DOI: 10.18441/ibam.23.2023.82.37-58
Sara Victoria Alvarado-Salgado
Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud (Cinde-Universidad de Manizales), Colombia
salvarado@cinde.org.co
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-0115-8075
María Camila Ospina-Alvarado
Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud (Cinde-Universidad de Manizales), Colombia
mospina@cinde.org.co
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-7271-151X
Juan Carlos Amador-Baquiro
Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia
jcamadorb@udistrital.edu.co>
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-5575-1755
Julián Andrés Loaiza de la Pava
Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud (Cinde-Universidad de Manizales), Colombia
jloaiza@umanizales.edu.co
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-6170-4915
Las agresiones y la vulneración de derechos experimentadas por las y los jóvenes en el marco de las protestas en 2021, dan cuenta de prácticas de violencia que hacen eco a un cruce de exclusiones de generación, de género, de clase y de etnia, entre otras. Esto muestra cómo hay movilización por parte de las comunidades que han sido históricamente más precarizadas, pero a la vez, son estas personas las más afectadas por las respuestas estatales y policiales violentas contra la movilización. Al respecto, Temblores ONG, Indepaz y Paiis (2021) coinciden en afirmar que se generan círculos de vulneración, respuesta y represión que amplían las vulneraciones iniciales frente a las que emergieron las movilizaciones.
Asimismo, las agresiones y vulneraciones implican un mensaje tanto para quienes han sido víctimas de las mismas como para quienes presencian el ataque y para quienes han considerado participar de las movilizaciones. El mensaje se centra en el terror y en que el Estado, que debería asumir la protección del pueblo, no solo no lo hace, sino que atenta contra su vida, su salud mental y sus derechos, entre ellos, a la manifestación. Como lo han planteado Temblores ONG, Indepaz y Paiis (2021), en algunos casos, este tipo de acciones paralizan y, en otros, activan mayores movilizaciones y resistencias al constituirse en motivos adicionales para la protesta.
Así es como en Colombia, haciendo eco a la experiencia de otros países como Chile, no faltaron motivaciones para la protesta, dentro de las que se encuentran las reformas propuestas a nivel tributario, de salud y pensional, la precarización ampliada con la pandemia, la violencia directa ejercida contra jóvenes identificados e identificadas como líderes sociales y la violencia estatal ante las manifestaciones. Lo importante fue que, ante estas situaciones, las y los jóvenes no se inmovilizaron, sino que se llenaron de valor para activar un estallido popular que hizo posible la emergencia de un poder popular en abierta oposición y contradicción con el poder político y económico.
En este contexto de sublevación y acción colectiva y conectiva, surgieron iniciativas de agenciamiento basadas en el reconocimiento de lo diferente y lo disidente, la solidaridad y la alteridad radical, a diferencia del Estado Colombiano, el cual ha incumplido históricamente sus obligaciones para revertir el cruce de exclusiones y vulneraciones mencionado. Asimismo, se trata de un Estado indolente que ha despreciado los espacios de concertación con diversos sectores de la sociedad civil. Al respecto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos señala:
La Comisión considera que la polarización, la estigmatización, la violencia y la persistencia de lógicas bélicas dificultan todo esfuerzo de diálogo como mecanismo para alcanzar soluciones a la conflictividad social. Es imprescindible que los diálogos tengan un enfoque territorial y sean amplios e inclusivos, de forma que involucren a las y los jóvenes, a las personas indígenas y afrodescendientes, a las mujeres, a las personas LGBTI, a las personas en situación de pobreza, a las personas mayores, a las personas con discapacidad, a las personas en movilidad humana y a las víctimas de violaciones de derechos humanos (CIDH 2021, 2).
La revisión documental que presentamos consistió en el análisis de contenido de algunos informes (CIDH 2021; Misión SOS Colombia 2021; Temblores ONG, Indepaz y Paiis, 2021), que evidenciaron la vulneración de los derechos de las y los jóvenes que se sumaron a la movilización social en distintos lugares del país.
Asimismo, se realizó un análisis temático de narrativas (Riessman 2008) ubicando las tramas de sentido alrededor de los relatos de algunos y algunas jóvenes que participaron de forma activa de la movilización social en Bogotá, Cali, Medellín y Cartagena. En este trabajo se asume la narrativa como una producción sociocultural, de tipo performativo, que permite a las personas reflexionar sobre hechos relacionados con su realidad, así como construir posicionamientos relacionales frente a sus experiencias, en coordenadas de tiempo y espacio precisas.
La historia de las violencias, las desigualdades y la precarización de las comunidades en Colombia ha sido larga y compleja. Como lo muestra la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas (2015), no es posible atribuir la violencia en el país a un solo actor, un solo sector, un solo territorio o un solo interés, sino que se trata de un complejo imbricado que articula tanto determinantes sociales, culturales, políticos y económicos, como condiciones subjetivas ligadas a tiempos y espacios particulares.
Diversos estudios desarrollados han enfatizado en la presencia de elementos estructurales, psicológicos y relacionales en la generación y el mantenimiento del conflicto armado interno (Alvarado et al. 2012; Castellanos y Torres 2008; Contreras 2003; González, Bolívar y Vásquez 2002). Asimismo, algunos de los autores de la Comisión Histórica del Conflicto y Sus Víctimas han mantenido este enfoque (De Zubiría 2015; Estrada 2015; Fajardo 2015; Giraldo 2015; Gutiérrez 2015; Molano 2015).
Históricamente, en Colombia, ha sido difícil separar las violencias de las desigualdades y la precarización, mucho más ante economías y gobiernos neoliberales en los que el capital ha ampliado las brechas y profundizado la vulneración de derechos en muchas poblaciones. Esta situación se agudizó durante la pandemia, situación que generó mayor pobreza, pérdida de empleo e inestabilidad laboral y falta de oportunidades educativas, de la mano de situaciones de enfermedad y riesgo que evidenciaron la mala calidad de la salud en el país y su acceso desigual.
En 2021 se vivió en Colombia una de las más grandes movilizaciones de los últimos tiempos. El “paro” emergió en respuesta a la precarización y la ampliación de la desigualdad vivida en tiempos de pandemia, sumada a políticas neoliberales que ampliaron las brechas, dado su énfasis en la privatización de los servicios y el aumento de aranceles frente a elementos de subsistencia como la canasta familiar. En particular, el estallido popular se generó frente a reformas como la tributaria, la pensional y la de salud; así como frente a una demanda pública y del pueblo ante el asesinato de los líderes sociales. A esto se sumaron otras causas de colectivos particulares que encontraron potencia de acción colectiva al articularse con otras diversidades. Esta situación hizo eco a otras movilizaciones vividas en la región como aquellas lideradas por las y los estudiantes en Chile, e implicó una duración amplia, de más de dos meses, generando una ruptura con la historia reciente de las sublevaciones en el país.
Como lo argumenta la CIDH (2021), más allá de las situaciones coyunturales descritas, el paro nacional fue una respuesta a las violencias, desigualdades y vulneraciones de derechos vividas históricamente en el país:
La CIDH observa que las manifestaciones que comenzaron el 28 de abril se vinculan con reivindicaciones estructurales e históricas de la sociedad colombiana, que a su vez están consignadas en la Constitución Política de 1991 y los Acuerdos de Paz de 2016. La Comisión constató un amplio consenso entre representantes del Estado y la sociedad civil frente a las causas del descontento que subyacen a las protestas, tal como la profunda inequidad en la distribución de la riqueza, la pobreza, la pobreza extrema, y el acceso a derechos económicos, sociales y culturales, en particular, educación, trabajo y salud. Igualmente, los altos niveles de violencia e impunidad, así como la discriminación étnico-racial y de género (CIDH 2021, 1).
La movilización popular involucró no solo a las y los jóvenes, sino a sus familias, maestras, maestros, a las mujeres, a las comunidades campesinas e indígenas, y a la población en general. Sin duda hubo un importante liderazgo de las y los jóvenes organizados en colectivos y organizaciones, muchos de los cuales hicieron parte de la primera línea. Tan grande como la movilización, fue la arremetida y la violencia estatal, policial y de las clases dominantes, que buscaron silenciar las voces, expresiones e ideas de quienes se manifestaron, generando mayores polarizaciones entre la población en general y violando, como lo denuncian Temblores ONG, Indepaz y Paiis (2021),1 los estándares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Según ese informe, los 32 departamentos del país tuvieron participación en el paro nacional, en un número amplio de protestas:
El Estado colombiano reportó a la CIDH que, entre el 28 de abril y el 4 de junio, en el marco del paro nacional, se realizaron 12.478 protestas en 862 municipios de los 32 departamentos, que incluyen: 6.328 concentraciones, 2.300 marchas, 3.190 bloqueos, 632 movilizaciones y 28 asambleas. El 89% de las protestas, esto es 11.060, se desarrollaron sin registrar hechos de violencia y contaron con el acompañamiento de las personerías municipales, gestores de convivencia, funcionarios de la defensoría del pueblo y agentes policiales (CIDH 2021, 6).
Sin embargo, aun cuando el Estado refiere un porcentaje amplio de protestas sin presencia de hechos de violencia, la CIDH (2021) muestra como ante otras situaciones de violencia estatal las cifras reportadas por el gobierno colombiano han sido menores que las recabadas por diversos organismos; a manera de ejemplo:
De acuerdo con cifras del Estado, en 2020 se registraron 53 asesinatos de personas defensoras de derechos humanos, mientras la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas (OACNUDH) reportó 133 asesinatos 10 contra dicho colectivo en ese mismo periodo. Por otra parte, el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ) registró 310 homicidios de personas con liderazgo social y defensoras de los derechos humanos durante 2021. Adicionalmente, la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Colombia constató en el asesinato de 73 firmantes del Acuerdo de Paz en ese mismo año (CIDH 2021, 4).
En sintonía con los argumentos de la CIDH, el informe de Temblores ONG, Indepaz y Paiis (2021) refiere la sistematicidad de nueve prácticas ejercidas por parte de la fuerza pública contra las personas manifestantes en el Paro Nacional, en las que además hay una intencionalidad expresa de causar daño de manera permanente y se generan gastos onerosos para el país en la adquisición de armamento:
(i) el uso indiscriminado, desmedido y desproporcionado de armas de fuego en contra de las personas manifestantes por parte de la Fuerza Pública, (ii) el uso de armamentos de letalidad reducida en contra de los cuerpos de las personas manifestantes para dispersar protestas pacíficas, (iii) los disparos horizontales con arma venom2 de largo alcance en lugares residenciales y en contra de manifestantes, (iv) el lanzamiento de gases lacrimógenos y aturdidoras al interior de viviendas y de barrios residenciales, (v) la vulneración del principio de publicidad de los procedimientos policiales, (vi) la imposición de requisitos y medidas paralegales a las personas detenidas arbitrariamente por parte de la Policía Nacional a cambio de su libertad, (vii) la violencia sexual y basada en género contra manifestantes, (viii) la generación de traumas oculares a manifestantes y (ix) la desaparición forzada de manifestantes (Temblores ONG, Indepaz y Paiis 2021, 15-16).
Las cifras que reportan Temblores ONG, Indepaz y Paiis, para el periodo contemplado entre el 28 de abril y el 31 de mayo de 2021, son alarmantes, a lo que se suma que se trata de esfuerzos de colectivos y organizaciones, líderes sociales, ONG y medios alternativos de comunicación por recabar la información, lo que, aun cuando permite visibilizar la situación, puede implicar, en ciertos casos, un subregistro:
La represión con la que el Estado ha decidido enfrentar los reclamos de la ciudadanía ha dejado un lamentable saldo de al menos 3.798 víctimas de violencia por parte de miembros de la fuerza pública, distribuidas así: 1248 víctimas de violencia física, 41 homicidios presuntamente cometidos por de agresiones oculares, 187 casos de disparos de arma de fuego, 25 víctimas de violencia sexual y 6 víctimas de violencia basada en género (miembros de la Fuerza Pública, 1649 detenciones arbitrarias en contra de manifestantes, 705 intervenciones violentas en el marco de protestas pacíficas, 65 víctimas (Temblores ONG, Indepaz y Paiis 2021, 60).
Las vulneraciones descritas no se han presentado de manera homogénea en los distintos territorios del país, situación que demuestra las particularidades vividas en ciertos territorios con gobiernos locales específicos. La siguiente tabla recoge las vulneraciones ocurridas durante el paro nacional, en el periodo comprendido entre el 3 al 12 de julio de 2021, de acuerdo con el reporte de Misión SOS Colombia (2021), misión constituida por
41 comisionados y comisionadas de 14 países (Estados Unidos, Canadá, Cataluña, País Vasco, España, Italia, Alemania, Gran Bretaña, México, Ecuador, Chile, Bélgica, Guatemala y Ciudad del Vaticano), provenientes de organizaciones y grupos de derechos humanos, juristas, iglesias, academia y periodistas vinculados con temas de Derechos Humanos y paz (Misión SOS Colombia 2021, 6).
Método de victimización | Casos por departamento | Total por método de victimización |
Homicidios selectivos por civiles armados | 2 casos en Risaralda | 3 |
1 caso en Valle del Cauca | ||
Homicidios selectivos por fuerza pública | 2 casos en Valle del Cauca | 3 |
1 caso en Bogotá | ||
Desaparición forzada y posterior homicidio | 1 caso en Risaralda | 4 |
1 caso en Valle del Cauca | ||
2 casos en Bogotá | ||
Detención arbitraria - Desaparición forzada | 16 casos en Risaralda | 18 |
1 caso en Valle del Cauca | ||
1 caso en Antioquia | ||
Violencias Basadas en Género (a mujeres) | 1 caso en Risaralda | 3 |
1 caso en Cundinamarca | ||
1 caso en Cauca | ||
Violencias Basadas en Género y/o orientación sexual (a LGTBIQA+) | 1 caso en Atlántico | 1 |
Detenciones arbitrarias e ilegales | 43 casos en Santander | 43 |
Tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes –TTCID– Lesión ocular | 1 caso en Bogotá | 2 |
1 caso en Cauca | ||
Tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes –TTCID– Tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes | 1 caso en Valle del Cauca | 13 |
11 casos en Bogotá | ||
1 caso en Nariño | ||
Judicializaciones arbitrarias | 5 casos en Caldas | 7 |
2 casos en Quindío | ||
Estigmatizaciones, señalamientos y persecuciones | 1 caso en Antioquia | 2 |
1 caso en Santander | ||
Obstrucción a la labor de las y los defensores de derechos humanos, brigadas médicas y/o de salud y periodistas de prensa alternativa. | 22 casos en Cauca | 25 |
1 caso en Atlántico | ||
2 casos en Santander | ||
Caso jornada de movilizaciones en Usme-Bogotá, 12 de junio de 2021 | 5 casos de lesión ocular parcial | 40 |
2 casos de lesión ocular total | ||
33 casos de lesiones generales | ||
Total | 164 |
De acuerdo con este sintético recorrido, a través del presente artículo se hace un llamado a la comunidad internacional para continuar siendo veedora de este tipo de situaciones en Colombia, buscando su no repetición. De la misma manera, se hace una denuncia con respecto a los hechos acontecidos en el país, pero también al subregistro de la información, a las barreras legales para dar respuesta a las violaciones de derechos humanos y, como lo ha argumentado la CIDH (2021), frente a la falta de transparencia en los procedimientos legales y la falta de consistencia de la información suministrada por distintas entidades estatales, y entre la información de dichas entidades y la aportada por la sociedad civil.
Este tipo de respuesta estatal amplía las exclusiones, las desigualdades y las violencias históricas del país, amplía las polarizaciones presentes y evidentes en momentos electorales y ante acontecimientos de gran relevancia para el país, como lo fue la firma del Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las antiguas FARC-EP (2016). Además, evoca los distintos momentos en la historia del país en los que, como lo ha planteado María Teresa Uribe (1999), se ejerce la violencia directa del pueblo contra el pueblo.
El estallido popular ocurrido en Colombia entre el 28 de abril y el 26 de agosto de 2021 comprende un conjunto de acciones insurrectas de movilización desplegadas en las calles y en el espacio digital, como respuesta a una serie de medidas del Estado que integraron situaciones coyunturales y estructurales, las cuales profundizaron la precarización y el exterminio de sectores marginales. Estas acciones, las cuales fueron sostenidas durante estos meses por jóvenes de barrios populares, mujeres, estudiantes, padres y madres de familia, entre otros agentes sociales, incluyeron paros, manifestaciones masivas, bloqueos, cacerolazos, acampadas, ciberactivismo y acciones performáticas. La respuesta del establecimiento a este escenario de desestabilización al status quo fue dilatar las negociaciones y ejercer niveles de violencia armada contra la población civil, comparables al de una guerra interna, desconociendo principios elementales de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario.
Aunque fueron muchos los agentes sociales comprometidos, los jóvenes fueron protagonistas de estas acciones insurrectas y las principales víctimas de los crímenes de Estado ejecutados por las fuerzas del orden, en el marco de la confrontación, tal como se evidencia al inicio del artículo. Con el objetivo de evidenciar las prácticas, procesos y productos de resistencia y re-existencia llevados a cabo por los jóvenes en este contexto, a continuación, se presentará un análisis de cada uno de estos aspectos, guiados por categorías inductivas que surgieron del análisis de datos procedentes de las entrevistas. Las resistencias fueron abordadas desde las categorías confrontación y aguante. Y las re-existencias fueron analizadas a través de las categorías territorialidad y prácticas estéticas.
Las teorías sobre la resistencia social y civil han sido ampliamente desarrolladas por disciplinas como la filosofía, la historia, la sociología y la ciencia política. Luego de la revolución francesa, en el marco de la formalización de los derechos civiles y políticos en el mundo occidental, fueron reconocidos los derechos de rebelión, de revolución y de resistencia a la opresión como atributos legítimos de los pueblos frente a gobernantes que llegan al poder por vías ilegales e inconstitucionales, o que ejercen medidas arbitrarias o violentas contra la sociedad civil durante su mandato (Tilly y Wood 2008). En la literatura se distinguen tres enfoques analíticos.4
Otro hito importante de la resistencia social y civil se produjo en el marco de los movimientos sociales de 1968 en Europa y Estados Unidos. De acuerdo con Melucci (1999) y Flórez (2010), durante esta coyuntura se visibilizaron movimientos de contracultura que, tras el posicionamiento de nuevos objetivos y repertorios de lucha, evidenciaron un giro en las formas de resistencia que se sintetiza en cuatro aspectos: acciones de resistencia más allá de la lucha de clases; reivindicaciones que transitaron de lo económico-material a lo cultural-simbólico; procesos organizativos más horizontales; y ámbitos de incidencia que incluyeron lo macro y lo micropolítico. Este escenario también mostró que, si bien la resistencia organizada de los movimientos sociales se inscribe en dinámicas civilistas y aspiraciones orientadas a la defensa de la democracia como vectores de un nuevo orden social (Touraine 1987), las transformaciones geopolíticas y el posicionamiento del capitalismo neoliberal, desde finales del siglo xx, agudizó el conflicto en la vida social y encaminó la resistencia no hacia la eliminación del adversario sino hacia su confrontación agonística.
Desde inicios del siglo xxi, emergieron nuevas dinámicas de movilización social. Un primer hito de estas formas de resistencia se observa en las revueltas de Seattle (1999), Cancún (1999 y 2003), Praga (2000), Barcelona (2001 y 2003), Génova (2001) y Porto Alegre (2001 y 2005), las cuales interpelaron la naturalización de la desigualdad y la exclusión como patrones del modelo capitalista. El segundo hito, también conocido como alteractivismo (Pleyers 2018), constituido a partir de 2011 por movimientos como Ocuppy Wall Street (Estados Unidos), los indignados del M-15 (España), las llamadas revueltas árabes, así como los movimientos estudiantiles de Chile y Colombia, develó la obsolescencia del orden económico mundial y visibilizó las tecnologías digitales como mediaciones claves para este tipo de movilizaciones.
Por último, con los estallidos sociales de 2019 y 2020, los cuales tuvieron lugar en Asia Oriental, Oriente Medio, Europa Occidental y América Latina, se consolidó la participación de los jóvenes, quienes asumieron que la implementación de las medidas neoliberales no solo precariza a los trabajadores, sino que se constituye en un sistema criminal que atenta contra la vida humana y no humana (Amador y Muñoz 2021). En este contexto, y tras los impactos de la pandemia por el virus SARS Covid-19, se produjo el estallido popular en Colombia en 2021.
En el marco de una sublevación popular, la confrontación comprende un conjunto de actitudes, discursos y prácticas de oposición ante una problemática social, una situación violenta originada por el establecimiento o el sostenimiento de condiciones de desventaja para determinados sectores sociales. Una vez inició el estallido, hacia la cuarta semana de abril, se conjugaron repertorios de enfrentamiento que evidenciaron el rechazo de los jóvenes hacia las desprestigiadas instituciones del Estado5 con prácticas sistemáticas de violencia provocadas por el establecimiento, las cuales se intensificaron hasta convertirse en estrategias de terrorismo ejercidas por las fuerzas del orden y sectores paraestatales.6
De este modo, emergieron al menos dos grandes formas de confrontación: la confrontación física en las calles, que consistió en la exposición de los cuerpos juveniles frente a las estrategias mecanizadas e industrializadas de guerra interna implementadas por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad); y la confrontación simbólica, basada en actividades performáticas y ciberactivistas que, si bien no implicaron enfrentamientos directos con la contraparte, tuvieron como objetivo denunciar los actos terroristas del Estado, provocar al establecimiento con el fin de develar las contradicciones sociales y convocar a otras personas y sectores para que se sumaran a la insurrección. Lo corroboran tres jóvenes participantes:
Esta indignación es la que obliga a la gente a enfrentarse al Estado. Padecer las acciones del Esmad y la militarización, en lugar de generar miedo, impulsa a los jóvenes a mantenerse en la confrontación y el aguante. Es la guerra del Estado opresor contra esas generaciones de jóvenes que, paradójicamente, huyen de la guerra, pero que la vivieron en sus barrios (Juan, líder estudiantil, Bogotá).
Los medios alternativos son claves para llegar a la gente que no está en el tropel. Altera la matriz mediática que manipula el descontento. Transforma la retórica de los medios tradicionales. Los medios alternativos no solo contradicen esos discursos, sino que divulgan las razones y sentires de las personas en movilización. Mis parceros hicieron videos cortos, notas, podcast, espacios para favorecer los flujos de información. Las redes sociales favorecieron el trabajo, especialmente porque no contábamos con recursos. Muy valiosa esta división del trabajo (Laura, grupo de mujeres, Medellín).
Comparto esta canción para decirlo más claro: Yo quiero morirme de viejo, así como lo hará Miguelito (…) Con mi tambor y mi sombrero, allá en ese humilde pueblito (…) No puedo morirme en las manos de aquellos que quieren callarme para que mañana en el pueblo ninguno pueda recordarme (…) ¿Qué pasó con Policarpa? ¿Qué pasó con Jaime Garzón? ¿Qué pasó con Jorge Eliécer? La patria no paga los muertos, la historia se pierde en el tiempo si nadie la puede contar (…) La guerra son dos ricachones sentados jugando ajedrez, tomando al pueblo de peones y defendiendo a sus reyes (…) Jaque mate, cayó y cayó, otra madre lloró y lloró” (Rallan, artista y gestor cultural, Cartagena).
De acuerdo con lo expuesto, la confrontación en el estallido es una práctica radical, a veces violenta, que explicita relaciones de oposición y contradicción entre sectores populares y grupos de poder (Giménez Montiel 2016 [1978] y González 2016). Como se observa, los posicionamientos de los jóvenes participantes evidencian cuatro condiciones que motivan y acompañan la confrontación. Por un lado, la implementación de estrategias de confrontación físicas, mediáticas y performáticas, tanto de choque como simbólicas, que expresan de manera simultánea el miedo, la ira, el desprecio y el desafío al poder estatal.7 En segundo lugar, al calor del tropel, los jóvenes empezaron a asumir una narrativa común que articuló pensamientos y acciones colectivas en medio de las diferencias y las disidencias: lo popular. De esta manera, en medio del caos que implica una sublevación, se empezaron a generar ordenamientos populares en la confrontación, a través de la primera, segunda y tercera líneas, así como formas de protección y empatía entre los manifestantes.
El tercer aspecto está relacionado con la confrontación por medio de tecnologías digitales. Los contenidos que circularon por los medios de comunicación populares y alternativos denunciaron las prácticas terroristas implementadas por las fuerzas del orden. Esto hizo posible comprender que no se trataba de prácticas bélicas excepcionales, sino de un conjunto de estrategias de guerra, enmarcadas en la lucha antiterrorista, organizada y sistemática. Los contenidos que se divulgaron por medio de estas prácticas ciberactivistas también transmitieron, vía streaming, hechos de persecución, hostigamientos y ataques a manifestantes. En suma, se trata de prácticas comunicativas que alteran la matriz mediática del establecimiento, tal como lo afirma Laura, las cuales configuraron una especie de ágora digital en la que confluyeron activistas y ciudadanos comunes. Este escenario digital, constituido en mediación, habilitó a las juventudes populares a sentipensar a través de dinámicas sensoriales y multimodales que favorecieron la articulación entre la acción colectiva y conectiva (Amador y Muñoz 2021).8
El cuarto aspecto de la confrontación alude a prácticas estéticas que se llevaron a cabo en el espacio físico, y que luego se mediatizaron, con el fin de propiciar recursos interpretativos en las personas para que reconozcan los aspectos estructurales y formales de los discursos hegemónicos. Aunque las prácticas estéticas cumplieron otras funciones que se analizarán más adelante, en este caso también operaron como mecanismos de confrontación al emplear lenguajes que propiciaron la experimentación de emociones y reflexiones en las audiencias, en torno a la defensa de la vida y su correlato “no dejarse matar”, tal como lo expresa el artista Rallam en su canción. Además de denunciar cómo los jóvenes suelen convertirse en los cuerpos sacrificables para el sostenimiento de un orden social dominante (Mbembe, 2011), para los artistas del estallido la confrontación es necesaria con el fin de trascender y ser recordados.
En el marco de los repertorios de confrontación, simultáneamente surgió el aguante. Para algunos jóvenes, el aguante se relaciona con una práctica llevada a cabo por los barristas de futbol, muchos de ellos partícipes del estallido, que tiene como propósito alentar a su equipo, así este vaya perdiendo. El aguante en los barristas también refiere a una actitud combativa que exige a sus integrantes mantenerse de pie en la tribuna, danzando y coreando las líricas que los identifican como hinchas y que, en muchos casos, los dispone colectivamente para enfrentar los mensajes de sus adversarios en medio de las tensiones de un clásico. Desde una mirada que combina lo contracultural y lo satírico en la que el aguante se ubica en una zona gris entre combatividad y resignación, René, vocalista de la banda Calle 13 (2014), afirma “Aunque no queramos, aguantamos nuevas leyes, aguantamos hoy por hoy que todavía existan reyes (…) Que aguanten la revancha, venimos al desquite (…)”.
El aguante en el contexto del estallido social refiere a la capacidad de los jóvenes insurrectos para mantenerse en la contienda y repeler las acciones violentas de las fuerzas del orden a pesar de los daños físicos y psicológicos ejercidos por estas. Además de aguantar y buscar estrategias para sostener la revuelta, los jóvenes generaron mecanismos de protección colectiva por medio de tres estrategias: instalando puntos de bloqueo y concentración de manifestantes; promoviendo actividades de diálogo y reflexión a través de ollas comunitarias, mingas, talleres, actividades artísticas, campamentos y asambleas; e implementando estrategias de protección desde las primeras líneas. Veamos:
La violencia que sufrimos fue grave. Temimos por nuestras vidas, llegamos a estar tirados en el suelo de un parque, gaseados y torturados. Nos tapaban los ojos y disparaban. La defensoría nos decía que nuestros testimonios no servían de nada, pero aguantamos como dicen los barristas (Felipe, Gestor alternativo de Derechos Humanos, Bogotá).
En la noche la policía llegó a Siloé, disparando y matando. En Ciudad Jardín, un camión con placa oficial llevaba personas de civil, armadas, que empezaron a disparar contra los muchachos que estaban en el punto de concentración (Joven, primera línea, Puerto Resistencia, Cali).
Nos tomamos varios puntos de la ciudad, por ejemplo, el puente de los mil días, que luego llamamos el puente de las mil luchas. En estos puntos la gente cocina, acompaña, cuida, es toda una sinergia social (…) Es un mecanismo para protegernos del Estado opresor (Alejandra, líder social del Distrito de Aguablanca, Cali).
En la primera línea tenemos escudos de lata, cascos, gafas y caretas lacrimógenas. Contamos con una estrategia de autoprotección y defensa que busca el cuidado de los demás manifestantes. En el momento en el que el Esmad empieza a disparar, lanzar bombas o gasear, los integrantes de la primera línea nos unimos y le damos el tiempo a los demás para que ataquen o se resguarden. Más atrás están los de primeros auxilios. Aprendimos a hacer esto luego de lo que ocurrió con Dylan Cruz en Bogotá (Joven, primera línea, Medellín).
Como se aprecia, se trata de un mecanismo de contención que acompaña la confrontación, el cual sirvió no solo para conjurar los miedos en el marco de la revuelta, sino que también operó como estrategia de reconocimiento popular y cuidado colectivo. Frente al primer aspecto, vale decir que el estallido refleja lo que Zibechi (2018) denomina pueblos en movimiento, es decir, un espectro de fuerzas y acciones colectivas territorializadas, caracterizadas por la coexistencia de relaciones sociales heterogéneas respecto a las hegemónicas. Aunque Zibechi (2018) refiere a los pueblos originarios y campesinos como precursores de esta tendencia en Abya Yala, también incluye a quienes se sublevan al poder capitalista en las periferias urbanas. En consecuencia, esa polifonía de voces y experiencias que emergió al fragor del ataque mortífero del Esmad y de la persecución paramilitar en medio de la noche en los puntos de concentración, se constituyó en una experiencia que empezó a cristalizar lo común.
El aguante también se convirtió en un escenario para el cuidado y la alteridad radical en diversas situaciones. Una de ellas fue la labor coordinada entre la primera, segunda y tercera líneas, las cuales llevaron a cabo una suerte de división del trabajo, a partir de experiencias anteriores en las que los manifestantes estuvieron expuestos a los ataques del Esmad, tal como ocurrió con Dylan Cruz en las movilizaciones de 2019 en Bogotá. El trabajo entre estas líneas respondió no solo a una estrategia de combate, sino también a un pronunciamiento de reconocimiento frente al otro, en medio de su desventaja o vulnerabilidad (Lévinas 2015). Se trata de un modo de alteridad que se experimenta frente al rostro de aquel que ha sido despojado, ultrajado y negado por el sistema dominante, así como de cuerpos en movimiento que, sin experiencia alguna en muchos casos, se dispusieron a desafiar la opresión para que otros pudieran resguardarse y conservar su humanidad.
La re-existencia es un proceso histórico, estético-político y ontológico que surge de las trayectorias teóricas y prácticas de los movimientos del Sur Global. De acuerdo con Albán (2012), se trata de un des-centramiento experimentado por los oprimidos frente a las narrativas hegemónicas que históricamente los han representado como sujetos deficitarios, especialmente desde la racialización, el clasismo y el patriarcado. Estas narrativas se enmarcan en la existencia de una matriz de poder (Quijano, 2007) que, por medio de dispositivos de control social y reproducción del estatus quo, han naturalizado la dominación, la desterritorialización y la deshumanización. En consecuencia, este descentramiento, además de proponer alternativas estético-políticas por medio de la visivilización de otras narrativas basadas en la autorrepresentación, propende por la reterritorialización (Escobar 2015) como camino posible hacia la descolonización, la desmercantilización y la despatriarcalización (Santos 2009).
Desde la perspectiva político-estética, Albán plantea las estéticas de re-existencia como expresiones de des-ocultamiento y visibilización de formas y planes de vida distintos, divergentes, disruptivos, en contracorriente a las narrativas de la homogenización cultural. Se trata de productos, prácticas y procesos estéticos que se ubican en los márgenes de la institucionalidad y en los intersticios del poder, los cuales, al ser difíciles de localizar y cooptar por parte del establecimiento, propician autonomías en las formas de pensar y construir la memoria social y colectiva. Estas formas estéticas –otras de existir, desde lenguajes y acciones que trascienden los relatos moderno-coloniales–, rompen con el oculocentrismo (Rivera 2016) legitimado por las formas del arte eurocéntricas y hacen visible otras formas de sentipensar desde espacios liminares que fracturan progresivamente los dispositivos de control, como contribución a la reinvención del nosotros (Escobar 2015). Este proceso implica un redescubrimiento de las bases existenciales de lo ancestral, lo campesino y lo popular.
En relación con lo territorial, López y Betancourt (2021) se refieren a las dialécticas de re-existencia, entendidas como el conjunto de saberes y prácticas territoriales que dan sentido a la vida de sujetos sociales desde la identidad territorial en movimiento, la materialidad y la subjetividad de lo común, los avances y retornos en el contexto del conflicto y la comprensión de las asimetrías de dominación. Las dialécticas de re-existencia en cuestión hacen visibles formas emergentes de acción colectiva que, en las últimas dos décadas, han desafiado al sistema dominante y resistido a la imposición de proyectos de extracción masiva y de despojo. Ante la proliferación de conflictos ambientales y la ampliación de espacios y formas de defensa de la naturaleza y el tejido social, la resistencia se ha convertido en una forma de re-existencia, en la que se ambientaliza la lucha social desde lo eco-territorial y los pluriversos que hacen posible la creación y recreación de formas de vida relacionales (Escobar 2015).
El concepto de territorio ha tenido un desarrollo amplio en las ciencias sociales desde el siglo xix. Luego del predominio de los enfoques instrumental y fisicalista del territorio, en los que este se concibió como un espacio neutral, estático y absoluto, ha surgido una perspectiva densa y profundamente emancipadora de este fenómeno de la naturaleza y la sociedad, la cual le otorga valor especial a sus dimensiones social, cultural y política. De esta manera, el territorio se entiende como una construcción sociocultural de largo aliento, dinámica y conflictiva, cuyos actores centrales pertenecen a las comunidades y las instituciones del establecimiento.
Este cambio se enmarca en el llamado giro territorial, el cual introdujo el concepto de territorialidad a partir de tres perspectivas. Por un lado, la existencia de interrelaciones entre sistemas de significados, representaciones y prácticas de comunidades ancestrales y campesinas y el territorio. Este proceso devela los sentidos que adquieren ciertas cosmovisiones, planes de vida y formas de interexistencia para estas comunidades en el marco de sus vínculos e identificaciones con el territorio (Escobar 2015). Por otro lado, la configuración de concepciones de territorio que devienen subjetividades políticas de tipo comunitario, las cuales orientan procesos de lucha y de gestión de los espacios sociales necesarios para la expresión de la autonomía como pueblo y comunidad política (Zibechi 2018). Y, en tercer lugar, la visibilización de luchas por el territorio como derecho a la autodeterminación frente a un Estado y unos grupos de poder que han tenido el monopolio y el privilegio de ocupar, explotar, expropiar y mercantilizar estos espacios a partir de la idea capitalista del territorio.
En el contexto del estallido, fue evidente la emergencia de territorialidades populares disruptivas, entendidas como procesos socio-políticos y culturales que develaron la existencia de conflictos entre las juventudes marginadas y las fuerzas del orden en abierta disputa por la ocupación de determinados territorios. A diferencia de las condiciones en las que se produce la ocupación de las comunidades en territorios indígenas o campesinos como estrategia de autonomía, la presencia de jóvenes y otros grupos sociales en una vía principal, un barrio popular, debajo de un puente o en un portal del sistema público de transporte representa un ejercicio de poder popular a partir de agencias políticas territorializadas y formas de cogobierno in situ desde las calles. Estos procesos también se evidenciaron en las formas de nombrar, renombrar y resemantizar ciertos lugares, convertidos ahora en espacios que subvierten el orden hegemónico territorial y simbólico. Estos relatos así lo ilustran:
En los puntos de concentración vemos al pueblo, barristas, jóvenes, vecinos, artistas. Esta ciudadanía es popular y rebelde, por eso Puerto Rellena es ahora Puerto Resistencia. Tenemos que hacer lo posible para que la gente entienda que el que rompe un vidrio en medio de este estallido no es un criminal. Criminal es el que roba tierras a campesinos (Sebastián, líder social, Cali).
Una vez llegó Luis Ernesto Gómez (secretario de Gobierno de Bogotá). Él no sabe trabajar en campo y sus gestores de la alcaldía tampoco sabían. Les demostramos que lo estaban haciendo muy mal y logramos gestionar espacios con la dependencia de Derechos Humanos de la Policía de Bogotá y realizamos mesas de diálogo. Nos traicionaron, pero nos empezamos a sentir más fuertes con la verificación internacional de la CIDH (Felipe, Gestor alternativo de Derechos Humanos, Bogotá).
Por otro lado, la ocupación permanente de estos espacios, a lo largo del estallido, hizo posible el despliegue de micropolíticas en la vida cotidiana, a partir de escenarios de diálogo sobre problemáticas de las familias populares. En estos espacios se discutió sobre los efectos de las reformas tributaria, pensional y laboral en la situación económica de las familias, sobre las deplorables condiciones de trabajo de jóvenes y adultos, sobre la falta de oportunidades de las personas para cursar educación postsecundaria, así como la necesidad de replantear situaciones relacionadas con el machismo, el racismo y otras formas de exclusión en los espacios familiares, educativos y laborales. Por último, la persistencia de las juventudes populares en las calles hizo posible que algunos pueblos indígenas, organizados en mingas itinerantes, hicieran presencia solidaria en los puntos de concentración y se propiciara el diálogo de saberes y la negociación cultural.
El vecino también entendía la problemática. La gente decía que no tenía qué comer, sin trabajo, sin servicios, sin educación. En el portal se resignificó el espacio porque quisimos generar una identidad diferente. Aprendimos cómo hacer una asamblea, cómo debatir, cómo llegar a acuerdos (Juan, líder estudiantil, Bogotá).
Hay un mal gobierno, no hay oportunidades. La gente ya sabe cómo funciona esto, por eso estallamos. Lo que buscamos es que esto también sea un estallido de cultura, de exigibilidad de derechos, de nuevo país. Las primeras líneas somos obreros, jóvenes, madres, estudiantes, desempleados, por eso estamos construyendo desde el poder popular (Joven, primera línea, Medellín).
Todos sabemos que el expresidente (…) dio la orden y por eso le dispararon a la guardia indígena al llegar a Ciudad Jardín. A pesar de todo lo que pasó, aprendimos de la minga, la guardia y su legado ancestral (…) la lucha de los indígenas es también nuestra lucha. Y nuestra lucha también es la de ellos (Alejandra, líder social del Distrito de Aguablanca, Cali).
Como se aprecia, la territorialidad del estallido se enmarca en una noción emergente de poder popular que fue tramitada en los espacios de diálogo, concertación y toma de decisiones. Más allá de una sublevación anárquica y sin rumbo alguno, los posicionamientos de los participantes evidencian que las rebeldías callejeras devinieron poder popular, entendido como un ejercicio de articulación entre necesidades, intereses y utopías de grupos marginados, alrededor de tramas de sentido que se fueron fortaleciendo a través de la territorialidad. Por esta razón, este poder popular tomó decisiones sobre las formas de habitar conjuntamente el territorio en calidad de autogobierno.
También produjo otras formas de enunciar y visibilizar calles, puentes, monumentos y esculturas como prácticas político-culturales para subvertir representaciones hegemónicas asociadas con el lugar (Escobar 2015). Asimismo, la territorialidad se extendió a los microespacios de la vida cotidiana, a partir de ejercicios de deliberación liderados por diversas personas, sin pretensiones de fungir como vanguardia, que buscaron incidir en los procesos de despatriarcalización, desmercantilización y cuidado de la naturaleza. Por último, la presencia de la minga y la guardia indígena contribuyeron a la construcción de solidaridades en una perspectiva horizontal y diatópica alrededor del diálogo de saberes (Santos 2009).
Los procesos, prácticas y productos estéticos llevados a cabo desde la segunda mitad del siglo xx, en el marco del llamado arte político, se han distinguido por su carácter expresivo, transgresor y reparador (Amador, 2021). En relación con el primer aspecto, se puede señalar que la función expresiva de los procesos estéticos refiere a posibilidades de representación, sensibilización y reflexión que estos provocan, a partir de su circulación y apropiación en la esfera pública. De acuerdo con Rancière (2008), el arte, convertido en experiencia estética, es una producción cultural que puede hacer posible el reparto de lo sensible y operar como dispositivo performativo para provocar resonancia ética y política.
Por otro lado, la función transgresora de la práctica artística es un proceso por el cual, tanto las representaciones como las acciones en el espacio público, pueden llegar a subvertir los lenguajes del poder, especialmente en lo que concierne a las políticas negacionistas y de olvido que operan desde ciertas élites. Y, en relación con la función reparadora, es posible que los procesos estético-políticos contribuyan a la dignificación de los grupos históricamente marginados. Más que obras de arte, algunos colectivos propician actos de curación simbólica (Rubiano 2014) en las poblaciones y los territorios afectados por la injusticia y la violencia. De esta manera, surgen encuentros entre artistas y comunidades que se convierten en litigios simbólicos, los cuales pueden contribuir a la ruptura del orden simbólico.
En un horizonte epistémico distinto pero complementario a lo expuesto, Albán (2012) sostiene que las estéticas de re-existencia parten de un desprendimiento de los cánones sobre lo bello y la técnica del arte procedentes del eurocentrismo, a partir de la visibilización de otros lenguajes y representaciones desde los pueblos marginados del Sur Global. Además de la producción estética de los pueblos originarios, estas estéticas se profundizan y enriquecen al tener en cuenta las diversas gramáticas que auto y/o correpresentan las realidades de las minorías excluidas por género, opciones sexuales y generación. Se trata de la construcción de prácticas éticas, estéticas y políticas que hacen visibles las luchas de estos grupos por la dignificación de la vida y por el derecho a presentarse y no solamente ser representados por otros.
Las prácticas estéticas durante el estallido fueron diversas. Algunas prácticas de este tipo se caracterizaron por ser producidas de manera colectiva y colaborativa, y por adquirir un significado comunitario y rebelde desde la autorrepresentación. Otras prácticas sobresalieron por denunciar hechos emblemáticos de terrorismo de Estado por medio de pintadas en gran formato que se convirtieron en representaciones en disputa con las fuerzas del orden, las cuales, luego de ser borradas por el ejército, fueron reconstruidas o reinventadas. Varias de estas pintadas fueron registradas desde el aire y puestas en circulación a través de redes sociales. Por último, algunos jóvenes plantean que estas prácticas estéticas no se pueden confundir con actividades para distraer o producir un estado de indefensión en los miembros del movimiento. Antes bien, se trata de actos profundamente políticos que propician condiciones de sensibilidad y de reflexión para la acción política y combativa. Veamos:
El monumento a la resistencia fue construido durante diez días por jóvenes que hacen parte de la primera línea, aunque muchos ayudamos en su materialización. Representa un puño que sostiene la palabra resiste con los colores de la bandera. No nos gastamos miles de millones, no nos demoramos 10 años, no hubo sobrecostos. Muchos vecinos aportaron un bulto de cemento, una palada de arena, tarros de pintura, varillas, comida, agua (…) (Joven, primera línea Cali).
Los grafiteros y artistas urbanos hicieron una gran pintada con la frase Estado asesino en la avenida San Juan y el ejército lo tapó con pintura gris9. Días después, los muchachos escribieron en varios muros El pueblo no se rinde carajo. Aunque también lo borraron, ambas pintadas fueron fotografiadas desde el aire y se divulgaron por redes sociales (Joven, primera línea, Medellín).
Algunos malinterpretaban lo artístico. Lo artístico era para el interés prioritario: la movilización. Las prácticas artísticas invitaban a hacer agenda política y cultural. No eran acciones para pacificar y mermar el paro. O para que esas actividades nos relajaran y luego nos asesinaran (Juan, líder estudiantil, Bogotá).
Como se observa, las prácticas estéticas en el contexto del estallido evidencian que lo performativo es político y que las expresiones artísticas se constituyen en dispositivos culturales que contribuyen a la sensibilización y la reflexión, pero también a la acción combativa. Al respecto, llama la atención cómo las bases del movimiento articularon los procesos de territorialización ya analizados con la producción y exhibición de monumentos rebeldes. Particularmente, el monumento a la resistencia, situado en Cali, contiene tres propiedades que lo hacen singular. Por un lado, es una producción desde abajo que busca, tanto la auto como la correpresentación del pueblo oprimido, situación que coincide con el planteamiento de Albán sobre la visibilización de una estética de la re-existencia que, en este caso, integra expresiones de lo ancestral, lo generacional y el género. De acuerdo con algunos jóvenes de Cali, este monumento le dio continuidad al acto descolonial en el que fue derribada la estatua del conquistador Sebastián de Belalcázar10.
Esta lucha por el sentido, en torno a los lugares y los monumentos, también se evidenció en los conflictos surgidos entre las pintadas, murales y grafitis que denunciaron el terrorismo de Estado y los actos de invisibilización realizados de manera sistemática por integrantes del ejército11. Este conflicto, que fue recurrente en varias ciudades, evidenció que los artistas urbanos reconfiguraron sus repertorios de acción político – estéticos al incluir la pintada en gran formato en las vías (Cartier 2022). Este desplazamiento de los muros a las vías hizo posible que la acción performática callejera fuera mediatizada para convertirse en una pieza de memoria que empezó a circular por los medios digitales, a modo de narrativas visuales.
Por último, estas estéticas de re-existencia también contribuyeron al reparto de lo sensible (Rancière 2008) en la medida que fungieron como representaciones y artefactos de transgresión frente a los poderes instituidos. Esta distribución de lo sensible contribuyó a que, tanto los integrantes del movimiento como los transeúntes, se tomaran el tiempo para reflexionar y tomar posición frente a lo acontecido, más allá del miedo o la conmoción (Sontag 2004). Asimismo, se trata de prácticas que no se agotan en expresiones capturadas por las representaciones dominantes enmarcadas en lo folclórico y lo artesanal como reflejo del pasado bárbaro. Antes bien, se trata de estéticas de re-existencia que, desde sistemas de signos ancestrales, populares, juveniles y callejeros, conminan a la acción social. De acuerdo con algunos jóvenes de Cali, Bogotá y Medellín, estas prácticas estéticas no tienen que ver con formas irreflexivas del goce, sino con posturas del arte político y popular que integran lo combativo en medio de las masacres originadas por las fuerzas del orden.
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Fecha de recepción: 23.07.2022
Fecha de aceptación: 06.10.2022
1 Este informe se centró en las movilizaciones que tuvieron lugar entre abril 29 y mayo 31 de 2021.
2 Se empleó por primera vez en el marco del Paro Nacional y no ha sido usada en países de la región en manifestaciones, al tener un impacto inespecífico, en cuanto lanzador múltiple de proyectiles.
3 Los 164 casos que aparecen en esta tabla fueron descritos de forma particular durante el informe. Sin embargo, en el mismo informe se dice que la Misión documentó aproximadamente 180 violaciones a los derechos humanos en el marco del Paro Nacional.
4 El enfoque mecanicista plantea la existencia de contradicciones entre la razón ciudadana y la razón de Estado, entendidas como condiciones de oposición estructurales que, en coyunturas específicas, tras la presencia de hechos que evidencien ilegitimidad de las instituciones, pueden originar prácticas de resistencia social. En el enfoque organicista, especialmente inspirado en Hobbes, se tiende a considerar que la sociedad es una especie de cuerpo biológico en el que el orden se debe imponer ante los virus que buscan desestabilizar el sistema vivo. Por último, desde una perspectiva ética y política, surge la resistencia civil, entendida como un acto de defensa de los valores humanos imprescriptibles y los derechos inalienables, los cuales se convierten en motivaciones fundamentales para ejercer formas de movilización no violentas (Amador 2014).
5 De acuerdo con la encuesta realizada por la Universidad del Rosario y Cifras y Conceptos (2021), los jóvenes tienen una gran desconfianza frente a las instituciones, así: el 91% no confía en la Presidencia de Colombia, el 87% no confía en la Policía Nacional, un 81% no confía en la Gobernación Departamental, el 79% no confía en la Alcaldía Municipal y un 73% no confía en las Fuerzas Militares.
6 Los datos presentados al inicio del artículo evidencian que se trata de un modo de terrorismo de Estado, orientado por el gobierno nacional, el cual establece quiénes pueden vivir y quiénes deben morir, además de hacer parte de una estrategia que buscó atenuar los efectos del estallido e imponer el miedo para paralizar políticamente a unos y anestesiar a otros. Asimismo, es una forma de estigmatización y criminalización del joven inconforme, a quien se le puede disparar a quemarropa si es necesario, dada su presunta peligrosidad y potencial criminal.
7 En la encuesta realizada por la Universidad del Rosario y Cifras y Conceptos (2021), los jóvenes señalan, en relación con los hechos del paro, que las emociones que han experimentado con mayor frecuencia son: tristeza (33%), ira (27%), miedo (25%), frustración (22%), rabia (21%), desagrado (19%), esperanza (18%), desilusión (17%), sorpresa (7%) y alegría (5%).
8 La acción conectiva refiere a movilizaciones, sin liderazgos ni estructuras jerárquicas visibles, alimentadas por prácticas comunicativas mediadas por tecnologías digitales y herramientas de Internet, gestadas informalmente por ciudadanos identificados con la misma causa (Bennett y Segerberg, citados por Amador y Muñoz 2021).
9 De acuerdo con el portal Cartel Urbano (2021), la pintada realizada en la avenida San Juan de Medellín el 2 de mayo de 2021 por la comunidad grafitera de Medellín fue cubierta con pintura gris por miembros del Ejército.
10 Durante la jornada de protesta del 28 de abril de 2021 fue derribada la escultura de Sebastián de Belalcázar en la ciudad de Cali. En 2020, el monumento de este mismo conquistador, ubicado en Popayán (Cauca), fue derribado por un grupo de indígenas Misak (Canal institucional 2021).
11 Las prácticas de censura por parte del Ejército iniciaron con el ocultamiento del mural titulado “¿Quién dio la orden?”, el cual ilustra gráficamente los altos mandos que presuntamente dieron la orden de las ejecuciones extrajudiciales en el periodo presidencial de Álvaro Uribe (Cartier 2022).