice los datos aportados por la historiadora Verónica Sierra Blas, quien recuerda que “hasta se llegó a prohibir por completo el envío y recepción de la correspondencia” y que “en 1940, por mandato de la Dirección General de Prisiones, se impuso un régimen total de aislamiento, que suspendió cualquier envío” en todas las cárceles del país, hasta que en agosto de 1942 volvieron a permitirse las cartas, pero sólo a familiares directos y con un contenido pragmático sobre la salud y las necesidades básicas (Sierra Blas 2016, 101). Estos desfases demuestran que las normas no eran inquebrantables y que, como lo explicaremos, algunos terceros intercedieron en muchos casos para lograr una transmisión clandestina.
Sin embargo, aunque estas normas fueran bastante variables y arbitrarias hasta 1948, los presos eran conscientes de que su expresión estaba vigilada, limitada y censurada, más aún en contextos de aislamiento como el de Pascual Cabrera, en la capilla de la prisión de Castellón ya que estaba condenado a muerte. Desde allí, responde a su hijo, quien desea leer sus poemas, que le es imposible hacérselos llegar, ya que tiene terminantemente prohibido mandar documentos y con muchas limitaciones materiales: “Dices de mis poesías que tienes deseo de leerlas y que te las mande. No puedo, hijo mío, porque únicamente puede salir de aquí la correspondencia familiar, escrita en tarjeta postal, y los lunes solamente” (Cabrera, citado en Martínez Gimeno y Sabater Fortea 1995, 19).
Por consecuencia, se utilizaron a menudo soportes clandestinos para transmitir los poemas, tanto dentro de la cárcel –por ejemplo, en el caso del intercambio de sonetos entre Diego San José y Pedro Luis de Gálvez en Porlier, escritos en papel de fumar (San José 1988, 135)– como para sacarlos de prisión, gracias a un copista en el caso de la antología de Castellón (Martínez Gimeno y Sabater Fortea 1995, 19). Asimismo, fue importante el papel de la memoria, puesto que permitía esperar antes de transcribir los versos, como lo recuerda el poeta Baltasar Fernández Cué: cuando estuvo condenado a muerte, no transcribía las composiciones más subversivas hasta que se presentara una oportunidad de sacarlas de prisión sin ser interceptadas (Fernández Cué 2008, 114). Establece además una diferencia entre las “de alto riesgo” y las demás, de las que sí distribuye copias. José Luis Gallego también cuenta en una carta del 4 de enero de 1944 a su esposa que está transcribiendo de memoria su producción poética desde agosto de 1943: “Ayer tarde, después de comer, y pidiendo prestados palillero y plumín, […] me decidí a abrir el cuaderno con el primer poema que quería transcribir, de la serie nacida de agosto a hoy. Y a los pocos minutos, como empujado por el acto, me llegó todo lo ansiado”.4
A pesar de estas precauciones de los presos para obviar la censura, muchos fueron víctimas de ella, ya que constan, en varios testimonios, ejemplos de destrucción o represión de la poesía carcelaria, tanto oral como escrita. Así, varios autores señalan que, al ser trasladados ellos a la prisión de Alcalá de Henares, se perdieron muchas obras suyas. Florentino Hernández Girbal señala que todas sus obras literarias elaboradas en Ocaña fueron cacheadas y destruidas al ser trasladado a Alcalá (Hernández Girbal 1999, 204). Luis Alberto Quesada también perdió su poemario de 1944, Ayer, Hoy y Mañana, en la cárcel de Alcalá de Henares, y otros poemas suyos habrían sido destruidos durante un cacheo en el Penal de Burgos (Ducellier 2016, 95). José Luis Gallego, que había transcrito sus poemas de agosto de 1943 a enero 1944, se lamenta que hayan desaparecido durante su traslado de Porlier a Alcalá, donde no los encuentra.5 Aunque no tenemos más detalle sobre el trayecto de los poemas entre las dos cárceles, parece que encargó a un tercero mandárselos una vez allí o que no entraron tras el cacheo de llegada en Alcalá.
También se perdió parte importante de la poesía que el canario Pedro García Cabrera compuso mientras estaba recluido en Baza (al menos una decena de poemas numerados en Entre la guerra y tú y varios fragmentos del Romancero cautivo): una vez más, aunque podemos hablar de poemas-fantasmas, no se extraviaron únicamente por culpa de la censura directa sino, indirectamente, durante su recorrido clandestino para evitar esa censura: “Una gran parte del original sufrió los avatares de la persecución y aunque todos los poemas burlaron clandestinamente los registros y vigilancia de los guardianes de la cárcel, es lo cierto que, hasta hoy, no he podido recuperarlos. Cada poema lleva un número de orden. Las lagunas de los que faltan indican los que se han perdido” (García Cabrera 1987, 105). Ocurrió lo mismo con La Rosa mutilada de José Luis Gallego, mencionada en su carta del 16 de junio de 1940, y cuyo título expresa la tentativa de resistencia a la destrucción total: “casi todos –todos, menos el primero– están mutilados, les faltan poemas, muchos de los cuales no podré rehacer nunca”.6
Estas desapariciones misteriosas dan luz a unos poemarios mutilados, víctimas como sus autores de la represión cultural franquista. ¿Cuántos poemas o poemarios carcelarios desaparecieron por miedo a que fueran descubiertos? ¿Qué ha sido del poema “Hombre encarcelado”, compuesto en papel de estraza, que Miguel Hernández regaló a su compañero Francisco Guapo, desde su primera cárcel de Rosal de la Frontera, y al que se alude en el artículo de “Rosal sana las heridas de Miguel Hernández recordando su figura a ambos lados de la frontera”7? Aunque no podemos rastrear con exactitud el recorrido final de estos fantasmas líricos ni podemos determinar si se tratan de obras destruidas por la censura u obras extraviadas por terceros, lo cierto es que se pierde su pista cuando salen al exterior, es decir cuando su autor procura ponerlos a salvo de la posible censura penitenciaria.
Finalmente, en ocasiones, se perdieron hasta poemarios completos. José Luis Gallego cita varios títulos desaparecidos como Mensajes de la hora desnuda (1939-1942), Clara y penosamente (1945) y Sonetos de la Esposa, la Hija y el Amigo (1945-1946): al parecer, existían todavía en 1947, cuando se lamentaba por la pérdida de otros cuatro volúmenes, desde la introducción a Noticia de mí (Gallego 1947, 9-10). También menciona otras obras “no asembladas” de las que no encontramos rastro, de los años 1940 y 1941: Inauguración de la boca / Retorno al valor y Cosecha de más. De la misma forma, José Romillo, poeta modernista y compañero de José Luis Gallego en Santa Rita, habría compuesto allí los poemas de Piedra y nube, que recoge Gallego en un poemario suyo, pero no se encuentra rastro ninguno de los poemas originales ni de la poesía carcelaria de Romillo.8
Para culminar este recorrido represivo en el que desconocemos gran parte de las circunstancias exactas en que desaparecieron los poemas, sí podemos relatar al menos dos escenas de escarmiento espectacular a la poesía carcelaria no oficial, que ocurrieron entre el último día de 1939 y finales de abril de 1940. El primer caso consiste en el castigo del poeta Baltasar Fernández Cué, por recitar dos poemas a sus compañeros en la primera Nochevieja carcelaria, el 31 de diciembre de 1939 en la prisión madrileña de Conde de Toreno. El poeta relata este episodio en una carta de 1945 desde el exilio mexicano:
Alguien pidió que dijese yo una de mis poesías carceleras […]. Accedí a ello, no obstante que estaba presente el oficial de peores condiciones lácteas que había en la prisión. Era un tipo que siempre nos estaba echando en cara que él había estado preso 28 meses en tiempo de los “rojos”. Aquella recitación en aquellas circunstancias, fue uno de los actos más gallardos de mi vida. […] Todavía, después de Dolorosas, recité Nochebuena, para que viese el oficialillo lo que aquellas “fiestas” significaban en la “sala de los condenados” (Fernández Cué 2008, 170).
Así, recitó con osadía, a la vista de los guardianes, los hexasílabos de “Dolorosas”, que relatan épicamente el sufrimiento de las mujeres de los presos, y los octosílabos de “Nochebuena”, que plantean lo que pensará Cristo de la Navidad carcelaria. Esto le valió estar incomunicado en celda de castigo desde el 1 de enero hasta el viernes santo de 1940:
Apenas terminé, dio él media vuelta y se marchó más que a paso. Al día siguiente, tempranito, fui conducido al citado calabozo, donde residí desde aquel día de año nuevo [sic] hasta el viernes santo [sic], en que algunos devotos de Cristo suelen mostrarse, en cierto modo, cristianos. Y si no hubiese muerto el Señor en tal día como aquel, habría muerto yo poco después, porque sólo comía el rancho (zanahorias o nabos sin grasa y un poco de zoquete de pan) y el calabozo era muy húmedo y no me dejaban salir a tomar el sol más que unos diez o quince minutos cada día (Fernández Cué 2008, 170).
Por tanto, la censura, de alguna forma, puede ejercerse entre rejas sin soporte escrito y a posteriori, cuando de declamar versos se trata. Pero, en general, se suele castigar más por unos poemas escritos que por unos versos recitados. El caso del famoso sonetista modernista Pedro Luis de Gálvez es aún más dramático cuanto que su poema de despedida fue aniquilado en el umbral de la muerte. Su último soneto, desaparecido al igual que la casi totalidad de su obra carcelaria, había sido escondido debajo del reloj de su compañero poeta Mario Arnold, antes de ser encontrado durante el cacheo por el vigilante, quien lo destruyó en seguida, según cuenta otro poeta, también testigo, Diego San José:
Al pie de la escalera que conducía a nuestros departamentos, el guardián que nos acompañaba nos sometió a un nuevo cacheo. Encontró en la pulsera del reloj de Arnold el soneto en cuestión. Aunque no sin trabajo, lo leyó a la luz de la linterna eléctrica que llevaba en la mano y le hizo pedazos refunfuñando. –Sensiblerías y ñoñeces de última hora (San José 1988, 138).
De esta manera, la muerte simbólica del poema anunció la muerte física del poeta. Lo que molesta a la institución penitenciaria, representada por el carcelero, son los sentimientos líricos del preso no arrepentido en el umbral de la muerte. No se les autoriza compartir su sufrimiento con sus seres queridos, ni siquiera en momentos tan dramáticos como las Navidades para los condenados a muerte o la despedida antes de la ejecución. De ahí que los versos publicados en el semanario penitenciario oficial, Redención, que comentaremos más adelante, no trasladen quejas sino remordimiento (en la tonalidad católica promovida por el Patronato) o hasta felicidad. Pero la mayoría de los presos rechazaron colaborar con este periódico (Ducellier 2016, 531-538) y tuvieron que buscar otras vías de expresar su lirismo sin padecer la censura.
No sólo se emplearon estrategias clandestinas para obviar la censura penitenciaria a la hora de sacar y difundir los poemas, sino también desde el momento mismo de la creación. La mayoría de los autores suelen escribir por la noche, en una semiclandestinidad, acostados en el petate y antes del toque de queda. Esta escena fue relatada con cierto romanticismo por Marcos Ana mediante metáforas de las sensaciones: “En el silencio escribo. / Al silencio le arranco sus hojas más vibrantes, / campanas que me aturden bajo el grito / de “alertas” implacables. / [...] Después, cuando amanezcan / –los ojos y las llaves, / me guardaré la voz en un zapato / y aromarán las losas mi mensaje” (Ana 2011, 28-29).
Aun así, cuando el contenido de los poemas es demasiado subversivo como para ser directamente referencial, se usan mecanismos de autocensura para seguir creando en la cárcel. Sin llegar al extremo de José Hierro, que rechazó por completo su poesía carcelaria de juventud –probablemente un centenar de poemas (Edwards de Torre 1987, 421)– e hizo todo lo que pudo para hacerla desaparecer, muchos poetas presos recurrieron a estrategias para minimizar su propia responsabilidad y autoría en caso de represalias. En este sentido, quizás sea Jesús Cancio, poeta modernista encarcelado en Santander, quien mejor represente esta variedad de estrategias.
Primero, compuso un poema falsamente atribuido al poeta ya fusilado Pedro Luis de Gálvez, “Vaya juerga”, y lo introdujo con el paratexto siguiente: “lo que recuerdo de la famosa poesía del madrileñísimo poeta Pedro Luis de Gálvez” (Cancio 1985, 134). Según su amigo y lazarillo en prisión, Luis Corona, se trataría de una mentira para obviar la censura penitenciaria. De hecho, José Luis Gallego también conservó un manuscrito del soneto “La casa de la misericordia” que atribuía al mismo poeta fusilado, aunque no sabemos si se trata de la copia de un poema extraviado de aquel autor o si, por la temática erótica poco aceptable para la censura franquista, se trata igualmente de una estrategia para huir de cualquier responsabilidad.9 Lo que parece claro, es que este mecanismo es una coartada, que se usó con la intención de autoprotegerse y no de plagiar a otro poeta.
Como bien lo recuerda Luis Corona, Jesús Cancio recurrió al menos en otra ocasión a mecanismos de autocensura para protegerse. Así, el título del poema que encabeza este artículo, “Maldita seas” fue, en otras versiones previas, “Cárcel de Torrelavega” e incluso, no sólo en un intento menos subversivo sino también eufemístico: “Torre de Pandilla”. Para despistar al posible vigilante censor, llega hasta el extremo humorístico de indicar al lector en el borrador: “Camelancias para probar el lápiz” (Cancio 1985, 135), como si se tratara de folios sin importancia en vez de versos. No hay que olvidar sin embargo que “camelar” significa “engatusar” y que un lector inteligente podrá darse cuenta fácilmente de la estrategia.
Más allá de estas precauciones previas, cabe interesarse por las variantes que existen en las diversas versiones de este poema. De esta forma, descubrimos hasta qué punto Jesús Cancio utilizó eufemismos a lo largo de todo el poema en la versión autocensurada conservada en la cárcel. Primero, los primeros esbozos conservados en un cuaderno por Luis Corona, contienen muchas tachaduras, hasta tal punto que sólo un verso del folio 4 se conserva y que los folios 11 y 14 están totalmente tachados. Se señalan unas variantes con notas a pie de páginas, como en el folio 6, donde “malhechores [sic]” sustituye en nota a “corifeos”.
Asimismo, la versión inicial del poema, del que se conserva el manuscrito carcelario, era mucho menos explícita en cuanto a los verdugos, a pesar de ciertas animalizaciones: “como bandadas de buitres / que barruntan carne muerta”. La guardia civil (“llega la escolta servil”, “con tridentes por tricornios”) y los representantes eclesiásticos se esconden detrás de misteriosas denominaciones: ocurre la escena en una “estancia” siniestra en lugar de una capilla en la versión no autocensurada, en la que unos “corifeos” –y no malhechores– de la moral “pandillesca” –no evangélica– pretenden hacer al “Conde” (que inicialmente era Cristo) cómplice de la “tragedia”, que será denominada sentencia (Cancio 1985, ff. 6-7).
La ambigüedad metafórica y los eufemismos facilitados por la poesía permiten evocar la represión franquista en filigrana, sin nombrarla. El poeta se adapta a los obstáculos de la censura gracias a un lenguaje evasivo y simbólico, incluso mitológico (corifeos, tridentes). Como otros muchos poetas presos de la época, también recurre a la alegoría de un Quijote herido, aunque no con fines de resistencia épica en este caso, sino para relatar la represión de la España vencida por su ideal republicano: “Allí quedaron tendidos / cien quijotes de una idea / y la voz de la descarga / fue tan honda, fue tan recia / que no hubo tumba vacía / donde no se repitiera” (Cancio 2011, 128). El relato contestatario se podrá leer más tarde, cuando el yo poético ya no se sitúe en la “Vieja Torre de Pandillo” y la “cárcel de Torrepandiella” sino en la que fue la vieja cárcel de partido de Torrelavega.
Puede llamar la atención que sea más fácil para los dibujantes como José Manaut describir las celdas, los rostros, la vida cotidiana de los presos bajo el primer franquismo que para los poetas, que evitan nombrar su sufrimiento y el espacio represivo. ¿Quizás sea porque, paradójicamente, duelen más las palabras que las imágenes? ¿Quizás sea porque el dolor es indecible con palabras referenciales? Por eso, es aún más metafórico el “Romance del entierro de la gentil recitadora de mis versos” de Jesús Cancio, dedicado a Fidelita Díez, una admiradora suya encarcelada en Torrelavega, que murió tras ser violada por cinco falangistas en la prisión en 1937. La delicadeza y la musicalidad de estos heptasílabos contrastan así con el horror vivido por la joven, convertida en mártir con “corona de nardos” y “cinta de seda” (Cancio 2011, 115-116), a la vez que protegen al autor.
Para terminar, podemos comentar otro poema que presenta huellas más sutiles de autocensura: “Amanece en Alcalá”, escrito por Pere Capellà en el penal de Alcalá de Henares y dedicado a Manuel Sanchis Guarner. Se han conservado dos versiones manuscritas, una en poder de Sanchis Guarner y la otra, seguramente autocensurada, que forma parte del archivo de la familia de Pere Capellà. El título de la versión autocensurada es “Amanece”: es probable que el autor, por motivos de seguridad, haya eliminado cualquier referencia al Penal de Alcalá de Henares. Además, en al menos dos ocasiones las variantes confirman esta hipótesis: la estrofa, que crítica con un leitmotiv carcelario el ruido emitido por los guardianes de prisión, “Los gritos de / ¡centinela / alerta! / el silencio rasgan”, se convierte en estos dos octosílabos: “Un alerta retardado, / soñoliento, se desmaya”. Por otra parte, casi al final del poema, se cambia un verso comprometedor, que alude a los fusilamientos (el segundo de “la fatídica estridencia / de una descarga cerrada”) por otro descontextualizado, que animaliza esta descarga: “de una corneja que grazna” (Capellà 2006, 84-85).
Para evitar la autocensura, algunos autores recurrieron a estrategias de “escritura entre líneas”, expresión de Leo Strauss (1988, 25) que podríamos aplicar a la poesía, llamándola escritura entre versos. Como vimos, el contexto de creación de estos poemas testimoniales no era propicio para unas denuncias directas al franquismo, bajo la forma de sarcasmos, y quizás sea la única mención subversiva al dictador Franco la del poemario Memorias de Miguel escrito en 1948 por José Luis Gallego, en el Penal de Burgos: “me los mondó la fobia / de Franco y sus sabuesos”.10 Estos dos poemarios inéditos fueron la base literaria de la posterior representación, en 1960, de Sino sangriento, homenaje “en voz ahogada” a Miguel Hernández en el Penal. Si bien no se suele nombrar al enemigo, para evitar cualquier represalia dentro de la cárcel, sí se cuestiona la legitimidad del vencedor. Veremos brevemente aquí cómo se opera mediante, principalmente, dos estrategias de escritura entre versos.
Por una parte, se procede en los poemas a un desplazamiento del orden jurídico imperante por el orden moral de los vencidos. Para conseguirlo, se recurre a sustituciones y disimulaciones léxicas, que permiten volver a nombrar la realidad a través del punto de vista de las víctimas. Ya vimos en detalle los eufemismos utilizados por Jesús Cancio, pero la inversión de la incriminación “entre líneas” se basa muy a menudo en las animalizaciones. En el ejemplo de “Maldita seas”, la guardia civil se convierte en aves carroñeras (“bandada de buitres”) que husmean la carne muerta de los presos fusilados. En otro poema, “Pesadilla” de Baltasar Fernández Cué, que recuerda el intertexto de las fábulas de La Fontaine, los jueces que condenan a muerte son fieras con “salvajes leyes”, el fiscal una hiena, el presidente un tigre y la defensa un gozquezuelo:
Blandiendo sus mortíferos colmillos, me increpaba el fiscal, horrible hiena. Un tigre amenazante presidía el carnicero tribunal de bestias, secundado, en mi trono, por gruñidos de avideces no menos carniceras. Un pobre gozquezuelo ladraba, tembloroso, en mi defensa (Fernández Cué 2008, 128).
La ficcionalización mediante las animalizaciones puede ser tanto humorística –es el caso aquí– como lírica, por ejemplo en el poema de Santiago Sánchez Mora, “Frío”, compuesto en el Fuerte de San Cristóbal en Navarra, en 1940: “Invierno. Muerde el frío / como cien alimañas. Y cien perros / muerden la horrenda noche, devorando / la carne azul de los luceros” (Sánchez Mora, 1986, 159). José Rivas Panedas, poeta modernista muerto en el exilio mexicano en 1944, recuerda cómo escribió sus poemas “con sordina –¡qué remedio!– bajo las miradas de los oficiales de la prisión” e invierte los papeles de verdugo y víctima gracias a los símbolos maniqueos de los colores blanco y negro, así como de los pájaros correspondientes: “Lo negro se hace blanco; / se dice blanco lo negro; / se viste de cisne el cuervo” (Rivas Panedas 1944, 23).
Por otra parte, se recurre en los versos al intertexto bíblico y se procede a algunas reinterpretaciones de la religión católica a modo de defensa. Tras evidenciar que la justicia terrenal estaba del lado de las víctimas, se trata de demostrar que también la justicia celeste las acompaña y que los verdaderos seguidores de la moral católica no son los franquistas sino las víctimas republicanas. Por supuesto, se hace con cautela para obviar la censura –no se puede afirmar desde la cárcel que la Iglesia ensucia la religión cristiana al bendecir las ejecuciones de los compañeros–, de ahí que los malhechores de la moral evangélica en la capilla siniestra del poema de Cancio fueran, en el original, unos corifeos de la moral pandillesca. No obstante, ya se refería el original a unos hombres “que olvidaron del No matar la leyenda”, Leitmotiv en el discurso político de los presos republicanos para denunciar las exacciones franquistas.
Nos interesa en particular el caso de un poema de Ángeles García-Madrid, encargado oficialmente durante su encierro en el convento de las Adoratrices de Gerona y que, sin embargo, decepcionó por parecer subversivo, al poner en pie de igualdad a Jesús y a los seres mortales: “El Señor guíe al pasar / a Vos, Madre Reverenda. / Y cual estrella polar, / os indique al caminar / la buena y la mala senda. / Vos rogaréis porque Él vea / nuestra inocencia y es fijo / que Juez indulgente sea, / pues preso por una idea / fue Jesús..., y fue su Hijo” (García-Madrid 2003, 189). Por tanto, fue censurado por la Madre Superiora. Quizás fuese una estrategia entre versos sin confesar, que fracasó: es imposible averiguarlo.
Sin embargo, hay que admitir, para completar este recorrido por la poesía carcelaria del primer franquismo, que, si bien se recurrió a varias estrategias para obviar la censura, la mayoría de los poemas, menos subversivos, más líricos y ya de por sí metafóricos, no necesitaron tanta precaución para ser autorizados e, incluso, publicados.
La poesía no solo tenía la ventaja de ser recordada fácilmente gracias a la métrica mnemotécnica de los versos. Procuraremos demostrar que, incluso una vez escrito, el género poético no fue, por lo general, tan represaliado como otras artes –pensemos en la novela o el cine– por la censura franquista, quizás por su dimensión lírica e intimista, o por la lectura polisémica de sus imágenes metafóricas.
De hecho, este género fue incluso instrumentalizado con fines de propaganda en la revista penitenciaria Redención. Este semanario auspiciado por el católico Patronato de Redención de Penas por el Trabajo, fue publicado en los talleres de la cárcel de Alcalá de Henares desde abril de 1939 hasta 1978 por y para los presos y sus familias. Oficialmente, era la única revista autorizada en las cárceles franquistas y su suscripción ofrecía ventajas, como unas comunicaciones suplementarias. En él, la poesía no solo fue tolerada por la censura penitenciaria, sino que tenía un espacio reservado, en la cuarta página en general, aunque en ocasiones ocupó la portada. Al principio, se publicaban varios poemas en una sección dedicada llamada “Colaboración del recluso” o “página literaria de Redención”.
Existían incluso incitaciones para publicar versos en Redención, mediante anuncios que insistían en la importancia de reclamar la retribución financiera si el colaborador no la hubiera recibido a los 15 días. Asimismo, se valoraba en las páginas del semanario el éxito de los colaboradores, como el de Amador de la Cuesta González, quien publicó sus poemas carcelarios en los talleres penitenciarios de Alcalá en 1956 (Cuesta González 1956). Como había publicado poemas en Redención en cuatro ocasiones, el periódico se encargó de promocionar su poemario con la muestra “¡Oh, qué rico cargamento!” (Anónimo 1956, 3). Tuvieron tanto éxito los poemas de Redención que todavía en 1952, desde Carabanchel, José Aguilera consiguió que el capellán autorizara copias suyas de algunos de ellos y las sacó al ser liberado (Ducellier 2016, 481).
Las temáticas, por supuesto, iban orientadas por el Patronato, y los valores promocionados eran los que inculcaba el franquismo a la sociedad en general: católicos (con hincapié en la penitencia, las hagiografías y las fiestas mayores como la Semana Santa o el día de la Merced, o patronales, a lo largo del calendario litúrgico), fascistas hasta el final de la Segunda Guerra Mundial –con panegíricos a Franco o Primo de Rivera– y luego nacionales (por ejemplo, el dos de mayo, cuya “invasión” francesa propicia un guiño al 6 de junio en 1944, o el doce de octubre), tradicionales o íntimos, con poemas a la hermana o a la madre desde un amor espiritual casto.
También dio lugar a la antología Musa redimida, autorizada por la censura en el verano de 1940 con tono elogioso: “Florilegio de poesías de presos en la nueva España literariamente correcta [sic] y algunas francamente excelentes en el tono de sincera expiación”.11 Ayudó también el director general de Prisiones, en nombre del Patronato, que recomendaba el manuscrito en su carta del 23 de julio de 1940: “del que esperamos fruto positivo en la propaganda de nuestras ideas entre los reclusos”.12 Entre sus colaboradores más ilustres, podemos señalar a Félix Paredes y Valentín de Pedro, poetas del Romancero anarquista de la guerra civil; Ernesto López-Parra, poeta ultraísta que murió de tuberculosis en la cárcel al igual que Miguel Hernández; Luis Hernández Alfonso, un escritor republicano y periodista muy conocido antes de la guerra; o Cristóbal Vega Álvarez, anarquista y colaborador de la revista al principio de su larga detención (1939-1963).
Otro buen ejemplo de este uso propagandístico fueron los poemas declamados en el patio de la cárcel en presencia de las autoridades, y con vistas a una reducción de pena, y posteriormente publicados en el periódico Redención. Así, fueron motivo de elogios en Redención los recitales de José Conde y Valentín de Pedro en el patio de sus cárceles respectivas. El primero leyó el poema “Esta mañana” durante el festival del 18 de abril de 1940, delante del director y los funcionarios de la prisión de Santander, así como representantes del poder y los 3000 presos: el obispo intercedió para obtener su liberación (López Megías y Ortiz López 1999, 113). El segundo declamó “A Jesús crucificado” en Porlier el mismo año, como reza la leyenda del poema “Composición leída por su autor en el simpático festival celebrado en Porlier en la tarde del miércoles 7” (Pedro Antón 1940, 3), lo que simbolizó la conversión de un anarquista del Romancero de la guerra.
Estos acontecimientos alentados por los capellanes de la prisión, quienes censuraban, tenían por lo menos tres ventajas para el régimen. Primero, permitían controlar el tipo de poesía que se promovía en las cárceles, afín a los valores fascistas y luego nacional-católicos. Segundo, ponían de relieve la ejemplaridad del arrepentimiento del preso a través de su lírica, muchas veces con tonalidad espiritual, lo que cuadraba con la ideología redencionista del Patronato (Gómez Bravo 2007, 91-93). Finalmente, acentuaban la vuelta al soneto y a la métrica clásica que caracterizaban la poesía franquista, como la del primer Dionisio Ridruejo de los Sonetos a la piedra. Las estéticas innovadoras, las vanguardias, no cabían en esta poesía tradicional por representar la libertad descontrolada y el desorden.
Otro ámbito en que la poesía disfrutaba de una relativa libertad –bajo vigilancia– es el de las cartas y la difusión semiclandestina. En efecto, incluso fuera del marco de Redención, se transmitieron versos en la correspondencia carcelaria, como lo muestra el envío de las famosas “Nanas de la cebolla” de Miguel Hernández, que llegaron a la esposa del poeta, Josefina, en una carta del 12 de septiembre de 1939 (Hernández Gilabert 1992, vol. 2, 2566). Asimismo, en la correspondencia inédita de José Luis Gallego, se encuentran unos ejemplos de poemas versificados, entre ellos muchos sonetos que cabían en poco espacio, al principio o al final de unas cartas a su esposa María Teresa y, más tarde, al dorso de unas postales.
Aunque el censor le reprocha a lápiz rojo su falta de claridad y la extensión de sus cartas –la mención “Puede escribir dos cuartillas y lo hará un poco más claro” figura en una carta del Penal de Burgos13– la censura penitenciaria deja pasar muchos de sus poemas insertados en sus cartas, a lo largo de los casi veinte años de encierro, lo que demuestra la permisividad frente a las composiciones menos subversivas. Son tanto más llamativos estos envíos cuanto que son mucho más numerosos en los años más represivos del franquismo, sobre todo en 1941: según Verónica Sierra Blas –quien cita a Domingo Rodríguez Teixeiro y Julio Prada Rodríguez– se había prohibido la correspondencia en todas las cárceles desde 1940 hasta agosto de 1942 (Sierra Blas 2016, 101).
Entre 1939 y 1942, conservamos al menos cuarenta y un poemas transcritos en cartas de José Luis Gallego a su esposa; desde su segunda detención en 1943 hasta su condena a muerte en 1945, se envían al menos diez poemas en cartas; y durante el final de su encierro, entre 1947 y 1957, se hacen cada vez más escasas estas entregas líricas, en fechas señaladas, y sólo conservamos diecinueve de estos diez años. Podemos atribuir esta inflexión a la desilusión del poeta o, quizás, a otras vías alternativas de transmisión en los años cincuenta. A modo de ejemplo, conservamos el soneto “Conmovidas palabras… (¿La hora; o el regreso?)”, transcrito en una carta del 28 de junio de 1942, que se refiere, tres meses más tarde, al fallecimiento en prisión del poeta Miguel Hernández. Por supuesto, se evoca de manera muy implícita, ya que el destinatario es un tal Miguel y únicamente el último terceto alude a la muerte.
Sin embargo, lo más habitual para sacar poemas de la cárcel era recurrir a la ayuda de compañeros y familiares, más aún cuando se trataba de poemarios, que probablemente no habrían podido salir en paquetes. Así, José Luis Gallego se refiere en su carta del 2 de diciembre de 1943 a una carpeta azul que, en caso de extravío, su esposa debía reclamar en la cárcel de Santa Rita al compañero Ramón Ardura Fradejas:
¿no te llevaron mi carpeta azul, con tus cartas, con varios poemas, con el block y el cuaderno sin tocar?... Si en tu poder la tienes, devuélvemela, quedándote con versos y cartas, amor. (Mas si no fuera así, vete a Santa Rita, comunica con Ramón Ardura Fradejas y que él te diga que es lo que ha hecho con ella). Refiérete a esta carta como si todo te lo hubiera dicho en comunicación (Gallego 1943).14
Sus poemas de la Navidad de 1950 y de Año Nuevo de 1951, creados en el hospital penitenciario, fueron transcritos en realidad por su cuñada, María Dolores, en su nombre y a destinación de su esposa.
Para terminar, no podemos obviar el papel importante que tuvieron los guardianes y las monjas de estos establecimientos penitenciarios, sea por corrupción, sea por caridad. Marcos Ana recuerda, de hecho, que las vías clandestinas sólo se usaban en situaciones excepcionales (Ana 2007, 169) y que, en Burgos, uno de los capellanes era más permisivo que el otro, por lo que le llamaron la atención por telegrama (Ana 2007, 182). Hay que tener en cuenta, además, que el estatuto de escritor en la cárcel permitía ciertos privilegios. Así, cuando el inspector general de prisiones, Amancio Tomé, visitó la cárcel de Atocha, solicitó facilidades para que Diego San José pudiera “leer y escribir” siempre que sea dentro del marco del Reglamento (San José 1988, 59). Carlota O’Neill, en cambio, tuvo que pagar para que el mensajero oficial de la cárcel le trajera un precario material de escritura (O’Neill 2003, 325). Eran bastante habituales los sobornos, como en los casos de una monja cocinera de Ocaña y de un vigilante fascista, según habría relatado el expreso Miguel Núñez (Riera 2001, 243).
Por último, cabe destacar la relativa benevolencia de los informes de la censura en cuanto a los poemarios carcelarios que fueron publicados, sobre todo durante el primer franquismo. Si bien las facilidades para crear en la cárcel existieron desde el principio para los escritores, fue sobre todo a partir de los años cincuenta cuando se generalizaron, lo que explica también que muchos poemarios carcelarios no se publicaron hasta decenios más tarde: en 1947 y 1953 en lo que se refiere a José Luis Gallego, de 1949 a 1961 en el caso de Cristóbal Vega, quien no obstante había sido condenado en 1950 a ocho años más por su colaboración en un periódico anarquista del Penal de Santa María.
Al contrario de los boletines políticos –y aunque algunos versos puedan tener una tonalidad panfletaria–, la poesía suele ser lírica o elegíaca y, sobre todo, subjetiva e implícita gracias a una red de tropos que hace su lectura más hermética. Por tanto, por su grado de subversión aparentemente limitado, el régimen pudo tolerarla si los antecedentes de su autor lo permitían, si la difusión era limitada y si se evitaba cualquier referencia directa al encarcelamiento. Marcos Ana constituyó un caso aparte, ya que, por representar un símbolo político y por haber sido acusado sin pruebas de delitos de sangre, padeció una campaña difamatoria, que dura hasta hoy, en los medios de extrema derecha como Intereconomía. La poesía clandestina –como la que Miguel Hernández escondía en su famosa lechera (Riquelme 2012, 28)– por supuesto existió, pero en menor medida: los poemas sin denuncia explícita, con metáforas sobre la libertad, solían ser autorizados o tolerados por la censura para su publicación.
Además, la poesía, por su carácter más hermético en comparación con la novela (Larraz Elorriaga 2014) o el teatro (Santos Sánchez 2017), supuso un reto añadido para la interpretación de los censores. Así, podemos leer en varias ocasiones, en los informes de la censura previa, comentarios relativos a esa dimensión hermética para el lector. El informe del 29 de octubre de 1968 sobre Estos que ahora son poemas de Carlos Álvarez reza:
En la mayor parte de los poemas late, más o menos soterrada, la preocupación social [...] y la insinuación política, siguiendo la línea de cierta juventud ajena a la guerra civil española. Pero todo tan inconcreto, tan metafórico y tan vaporoso, que, en modo alguno creemos que pueda ser objetado. Ello no obstante llamo la atención sobre lo subrayado en los folios 47 y 64; aunque, por marginal y en línea de licencia poética, por no aparecer como clara infracción legal, no creo que valga la pena objetar. Con esta salvedad, puede autorizarse.15
En efecto, el manuscrito será declarado “autorizable”, con la condición de suprimir al menos cuatro composiciones, entre las cuales figuran dichos folios 47 y 64. Todavía en 1976, el censor afirma acerca de los poemas carcelarios de Versos de un tiempo sombrío del mismo poeta, tras haber señalado su “postura anti régimen” y la dimensión conflictiva de sus escritos, que eran poco acordes con la política de consenso y reconciliación transicional:
[…] Queda demostrado su interés por mantener vivas las tradicionales enemistades de los españoles. No otra cosa puede deducirse del contenido de algunas de sus composiciones. A pesar de lo que antecede, el texto carece de motivos denunciables, pues todo lo posiblemente conflictivo toma forma indefinida, inconcreta, confusa. Como poeta y versificador me place.16
Más allá de los dos ritmos ternarios que califican esta poesía de “inconcreta”, “indefinida”, vaporosa por metafórica, y hasta “confusa”, llama la atención el concepto de “licencia poética” que sirve de atenuante político y el hecho de que cada informe insista en la imposibilidad de identificar una “clara” infracción legal o “motivos denunciables”. Todo ocurre como si el lenguaje poético, poco referencial y metafórico, impidiera una denuncia rotunda de la dimensión subversiva desde los criterios establecidos por la censura.
Es imposible llegar a una conclusión tajante respecto a la benevolencia censorial frente a la poesía, debido a que no es posible localizar todos los informes relativos a los poemarios.17 Por ejemplo, no consta ninguno sobre Marcos Ana, pseudónimo de Sebastián Macarro Castillo, ni siquiera el de Soledades del muro publicado en España, en Akal en 1977. Sin embargo, se autorizaron todos los que sí se han podido consultar, en particular los tres de José Luis Gallego (Noticia de mí publicado en 1947, Prometeo XX de 1968-1970 y Voz última de 1980), Más allá de las ruinas (1947) de Germán Bleiberg, Poemas inéditos (1960) de Eliodoro Puche, Rueca de fantasías y Canción de arena y sal (antología poética) de Cristóbal Vega, de 1951 y 1964, respectivamente, e incluso la edición de los Poemas de Miguel Hernández por Ramos López en 1950, en que aparecían muchos poemas de la cárcel.
Es paradójico que se haya juzgado este poemario de Miguel Hernández, fallecido ocho años antes en una cárcel franquista, como un “libro de versos excelentes” con “nada censurable”18 mientras que “se llama la atención sobre el poema 22 de febrero” en el informe sobre Antología posible de Carlos Álvarez en 1966 “por la alusión que hace a Antonio Machado”.19 Cabe decir que este autor de las cárceles del segundo franquismo fue un blanco constante de las reticencias censorias y su Antología posible de 1967, aun quitando el poema homónimo de Papeles encontrados por un preso, fue el único poemario no autorizado del corpus.
Cierto es que, en algunos casos, se llamaba la atención sobre unas composiciones concretas que parecían más subversivas que otras, pero aun así se autorizaron los poemas. El principal poemario de prisión de José Luis Gallego, por ejemplo, g, tardó desde el 20 de septiembre de 1968 hasta el 18 de febrero de 1970 en ser autorizado. Así lo describe el censor, afirmando erróneamente su parentesco con la lírica vanguardista del 27:
El autor, considerándose encadenado en su libertad –de ahí el título– al tener que sufrir condena, va desbrozando en un conjunto de pequeños poemas elegiacos, sus sentimientos, recuerdos, añoranzas y rebeldías. Son poemillas a la manera del “movimiento poético del 27” con el que el autor se siente identificado.20
A continuación, añade una advertencia sobre seis poemas antes de autorizarlo: “Llamo la atención sobre los siguientes poemas: III, IX; IV, 16; V 18; V 19; V 20; y el epílogo. Puede publicarse”. Tras este informe de 1968, se transcribe otro de octubre de 1970 que, curiosamente, no coincide para nada en los poemas censurables: “Poemas, francamente buenos, de un condenado a treinta años que escribe, o finge escribir, desde el Penal de Burgos en 1949. [...] Significativos los versos de la SONATA VI, XI. Todo ello, sin embargo, trascendido en auténtica poesía, por lo que el libro debe ser AUTORIZADO”. Otra vez, el hecho de que los versos subversivos de las sonatas fueran “transcendido[s] en auténtica poesía” resultó suficiente para autorizar el conjunto, como lo subraya la consecutiva “por lo que”. Lo mismo pasó cuando, todavía en 1980, cinco años después de morir Franco, respecto a Voz última, calificado de “versos líricos e intimistas” de un condenado a muerte de 1945, el censor destacó unas cuantas “palabras y gestos de acritud”, “en las pp. 15, 86 y 92”, así como la ilustración de dos guardias civiles “al lado del sonetato que recuerda el fusilamiento del compañero”.21 No obstante, el poemario quedó autorizado a los tres días.
Para concluir, tras detallar el marco jurídico borroso en que se prohibían los escritos líricos en las cárceles del primer franquismo, observamos que sin embargo hubo tentativas de obviar esta censura penitenciaria, bien mediante técnicas de difusión clandestina y declamaciones orales, bien mediante estrategias de autocensura y escritura “entre líneas”. Lo mismo ocurrió con las lenguas que todavía no eran cooficiales: el gallego Ángel Johán escribe en castellano en las cárceles canarias y el mallorquín Pere Capellà compone sus poemas carcelarios de Alcalá en el mismo idioma, mientras que varios autores escribieron en vasco en las cárceles de Franco, empezando por Lauaxeta. Quizás sea para ser entendido por los compañeros, pero no deja de ser también un uso prudente de otro idioma que el nativo. En efecto, en materia de poesía carcelaria, era más arriesgado usar un lenguaje que no entendían los censores –en versos polisémicos, herméticos o ambiguos, en castellano– que publicar o declamar versos como preso arrepentido en el patio de la cárcel.
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Fecha de recepción: 20.02.2022 Versión reelaborada: 04.05.2022 Fecha de aceptación: 15.06.2022
1 Carta del 11 de agosto de 1944. Prisión de Alcalá de Henares: inédita. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
2 “Reglamento de los Servicios de Prisiones de 1948”. En : https://www.acaip.es/areas/legislacion/historica/item/7087-reglamento-de-los-servicios-de-prisiones-de-1948 (Último acceso: 17.07.2021).
3 Carta del 2 de diciembre de 1943. [Prisión de Porlier] Madrid: inédita. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
4 Carta del 4 de enero de 1944. Prisión de Alcalá de Henares: inédita. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
5 Carta del 4 de enero de 1944. Prisión de Alcalá de Henares: inédita. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
6 Carta del 16 de junio de 1940. Prisión de Santa Rita (Carabanchel): inédita. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
7 Huelva Buenas Noticias, 29 de abril de 2015.
8 José Luis Gallego y José Romillo. El dardo y la venda. (1940, 6). Manuscrito inédito. Cárcel de Santa Rita. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
9 “La casa de la misericordia por Pedro Luis de Gálvez”. Prisión de Porlier: Manuscrito inédito. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
10 José Luis Gallego. 1948. Memorias de Miguel, vol. 2, 33. Penal de Burgos: Manuscrito inédito. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
11 Archivo General de la Administración (en adelante AGA), Alcalá de Henares (Madrid). IDD Cultura censura de libros, Musa redimida, 21/06559, nº S237.
12 AGA, IDD Cultura censura de libros, Musa redimida. 21/06559, nº S237.
13 Carta del 14 de febrero de 1954. Penal de Burgos: inédita. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
14 Carta del 2 de diciembre de 1943. [Prisión de Porlier] Madrid: inédita. Fondo privado de María Teresa Gallego Urrutia.
15 AGA. IDD Cultura censura de libros, Carlos Álvarez Cruz, Estos que ahora son poemas. 21/19340 nº 9184.
16 AGA. IDD Cultura censura de libros, Carlos Álvarez, Versos de un tiempo sombrío. 73/05392, nº 3423.
17 No ha sido posible localizar todos los informes relativos a los poemarios analizados en la tesis Les voix résilientes. La poésie carcérale sous le premier franquisme (Ducellier 2016). Entre los expedientes de censura de poemarios no localizados en el AGA podemos citar: Poemas de dolor antiguo de Ildefonso-Manuel Gil (1945); los poemarios de Cristóbal Vega de 1949 à 1964, sean los de Sevilla, sea el de Barcelona; Al quiebro de mis espinas de Ángeles García-Madrid (1977); una parte considerable de las antologías de Miguel Hernández, así como los poemarios de Leopoldo de Luis. Este hecho apunta hacia cierta clandestinidad asumida, redes alternativas de publicación o simplemente archivos desaparecidos.
18 AGA. IDD Cultura censura de libros, Miguel Hernández Gilabert, Poemas. 21/09302 nº 5548.
19 AGA. IDD Cultura censura de libros, José Batlló, Antología posible. 21/16957 nº 252.
20 AGA. IDD Cultura censura de libros, José Luis Gallego, Prometeo XX. 21/19228, nº 7781.
21 AGA. 1980. IDD Cultura censura de libros, José Luis Gallego, Voz última. 73/07292, nº 7012.