DOI: 10.18441/ibam.23.2023.83.37-51

 

 

 

 

Memoria y posmemoria en El taller de Nona Fernández: la representación de la dictadura a través de la metaficción y la autoficción

Memory and Postmemory in El taller [The Workshop] by Nona Fernández: the Representation of the Dictatorship through Metafiction and Autofiction

María José Neira Sepúlveda

Universidad de Castilla-La Mancha, España

mjose.neira@alu.uclm.es
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-5520-6837

Introducción

En la literatura actual, la posibilidad de representar la realidad mediante un simple efecto de mímesis ha sido asumida como imposible o al menos como algo cada vez más difícil, a la vez que cuestionable. Esto ha potenciado el regreso a temas como la memoria histórica, ha acentuado la perspectiva del yo y ha enfatizado la escritura sobre la propia producción y reflexión literaria. Como sintetiza Javier Rodríguez en la revista Babelia cuando revisa “Los 21 mejores libros del siglo xxi”, los relatos con un fondo de historia universal y de autoficción que dan valor tanto a la trama como a su producción son actualmente los predominantes (Rodríguez 2019).

Este diagnóstico general sobre algunas características de la literatura posmoderna describe el escenario donde surge y se instala la obra de Nona Fernández, reconocida escritora chilena, y contextualiza su trabajo de modo coherente con el tiempo y el lugar que habita. Siendo así, cuando se conmemoran los cincuenta años del golpe de Estado de 1973, este artículo ofrece un comentario analítico-interpretativo de la obra dramática El taller (estrenada en 2012 y publicada en 2013) para mostrar cómo Fernández, una de las más singulares dramaturgas y narradoras del país, para trabajar la memoria y la posmemoria del Chile reciente, recurre a mecanismos propios de la metaficción, la autoficción y la hibridez genérica de maneras que particularizan y distinguen su abordaje de la dictadura.

Nona Fernández

Nona Fernández, cuyo nombre completo es Patricia Paola Fernández Silanés, es una escritora chilena nacida en Santiago el año 1971. Estudió teatro en la Pontificia Universidad Católica de Chile y ha dedicado la mayor parte de su vida laboral a la creación literaria. Ejerce como actriz y paralelamente como escritora, fundamentalmente alrededor de dos géneros por los que circula sin problemas: narrativo (cuento y novela) y dramático (teatro y guion audiovisual). Poco antes de cumplir treinta años publicó su primer libro, el volumen de cuentos El cielo (2000), al que siguió la novela Mapocho (2002). Sus últimas publicaciones son el ensayo Voyager (2019) y el relato dramatúrgico Preguntas frecuentes (2020).

En Chilean Electric (2015), una obra narrativa híbrida, Fernández escribe: “iluminar con la letra la terrible oscuridad” (Fernández 2015, 87). La frase grafica el leitmotiv de la autora y explica el propósito más profundo de toda su escritura: recordar, reflexionar y mostrar el pasado desde el presente; es decir, trabajar la memoria mediante la escritura. La crítica académica ha considerado que el discurso narrativo –hasta ahora el más estudiado– de Fernández se caracteriza por un fuerte y persistente compromiso político y ético con la memoria de la historia chilena reciente. Por ejemplo, según María Angélica Franken:

Fernández opta por resignificar la derrota pasada del juego juvenil –movimiento secundario– en la pesadilla, en las ideas-imágenes de la discontinuidad y la ruptura. En este sentido, las diversas ideas-imágenes que recorren su obra en general: “la muerte”, “los jóvenes/héroes caídos”, “los hijos de degollados que no lloran”, “los estudiantes que sufren una derrota”, son los modos de comprender y de articular una explicación, “éramos demasiado niños”, a ciertos protagonismos y derrotas históricas (Franken 2017, 196).

En términos generales, la producción literaria de Fernández ha sido estudiada en relación con la memoria y la posmemoria (Vásquez 2016; Franken 2017), sus componentes fotográficos (Vargas 2018), el uso del juego (Urzúa 2017), el explícito énfasis en lo político (Valenzuela 2018) y su afinidad con ciertos géneros literarios (Salas 2022), entre otros temas. Pero hasta la fecha no se ha indagado en profundidad en los mecanismos retóricos que sostienen su escritura ni en su relación con asuntos como la memoria y la posmemoria. Por consiguiente, resulta de gran interés abordar estos mecanismos en sí mismos e identificar sus vinculaciones con el discurso de la autora para comprender un posible sentido mayor para su trabajo artístico. Como señala Mariela Peller, en uno de los pocos trabajos que se ha aproximado a esta problemática: “Fernández utiliza estrategias formales que tensionan las formas de la memoria y el recuerdo, mediante procedimientos estéticos que cruzan los géneros narrativo, testimonial, ensayístico y autobiográfico” (Peller 2017, 1).

En síntesis, el planteamiento inicial sobre Nona Fernández es que se trata de una autora extremadamente consciente de las herramientas y los recursos que la literatura le provee. Los utiliza con marcada intención política, intentando tensionar el pacto de lectura y los límites entre ficción y realidad, de modo que su lector/espectador haga lo mismo. El objetivo es cuestionar la memoria colectiva existente. Se trata, además, de una escritora que, dado el contexto de ambigüedad posmoderna, contempla los límites entre los diferentes géneros literarios como artificios imposibles de sostener en el siglo xxi. Así, su producción constantemente pone en duda la verdad, la historia y el relato literario.

Generación “de los hijos”

El 11 de septiembre de 1973, con el golpe de Estado que derrocó al gobierno democrático del Presidente Salvador Allende, líder de la Unidad Popular, se produjo un quiebre en Chile. El levantamiento de las Fuerzas Armadas, encabezado por el general Augusto Pinochet, apoyadas por sectores políticos de derecha, tuvo como resultado una dictadura militar-cívica que se extendió por diecisiete años, hasta 1990.

Tiempo después, esta larga y oscura experiencia dio como fruto una producción literaria protagonizada por autores que fueron niños y adolescentes durante la dictadura e iniciaron su escritura durante la transición a la democracia. Son las voces hoy conocidas como la generación “de los hijos”. El grupo está, por lo tanto, atravesado por las consecuencias de crecer en ese particular período: vieron plasmarse en sus biografías las huellas de la violencia, la pobreza, la represión, las violaciones sistemáticas de los derechos humanos (persecución política, tortura, violación, exilio, relegación, asesinato y desaparición) y la simultánea instauración por medio de la fuerza de un modelo económico neoliberal radical que, aunque se presentó como un entorno “natural”, nunca dejó de ser percibido, quizás incluso inconscientemente, como un ambiente enrarecido.

Así, esta generación creció en un clima de miedo general, que muchos niños y adolescentes solo podían intuir por las conversaciones en clave de los adultos a su alrededor y a través de indicios como la censura presente en los medios de comunicación. Paradójicamente, en este contexto de aprendizaje vicario, todo se encontraba teñido de política, aunque hacer política fuera quizás la principal prohibición impuesta por la dictadura. Así, actualmente en la literatura chilena, explica María Teresa Johansson:

Estamos situados ante un horizonte de tercera modernización, que implica asimismo un cambio en el campo de la narrativa. Producida en condiciones de una transformación económica, política y cultural, las novelas […] piensan al sujeto y la sociedad bajo las duras condiciones del neoliberalismo, la represión dictatorial, el sufrimiento social y las revoluciones de los medios y de nuevas tecnologías (Johansson 2017, 370).

Aunque, por su momento vital, en general crecieron impedidos de participar activamente en la vida política, “los hijos” no permanecieron impermeables ante los acontecimientos determinantes de su crudo momento histórico de formación. Por diversas razones y desde distintas perspectivas, muchos de ellos fueron tocados, conmovidos o afectados al punto de crecer con estas imágenes y vivencias instaladas en su memoria, las que se convierten en el material narrativo con el que nutren su producción artística. En el caso de la escritura de Nona Fernández, recurrente es el regreso a sus años estudiantiles (colegio y liceo) y la carga emocional que acompañó su proceso de formación personal. Vivir y crecer en ese Chile fue como estar en un sueño, donde nada parecía real porque todo era demasiado terrible como para ser verdad. Su recuerdo, entonces, activa múltiples tensiones desde las que sigue siendo leído el mundo en la actualidad.

Entre los nombres más destacados de esta generación literaria figuran Nona Fernández, María José Viera-Gallo, Andrea Jeftanovic, Alejandra Costamagna, Lina Meruane, Alejandro Zambra y Rafael Gumucio; y, en un grupo más joven, Diego Zúñiga y Alia Trabucco, entre otros. Ricardo De Querol los presenta de la siguiente forma:

Los nacidos en los años setenta y ochenta, que eran niños durante la represión, a los que sus padres protegían callando antes que compartiendo, son hoy una destacada generación de narradores. Su mirada tiene puntos en común: el primero es un intento de rellenar los huecos que dejaron esos silencios. Lo autobiográfico tiene así un fuerte peso en sus obras, en las que la memoria pasa de lo íntimo a lo político. Tienen una visión crítica de la transición a la democracia en su país. Coinciden en el gusto por el cuento o la novela breve. Y abundan algunos rasgos estilísticos: muchos ejercen una prosa directa, casi cinematográfica, de frases cortas. Pero también se ven influencias de la poesía y del vanguardismo, formatos arriesgados. En algún caso, el minimalismo se lleva al extremo (De Querol 2015).

En este contexto, el trabajo narrativo, dramático e híbrido de Nona Fernández luce como uno de los más representativos de su generación, exhibiendo a la vez una particularísima riqueza autoral. Goza de valoración por parte de críticos, lectores y espectadores. Su prosa, diálogos, conflictos y personajes exponen la historia del país y dan salida a las vivencias de una generación de chilenos que creció bajo el autoritarismo y sus nefastas consecuencias, muchas de ellas prolongadas hasta la actualidad. Esta labor artística-política le ha significado a Fernández premios y reconocimientos a nivel nacional e internacional.

El taller

Dada la formación y el oficio actoral de Nona Fernández, llama la atención que recién en 2012, pasados los cuarenta años, estrenó su primera obra de teatro: El taller. La puesta en escena estuvo a cargo de la Compañía La Fusa, fue dirigida por Marcelo Leonart y en el elenco participó la autora interpretando el personaje protagónico. La temporada de estreno fue en la Sala Lastarria 90. Al año siguiente El taller fue publicada por la editorial Ceibo y volvió a escena. Recibió el Premio Altazor 2013 en la categoría Dramaturgia y el Premio José Nuez Martin 2014. Según el fallo de este certamen:

La obra de teatro El taller indaga en un episodio de la historia chilena reciente donde la creación literaria se intersecta con la violencia de Estado. En este caso, la autora se inspira en el taller literario dirigido por la escritora y agente de la DINA, Mariana Callejas. Con este texto dramático, Nona Fernández, inquisitiva novelista, guionista y dramaturga, sella su compromiso literario con la memoria cultural del Chile contemporáneo (Pontificia Universidad Católica de Chile 2014).

El primer texto dramático de Fernández responde al mismo universo temático antes trabajado por ella como narradora y guionista, pero ofreciendo nuevas posibilidades de observación e impacto en el público por tratarse de un material elaborado para un soporte diferente: el escenario.

En resumen, El taller ficcionaliza un taller literario dirigido en su casa/cuartel por María, escritora y agente de inteligencia, para un grupo de aspirantes a escritores. Los asistentes regulares a este taller no se dan cuenta de lo que pasa frente a sus ojos (planificación y ejecución de atentados políticos, violaciones de los derechos humanos y otros ilícitos realizados en el mismo recinto). La llegada de un nuevo miembro, Mauricio, comienza a hacerlos sospechar. Él afirma que viene recomendado por Julia Ilabaca, una exintegrante del taller, quién dejó de asistir misteriosamente. Además, declara que su proyecto literario abordará atentados contra ex ministros de Allende. El grupo de nóveles escritores no sabe que Mauricio –quien en realidad es Caterina, una mujer disfrazada de hombre– busca a su pareja, Julia, cuyo rastro se perdió luego de la última vez que asistió al taller. Hacia el final se devela que Julia fue hecha desaparecer en la casa/cuartel porque averiguó lo que ahí sucedía. El desenlace es gatillado por Caterina y propiciado por la publicación en un periódico de la verdadera identidad de María y su marido, Thomas Walter, explicitándose su pertenencia a un organismo de represión. Tras la revelación, los talleristas intentan escapar, pero son retenidos por María, quien, al descubrir que ya saben la verdad, les cuenta lo sucedido con Julia.

La trama se nutre de hechos reales, pues efectivamente existió Mariana Callejas (María en la obra), escritora que, además de publicar y dirigir un taller literario, fue una agente encubierta de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA), organismo que lideró la represión durante los primeros años de la dictadura chilena. Estuvo casada con Michael Townley (Thomas Walter en la obra), ciudadano estadounidense avecindado en Chile, también miembro de la DINA y reclutado por la CIA, por lo tanto, un doble agente. Ambos son responsables, entre otros crímenes, de la autoría material de los atentados a Carlos Prats, ex comandante en jefe del Ejército durante el gobierno de Allende, ocurrido en Buenos Aires en 1974; y Orlando Letelier, ex canciller del presidente Salvador Allende, y su secretaria, Ronny Moffit, ocurrido en Washington en 1976.

El juego escénico se despliega con un humor negro que permite al lector/espectador conectar con diversas dimensiones sensitivas y reflexivas al enfrentarse al complejo material. Fernández, como dramaturga –también Leonart como director de la puesta en escena–, pone el sentido del humor al servicio de la truculencia de la época para conseguir atrapar con la obra y provocar al lector/espectador. Uno de los recursos de los que se vale son narraciones delirantes insertadas en la trama principal de corte dramático. Una de estas, que incluso puede ser considerada una historia paralela, es sobre el personaje histórico Rasputín. Aparece a propósito de los proyectos escriturales de dos integrantes del taller y permite distender la tensión dramática propia del conflicto central. Por este rasgo, María Lorena Saavedra califica El taller como “comedia negra”:

El Taller […] incorpora la comicidad como un mecanismo que permite la reflexión y crítica sobre temas históricos y contingentes sucedidos en Chile. De este modo, aparece la parodia, concepto que aborda la realidad como exacerbación de la ironía (Saavedra 2015, 9).

El taller es una obra compleja en su construcción dramática, compuesta por múltiples registros y capas argumentales que se centran, en primer lugar, en el rol de María como agente encubierta y su participación en diversos crímenes y, en segundo lugar, en la elaboración de las respectivas narraciones literarias por parte de los integrantes del taller, en especial los que tratan la historia de Rusia, como un ejercicio de interpretación histórica mediado por la literatura.

Consideraciones conceptuales: memoria, posmemoria, autoficción y metaficción

Como se sabe, desde el Romanticismo la literatura ha evolucionado aceleradamente en materia de propuestas escriturales, ampliando de manera muy significativa los recursos del quehacer literario. La permanente inclusión de estrategias renovadoras flexibiliza tanto la práctica de la creación literaria como la teoría, lo que ocurre, por ejemplo, con la distinción clásica de los géneros. Siendo así, para una mejor comprensión del planteamiento que este artículo desarrolla, conviene delimitar brevísimamente algunas cuestiones conceptuales.

Memoria

Al referir a la memoria no se habla de una memoria única ni de una memoria individual. La memoria debe hacer sentido a muchas personas, grupos, pueblos e incluso naciones. Se trata, como explica Juan Pérez Garzón, de memorias colectivas y diversas:

Hablemos de memorias en plural. Porque ninguna sociedad tiene una memoria única ni unívoca, por más que alguna trate de ser dominante […] En todo caso, las memorias, como realidades sociales, y la historia como saber que pretende la verdad comparten una misma materia: el pasado (Pérez Garzón 2010, 23).

Entender la memoria en plural implica que son distintas las memorias coexistentes sobre las que una sociedad se funda o nutre, incluso a nivel identitario, para así funcionar en el presente. A la vez, el proceso de construcción de la memoria siempre es político. Detrás de este existen múltiples actores sociales e intereses; por lo tanto, la idea romántica de un pasado común se vuelve dudosa y el contenido ideológico del discurso sobre este se hace evidente.

Estas consideraciones permiten comprender mejor, por ejemplo, por qué Nona Fernández inserta en su obra de teatro microcuentos, como el que refiere a la tortura en Chile, que es lo que vive Julia Ilabaca, el personaje de la desaparecida dentro de la (meta)ficción:

María: La mujer que vio lo que no debía ver se atrapó en la misma escena que había visto. Una cama, un cuerpo desnudo amarrado con correas al catre. Un cuerpo herido, quemado con colillas de cigarrillo, con la corriente de una batería. Una jeringa con veinte mililitros de clostridium botulínica inyectada en su brazo derecho (Fernández 2013, 199).

La memoria, finalmente, va siempre engarzada con su opuesto, el olvido. Sobre este vínculo, Josefina Cuesta aclara:

No que hay que confundir, sin embargo, silencio y olvido […] El silencio puede oscilar entre la barrera de la ocultación y la de lo indecible y, en algunos casos, tropieza con la incapacidad de comunicar, tan traumática es la experiencia del recuerdo […] Todo silencio (u olvido) sostiene un proyecto o una identidad, elimina el pasado en aras de un presente o de un futuro que se pretende construir o de la unificación e identidad del grupo portador del recuerdo (Cuesta 1998, 205).

Posmemoria

La noción de posmemoria surge a propósito de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. Es una idea relativamente joven, expresada formalmente hacia el final del siglo xx, que remite al ejercicio de la memoria en tiempos y escenarios actuales (Hirsch 2012). La posmemoria es la memoria reconstruida por personas que no vivieron de forma directa los hechos en cuestión. Y refiere, como explica Marianne Hirsch, a los mecanismos mediante los cuales una generación se relaciona con el trauma personal o colectivo de aquellos que previamente vivieron ciertas experiencias:

El concepto pone el foco en el legado a veces involuntario de las consecuencias de los procesos traumáticos: los hijos de los sobrevivientes heredan historias catastróficas no a través de recolección directa sino a través de imágenes inquietantes, objetos, historias, comportamientos y afecciones transmitidos como una herencia dentro de la familia y de la cultura en general (Hirsch, cit. según Espinoza 2019, s. p.).

Es una conceptualización muy pertinente para comprender lo que ocurre con Nona Fernández y su escritura. Como la misma autora explica:

La niñez es un momento fundacional para cualquiera, y la mía, dentro de una familia de izquierda no muy politizada, estuvo marcada por los helicópteros sobrevolando la ciudad y por los apagones, las conversaciones en voz baja, los velorios de tantos muertos (Fernández, cit. según Rodríguez 2017, s. p.).

Resulta clave el componente mediado de la posmemoria. En relación con la historia, donde coexisten diversos puntos de vista, por lo tanto, memorias, la posmemoria se presenta, según Laia Quílez, “como una memoria indirecta e hipermediada del pasado que, a diferencia del acto rememorativo común o literal […] cuestiona el pasado, inscribiéndolo en provocadores artefactos culturales que se presentan como obras en continua transformación” (Quílez 2014, 63).

Esto ocurre en El taller: no es un trabajo de memoria como recuerdo directo, sino como memoria mediada. Un acontecimiento de conocimiento público es reelaborado por la autora mediante la construcción de una situación dramática alusiva a la historia original, insertándose la propia obra como un nuevo eslabón en la cadena de mediaciones.

Autoficción

La autoficción surge como categoría en el París de los años sesenta, según José María Pozuelo, “como contestación al pacto autobiográfico de Philippe Lejeune […] que plantea una […] crisis del personaje como entidad narrativa” (Pozuelo 2012, 154). Ha tenido un despliegue sostenido y creciente hasta llegar a ser una tendencia general en el arte contemporáneo.

Originalmente, lo autoficcional se presentó en novelas que simulan un contenido autobiográfico y alientan un doble pacto de lectura, ya que, pudiendo ser leídas como novelas y como autobiografías, es posible aplicar tanto el pacto de ficción como el pacto autobiográfico. Para Manuel Alberca, la autoficción correspondería a “un híbrido elaborado a partir de elementos autobiográficos y ficticios” (Alberca 2007, 159) que, manteniendo los pactos literarios novelesco y autobiográfico, no pertenece a ninguno de estos géneros, pudiendo presentarse de maneras diversas. Así, los pactos de lectura se complejizan y vuelven laxos ante estos textos poco convencionales.

Aunque la autoficción como mecanismo proviene del campo narrativo, en especial de la novela, no se limita a este género. Ha expandido sus dominios para llegar a figurar de modo experimental en propuestas híbridas y por ende más difíciles de definir, lo que a su vez ha ampliado la comprensión de la autoficción misma. Philippe Gasparini, por ejemplo, la entiende de manera más completa como un “texto autobiográfico y literario que presenta numerosos rasgos de oralidad, heterogeneidad y autocomentario, cuyo objetivo es problematizar las relaciones entre la escritura y la experiencia” (Gasparini 2012, 193). Se trata, por ende, de una estrategia exportable a otros géneros –como el teatro– que también pueden experimentar con lo autobiográfico y lo literario de maneras amplias e inclusivas, esta es la línea de reflexión que, con matices, a propósito del arte escénico, trabajan, por ejemplo, José Luis García (2017) y Ana Casas (2017).

Metaficción

La metaficción es un mecanismo narrativo también exportable a otros géneros, muy frecuente en la literatura actual, que incorpora en las obras una reflexión o comentario sobre su construcción, su discurso o su autor. Contempla variantes de presentación como la explícita exposición de los materiales y/o los procesos productivos y la meditación sobre asuntos literarios. Para Javier Lluch, la metaficción es una operación en la que la escritura “se vuelve sobre sí misma y destaca su condición de artificio, expone estrategias y recursos de la ficción, y enfatiza el conflicto entre esta última y la realidad” (Lluch 2004, 293).

Según Francisco Orejas, mediante procedimientos como el mise en abyme o abismamiento, la metaficción, como operación autofágica, suele adquirir una forma que “no es lineal, sino que se desdobla, vuelve sobre sí mismo o sobre otros relatos, ficticios o no; de carácter crítico o narrativo, con intención satírica, paródica, humorística, crítica, analítica” (Orejas 2003, 114). Para el estudio de textos de estas características, Orejas propone:

En el análisis de las obras de metaficción resulta obligado distinguir la tipología y características generales de la tendencia o corriente (llámese metaficción, metanovela […]) de los procedimientos empleados para la generación de un texto de carácter metafictivo (así, la novelización del propio quehacer autorial; los relatos en segundo grado; los textos intercalados […]) y, a su vez, diferenciar procedimientos de rasgos estilísticos o discursivos (alternancia entre textos narrativos y textos de otra naturaleza, suspensión del efecto de realidad, intromisiones del autor […] (Orejas 2003, 113).

Estas operaciones suelen conllevar un elemento perturbador en el relato, explica Orejas:

El cómo se cuenta acaba por perturbar el qué se cuenta y esa “perturbación” (un relato en segundo grado […]) supone una ruptura de la expectativa genérica del lector ante un texto de ficción y actúa como una marca para advertir a éste, que lo que está leyendo no es un texto de ficción convencional (Orejas 2003, 119).

En El taller, un ejemplo de ambas operaciones ficcionales es el momento en que María (la conductora del taller) dice: “Todos acá somos escritores, sabemos lo que es estar con una pata en la realidad y la otra en la ficción. ¿Cierto, chiquillos? Cualquiera se confunde” (Fernández 2013, 166).

El taller: breve comentario analítico interpretativo

En el teatro chileno, desde el retorno a la democracia las temáticas abordadas por la dramaturgia nacional han tendido a vincularse de modo recurrente y estrecho con la contingencia social y la memoria política del Chile reciente, en especial la dictadura. Esto se debe, por una parte y en buena medida, a que este arte históricamente ha dialogado de forma rápida y directa con la realidad de cada momento, cuestión profundizada durante los años del régimen militar. Y también responde, por otra parte, a que las políticas de memoria provenientes del Estado no han satisfecho las expectativas de elaboración colectiva del pasado, por lo que se ha acentuado la urgencia de los creadores escénicos por intervenir en este campo de batalla cultural, fomentándose así una diversidad de estéticas y poéticas para abordar historias vinculadas a los debates de la memoria.

En este marco se sitúa El taller de Nona Fernández, obra que se nutre de un caso emblemático de impunidad: Mariana Callejas, figura en la que se basa el personaje protagónico (María), quien falleció el año 2016 en una casa de reposo, sin haber pasado un día en prisión ni haber pagado de forma alguna por sus crímenes. Teniendo presente este antecedente, pocos años antes de la muerte de Callejas, Fernández, como dramaturga, elabora un recordatorio colectivo por medio del dispositivo escénico. Así, la escritura dramática ejerce una acción política que interviene la memoria de lectores y espectadores, rearticulando y ficcionalizando una historia real desde la posmemoria de una generación que nació y creció en dictadura.

En este horizonte sociocultural y artístico, El taller, una pieza relevante de la dramaturgia chilena contemporánea, se inscribe dentro del teatro político nacional utilizando recursos de metaficción de manera compleja y profusa, puesto que se trata de la historia de un taller literario en el que se planifican historias, se construyen argumentos y se convierte a la literatura en el motor consciente de la acción dramática. A la vez, en El taller se pueden observar claros rasgos de hibridez textual porque la construcción dramática-escénica colinda estrechamente con el género narrativo, con la novela y el microcuento, que se presentan como textos insertos dentro del drama, como si la autora creyese que no basta con una sola forma o género para recordar.

El taller es una obra compleja en su construcción, compuesta por múltiples registros y capas argumentales que se centran, en primer lugar, en el rol de María, la escritora, como agente encubierta y su participación en diversos crímenes y, en segundo lugar, en la elaboración de narración literaria por parte de los integrantes del taller para sus respectivos proyectos escriturales.

No es posible en un trabajo de esta extensión revisar detalladamente todos los niveles de narración que componen la pieza, pero es importante al menos enunciarlos y precisar que en todos existen juegos de metaficción y también de autoficción. Se trata de: a) “la obra” en la que se cuenta la historia de la tallerista y sus estudiantes; b) “el microcuento” que funciona como un pequeño relato de misterio donde se esconde la situación de fondo (el destino de Julia Ilabaca, la integrante desaparecida del taller); y c) “los monólogos narrados” que corresponden a todas las historias en proceso de escritura por parte de los integrantes del taller.

Los diálogos entre los personajes permanentemente evidencian las herramientas metatextuales y autoficcionales. Por ejemplo, en un pasaje en el que se discute y reflexiona sobre la intersección entre creación literaria y violencia de Estado, se puede apreciar:

Cassandra: A mí me gusta eso de que el escritor sea como un visionario, como un adivino de lo que ya pasó. Si nos pusiéramos a escribir novelas históricas podríamos cambiar todo. La Historia de Chile sería otra cosa.

María observa a Mauricio.

María: ¿Eso quieres tú, Mauricio? ¿Cambiar la Historia?

Mauricio: Yo sólo quiero escribir un libro (Fernández 2013, 156).

En este sentido, otro momento destacable es cuando se produce la revelación de quién es realmente María, pues los participantes del taller se niegan a creer lo que leen en el diario (la noticia que revela la identidad del esposo de la tallerista). Poco a poco establecen conexiones, comprenden y entonces aparece el temor: descubren que no están dentro de una casa, sino en un cuartel, lo que explica anormalidades –como la presencia de guardias– que siempre estuvieron ante sus ojos. La incredulidad llevada al paroxismo de los aspirantes a escritores retrata a buena parte de la población chilena que durante mucho tiempo se negó a asumir lo que ocurría –y muchas veces veía– durante la dictadura.

De paso, la dramaturga expone una crítica al mundo literario; no plantea las preguntas directamente, pero presenta la problemática: ¿para qué hacer arte sin considerar al contexto social y político en el que se hace?, ¿qué clase de literatura se puede hacer desde la neutralidad?, ¿es ético intentar escribir de manera neutra?, ¿es acaso posible? Uno de los personajes, Cassandra, cuando comenta la situación de Borges, dice: “Pobrecito, quedarse ciego el pobre. Imagínense el drama de ser un escritor ciego” (Fernández 2013, 142).

En El taller, la acción principal se podría definir como: construir una historia, develar una historia o reconstruir una historia. Cuando María, la tallerista, sospechando de Mauricio, el nuevo integrante, le pregunta a qué vino, él responde que está ahí para que le ayuden a terminar un cuento. La literatura alcanza un rol protagónico de manera inusitada en el contexto de producción de esta pieza. Es la manera metaficcional en que Fernández trabaja la memoria histórica nacional y es su forma de interpelar al lector/espectador desde la posmemoria. En consecuencia, no es extraño que cada escena/capítulo en los que se desarrolla el conflicto central acabe siempre con reflexiones o alusiones a la literatura e incluso sobre el cruce entre literatura y teatro.

Finalmente, aunque en menor medida, también se hace presente la autoficción de manera quizás subterránea. Se puede interpretar que tanto el personaje de María como el de Mauricio recurren a una autoficción solapada. María, por ejemplo, escribió un cuento que fue premiado y que trata precisamente de ella misma y su marido cometiendo los atentados y crímenes por los que después serán denunciados en el periódico. En el caso de Mauricio, el uso de la autoficción es más complejo y difuso; se trata de una especie de abismo. Al ser él quien relata los atentados y luego ser increpado por los asistentes al taller y por María sobre si es el asistente del General Prats, Mauricio responde: “es la parte mía que sabe todo y que quiere advertírselo al General allá en el pasado” (Fernández 2013, 155). Queda así en evidencia el nivel de autonomía del personaje, su carácter autoral dentro de la ficción y el uso de la autoficción dentro de la metaficción en un nivel delirante y recursivo.

No es posible afirmar que Mauricio, el personaje, representa a Nona Fernández, la autora, ni que ella se transforma en personaje. Pero sí se puede constatar que Mauricio realiza la acción de hacerse pasar por un escritor que estructura un argumento en el que adquiere cierto protagonismo como autor. Y que este cruce permite a Fernández asomarse dentro del texto, como si dijera la línea final, asumiendo que la historia no es suya, pero que es ella quien quiere contarla por si pudiera llegar a salvar a alguien. Así, finalmente, todos se convierten en autores y en protagonistas.

Conclusión

La producción de Nona Fernández da cuenta de una concepción de la literatura como forma de acción en el campo de lo político y lo social desde el arte, un compromiso ético que no admite neutralidad respecto del Chile de las últimas décadas. Así, desarrolla una escritura que explora las diversas posibilidades (estrategias, herramientas, recursos, etc.) que ofrece la literatura para trabajar la memoria histórica, evidenciando la complejidad del recordar, con un registro por momentos en espiral, por momentos recursivo, como si no existiese más orden que el aleatorio, el que proviene del contenido del inconsciente. Consecuentemente, parece sostener su creación literaria sobre la premisa de que la escritura es una operación flexible, que permite que cada texto se abra a diversos géneros, materiales y mecanismos narrativos.

El taller, gracias al lúdico diálogo con la literatura de misterio, puede ser entendido como un espacio de experimentación, construcción y ocultamiento de identidades, roles y objetivos. Los personajes viven y a la vez escriben sus vidas, intentando ocultar la verdad y también develarla. Se trata de saber o entender lo que sucede en el lugar donde están reunidos porque este representa al país. Y de comprender dentro de ese gran teatro que de algún modo es el juego de mecanismos retóricos y de indagación en las fronteras genéricas, introducidos clandestinamente en el espacio teatral.

En El taller se usan los niveles de la construcción dramática como un espiral de cruces entre ficción y realidad. Esto se realiza por medio de dos mecanismos: metaficción y autoficción. Metaficción porque los personajes reflexionan sobre sus creaciones literarias, las que a su vez Fernández inserta en la ficción dramática por medio de complejos procedimientos de abismamiento. Y autoficción porque parece ser que este mecanismo aparece dentro de la metaficción, en los relatos narrativos de los personajes escritores.

En síntesis, Nona Fernández utiliza la literatura para trabajar la posmemoria de la dictadura chilena, poniendo en duda la verdad oficial y la historia nacional reciente. En El taller, donde la autora reelabora un caso/referente real, es evidente que no propone un mero ejercicio lúdico de remembranza, sino que despliega una esforzada búsqueda de comprensión crítica del pasado reciente. En otras palabras, convierte su pluma en un farol hacia el pasado, sabiendo que no es posible recordarlo o evocarlo de manera inocente o neutra. Asume este imperativo ético consciente de su oficio, entendiendo los géneros literarios y los mecanismos narrativos como recursos disponibles para, desde la hibridez posmoderna, intervenir en el campo de la memoria.

Referencias bibliográficas

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Fecha de recepción: 17.02.2023
Fecha de aceptación: 22.05.2023