DOI: 10.18441/ibam.23.2023.83.11-36

 

 

 

 

El sueño a la distancia. Lugares de memoria en los documentales El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló, 2010) y La cordillera de los sueños (Patricio Guzmán, 2019)1

Dreaming from Far Away. Places of Memory in the Documentaries El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló, 2010) and La cordillera de los sueños (Patricio Guzmán, 2019)

Ilse Mayté Murillo Tenorio

Universidad Autónoma de Querétaro, México

ilse.murillo@uaq.mx
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-4330-873X

Samuel Lagunas Cerda

Universidad Autónoma de Querétaro, México

samuel.lagunas@uaq.mx
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-0869-1104

Introducción

En las narraciones sobre o desde el exilio, la relación entre espacio y memoria adquiere una intensidad dramática motivada tanto por las razones que ocasionan el desplazamiento entre lugares (represión, persecución, censura), como por las emociones y sentimientos involucrados en el movimiento: la pérdida, el enojo, la nostalgia, el miedo, la incertidumbre o la esperanza, los cuales a su vez se entrecruzan con procesos de duelos y traumas. En este entramado político y afectivo, el paisaje del hogar –del país perdido– deja de ser solo un topos, en tanto “unidad ecológica estructural” y objeto de contemplación, para convertirse en un locus, es decir, un espacio de relación entre sujetos y objetos en el que se superponen, como en un palimpsesto, distintas capas de temporalidad y de significados (Carapinha 2009, 117). Además, visto a la distancia, tanto espacial como temporal, el lugar se reconfigura como un repositorio abierto a “la dialéctica del recuerdo y de la amnesia, inconsciente de sus deformaciones, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, capaz de largas latencias y repentinas revitalizaciones” (Nora 2008, 20-21).

En este artículo partimos de dos premisas principales: 1) que en los discursos de la memoria en la historia reciente de América Latina los significados y usos del espacio se han convertido en un elemento central para la construcción de memorias individuales y colectivas; las cuales, a su vez, son resultado de la multiplicación y diversificación de la presencia de administradores y portadores de la memoria en el espacio público (Traverso 2007b, 48); y 2) que el cine documental en primera persona ha sido un modo privilegiado en el que las relaciones entre memoria y espacio logran ser representadas visual y sensorialmente, evidenciando sus distintas dimensiones y escalas en un sentido ético y estético.

En el caso chileno, al igual que en otros países del Cono Sur, marcado por las violencias y las represiones de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet (1973-1990), el cine documental reciente, especialmente el realizado en la segunda década del siglo xxi, ha servido no solo para remontarse a un momento histórico de difícil acceso, sino también para conformar un complejo diálogo intergeneracional y transgeneracional, donde las memorias de los padres y las madres entran en discusión con las memorias de las y los hijos, y estas a su vez se reconfiguran y proyectan en múltiples horizontes de futuro. La primera persona, en este sentido, es una expresión de una memoria subjetiva y parcial que, en su recuerdo del locus, articula y performa una relación del lugar con los archivos personales, familiares y generacionales, así como con otros sujetos que se expresan a través de testimonios personales, cartas, fotografías o incluso de obras de arte: esculturas, pinturas, animaciones, etcétera. Con esto, los grandes relatos –no solo aquellos enunciados por los gobiernos dictatoriales y post-dictatoriales, sino también aquellos reivindicados por los grupos militantes– son revisados y puestos en tensión. Podríamos decir que son agrietados y que esas grietas, en el caso chileno, son ya raíces que han hecho brotar pasados borrados y silenciados que han provocado enfrentamientos, negociaciones y conciliaciones de los distintos pasados experimentados al interior de la sociedad chilena.

Para profundizar en la discusión sobre los lugares de la memoria en el documental chileno reciente, hemos elegido como casos de estudio las películas El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló, 2010) y La cordillera de los sueños (Patricio Guzmán, 2019), las cuales construyen, a través del “yo”, un discurso subjetivo desde donde indagan en sus respectivos pasados individuales y aspiran a edificar puentes con otros sujetos para, así, contribuir a la formación de una memoria colectiva y transgeneracional. Ambas películas, como abordaremos en nuestro análisis, ponen en su centro un locus (ya sea natural como la cordillera, o parte del paisaje urbanístico, como un edificio habitacional en La Habana, Cuba) y a partir de él acuden a elementos tradicionales del documental para montar su discurso.

En los dos documentales, la entrevista cobra un lugar central, la mayoría del tiempo a modo de “cabezas parlantes”; asimismo, se recurre al uso de recursos testimoniales como cartas, fotografías, material videográfico o fragmentos de noticieros. No obstante, encontramos algunos elementos singulares en ambos materiales que se presentan como novedosos, o bien, menos frecuentes, tal es el caso de animaciones y otros objetos artísticos que sirven para construir archivos complejos y dinámicos que atraviesan la psique individual y colectiva del sujeto exiliado, al mismo tiempo que se convierten en repositorios de memorias, en tanto que son significados y potenciados como tales.

Metodológicamente, queremos resaltar que nuestro trabajo pertenece al campo del análisis cinematográfico. Consideramos los documentales escogidos como “textos fílmicos multimodales” (Wildfeuer 2017) que en su materialidad audiovisual proporcionan un compendio de datos semióticos interpretables, a partir de los cuales es posible generar un conocimiento de nuestro objeto de estudio, en este caso, de los lugares de memoria. ¿Qué significa el paisaje de la cordillera o del edificio en los recuerdos del sujeto exiliado?, ¿con qué otros objetos o actores interactúa el lugar en el discurso del sujeto?, ¿cómo son representadas en las películas esas interacciones entre los distintos sujetos y los lugares que habitan imaginaria y materialmente? Estas son algunas de las principales preguntas que orientan nuestro análisis del material fílmico.

Aunado a ello, el soporte conceptual de este análisis proviene del campo de los estudios de la memoria, en específico de textos que exploran las relaciones entre espacio y memoria. Es importante enfatizar que no buscamos pronunciar generalizaciones absolutas; más bien, gracias a nuestro análisis queremos ensayar algunas respuestas y generar, en torno a estos casos específicos, nuevas interrogantes que nos ayuden a nosotros y a otros a comprender algo de lo que está ocurriendo en el cine documental chileno reciente y que sirvan como referente para aproximarnos a cinematografías de otras latitudes, ya sea para encontrar puntos de convergencia o de divergencia.

Procedemos de la siguiente manera. En un primer momento, planteamos un recorrido sucinto a través de las biografías de ambos directores, entreverado con algunos momentos de la historia del documental chileno, para dar cuenta de cómo los respectivos lugares de enunciación influyen en la construcción del “yo” que habla en ambos documentales. Los dos apartados siguientes se abocan al análisis de ambos documentales en dos ejes: 1) la relación del “yo” con los lugares de memoria que habita, y 2) la relación del “yo” con otros sujetos y objetos con los que entra en diálogo para correcordar y construir un nuevo archivo. Finalmente, nos interesa dar cuenta de cómo a través de la complejidad de estas relaciones, a partir de El edificio y La cordillera, puede hablarse de una memoria transgeneracional en la que distintos elementos se articulan y se conectan de formas cada vez menos jerárquicas y más inesperadas, extendiendo las ramificaciones del recuerdo (y del olvido), y con ello, diversificando las maneras de usar y representar cinematográficamente ese pasado compartido pero, al mismo tiempo, movedizo e intransferible. A través de la forma cinematográfica del documental, esta memoria transgeneracional no queda clausurada, sino que se pone a disposición de las anteriores y las siguientes generaciones, es decir, se abre a ellas para ser corroborada o contrastada y mantener su vida y su dinamismo.

1. Salidas y regresos. Los casos de Patricio Guzmán y Macarena Aguiló

La historia del cine chileno experimentó un corte abrupto con el golpe de Estado y la muerte del presidente Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973 y el inmediato ascenso al poder del militar Augusto Pinochet, quien encabezó un gobierno dictatorial en el país hasta el 11 de marzo de 1990, cuando fue sucedido por Patricio Aylwin, líder de la Concertación de Partidos por la Democracia. En los años anteriores al golpe, la industria cinematográfica en Chile había atravesado períodos de notable crecimiento, por los que incluso había recibido el nombre del “Hollywood de Sudamérica”2 (Godoy Quezada 1965), a causa del elevado número de producciones que se realizaban y de la diversidad temática que abordaban. Un último período de auge, previo al golpe, se dio gracias al cine documental, especialmente después de las películas Banderas del pueblo (Sergio Bravo, 1964) y Venceremos (Pedro Chaskel, 1970), ambas producidas con el apoyo del Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile.

Asimismo, la realización del Primer Festival del Nuevo Cine Latinoamericano en Viña del Mar en 1967 funcionó como espaldarazo a una generación de jóvenes cineastas que abrazaban con cada vez mayor determinación un cine militante, entre los que destacaron Miguel Littin (1942-) y Patricio Guzmán (1941-). Este fervor halló uno de sus instantes climáticos en la redacción del Manifiesto de los Cineastas de la Unidad Popular, firmado el 22 de diciembre de 1970, pocas semanas después de que el socialista Salvador Allende asumiera la presidencia. En ese documento se promulgó con elocuencia que “el cine es un derecho del pueblo y como tal deberán buscarse las formas apropiadas para que llegue a todos los chilenos” (CineChile 1970). Durante los años de 1971 a 1973 la “forma apropiada” fue el documental, herramienta fundamental para el quehacer político militante.

Para Mouesca (2005, 75-76), no obstante, el notable aumento de producción de documentales en este periodo contrastó con un descenso igual de drástico en el número de espectadores que asistían a las salas, ocasionando que este cine militante, principalmente propagandístico, quedará “en tierra de nadie”. El cambio de régimen, por lo tanto, aceleró de manera violentísima la crisis que ya se avizoraba en la industria. El primer acto de represión cultural se llevó a cabo el mismo 11 de septiembre de 1973, cuando soldados entraron a los estudios de Chile Films y quemaron indiscriminadamente decenas de películas. Además, numerosos trabajadores del ámbito cinematográfico fueron encarcelados, y algunos desaparecidos.

Patricio Guzmán tenía poco más de 30 años cuando estuvo preso durante dos semanas en el Estadio Nacional. Tras ser liberado, salió de su país rumbo a Francia, donde permaneció unos meses antes de instalarse en Cuba, gracias a una invitación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Su compromiso con el cine documental ha estado presente desde su primera película, Viva la libertad (1965), pero fue afianzándose con el paso de los años. Con la victoria de Salvador Allende, se dedicó junto a otros cineastas a filmar el primer año de gobierno y, posteriormente, a dejar constancia de las primeras acciones que buscaron desestabilizarlo. Todos estos acontecimientos fueron incorporados en la trilogía de películas que conforma La batalla de Chile (1975), estrenada en su país hasta 1997. En ese mismo año, Guzmán estrenó un documental que sirve como parteaguas en su filmografía: Chile, la memoria obstinada (1997), pues a partir de allí sus películas son precisamente apologías y defensas de la memoria contra aquellos grupos sociales empecinados en atenuar y borrar las voces silenciadas durante el período dictatorial.

En este sentido, se ha dicho que Guzmán “prefiere, por supuesto, el documental, porque estima que es un soporte privilegiado para abordar los temas de la memoria” (Mouesca 2015, 124). En 2010, Guzmán inició con Nostalgia de la luz una trilogía que incluye también El botón de nácar (2015) y La cordillera de los sueños (2019), documentales en donde el paisaje chileno adquiere un fuerte protagonismo –primero el desierto, luego el mar y, finalmente, la cordillera– y es exaltado no solo como patrimonio, sino también como lugar de memoria desde donde se gestiona el recuerdo y el olvido y en el que se empalman distintas temporalidades significativas para múltiples generaciones y para el país entero.

Por lo tanto, y a modo de síntesis, en la obra de Guzmán podemos vislumbrar las reconfiguraciones del discurso político del realizador, pues en su obra inicial vemos que las memorias se construyen desde una colectividad combativa y revolucionaria para dar pie en los últimos años a memorias más íntimas y desde espacios cada vez más alejados de la materialidad de la urbe (calles, edificios) y cercanos al topos de la naturaleza. Al mismo tiempo, detectamos en sus documentales la transición de los modos políticos de intervención de las memorias. Hay una gran transformación de la propuesta documental en La batalla de Chile, en donde recupera las voces del pueblo, en un tono más periodístico y militante, con la intención de registrar su sentir y su pensar, atendiendo lo político en un sentido más convencional; mientras tanto, en su obra más reciente da pie a la escucha de voces y posturas políticas más sosegadas y reflexivas, en donde se entrecruzan las prácticas artísticas y políticas. Claro está que esto tiene que ver también con la transformación de los propios sujetos entrevistados, quienes a la distancia y en el transitar generacional, plantean su posicionamiento político desde otros lugares y con otras intensidades.

Para Macarena Aguiló (1971-), a diferencia de Guzmán, el exilio comenzó en su infancia. Después de ser secuestrada por la policía de Pinochet en 1974, con solo 3 años, viajó con su madre a París, junto a un grupo de militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), del cual tanto su padre como su madre eran miembros activos. Cuando, a fines de la década de 1970, los líderes del MIR hicieron un llamado a que los militantes exiliados regresaran al país, se creó el “Proyecto Hogares”, el cual se materializó y situó en un edificio de departamentos en La Habana, Cuba, donde las y los hijos de los militantes vivieron al cuidado de unos “padres sociales” hasta que su regreso al país resultó completamente seguro.3 La entonces niña Macarena vivió allí su infancia y juventud, hasta que pudo volver a Chile en 1990 a reencontrarse con sus padres biológicos. Durante esos años, mantuvo, sin embargo, una correspondencia muy activa con su madre generando así un archivo epistolar muy rico para recuperar las memorias individuales y colectiva.

En 2004, Macarena comenzó la realización de su primera obra documental, El edificio de los chilenos, donde decidió indagar en ese largo episodio de su vida, marcado por las ausencias, las dudas, los ideales y los dilemas en torno a la figura de sus padres biológicos y sociales. La primera vista que tenemos del documental es dentro de otra película, Calle Santa Fe (Carmen Castillo, 2008), donde Macarena aparece como entrevistada en torno a sus recuerdos del “Proyecto Hogares”. El edificio fue estrenado dos años más tarde, en 2010, y de inmediato pasó a ser catalogado como un documental que es a la vez un valioso aporte a la memoria de un país, pero también un “deseo de comunicación” entre la generación de los padres militantes y las generaciones de las y los hijos (Ruffinelli 2010).

La distancia temática y formal que hay entre los primeros documentales de Guzmán y El edificio de Aguiló no es excepcional; más bien, evidencia con claridad algunas de las transformaciones que atravesó el documental latinoamericano, incluido el chileno, en la segunda mitad del siglo xx. Como menciona Piedras, la década de 1960 vio la emergencia de un nuevo actor en el documental: el sujeto individual disuelto en el colectivo militante (Piedras 2014, 101). Muy lejos ha quedado la ambición del documental de representar el mundo fidedignamente; más bien, en esta década se asume un compromiso con la creación de voces que fueran típicas de sujetos colectivos que en su unidad aspiraban a construir una sociedad más justa: el obrero, el campesino, el estudiante, el joven revolucionario. La vida individual aparecía únicamente como “ilustración de un discurso político e ideológico” (Piedras 2014, 43). Hacia fines de los años ochenta la utilización de la primera persona en el documental adquirió un carácter más performático y reflexivo en el que la voz del “yo” es asumida como parte de una puesta en escena al mismo tiempo que se va construyendo, desde la experiencia íntima y el espacio autobiográfico, una distancia respecto a la homogeneidad de los posicionamientos colectivos anteriores.

Palacios y Donoso Pinto han observado, sin embargo, que específicamente en el documental chileno, las voces de las infancias han desempeñado un papel central en medio de esta transformación del género. Para los autores, los documentales Yo recuerdo también (Leutén Rojas, 1975) y Los ojos como mi papá (Pedro Chaskel, 1979) sitúan a las y los niños como “sujetos que procesan y narran las particularidades de la experiencia histórica y cultural del exilio que les ha tocado vivir” (Palacios y Donoso Pinto 2017, 54). Como bien lo señalan estos autores, no obstante el protagonismo de las voces de las infancias, durante las décadas de los ochenta y los noventa, la mirada adultocéntrica siguió utilizando a las infancias para hablar de las preocupaciones y los anhelos de los directores. En esta línea, El edificio salta el escollo del adultocentrismo desplazando la mirada del testimonio directo de los niños a la memoria de una mujer que, treinta años atrás, fue niña. La novedad del trabajo de Aguiló es que en él infancia y exilio son pasados por el tamiz de su memoria y de la memoria de los entrevistados, sus hermanos sociales, así como los padres biológicos y sociales.

La cordillera, a pesar de ser posterior a El edificio, comparte una mirada generacional con las películas que antecedieron el trabajo de Aguiló. En este sentido es que El edificio continúa “contestando” a un tipo de películas documentales hechas por hombres pertenecientes a generaciones anteriores, en cuyas tramas se perfiló y se sigue perfilando la imagen de la niñez “como sujeto político a futuro, o como figura de la nostalgia” (Aimaretti 2019, 4). Hacia el final de La cordillera, la voz en off de Patricio Guzmán, quien no ha vuelto a vivir en Chile desde que comenzó su exilio, concuerda con ese sentir al hacer explícito el “deseo de que Chile recupere su infancia y su alegría” (01:19:26-01:19:33).4 La fuerza y la actualidad de El edificio sigue siendo, a nuestro parecer, la revelación de que recuperar la infancia no implica necesariamente que después de ese viaje oscuro por la memoria esté –como si se tratara de la olla de oro al final del arcoíris– la alegría.

2. La cordillera y el edificio: lugares perdidos y recobrados

En la memoria, los espacios son constantemente reimaginados y resignificados. Si “retornar al pasado supone un movimiento” (Chmiel 2021, 135), en el caso de las películas escogidas, Guzmán y Aguiló, desde su posición de sujetos exiliados, evocan y vuelven a visitar su infancia gracias al reencuentro con un lugar o con un objeto o imagen que los vincula a ese lugar.

En el caso de La cordillera, el documental inicia con el registro panorámico de los Andes. Guzmán parte de esta imagen para evocar los recuerdos más lejanos que le remiten a su infancia, la cordillera como algo infranqueable e intransferible, que se resiste al olvido y al silencio. El realizador, que funge como narrador en primera persona, abre la película con una voz en off que expresa lo siguiente:

Cada vez que paso encima de la cordillera, yo siento que estoy llegando al país de mi infancia. Al país de mis orígenes. Cruzar la cordillera es llegar a un lugar muy lejos en el pasado. Todo me parece irreal, me siento un poco extraterrestre. La ciudad donde yo nací, Santiago, me recibe con indiferencia. Siempre que vuelvo siento la misma lejanía. La ciudad que estoy viendo no la reconozco (00:02:35-00:03:40).

La identificación del viaje en avión con un desplazamiento en el tiempo activa en Guzmán una conciencia de límite que adquiere materialidad gracias al misterio y al tamaño inmenso de la cordillera de Los Andes. El país de la infancia únicamente es habitado y atravesado por medio del recuerdo y la añoranza. En este recorrido de la memoria, la ciudad despierta, en tanto que empieza a ser descrita con atributos humanos. Su “indiferencia” y su “lejanía” son actitudes de un extraño que recibe a otro aún contra su voluntad. Para Guzmán, tanto Chile como su propia infancia son irrecuperables. O quizá irreparables. No obstante, cuando la cordillera es aprehendida con el acto cinematográfico de filmarla, no solo el espacio es habitado de nuevo, sino que lo irrepresentable del trauma del exilio adquiere una sombra material. Entre las nubes, se vislumbra una imagen. El viaje exterior es también un viaje interior. Guzmán logra instaurar y anclar su memoria al pasado a partir de la imagen de las montañas puestas en escena. La metáfora es poderosa y emotiva. La ciudad como conciencia, la cordillera como borde que la contiene, que la aísla y la protege al mismo tiempo (véanse Imágenes 1 y 2).

 

Imagen 1. Fotograma de La cordillera de los sueños (Patricio Guzmán 2019, 00:01:20; recuperado de copia digital de la película).
Imagen 2. Fotograma de La cordillera de los sueños (Patricio Guzmán 2019, 00:01:54; recuperado de copia digital de la película).

A partir de estas primeras secuencias, la cordillera se convierte en el eje estructural y el principal leitmotiv del documental, pues con cada entrevista o pronunciamiento de Guzmán, va transmutando en otras imágenes que la reflejan, acumulando afectos y significados. Deja de ser un paisaje con resonancias individuales para convertirse en un lugar de memoria en colectivo en el que se acumulan los significados de múltiples personas y de distintas generaciones. Para el pintor Guillermo Muñoz, por ejemplo, la cordillera es representada como un sueño y una puerta. Desde un exilio que aún no termina, el testimonio de ambos se conjuga en la voz de Guzmán:

Nosotros soñamos Chile desde lejos. La cordillera por su fuerza y por su carácter es la metáfora de ese sueño. En mi juventud no sentí ninguna curiosidad por Los Andes. Mi generación estaba demasiado ocupada en crear una sociedad nueva. La cordillera, eso no era revolucionario. Con los años mi mirada se ha vuelto hacia las montañas, ellas me intrigan. Tal vez son la puerta de entrada que me ayudará a comprender el Chile de hoy (00:07:00:10-08:10).

A la vez que escuchamos estas declaraciones, vemos a Muñoz realizar un fresco de la cordillera. Es, de nueva cuenta, el recuerdo y el trauma agrietándose por la forma de las montañas. Para ambos artistas, no hay otra manera de pensar e imaginar la distancia temporal, espacial y sentimental con su país que no sea a través del referente de ese paisaje natural. Paradójicamente, consigna Guzmán, los chilenos que han permanecido en el país rara vez voltean a ver a esa cordillera que les rodea, “solo cuando toman el metro”, añade irónicamente haciendo alusión a un mural del mismo Muñoz que está en una de las estaciones. Así, la cordillera se ata en la pared de la ciudad, se ancla en los muros del mundo urbano subterráneo. Ella misma es una pared donde se posa el recuerdo. Al respecto, compartimos con Nora que la memoria “se enraíza en lo concreto, el espacio, el gesto, la imagen y el objeto” (Nora 2008, 21). Paisaje, arte y memoria se convierten en la tríada dominante en el documental de Guzmán.

Los primeros minutos de El edificio son muy similares al comienzo de La cordillera. Macarena, quien narra a través de una voz en off algunos recuerdos de su infancia en Chile, antes de partir al exilio, nos presenta un baúl que resguarda un cúmulo fragmentario de memorias dispersas en cartas, fotografías, diarios personales, notas de periódicos. Se trata de una caja de Pandora donde se alberga el miedo y la esperanza. Macarena relata lo siguiente:

Los días que estuve desaparecida, los pasé en un lugar de menores. En él había muchas niñas que jugaban en un gran patio y había un gran árbol al que ellas se trepaban junto a un muro. Yo era la menor de todas y las miraba sin poder subir, mientras pensaba ¿por qué si ellas pueden subir no saltan el muro? Era otoño en Santiago, el aire seco, las niñas corrían con sus vestidos de lana y yo no soportaba el calor tan abrigada. Hoy no soporto esa luz, ni la temperatura del otoño de esta ciudad (00:03:30-00:04:14).

Desde los recuerdos de su infancia, Macarena evoca la ciudad de Santiago de aquellos años ominosos y recupera algunas sensaciones que tienen que ver con el clima. Luego, concluye señalando su aversión actual a esa temperatura. Como sucede con Guzmán, para Aguiló hay astillas del pasado que siguen hiriendo por los recuerdos y dolores que desatan, ya sea la imagen de una montaña o la sensación de calor y humedad en una calle. Tal vez esto da cuenta de cierta extrañeza y melancolía que les provoca a ambos aquel lugar que los vio nacer. Es la expresión del sentimiento y el sentido de desarraigo que suele asociarse al exilio (Chmiel 2021, 142). Los comienzos de ambas cintas son la preparación para ese tránsito de regreso que implica indagar en la memoria. Ambos documentales son el proceso y el resultado de ese performance de búsqueda constante. La película es, también, en el caso de Aguiló, la expresión de la necesidad interna de reconstruir un vínculo a partir de las memorias depositadas en los archivos epistolares, fotográficos, fílmicos y testimoniales.

A diferencia de Guzmán, sin embargo, Aguiló no parte del paisaje natural, sino que lo hace de las imágenes de sí misma, en específico, la transmisión de un noticiero donde se cuenta cómo la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) la secuestró para conseguir la rendición de su padre, miembro del MIR. En el noticiero, ella habla de los recuerdos que conserva de esos días. Es un mecanismo cinematográfico bastante común, el myse en abyme, pero que es usado con fines de memoria: un recuerdo puesto en abismo, un recuerdo de lo que se recuerda (véanse Imágenes 3 y 4).

La intimidad de El edificio se consigue, entonces, gracias a la acción de sumergirse en la casa o, para ella, en las casas, esos primeros universos en donde se aprenden valores, prácticas y estructuras de sentimiento (Bachelard 2000). La cámara en mano con la que inicia la película titubea, tiembla, a diferencia de la parsimonia y la exactitud de las tomas panorámicas de Guzmán en La cordillera. Es la expresión de esa subjetividad que, en el carácter poco cuidadoso de la memoria, jamás está fijada (Traverso 2007a, 73). La precisión y la magnanimidad de la cordillera contrastan con aquellas imágenes visuales y sonoras, con texturas granuladas que se antojan como lejanas y difusas en los viajes al pasado de Aguiló.

¿Hay en la diferencia de estilos la evidencia de posturas (est)éticas distintas? Sostenemos que sí. Mientras que Guzmán trata de desaparecer detrás de la cámara, de ocultar su corporalidad en una voz inmutable, autómata y etérea, Aguiló enfatiza intensamente su presencia, dentro y fuera de cuadro. Como bien lo señala Piedras, dado el carácter reflexivo del documental subjetivo contemporáneo, hay la tendencia a acudir sobre todo “a procedimientos expresivos [...] que, como la microhistoria, ponen en crisis la continuidad de los grandes relatos” (Piedras 2014, 164-165). Frente al grandísimo relato que construye Guzmán a través de la cordillera, Aguiló enfatiza la contradicción y la fragmentariedad, con lo que consigue poner en tensión las relaciones intersubjetivas desde el ejercicio de la memoria.

La armonía que genera Guzmán a través de la cordillera se complementa con la sintonía de sus entrevistados, cuyas voces, legitimadas e institucionalizadas desde su quehacer profesional, coinciden en aludir de modo poético y elocuente a la cordillera como alegoría totalizante de la identidad y la memoria chilena. El ritmo del documental es dinámico, pues se alternan los testimonios de los entrevistados con la voz en off del realizador. En el caso de Macarena, es ella quien recuerda, desde su cuerpo de mujer que se resiste a quedar sublimado en la mediación del objeto mecánico que se aproxima al vacío, porque, mientras que el leitmotiv en La cordillera son las montañas, en el documental de Aguiló la palabra que se repite una y otra vez es esa: vacío, un vacío que atrae y que, no obstante, intenta ser habitado a través del dibujo, de las cartas, del trabajo archivístico, del acto mismo de filmar. Su testimonio se alterna con los de sus hermanos sociales, sus padres biológicos y sociales y algunas personas que vivieron de cerca el Proyecto Hogares en el edificio de los chilenos en Cuba. Las distintas voces se encuentran en constante tensión y confrontación, entre el uso de las palabras y el uso de los silencios y los olvidos. El vacío del que habla Aguiló no es otra cosa, hay que resaltarlo, que un vacío interior, de nombres, de historias, de significados, aunque también, paradójicamente, un “espacio de la memoria [...] un espacio de lucha política, [...] concebida en términos de la lucha ‘contra el olvido’” (Jelin 2002, 6).

Durante la estancia en París con su madre, Macarena creó una cotidianidad en el exilio, junto a varios compañeros de lucha también exiliados. Después llegó el momento en que se tuvo que tomar la decisión del retorno a Chile, lo cual derivó en cuestionamientos cruciales: ¿Quiénes deben regresar para seguir con la lucha? ¿Quiénes deben cuidar de los hijos? Una respuesta casi automática fue que los hombres debían ir a la lucha y las mujeres mantenerse en las labores de los cuidados. Pero esto se reconsideró, desde los planteamientos socialistas y algunos visos de posturas feministas, en aras de mantener viva la colectividad y la igualdad. Fue así que surgió el “Proyecto Hogares”, con el propósito de que tanto hombres como mujeres continuaran con la lucha desde los dos frentes, desde el exilio y desde el combate en su tierra. Así pues, los padres sociales –que no necesariamente eran los biológicos– recibieron la misión de formar y forjar individuos integrales, “hombres nuevos” con capacidades subversivas, acorde a los ideales de la lucha del MIR.

 

Imagen 3. Fotograma de El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló 2010, 00:01:34; recuperado de copia digital de la película).
Imagen 4. Fotograma de El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló 2010, 00:02:34; recuperado de copia digital de la película).

Cuando la madre de Macarena decide regresar a Chile, se despide con la siguiente carta:

Para ti Makita con todo mi amor. Mañana ya comenzarás a caminar por un camino junto a muchos niños y tendrás a tu lado las manos cariñosas de esos compañeros que los acompañarán para adelante. Si algo he querido darte y aprender contigo es vivir intensamente, amar con los ojos, con las ganas de sentir. Y estar siempre avanzando un poquito más, revisando lo que hablamos con lo que hacemos. Y si un día yo me alejo de ti, es porque ese poquito de consecuencia que yo te entregué hace que muchos, ojalá miles, vayan a luchar junto a nuestros compañeros que están en Chile, miles. Porque mientras más seamos más rápido ganaremos. Y ese triunfo será para ustedes, para todos los niños de Chile. Nos tomaremos de la mano y haremos una ronda de la cordillera al mar y construiremos todos juntos una larga sonrisa, de esa larga y angosta franja de tierra. Te amo. Escríbeme un poquito. Mamá (00:15:22-00:16:40).

El emotivo mensaje de la madre concluye con una referencia alegórica a la cordillera y al mar, en donde el espacio geográfico adquiere un significado que excede al del topos natural, y el paisaje es entendido e imaginado como un repositorio de los anhelos sociales de una generación. Esta “cordillera humana”, de manos que se sujetan fraternalmente, es también una larga sonrisa –tierna metáfora no descubierta por Guzmán ni por alguno de sus entrevistados– que alude a la franja del país, una gran imagen que apela a la esperanza puesta en la lucha social.

Hasta aquí, podemos notar la relevancia de la cordillera en ambos documentales como un referente de anclaje de las memorias, que mira hacia atrás evocando pasados ancestrales y hasta geológicos, pero también esperanzas que miran hacia adelante e invitan a imaginar un futuro prometedor y optimista. Así pues, la cordillera se convierte no solo en un referente espacial del recuerdo, sino que es un detonante para imaginar a futuro y construir memorias distintas. En este caso, sin embargo, resulta contrastante cómo en la mirada de Guzmán hay un halo romántico y nostálgico tanto por la cordillera como por la infancia, como si ésta fuera el principio de esperanza del devenir político y social, mientras que en la revelación de Aguiló se pone en cuestión aquella infancia idealizada en su momento por una lucha social compartida, para después ser diseccionada y así revelar los claroscuros de la misma.

Una de las hermanas sociales de Macarena enlaza en uno de sus testimonios la cordillera con ese otro lugar de memoria que es el edificio del “Proyecto Hogares” en la isla de La Habana, Cuba: “En el comedor teníamos un gran cuadro de la cordillera y mi abuelo todos los días se sentaba a la mesa y veían la cordillera y era terrible…” (00:36:09-00:36-22). De repente, la cordillera se torna en un muro que aísla, que franquea el vínculo con la tierra añorada. Es la imagen de la distancia: tener tan lejos y tan cerca un trozo de paisaje que en realidad los niños encontraban ajeno y extraño. Protección y aislamiento se presentan como atributos, dolorosamente paradójicos, de esa forma montañosa.

El edificio, en tanto lugar de memoria, aparece en el documental como la encarnación efectiva de un período histórico específico no solo de la historia de Chile y de Cuba, sino también de la trayectoria de vida de los padres e hijos sociales que pasaron por allí. El crisol de testimonios que recopila Aguiló da cuenta de esa vida de la memoria, en la que, “a diferencia de la cronología se problematizan conceptos como lejano-cercano, próximo-lejano” y la linealidad del tiempo es transgredida (Cuesta Bustillo 1998, 221). Los testimonios que las y los entrevistados aportan sobre el edificio son en su mayoría traumáticos, es decir, merodean en torno a los bordes de lo irrepresentable a través de fotografías y videos de archivo que ponen en tensión los discursos del recuerdo, así como del olvido y del silencio.

No obstante, los objetos más preciados para la memoria permanecen vedados, forcluidos, para la imagen cinematográfica: una mochila verde y una muñeca, por ejemplo; así como las emociones de temor, de enojo, de resignación, que solo encuentran soporte en la palabra. “Yo no quería estar allí”, sentía en un principio Macarena (00:28:54). Mientras que para una de las hermanas sociales resultaba muy divertido: “Yo de lo que me acuerdo es de que era muy entretenido… Jugábamos todo el día, había muchos niños y había muchos lugares, incluso medios mágicos. Entonces como que nunca tuve mucho rato para sentarme y sentir la pena” (00:29:00-00:29:24). Esas aparentes contradicciones entre los testimonios, que al documental no le interesa resolver, son las que lo vuelven un documento tan valioso como excepcional. Si es que alcanza a conformarse una memoria generacional de los hijos y las hijas del “Proyecto Hogares” ésta es heterogénea y múltiple, irreconciliable en ocasiones, irresoluble en tanto que no haya una solución en la representación, pero también insoluble en tanto que las memorias individuales no alcanzan a disolverse en un discurso unificador. El resentimiento por la separación convive con la consagración del heroísmo de los padres biológicos, pero también con la frustración de que el retorno al país no implicó un encuentro con ese futuro prometido.

El edificio también simboliza un espacio de lucha, pues pone en la superficie la pregunta de a quién pertenece la memoria de esos años. ¿A los hijos y las hijas que se debatían entre la convivencia alegre y las noticias de fallecidos? ¿O a los padres y las madres sociales que, después del “Proyecto Hogares” también se enfrentaron con el vacío? ¿O acaso a las madres y los padres biológicos que solo recuerdan su ausencia y las cartas con las que intentaban paliar esa distancia? El lugar de memoria, entonces, a diferencia del monumento que comunica y aspira a imponer una versión única de la historia o de la memoria histórica, se agrieta cuando los sujetos despliegan sus recuerdos sobre él. Los lugares de memoria revelan su condición de umbrales porosos cuando irrumpen los afectos desde afuera y desde adentro. De allí, no obstante, su relevancia. No son solo marcos o telones de fondo, sino que ellos mismos son producidos y re-producidos una y otra vez por los sujetos que los habitaron y que los recuerdan años después. Así, tanto la cordillera como el edificio se revelan como paisajes estáticos en el tiempo y en el espacio, pero a la vez transitorios y cambiantes en sus significados y simbolismos, que se agrietan y fisuran, ante las inclemencias del tiempo.

3. Los hilos del recuerdo: hacia una memoria transgeneracional

Trabajar con la memoria implica reconocer que los significados que los sujetos atribuyen al pasado van modificándose con la distancia (Jelin 2002, 15), tanto temporal como espacial. La cordillera puede ser materialmente el mismo cúmulo de piedras imperturbables, pero su sentido es distinto aún para un mismo sujeto, treinta años antes o treinta años después. Por lo tanto, hablar de memorias transgeneracionales, que articulan los recuerdos de un grupo etario con otro, permite la constatación de ese fenómeno de mutación, de confrontación y de diálogo sobre los valores atribuidos al pasado, a sus hechos, a sus lugares y a sus objetos. La memoria deja de ser una cuestión individual y pasa a ser una construcción colectiva, en tanto se comienza a interrogar por “las relaciones con un/a ‘otro/a’, que puedan ayudar, a través del diálogo desde la alteridad, a construir una narrativa social con sentido” (Jelin 2002, 108). Tanto en La cordillera como en El edificio asistimos a esa puesta en escena –a través de entrevistas– con la intención de construir un sentido colectivo y, con ello, una memoria generacional que se abre al diálogo con las generaciones anteriores y las que están por venir.

En este sentido, los archivos son asunto crucial para la reconstrucción y recuperación de la memoria, o más bien, las memorias son parte fundamental de los mismos. Consideramos, entonces, que el cine documental sirve como paradigma para redimensionar la naturaleza y las funciones de los archivos como repositorios y contenedores de las memorias. De este modo, es necesario repensar los archivos más allá del espacio físico que resguarda, organiza y sistematiza un conjunto de documentos, que están a disposición de los investigadores o interesados siguiendo un protocolo para su consulta. Si bien las obras documentales, ya sean en formato físico o digital, pueden conformar un archivo fílmico, que a su vez atiende a una serie de lineamientos y criterios para su catalogación y sistematización, así como a su preservación y conservación, el documental como documento para la preservación de la memoria resguarda a su vez imágenes de objetos, monumentos y testimonios que resguardan y significan memorias.

Tanto en El edificio como en La cordillera, hay un propósito claro de archivar las memorias desde los testimonios orales de los entrevistados, así como con representaciones artísticas de la cordillera (pictóricas, escultóricas, animaciones gráficas), además de cartas, fotografías, dibujos, canciones, etc. Entiéndase en estos casos “archivar” no en términos coloquiales como el mero acto de guardar documentos en un espacio determinado para contener pasivamente, o bien, para dar por terminado un asunto, sino como un acto de potenciar, detonar y reactivar el ejercicio de las memorias, de resignificar a través de un artefacto o artilugio que articula y vincula reflexivamente y afectivamente a los sujetos con su pasado, su presente y su futuro.

Con esto queremos decir que existe una serie de interpretaciones y significaciones distintas dependiendo del sujeto o los sujetos que interpelan y son interpelados por estos archivos, en tanto pueden ser afectados, o conmovidos. Al respecto, Foster señala que “los archivos en cuestión aquí no son bases de datos en este sentido; son recalcitrantemente tangibles, fragmentados más que intercambiables, y como tales exigen la interpretación humana, no un reprocesamiento maquínico” (Foster 2016, 105).

En la película de Aguiló el puente que facilita el diálogo entre los distintos sujetos y la posterior conformación del archivo es precisamente el edificio. Este es pensado y significado no solo como un espacio físico, como ese lugar de la memoria que contiene, sino que él mismo es capaz de detonar recuerdos, historias, tanto en quienes conformaron el “Proyecto Hogares”, como en los vecinos (véase Imagen 5). Por lo tanto, el lugar de memoria se establece como nodo que detona la evocación de los recuerdos de los entrevistados, información que después la directora edita y ordena para construir el mensaje que quiere rescatar y comunicar a las otras generaciones. No obstante, al interior del documental, como ya se ha mencionado, el edificio posee un valor diferente, casi opuesto, para los distintos testimoniantes. Por ejemplo, para los padres biológicos, miembros del MIR, el “Proyecto Hogares” brindó la posibilidad de llevar la militancia a lo doméstico, en tanto que se buscaba conscientemente romper con el modelo de la familia tradicional y cuestionar la relevancia de la pareja. La figura del padre social y de las hermanas y hermanos sociales aspiraba a reemplazar, al menos durante el tiempo de lucha, a la familia biológica.

Otras voces importantes en el archivo construido en El edificio son las de los vecinos cubanos que fueron testigos de la llegada y la retirada de los chilenos. Una de ellas recuerda lo siguiente:

Para nosotros fue una alegría que habitaran ese edificio. Porque el edificio estaba deshabitado, hacía mucho tiempo, meses, casi un año y muy solitario. Estaba eso ahí abandonado, porque primeramente lo habitaron uruguayos […] Cuando llegaron ustedes, se instalaron ustedes, el edificio cobró vida, había luz en todos los apartamentos y la cuadra se llenó de niños (00:32:56-00:33:27).

Las vecinas dan cuenta del transcurrir del tiempo, del devenir histórico del edificio, de cómo se fue transformando antes, durante y después de la llegada de los hijos y los padres sociales. Sus miradas y sus voces enriquecen las memorias al contrastar los recuerdos, no solo por ser testigos del antes y el después del “Proyecto Hogares”, sino por vivir en circunstancias diferentes en términos sociales, políticos, culturales. Así, nos damos cuenta de que las impresiones y recuerdos están atravesadas por cuestiones de clase social, políticas públicas y educativas distintas, incluso por cuestiones de género o de carácter étnico-racial que ponían en cuestión el ideario socialista cubano. Al respecto, una de las vecinas rememora lo siguiente: “Una cosa que también llamaba la atención era cómo trabajaban los hombres de la casa. Que los hombres nuestros no eran tan así y entonces ellos se levantaban y limpiaban y uno los admiraba un poco y tal vez envidiaba un poco aquello” (00:34:06-00:34:20). Mientras que otra comenta: “siempre me llamó la atención ver por ejemplo un hombre con tantos niños, o una muchacha joven con tantos niños y niñas de distintas edades, incluso de distintos tipos, algunos rubios, algunos más trigueños…” (00:34:22-00:34:35).

 

Imagen 5. Fotograma de El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló 2010, 00:44:06; recuperado de copia digital de la película).

Con todos estos testimonios de las y los vecinos vemos cómo el archivo experimenta una ampliación que crece aún más con la divergencia de puntos de vista entre padres e hijos. Aquí hay una consigna que resuena en el documental de Aguiló que es importante recuperar: “Mientras más seamos, más rápido ganaremos”. No obstante, esta actitud socialista, derivada de los principios del amor libre donde la fraternidad y la camaradería priman sobre el vínculo sanguíneo (Kollontai 1980, 285-286), no deja de ser una utopía adultocéntrica. Para una de las hijas, por ejemplo, ser parte del “Proyecto Hogares” no significó ganar, sino perder una familia. Para Macarena era complicado y chocante, por lo menos al principio, poder compartir su espacio con otros niños, no tener muros que resguardaran su intimidad: “Me molestaba que hubiese un espacio tan grande con tanta gente, cuando yo necesitaba mis cuatro muros, necesitaba mis paredes, mi espacio íntimo. Y allá era como que todo lo contrario, no había límites, no habían familias, no había nadie, y no quería estar ahí…” (00:28:38-00:28:57).

Gerardo, otro de los hermanos sociales de Macarena, acude al dibujo y a la narrativa gráfica para canalizar y exponer sus recuerdos sobre su exilio y el “Proyecto Hogares”, algo que en otro lenguaje le resultaba inenarrable; solo así logra explicar y dar sentido a la relación que se estableció entre las familias sociales, biológicas, los niños y el mismo edificio. En una de las varias secuencias animadas que vemos en la película, nos encontramos con un edificio que emerge del mar, cuando un bebé cae en las entrañas del mismo para ser arropado y resguardado allí (véase Imagen 6). Después, un par de figuras difusas (intuimos que se trata de los padres sociales) lo toman en brazos. Al respecto, Gerardo comparte lo siguiente:

Para esta figura de niño es incierto todo lo que iba a suceder, por el hecho de ser tan pequeño y tan... De hecho, va durmiendo, va como que no sabe… Y nosotros en el avión íbamos como así, como durmiendo, hacia un viaje, hacia un destino que no sabíamos qué es lo que era. No sabíamos por qué estábamos todos juntos, hacia dónde íbamos, y era todo también como un juego en realidad (00:21:12-00:21:50).

En este caso, Gerardo trata de plasmar las sensaciones lejanas de aquella infancia remota en la que recuerda la experiencia del viaje de Francia a Cuba, una serie de vivencias confusas que únicamente puede describir a través del dibujo, sin comprender realmente en su momento la dimensión de lo que implicaba aquel proyecto social tanto para los padres como para los hijos. En palabras de Gerardo, se trataba de “un motivo muy fuerte, y que nuestros padres se están jugando en eso el hecho de desprenderse de un hijo, deben de tener una razón muy poderosa” (00:20:55-00:21:15).

 

Imagen 6. Fotograma de El edificio de los chilenos (Macarena Aguiló 2010, 00:21:11; recuperado de copia digital de la película).

Para paliar el peso de ese misterio, los padres sociales comprendieron que para los niños el exilio y del desprendimiento de la familia biológica no era cosa sencilla, por lo que incorporaron una serie de dinámicas (el juego, la música, el guitarreo y los cancioneros, las obras de teatro) para facilitar la construcción de lazos de afectividad y poder lidiar y amainar el proceso de duelo y todo lo que conllevaba: la separación, el miedo el futuro, la incertidumbre de no saber si algún día iban a volver a encontrarse con sus padres biológicos o no.

Es aquí donde el hilo de la memoria de los hijos se revela profundamente traumático, en tanto que la experiencia de distanciamiento, pérdida y exilio en la infancia representó una situación límite; así, silencio, olvido y omisiones han acompañado a varios de estos niños en su crecimiento y desarrollo, quienes ya en una edad adulta, y gracias al documental, adquieren el valor para rememorar y narrar sus vivencias. A través del testimonio y del ejercicio de la memoria, dan cabida a ese posible trauma experimentado décadas atrás. Porque, tal como lo enfatiza Pollack, “la toma de palabra corresponde a menudo, entonces, al deseo de superar una crisis de identidad nombrando o describiendo los mismos actos que fueron su causa” (Pollack 2006, 56).

En este punto, nos interesa destacar la importancia de la animación en El edificio para la construcción de un archivo amplio y la representación de la memoria traumática. Como ya hemos mencionado en otro espacio (Lagunas Cerda, Murillo Tenorio 2022), los usos de la animación en el documental latinoamericano han transitado de lo expositivo a lo expresivo, permitiendo no solo reemplazar e imaginar material de archivo inexistente para ilustrar algún testimonio oral, sino también ahondar en la subjetividad individual con el fin de provocar una respuesta emocional en el espectador. En lo referente a la exploración de la memoria, el documental de la argentina Alberta Carri, Los rubios (2003) fue ejemplar en tanto utilizó una secuencia en stop-motion para acceder y representar el momento traumático de la desaparición de sus padres. De manera semejante, los dibujos de Gerardo en El edificio se sumergen, a través de la creación de simbolismos gráficos, en la psique del adulto exiliado que intenta dar una imagen visual, sensorial y afectiva a los años de infancia que vivió en el exilio. El acercamiento a una época anterior de su vida, esquiva de por sí, se consigue gracias a la expresividad del dibujo y de la animación. El cuerpo animado desvía la atención del espectador del cuerpo del sujeto hacia los sentimientos y las emociones que comunican los trazos, las formas y los colores.

En el caso de La cordillera, las voces testimoniales se articulan, como ya hemos mencionado arriba, a través de las evocaciones de las montañas. Para evidenciar la complejidad y variación de lo que significa la cordillera para las y los entrevistados, Guzmán lleva a cabo una transmutación de las montañas, es decir, les va concediendo a lo largo del documental representaciones que difieren en escala y en tamaño, pero también en significado. En primer lugar, vemos a la cordillera real en un primer plano, pero después esa imagen se convierte en un lienzo en una pared de una estación del metro y, finalmente, en la imagen de una caja de fósforos (véase Imagen 7).

La cordillera como locus de la memoria manifiesta un orden simbólico y visual, es un laberinto y un hogar, un testigo y una voz. La cordillera habla desde el estatismo de sus formas y, así, alcanza en el documental una representación alegórica de la memoria más ancestral que subsiste en el territorio y fuera de él. La inclusión de imágenes de algunos meteoritos encontrados en los meandros de las montañas coloca el recuerdo en una dimensión cósmica, tal y como lo hizo en el documental Nostalgia de la luz. Los estratos geológicos que conforman la cordillera son capas de recuerdos, de vidas (y muertes) pasadas, presentes y futuras. La cordillera se reconfigura como un lugar de memoria que trasciende la existencia humana, con grietas y fisuras, con cauces y salidas, todo ello como una suerte de repositorio de los recuerdos milenarios de la Tierra y del universo.

Guzmán se desplaza entre los intersticios de esa memoria geológica para emitir un discurso sobre su memoria individual y conformar también una memoria generacional, y de un archivo, junto a las voces de los entrevistados que aparecen en el documental: todos ellos artistas, la mayoría hombres: Pablo Salas (fotógrafo), Guillermo Muñoz (pintor), Francisco Gazitúa (escultor), Vicente Gajardo (escultor), Álvaro Amigo (vulcanólogo), Jorge Baradit (escritor), Javiera Parra (cantante) y Ángela Leible (pintora.) Existe en todos ellos y ellas, una necesidad de plasmar y hablar de las montañas, como si éstas fueran las que resguardan las imágenes y los sentimientos de aquel Chile convulso que condujo a Guzmán y a otros artistas al exilio. En el concierto de voces que escuchamos en el documental, la imagen real o construida de la cordillera permite el “trabajo residual” de las memorias individuales de los sujetos exiliados, es la “energía latente” (Richard 2010, 16) con la que logran enlazar su pasado con el presente. Afirma Guzmán: “Mientras yo avanzo por los cerros, yo siento que el pasado está más cerca de mí. Recuerdo cosas que creía perdidas” (00:19:17-00:19:25), y un poco antes Francisco Gazitúa comenta: “la cordillera es un misterio y como tal no se explica, se está. Se está y se está siempre en un estado de alucinación, materia alucinada que se levanta” (00:09:05-00:09:07).

La cordillera, por lo tanto, no solo es un contenedor de piedras, es un contenedor de memorias, las resguarda, pero también las reactiva; es decir, su rol no es pasivo únicamente. Aunque Guzmán declara que “Durante todo el tiempo de la dictadura, la cordillera ha permanecido en su lugar” (00:49:43-00:49:45), también reconoce que son esas piedras las únicas que pueden dar a los chilenos “las respuestas que no tenemos” (00:50:19). El trauma, como podemos ver, se encripta en la cordillera, pero también se convierte en una fuente de revelación acerca de la verdad de la experiencia individual. Entre las grietas, se desborda el cauce del recuerdo.

 

Imagen 7. Fotograma de La cordillera de los sueños (Patricio Guzmán 2019, 00:23:18; recuperado de copia digital de la película).

Así podemos vislumbrar el carácter performativo que le otorga el documental a la cordillera y cómo cada una de estas representaciones cobran significados distintos en el momento de reconstruir la memoria individual y otorgar un sentido y una conexión a los recuerdos del pasado, los sentimientos sobre el presente y las expectativas del futuro. En un primer momento, a Guzmán el repensar la cordillera y las distintas transmutaciones visuales de la misma, lo conducen a revisitar su pasado:

Yo siempre he tenido la impresión que el tiempo avanza más despacio en Chile. Tal vez a causa de esta muralla de rocas. Mientras yo avanzo por los cerros, siento que el pasado está más cerca de mí. Recuerdo cosas que creí perdidas. Cuando era niño, la primera imagen que tuve de la cordillera, estaba en la caja de fósforos. Es como si el tiempo no hubiera pasado. Son las mismas cajas de hoy, me llaman a visitar mi barrio. En estos muros quedaron mis recuerdos, aquí nací y empecé a caminar. Aquí jugaba y aprendí a ser yo mismo. Después, con el tiempo, cuando esta casa ya no era mía, alguien pintó los restos. Por puro milagro aquí no se construyó ningún rascacielos y yo puedo filmar con mi cámara las ruinas de mi infancia (00:23:35-00:24:40).

Esas “ruinas” de su infancia conversan con los adoquines que “fueron los primeros que sintieron los pasos del terror marchando por la ciudad” (55:19) el día del golpe de Pinochet. Así, entre murmullos humanos y no-humanos, entre imágenes visuales y sonoras, el archivo de La cordillera se va construyendo y revela también su fragilidad. Las imágenes capturadas por el fotógrafo Pablo Salas son parte de ese repositorio de la memoria chilena donde la imagen es un puente entre quienes se quedaron en el territorio y quienes salieron al exilio. “Estamos marcados con la misma utopía” (01:17:22) asevera Guzmán a la vez que vuelve sus ojos a la cordillera. El miedo profundo, el pasado que persigue al sujeto exiliado de pronto se convierte, gracias a la contemplación de un hombre escalando la cordillera, en una esperanza de que las próximas generaciones escriban una memoria del futuro más digna y justa.

¿Y si esa memoria del futuro es también otra memoria del pasado? Hacia allí queremos dirigir nuestras últimas reflexiones.

Conclusiones

La historia reciente de América Latina, sobre todo del Cono Sur, cuando hablamos de las dictaduras de la segunda mitad del siglo xx, nos presenta una polifonía de discursos sobre el pasado, tanto oficiales –al ser producidos desde el lugar del Estado– como críticos que poseen una fuerza reivindicativa o emergente y mantienen una oposición y resistencia a lo oficial (Ricœur 1998, 48). De esta compleja variedad nos ha interesado resaltar las formas en que actores sociales de diferentes grupos generacionales se vinculan y producen significados propios y compartidos desde los lugares de la memoria. A partir de la evocación y reconstrucción de las memorias, por lo tanto, se pueden recuperar distintas voces y narrativas que visibilizan otras experiencias individuales y colectivas de procesos históricos marcados por la violencia y la represión política.

De acuerdo con lo anterior, en este artículo hemos recuperado algunas cuestiones conceptuales clave en torno a la memoria y sus formas de configuración, desde lo individual e íntimo, hasta lo colectivo, proponiendo una suerte de memoria transgeneracional, en donde la evocación, narración y exposición de un conjunto de recuerdos, vivencias, introspecciones se ponen en diálogo intersubjetivo constante, con puntos de tensión y confrontación, pero también de armonía y conciliación con las vivencias pasadas y presentes y con las esperanzas del futuro.

El cine documental, a su vez, se puede pensar como un lugar de la memoria, como un espacio-tiempo narrativo, expositivo y expresivo que permite la incorporación de imágenes, objetos, diálogos, escenarios, que dan pie a la constitución de memorias. Simultáneamente el documental se constituye como un repositorio de memorias en donde halla su representación este cúmulo de evocaciones, emociones, sensaciones, vivencias, recuerdos, omisiones, que conforman un archivo amplio y complejo. En este sentido, consideramos que gracias al cine documental se mantiene la “actualidad de la memoria” y se potencializa su carácter “afectivo y mágico” (Nora 2008, 21). Asimismo, las formas y estilos que asumen las películas formulan un posicionamiento sobre la naturaleza borrosa de los recuerdos, pero también sobre la posibilidad de transferirlos a otras generaciones.

Entendemos que el cine documental ha servido en las últimas décadas del siglo xx y el siglo xxi para que voces silenciadas presenten su testimonio, sin negar la calidad subjetiva de este, pero reconociendo que los significados y los valores del pasado siempre están en disputa. En específico, en cuanto a los sujetos marcados por el exilio, como Guzmán y Aguiló, volver a los lugares de memoria permiten poner atención en aquello que Jelin denominó “el rol activo y productor de sentido de los participantes” (2002, 2), lo que les permite legitimar su propio lugar de enunciación y con ello su experiencia.

Las voces de los realizadores de las obras propuestas para este análisis sostienen puntos de encuentro y coincidencias, así como algunas distinciones y contrastes que nos ha interesado resaltar. En primer lugar, se trata de dos propuestas narrativas en primera persona, es decir, que los directores dirigen el relato en voz propia, partiendo desde su vivencia como partícipes, de modo directo o indirecto, del periodo de dictadura en Chile, ambos a la distancia, desde el exilio. Ambos experimentaron el exilio y el retorno, aunque bajo circunstancias y momentos distintos. Desde aquí, es posible pensar que la reiterada utilización de la primera persona en el documental latinoamericano de la última década se basa en las dificultades del documental clásico de dar cuenta de una verdad histórica sobre los hechos traumáticos de la historia reciente, ya que el documental subjetivo encuentra verdades parciales, tentativas y provisorias, con la posibilidad de ser cuestionadas, pero profundamente encarnadas y operativas para la construcción de una memoria cercana que transite de lo individual a lo colectivo (Piedras 2009); aunque también se trata de una memoria que se desplaza entre distintas temporalidades, donde el pasado se traslapa con el presente y el futuro.

En segundo lugar, hemos querido destacar que el valor de estos documentales radica, entre otras cosas, en cómo están construidos en torno a un lugar de memoria desde el cual plantean su discurso y contribuyen a través de la creación de archivos amplios y dinámicos a visibilizar y escuchar la heterogeneidad de los usos y las representaciones del pasado.

De igual manera, nos ha interesado mencionar sus principales diferencias, no solo formales, sino estéticas y políticas. Mientras que Guzmán construye un discurso polifónico, pero conscientemente dirigido hacia un destino único que de alguna manera refuerza una visión utópica del futuro, para Aguiló el pasado permanece fragmentado y disperso en cartas, dibujos y voces que son, efectivamente, “esquirlas del pasado activando memoria y afecto, de ahí su doble y compleja condición: aseverativa-documental (repositorio real, sobreviviente) y sensorio-sentimental” (Aimaretti 2019, 5). No hay una utopía al final de El edificio, sino un vacío que se ha transitado, desmenuzado y diseccionado, pero no llenado o resuelto. Es el proceso de caminar ese espacio y ese tiempo el que trasciende. Mientras que en La cordillera la montaña se recorre heroicamente hacia arriba, en El edificio el vacío se atraviesa en una caída vertiginosa hacia abajo.

La diferencia de género tampoco es menor. Guzmán mantiene su cuerpo fuera de la forma del documental manteniendo planos fijos, mientras que Aguiló irrumpe con el temblor de algunas secuencias. Asimismo, tal y como lo enfatiza Jelin (2002, 102), la asociación de la mujer con la maternidad y con el espacio doméstico puede tener su correspondiente visual con el acto de recordar y de filmar sobre todo el espacio cerrado de la habitación y de la casa. Por el contrario, la relación del hombre con el espacio público y con la profesión puede vincularse con esa obsesión con habitar y poseer aquello que está afuera del hogar. El hombre, Guzmán, admite que su casa está en ruinas y se dirige prometeicamente a merodear entre las montañas en busca de significados que también sean su territorio. La mujer realizadora, también mamá, en cambio, vuelve a casa con su madre, a continuar la relación, para andar juntas el vacío, para cuestionar, para responder, para dar cabida a los silencios aun cuando las vivencias son inefables e inenarrables.

Ambos documentales, sin embargo, coinciden en, desde sus distintos lugares de enunciación, en utilizar el discurso cinematográfico con el fin de romper con las acciones de ocultamiento y comunicar y transmitir sus ideas, casi ideales, y sentimientos a las otras generaciones. En este sentido es que, mediante el análisis comparativo entre El edificio y La cordillera, creemos que logramos evidenciar cómo el documental contribuye a la formación de esas memorias que puede transferirse, visual y sensorialmente, a otros destinatarios. El documental como documento, como testimonio y como herencia. Así, el trabajo de la memoria no es solo una operación hacia atrás, sino también hacia adelante. La distancia que se examina desde lejos no solo es mirando hacia el pasado, sino imaginando cómo y con quiénes se mantendrá vivo el recuerdo en los años que siguen. Así como Guzmán concluye su documental refiriéndose con un deseo optimista a los jóvenes y a las infancias, en un sentido amplio, casi abstracto, Aguiló parece dedicar su documental de modo más entrañable a su hijo, quien es filmado aún en contra de su voluntad al comienzo de la película. Ese pequeño niño también tendrá sus vacíos, pero no estará solo. El documental, finalmente, como compañía.

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Fecha de recepción: 28.02.2023
Fecha de aceptación: 29.05.2023

 

 

 


1 Este artículo es original e inédito y forma parte del proyecto de investigación “Imaginarios de la violencia en el cine y la literatura latinoamericanos (siglos xx y xxi)”, el cual cuenta con financiamiento interno de la Universidad Autónoma de Querétaro y número de registro FFI202117.

2 La denominación surge del intento de crear en Antofagasta una ciudad cinematográfica similar a Hollywood. Los cineastas Alberto Santana y Arnulfo Valck y el periodista Edmundo Fuenzalida llevaron a cabo esta empresa a partir de 1926, la cual no consiguió los alcances soñados. La aventura ha quedado registrada en el documental Antofagasta, el Hollywood de Sudamérica (Adriana Zuanic, 2002).

3 Sobre el exilio de numerosos chilenos en Francia, Rojas Mira y Santoni han escrito que fue posible gracias a “la presencia de partidos comunistas fuertes e influyentes, la cual implicaba la posibilidad de que se crearan alianzas comunistas-socialistas afines a las chilenas, como efectivamente se daba en el caso francés, donde la Unión de la Gauche […] había identificado en la Unidad Popular un modelo a seguir” (Rojas Mira y Santoni 2013, 134). De igual manera, los autores comentan que el hecho de que varios exiliados viajaran posteriormente a Cuba, como sucedió con Guzmán y Aguiló, se debió a la compatibilidad de objetivos antiimperialistas que había entre ambos países y a la fortaleza de los modelos socialistas que tanto el gobierno de Castro como el de Allende representaban.

4 El más reciente documental de Patricio Guzmán, Mi país imaginario (2022), que sigue las protestas en Chile durante 2019, complejiza esa última declaración que escuchamos en La cordillera de los sueños. Las numerosas entrevistas a mujeres que aparecen en la película dan cuenta, desde la mirada de Guzmán, que en las generaciones más jóvenes la alegría, si es que está, continúa acompañada de la rabia y la indignación. La utopía, tal y como él la sueña, sigue esperando, aunque ese sueño continúe “más presente que nunca” (Orgaz 2022).