DOI: 10.18441/ibam.23.2023.83.83-106
Abraham Chimal
Departamento de Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco
eace@azc.uam.mx
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-2468-0130
Los esquemas de regulación de sustancias consideradas adictivas han motivado una profunda reflexión en los países de América Latina que enfrentan importantes retos para el combate al crimen organizado. Sin embargo, no existen estudios que valoren cambios y permanencias, con perspectiva de larga duración, en la regulación y prohibición de sustancias. En atención a esta carencia, el objetivo de este trabajo es analizar los distintos esquemas de proscripción de bebidas alcohólicas en la historia de México/Nueva España, desde el siglo xvi, con la finalidad de identificar diferencias y similitudes entre ellos. A partir de esto se busca ofrecer una referencia histórica que aporte elementos para el análisis del esquema de prohibición que persiste en la actualidad en México.
Por regulación se entiende la normatividad de un gobierno para establecer límites a la producción, comercio y consumo de bebidas embriagantes. Con ella, generalmente, se estipula el pago de impuestos por esas actividades. La prohibición, en contraste, supone el completo veto legal de parte de un gobierno para intentar impedir el ejercicio de la producción, comercio y consumo. Ambas acciones precisan de mecanismos de vigilancia para procurar el cumplimiento de la ley.
El presente estudio realiza un análisis diacrónico bajo una perspectiva interdisciplinaria que se inscribe entre la historia y la sociología con el propósito de observar la permanencia de estructuras y sus lentas modificaciones a través del tiempo (Braudel 1970, 125-126). Con la reorientación o reinterpretación de los valores que motivaron regulaciones o prohibiciones previas, se modifica la finalidad con que se establecen las nuevas. Norbert Elias señaló que las acciones comprendidas como racionales en un momento dado, no tienen efectos planificados en la larga duración y se limitan a reproducir un orden más fuerte que supera la voluntad individual (2000, 355-356), lo que conduce a reproducir convicciones de largo alcance aunque con escaso control de parte de los actores. Así, a mayor prolongación en el tiempo, los resultados escapan más de la intención inicial. Es en los largos períodos que Max Weber ubicó la disolución de los principios rectores por haber caducado sus fundamentos en los contemporáneos (2001, 73 y 86-87), lo cual tiene por consecuencia que la formulación inicial derive en interpretaciones ni siquiera sospechadas por quienes la enunciaron originalmente. Para el caso de las prohibiciones de sustancias se busca observar cómo persisten rasgos de viejas estructuras que han sido reinterpretados y que coexisten con nuevos elementos.
La mayor parte de la historiografía –indispensable para el presente estudio– se ha enfocado en períodos de tiempo breves. No obstante, algunos trabajos han reflexionado sobre algunas condiciones contemporáneas en relación a datos remotos. Lucio Mendieta y Núñez realizó un estudio en el que refirió la regulación de bebidas embriagantes durante la época prehispánica para interpretar las razones por las que los pueblos indios fueron propensos al alcoholismo. Señaló la abundancia de festividades populares, el estado anímico y la pobreza, como algunas de las principales causas, pero sobre todo afirmó que la idea del indio alcohólico era una exageración (1939, 82). Distinguió que, contrario a los gobiernos prehispánicos, no existían penas lo suficientemente severas para disuadir la producción y el consumo (1939, 80, 91). Por su parte, Eduardo Menéndez investigó la construcción del discurso médico sobre el alcoholismo en América Latina, en el que se señaló a pobres e indígenas como sus principales víctimas. De acuerdo a Menéndez, desde finales del siglo xviii –dato con el que aquí se difiere– existió una “denuncia médica” sobre el “alcoholismo” que, en conjunto con los intereses de sus productores, fue modificando los contenidos del discurso empleando argumentos tradicionales con nuevas percepciones.
Si bien Menéndez refiere las prohibiciones (1985, 268-269, 279, 284, 287), no presta atención a la dimensión política –fundamental para nuestro estudio– debido a que su interés primordial es identificar los discursos médicos. A diferencia de lo afirmado por Mendieta, este trabajo planteará que el consumo de sustancias no se encuentra limitado por la severidad en las penas. Ambos estudios cavilan sobre datos remotos, sin embargo, no analizan el conjunto de regulaciones y prohibiciones en México con perspectiva procesual.
Hoy en día se ha presentado un nuevo enfoque para reflexionar sobre la prohibición. Ejemplo de esto es que en México el Consejo Nacional Contra las Adicciones (CONADIC) propuso en 2019 un cambio de estrategia para mitigar el estigma de los consumidores y generar esquemas de prevención mediante la atención informada. Después de la fallida guerra frontal contra el narcotráfico, iniciada en 2006 durante la administración federal de Felipe Calderón (Speck 2019, 70-72), quedó claro que la criminalización de consumidores contribuyó al incremento de la violencia, como lo destacó el propio titular del CONADIC (Martínez 2019).
Ante la pandemia por COVID-19, el CONADIC diseñó una agenda informativa para la prevención de adicciones de acuerdo al nuevo enfoque propuesto. No obstante, desde la oficina de la presidencia se lanzó la Estrategia Nacional de Prevención de Adicciones que una vez más empleó la estigmatización a través de cápsulas televisivas y radiofónicas carentes de información certera (Salazar y Zwitser 2020) y, por tanto, inútiles para enfrentar el problema debido a que reprodujeron prejuicios del esquema prohibicionista vigente desde hace un siglo. Asimismo, derivado del severo problema de salud que actualmente supone el fentanilo en los países de Norteamérica, en marzo de 2023 el presidente López Obrador propuso la prohibición de esta sustancia como solución para frenar su consumo (De la Rosa 2023). No obstante, esta propuesta es muestra de que el problema continúa sin reflexión histórica.
En este estudio nos concentraremos en el caso del alcohol debido a que el enfoque prohibicionista que aún pervive para otros enervantes tuvo como marco las campañas antialcohólicas emprendidas a inicios del siglo xx. En el primer apartado se revisará, a través del Códice Florentino, cuáles fueron las circunstancias de la regulación y prohibición de bebidas embriagantes durante las postrimerías de la época prehispánica en el centro del actual México, para después señalar los motivos de la prohibición y posterior reglamentación de bebidas durante el primer siglo del gobierno virreinal de la Nueva España. Dentro del segundo apartado se relata lo sucedido durante un motín de finales del siglo xvii en la Ciudad de México, lo que suscitó un particular decreto de prohibición que refleja la forma como se percibía a los consumidores de bebidas embriagantes. El tercer apartado estudia la relación de los vicios con la nueva perspectiva sobre el orden en los espacios públicos que emergió durante la segunda mitad del siglo xviii. Paradójicamente, este contexto, dado el interés por producir un mayor control administrativo, legalizaría las bebidas destiladas en beneficio de la recaudación fiscal. En el cuarto apartado se revisa de forma breve las leyes secas estatales de inicios de siglo xx y cómo la prohibición de otras sustancias –como la marihuana, el opio y la cocaína– se basó en los mismos fundamentos con los que se intentó prohibir el alcohol a nivel nacional. Al final del trabajo, se apunta la disminución de atención gubernamental al alcoholismo mientras se priorizaba un combate moral en el discurso político contra otras sustancias proscritas por la ley.
Debe considerarse que los esquemas de prohibición y regulación están cimentados en una compleja relación a valores de parte de múltiples actores sociales, por ello la presente propuesta consiste en sopesarlos en una amplia temporalidad para observar algunas de las estructuras sociales que, en el caso mexicano, los sostienen.
Son pocas las fuentes con las que contamos para conocer acerca del consumo de bebidas embriagantes durante la época prehispánica en México. La mayor parte de la documentación versa sobre las poblaciones que habitaron los valles centrales, en especial de los pueblos tributarios de los antiguos mexicas. Dentro de las escasas evidencias, la más completa es sin duda la descripción realizada por Fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España, cuyo manuscrito ilustrado, conocido también como Códice florentino, fue compuesto hacia el año de 1577.
Sahagún recopiló abundantes datos sobre las prácticas político-religiosas previas al establecimiento de las instituciones hispanas con base en la información que obtuvo de los propios habitantes del altiplano. El clérigo detalló la complejidad de los rituales que estructuraban el consumo de una bebida fermentada llamada octli a la que refirió como “pulcre” y que poco después se nombró como “pulque”, término que permanece hasta nuestros días. Era elaborada a base del aguamiel extraído de dos tipos de agave común cuyo nombre en idioma náhuatl era mehtl, pero después del arribo hispano se impuso el vocablo de la lengua antillana taína “maguey” (Cortés 1866, 104). El consumo de pulque estaba organizado por las ceremonias religiosas celebradas a lo largo de los 18 meses del calendario xiuhpohualli. La norma principal era que solo “los viejos y viejas […] tenían licencia de beber”, tolerándose incluso su borrachera, con excepción de ciertos días de “penitencia” en los que “[…] nadie dormía con mujer y nadie bebía” (Sahagún 1938, 50, 104, 188). En otras celebraciones los casados y los nobles tenían autorizado beber. Había también ocasiones que estaba permitido a todos llegar a la embriaguez, incluso a niñas y niños (31, 186, 214).
Las infracciones eran faltas graves. Los castigos dependían de la solemnidad del día en que se cometía la transgresión. Los indios del común eran merecedores de porrazos en público y los nobles en privado. La sentencia podía llegar a “[…] pena de muerte […] [y] matábanlos delante todo el pueblo […] para poner espanto a todos […] y allí ablaban […] que nadie bebiese el pulcre sino los viejos y viejas” (Sahagún 1938, 166, 199). A la llegada de los hispanos a México-Tenochtitlán había comercio de este producto para las personas ancianas. El conquistador Hernán Cortés relató a Carlos I que en esa ciudad existía “[…] miel de unas plantas que llaman en las otras islas maguey […] y destas facen azúcar y vino, que asimismo venden” (1866, 104).
Después de establecidas las instituciones del gobierno hispano en la Ciudad de México fueron dos las causas de prohibición y limitación del consumo de bebidas embriagantes: [1] la labor evangelizadora y [2] el papel tutelar frente a los indios. Ambas se desprendían del pacto sostenido entre el papa Alejandro VI y los Reyes Católicos en 1493, el cual concedía potestad terrenal sobre las tierras de conquista a cambio de garantizar la potestad espiritual de Roma entre los pobladores americanos (Provisiones 1563, 4a-5a).
La empresa de la Monarquía, desde su mandato universal, era llevar el cristianismo a los nuevos territorios de la Corona. Una labor que debió considerar a los indios como “[…] vasallos libres de la Corona de Castilla” (Ots 1941, 26). No obstante, si bien esto los hacía dignos de recibir el evangelio, su condición jurídica fue distinta a la de los españoles, ya que, por ser “cristianos nuevos”, eran considerados seres miserables necesitados de protección, razón por la que su condición fue la de menores de edad sujetos a tutelaje (Traslosheros 2002, 488).
La primera norma contra las bebidas embriagantes buscaba combatir las prácticas paganas. Con fecha 24 de agosto de 1529 se prohibió el pulque señalando que, aunque bebido con templanza “[…] se podria tolerar […] [lo] confeccionan, introduciéndole […] ciertas raíces, agua hirviendo y cal, con que toma fuerza, que les obliga a perder el sentido […] y […] estando enagenados cometen idolatrias, hazen ceremonias y sacrificios”, por lo que se determinó que se prohibiera por “[…] el bien espiritual, y temporal de los Indios, y aun de los Españoles, que tambien la usan” (Recopilación 1841, Tomo segundo, Libro VI, Título I, Ley XXXVII). El pulque referido por la ley era un tipo denominado como ayoctli, cuyo significado era “pulque de agua” (Sahagún 1938, 357), el cual se cocía con miel y con la raíz de la acacia angustissima. Dicha planta contiene niveles importantes de dimetiltriptamina [DMT] por lo que el preparado tenía efectos psicotrópicos, aprovechados en rituales religiosos. Así, lo fundamental de esta prohibición era el cese de las prácticas paganas y la definitiva conversión al cristianismo. Por esta razón, al no poder frenar el consumo, el gobierno hispano convino que “[…] en los tiempos que se hazen fiestas, y […] [en el pulque] hechan una rayz […] no se hechasse en el dicho vino” (Provisiones 1563, 70r). Cuando Felipe II ordenó instalar el Tribunal del Santo Oficio en 1569 el uso de la bebida ya no era prioridad dentro de la vigilancia de actos pecaminosos (Santos 2000, 22). Además, los indios, sus principales consumidores, no podían ser procesados por la Inquisición por considerarse menores de edad. Esto permitió que en 1588 se emitiera la primera ordenanza de regulación para el comercio y consumo de pulque,1 corroborada en 1597, de manera que cuando fue publicado el edicto inquisitorial sobre plantas prohibidas de 1620 no se hizo mención alguna del pulque debido a que para entonces se encontraba completamente secularizado.2
A raíz de los desórdenes producidos por el abuso, se establecieron limitaciones como lo fue que por cada 100 indios solo una mujer de edad avanzada tuviera licencia para vender. Las medidas no dieron los resultados esperados por la rápida emergencia del contrabando. La producción no se limitó sino que entró en auge, al grado que muchos poblados llegaron a depender por completo de su comercio (Taylor 1987, 61-64). Hasta mediados del siglo xvii la industria del pulque solo reportaba ingresos al gobierno como tributo. El obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza, denunció en 1652 que debido a que no se cobraba impuestos se favorecía el vicio mientras crecía “[…] en el rico la codicia” (Palafox y Mendoza 1762, 39). Fue el cabildo de la Ciudad de México el primer cuerpo político en solicitar el cobro de derechos en 1658, sin embargo, la Corona pronto se percató de la magnitud del negocio y en 1663 ordenó que toda la recaudación por este concepto se enviara a la península. Luego de cinco años de disputas sobre a quién correspondían los recursos, en 1668 se decidió poner en arriendo el cobro de derechos. La Corona consideró los perjuicios que podía ocasionar esta decisión a la salud de los indios, pero ante la incapacidad de limitar los excesos y el contrabando se continuó con la decisión. No obstante, el discurso sobre la protección a los indios se sostuvo para otras bebidas consideradas más peligrosas (Hernández Palomo 1979, 40-45).
La segunda causa de prohibición que hemos apuntado es el papel de tutelaje frente a los indios, lo que obligaba al cuidado de su salud temporal o terrenal. Tanto Isabel I como Felipe II ordenaron a prelados y descendientes defender a los naturales de América contra toda opresión y maltrato (Provisiones, 1563, 5a; Recopilación 1841, Tomo primero, Libro I, Título VII, Ley XIII). Si bien al inicio del gobierno hispano en América tal mandato se pasó por alto (Gallegos Rocafull 1951, 19-22), años más tarde las afecciones propagadas por los europeos obligaron a una mayor vigilancia. La salud de los indios menguó debido a que no contaban con condiciones inmunológicas para hacer frente a las enfermedades recién llegadas, lo que produjo la reducción de su número por efectos epidemiológicos. La situación alertó a la Monarquía al grado que cinco años después de caída Tenochtitlán se había prohibido su migración a Europa para evitar la “[…] disminucion de los dichos indios y sus vidas” (Provisiones 1563, 19r). No existe convención historiográfica sobre la tasa de mortalidad de indios en el siglo xvi, no obstante, se estima que al final del siglo su población habría disminuido entre el 80 y el 95% (Malvido 2006, 44).
La labor para salvaguardar a los indios se manifestó en la preocupación respecto a las bebidas embriagantes de alto contenido alcohólico que circularon con el arribo de alambiques. Los destilados pronto ganaron afectos por no ser perecederos. Se utilizaron productos locales como la gran diversidad de agaves para la fabricación de mezcales. También se emplearon otros frutos de recién llegada como uva, durazno, manzana, y ciruela, ingresados vía el Atlántico, aunque el de mayor uso fue la caña de azúcar, con la que se producía el aguardiente denominado chinguirito (Lozano 2005, 18-24, 37). Vía el Pacífico llegó el cocotero cocos nucifera, procedente de Manila, con el que los esclavos asiáticos instalados en el occidente del virreinato fabricaban la bebida filipina “tuba”, un fermento de la savia de la palma cuya destilación se conoció como “vino de cocos” (Oropeza 2011, 37).
El consumo de aguardientes preocupaba porque se contravenía el compromiso de protección de los indios, pero también porque el hábito de la bebida provocaba que no desempeñaran sus labores. Se advertía que los nuevos cristianos, por su condición de menores, actuaban con ingenuidad sobre los perjuicios ocasionados (Lozano 2005, 3). En este sentido, se decía que no eran conscientes de los males que por entonces se atribuían a los aguardientes, como lo eran las muertes repentinas y de matlazahuatl, al parecer un cierto tipo de tifo (Hernández Palomo 1974, 7). Por esta razón, desde 1631 el virrey marqués de Cerralvo prohibió su fabricación y consumo, aunque en Colima se había proscrito el vino de cocos desde 1605 (Machuca 2008, 162). Pese a que en diversas ocasiones se dispuso agravar las penas a los infractores no pudo frenarse el consumo ni el consiguiente contrabando. Si bien el comercio de pulque se toleró por la recompensa fiscal, en el caso de los aguardientes no se consideró lo mismo.
Otro momento de prohibición se caracterizó por la percepción de amenaza en contra de las instituciones virreinales. Una serie de eventos en la Ciudad de México a finales del siglo xvii muestra un cambio en la forma como se percibía a los consumidores de bebidas embriagantes.
En 1691 las inusuales lluvias provocaron inundaciones que devastaron campos y estropearon cosechas. A esto siguió un eclipse de sol que se interpretó como un mal augurio traído por ese año (Muriel 1998, 109). Los temores se reafirmaron cuando en las pocas espigas de trigo en pie apareció chahuistle (hongo plaga) que las había corroído y estropeado. Además, las lluvias del año siguiente se adelantaron cayendo incluso nieve, cosa inusitada en la región. El sol quedó eclipsado durante semanas, dificultando aún más el secado del suelo, todo en detrimento de los sembradíos. La carestía se paleó de forma temporal con reservas y provisiones enviadas desde otros lugares, no obstante, hacia el final de la primavera fue insuficiente (Sigüenza 1987, 129-132). La situación se agravó cuando los especuladores retuvieron cereales, orillando a las autoridades a limitar la venta de granos para garantizar el suministro de la ciudad (Gonzalbo 2008, 18).
El domingo 8 de junio de 1692 las mujeres, como era costumbre, se agruparon en la alhóndiga a comprar maíz. Después de transcurrida la jornada llegó el momento en que los encargados del depósito negaron el producto para prever la escasez. La decisión motivó protestas que derivaron en violencia de parte de los cuidadores del lugar. La indignación llegó al punto en que las mujeres decidieron amotinarse en la misma alhóndiga y después en las calles, siguiéndolas luego los hombres (Kickza 1991, 222). Así comenzó un motín al que pronto se unieron otros sectores bajos –mestizos, negros, chinos, incluso españoles– en contra de las autoridades (Gonzalbo 2008, 19).
Los participantes fueron congregándose de a poco frente al palacio virreinal. Los soldados intentaron repelerles disparando con sus armas solo pólvora –debido a la falta de balas– y los hombres contestaron arrojando piedras que les eran provistas por las mujeres. Según los testimonios, mientras avanzaba la trifulca más personas se unían al tumulto y terminaron por prender fuego a las puertas de los edificios utilizando el contenido de los puestos mercantiles de la plaza. El motín finalizó cuando cesaron los saqueos a los comercios, solo entonces la milicia se hizo del control del lugar. Al día siguiente los vecinos se organizaron para montar guardias, mantener la paz e intentar recuperar algo de lo perdido (Muriel 1998, 115). Durante los días siguientes se prohibió la entrada de indios a la traza española, se repartió maíz en sus barrios y se modificó el impuesto a los granos para aminorar los efectos de la escasez. Además quedó prohibida la venta y consumo de pulque (Kicza 1991, 223).
El sobresalto llevó al virrey conde de Galve a solicitar a diversos personajes, en su mayoría eclesiásticos, un diagnóstico sobre lo ocurrido. Los documentos coincidieron en que uno de los móviles principales de la sublevación fue que los participantes se encontraban bajo el efecto del pulque al momento del tumulto, condición que les provocó, según testimonios, estar engallados y resueltos a rebelarse. De acuerdo al informe del canónigo Lope Cornejo de Contreras muchas personas provenientes de pueblos cercanos a la ciudad, que asistían a ella para comerciar sus productos, eran asiduos a la bebida. Afirmó que en los espacios públicos de la capital no existían restricciones como las que imperaban en sus poblados, en donde se preservaba el “respeto social” (Taylor 1987, 63). Si bien resulta complicado confirmar la existencia de tales límites, lo importante de la denuncia de Lope Cornejo es la percepción de la ciudad como receptáculo de viciosos.
De particular importancia es el testimonio del literato Carlos de Sigüenza y Góngora, quien expresó que hasta antes de las inundaciones la ciudad atravesaba por un período de prosperidad. Estimó que el excedente de ingresos de los indios lo destinaban al pulque, cuyo consumo excesivo les arrojó a un arrebato de presunción por el miedo que los españoles les guardaban; una actitud que habría sido contagiada a la más “ínfima plebe”. Al entender de Sigüenza y Góngora, la sedición no era “[…] probable, sino evidente”, llegando la “[…] borrachera […] a mayor exceso […] en un día que en todo un año entero cuando la gobernaban idólatras”. También relató que los amotinados gritaban “Tomad pelotas y mirad la fuerza que nos da el pulque”, y que en medio de los “¡Viva el Santísimo Sacramento!” y “¡Viva el rey!” podía escucharse “¡Viva el pulque!” y “Este es el pulque!”. El literato expresó que ya existía una molestia previa porque “[…] las continuas borracheras de los indios nos enfadan siempre” (Sigüenza 1987, 138-139, 149, 151, 158, 171-172).
Tras los testimonios, Carlos II ratificó la prohibición de la venta y consumo de pulque hasta que se garantizara el orden. Pese a la resistencia inicial de los regidores del ayuntamiento, quienes advirtieron sobre las consecuencias económicas de la decisión, se estableció el veto. Los infractores pagarían una multa de doscientos pesos si eran españoles y en caso de ser indios serían azotados y destinados a obrajes (Hernández Palomo 1979, 68). Asimismo, se proscribió la reunión de más de cinco indios en lugares públicos para evitar confabulaciones (Gonzalbo 2008, 24). La prohibición resuelta por el virrey no era suficiente para quienes estaban inconformes con la embriaguez debido al carácter provisional de su enunciación; por esta razón el arzobispo de México Juan Bautista del Río envió una petición a la metrópoli solicitando la prohibición definitiva del pulque. La representación incluyó una relación sobre las características del maguey en la que apuntaba que después de destapar la planta para la extracción de aguamiel no servía más para la fabricación de “hilos de pita”, como se denominaba a las cuerdas de agaves (Hernández Palomo 1979, 8). De esta forma quería mostrar cómo se perjudicaba una industria potencial mediante otra que solo acarreaba males.
La proscripción se mantuvo unos años, no así su cumplimiento ya que no existían condiciones para vigilar de forma efectiva el contrabando. Además, una vez aminorado el temor de sedición continuaron las reuniones de más de cinco indios en espacios públicos (Gonzalbo 2008, 27), por lo que la prohibición no terminó con la embriaguez ni con el bullicio como lo deseaban Cornejo y Sigüenza.
Al final, las mismas autoridades virreinales elevaron una representación en 1697 para que se restableciera la producción, venta y consumo de pulque. Se dijo que por consecuencia de la prohibición los indios comenzaron a tomar otras bebidas más perjudiciales para su salud, como el chinguirito. También se argumentó que la prohibición había golpeado al ingreso de los pueblos productores, pero principalmente a la recaudación; lo que cobraba gran relevancia debido a que el pulque seguía consumiéndose a causa de la red de contrabando existente. Las razones fueron suficientes para levantar la prohibición ya que el Consejo de Indias era consciente de la importancia de esta industria para productores, comerciantes y, sobre todo, para la causa de hacienda. La única restricción posterior fue que solo se permitirían 36 expendios en toda la ciudad (Kicza 1991, 225; Hernández Palomo 1979, 82-83).
Por un período breve la prohibición se valoró en torno a los peligros que representaban los posibles actos sediciosos contra el gobierno virreinal. A pesar del fastidio que expresaron los eclesiásticos, se desestimó que la embriaguez fuera un móvil para la rebelión. Al final, pesó más el perjuicio a los ingresos fiscales al no existir otra actividad económica capaz de suplir la producción y comercio de pulque. No obstante, resulta importante resaltar la percepción que se tenía sobre los consumidores como una amenaza latente.
La preocupación por el fárrago causado por el consumo de bebidas embriagantes se mantuvo durante la siguiente centuria. El temor a que esto pudiera derivar en actos sediciosos cesó, aunque persistió la percepción de los bebedores como perturbadores del orden público, por lo que las limitaciones se enfocarían por entonces a combatir los comportamientos impropios en espacios públicos, principalmente aquellos que ocasionaban inmundicias y desvergüenzas.
Existe una robusta historiografía que ha destacado las características de los proyectos civilizatorios ilustrados que contemplaron un ideal de orden y pulcritud en la Nueva España hacia finales del siglo xviii (Aguirre 1992; Dávalos 1997; Haring 1947; Pulido 2011; Scardaville 1980; Viqueira 1987), mismos que se implementaban en centros urbanos europeos. Entre sus características se encontraba la ampliación y alineación de calles, la instalación de alumbrados, la mejora de los sistemas de drenaje y la creación de espacios con áreas verdes que servían como paseos ilustrados; un modelo de ciudad que además buscaba garantizar la seguridad y el control (Braudel 1984). En el caso de Nueva España fue durante el gobierno del virrey conde de Fuenclara [1742-1746] cuando se iniciaron importantes obras para la mejora de las calles de la Ciudad de México (Sánchez de Tagle 2000, 11). Sin embargo, su auge se presentó en las últimas tres décadas del siglo con el combate a la suciedad y el desorden, presuntamente producidos por el relajamiento de costumbres (Dávalos 1997; Viqueira 1987).
La mirada de esos gobiernos estuvo ligada a una nueva racionalidad que buscaba establecer normas con la finalidad de mantener el control social sobre los espacios públicos de la ciudad. Los esfuerzos reformistas consistieron en la creación de los paseos durante el gobierno del virrey Bucareli [1771-1779]; la división de la ciudad en 32 cuarteles menores y la creación de alcaldes de barrio que el virrey Mayorga [1779-1783] dispuso para la efectiva vigilancia; así como las acciones del virrey segundo conde de Revillagigedo [1789-1794], dentro de las que destacan la creación de alumbrado público, el combate a la desnudez y la recolección racional de información por medio del primer censo de la Nueva España en el año de 1790.
Al tiempo en el que se implementaron normas ilustradas se inició una transformación de la noción de policía. Con anterioridad, el concepto se refería a la observación de las ordenanzas del buen gobierno; un significado amplio sobre las garantías para el bienestar del cuerpo político. En contraste, durante este período ya podían observarse indicios sobre los aspectos que durante la siguiente centuria apuntaron gradualmente a la concepción moderna de orden y seguridad (Pulido 2011, 1632-1633).
Bajo este panorama es que debemos valorar las iniciativas que pretendían controlar lo que se percibía como un desorden producido por el consumo de bebidas alcohólicas. Si bien desde las ordenanzas del siglo xvii existió la intención de vigilar y regular la conducta de quienes eran asiduos a la embriaguez, una planificación administrativa para conseguirlo no se realizó hasta el siglo xviii. Son distintos momentos de un mismo proceso en el que fue percibiéndose cada vez más urgente el control sobre los gobernados mediante la restructuración de los espacios que darían pauta al comportamiento esperado por las autoridades. Las reformas administrativas, en este sentido, se proponían garantizar los monopolios legítimos de la violencia y de la potestad jurídica (Scott 1998, 87-88).
Hasta 1748 los asentistas del pulque tuvieron el privilegio de nombrar al juez privativo, quien tenía jurisdicción exclusiva sobre la venta y el consumo, razón por la que las ordenanzas no se aplicaban cuando no convenían a los intereses del gremio. Para evitar esto se dispuso que los jueces fuesen nombrados por el virrey para dotarlos de autonomía; a lo que se sumó la aplicación de castigos ejemplares a los togados que no vigilaran el cumplimiento de las normas (Viqueira 1987, 193-195).
La preocupación por los excesos, pero sobre todo el interés recaudatorio, llevó a que el visitador José de Gálvez dispusiera en 1771 el alza de impuestos al pulque, explicando que reportaría beneficios a la hacienda al mismo tiempo que desincentivaría el consumo. Se nombraron alcaldes de barrio, a quienes se encargó vigilar las conductas desvergonzadas producto de la embriaguez. Sin embargo, las medidas resultaron fallidas. Tanto en las instrucciones provistas por los virreyes a sus sucesores como en los distintos ensayos ilustrados de corte económico-político escritos hacia finales del siglo xviii, puede constatarse una percepción sobre el supuesto relajamiento de las costumbres en la ciudad. Hipólito Villarroel señaló en el texto Enfermedades políticas que padece la capital de la Nueva España [1787] que la vida de los indios era “[…] la de estar sumergidos en los vicios de la ebriedad”, no bastando que los jueces quisieran “[…] corregirles […] y procurar evitar la indecencia, haciendo que cubrieran sus carnes” (Villarroel 1999: 95). Mientras en el Discurso sobre la policía de México [1788] se señaló que su desnudez “[…] a cualquier extranjero […] sorprende y escandaliza” (Anónimo 1984, 69). No obstante, existía consciencia de las dificultades que suponía la prohibición. En el Discurso se valoró que el comercio de pulque representaba “[…] un manantial abundantísimo a las Rentas Reales” (70), y proponía controlar los espacios públicos al tiempo en que se favorecía la causa de hacienda.
Para entonces las finanzas virreinales se beneficiaban de forma importante de esta renta. En 1780 la demanda permitió que la alcabala a la arroba de pulque aumentara de 17 a 23 granos, y en 1784 de 23 a 25,32% en solo cuatro años (Romero 1785, 192a). De manera que para 1790 la recaudación local por este concepto representaba el 24% del total de los ingresos virreinales (Marichal 2001, 25-26). Sin embargo, durante los primeros años de la década de los noventa decreció. Como lo había contemplado Gálvez, el aumento al impuesto trajo consigo la reducción en la compra de pulque, pero solo en apariencia. Los altos derechos estimularon el contrabando, mismo que también traficó el chinguirito, ya entonces una bebida muy popular y por la que no había recaudación alguna por estar prohibida. Además, se denunciaba la extralimitación debido a que algunos dueños de expendios, aprovechando que los alcaldes de barrio no contaban con sueldo, los sobornaban para desviar sus acciones al hostigamiento de otros establecimientos, con lo que atraían clientes a los suyos porque ahí no serían molestados. Así, los funcionarios se beneficiaban con las medidas de regulación y prohibición.
La merma en la recaudación, producto de las fallidas estrategias, derivó en la legalización de los aguardientes en marzo de 1796. La decisión se justificó, como ocurrió antes con el pulque, por la necesidad de sustento de todos aquellos dedicados a esta industria clandestina, aunque la mayor parte de las disposiciones del nuevo reglamento estaban encaminadas a aumentar los ingresos fiscales.3 Al entrar en vigor la ley, se dio oportunidad a quienes poseían aguardientes para que en un plazo de tres días reportaran su existencia, mientras aquellos que no lo declarasen serían castigados “[…] con todo el rigor de la Ordenanza”4.
La primacía fiscal se mantendría al iniciar el siguiente siglo. A pesar de afianzarse el espíritu de los proyectos ilustrados, no se propusieron nuevas iniciativas legislativas de prohibición después de separado el virreinato de la Corona hispana. La Ley de Clasificación de Rentas Generales y Particulares, promulgada por el gobierno mexicano en 1824, dispuso que se destinara a la federación ciertos impuestos y contempló que todas aquellas rentas no comprendidas por la ley pertenecieran a los estados, como sería el caso de las bebidas embriagantes (Congreso Constituyente 1825, 70). Al quedar marginados los gobiernos estatales de cuantiosas rentas, tuvieron la oportunidad de cobrar los derechos a las bebidas como impuesto indirecto al consumo y, por tanto, no hubo controversia en torno a su circulación legal. Por ejemplo, el gobierno del estado de Jalisco ordenó en 1824 que se verificara el cobro de derechos a los “caldos”, entre los que destacaban las bebidas, y dos años más tarde, para proyectar ingresos, se solicitaron los reportes sobre las pensiones pagadas por el mezcal de Tequila, los costos de su cultivo y su consumo (Congreso de Jalisco 1826, 95). Prisciliano Sánchez, entonces gobernador de Jalisco, expresó una opinión muy favorable sobre esta bebida. Destacó sus características benéficas y afirmó que su gran consumo se debía a que “[…] es agradable al paladar [y] no daña la salud”, por lo que si “[…] este artículo llega a lograr exportación para otros estados […] deberá ser uno de los más principales […] porque la planta […] es poco costosa […] propia para ocupar tierras erizas y pedregosas que no pueden tener otro destino” (Sánchez 1974, 20). Así, entre un sector de la clase política desapareció la condena a los aguardientes debido a la importancia de su industria.
Por su parte, la molestia por los vagos y su ingesta de bebidas embriagantes continuó durante las décadas siguientes (Warren 2001, 86-87). En los años treinta incluso fueron reclutados por la leva (105), no obstante, su presencia se mantuvo en los centros urbanos. En 1854 se estipuló que las pulquerías abandonaran la traza central de la Ciudad de México (Toner 2015, 24) y así el consumo se desplazó y ocultó por un tiempo, mientras se aseguraba la recaudación de la renta. Sin embargo, hacia mediados del siglo xix se inició una nueva batalla contra la embriaguez mediante una perspectiva distinta.
Las teorías del evolucionismo social emanaron de un proyecto civilizatorio con trazo teleológico en el que se concibió el avance o retroceso de las sociedades dentro de una linealidad simple, lo cual determinaría su nivel evolutivo. Los argumentos se apoyaron en la descripción de aquello que resultaba inherente a las sociedades y, en distintos casos, se presumía que algunos grupos humanos contaban con ventajas sobre otros al encontrarse en una etapa más adelantada dentro de la línea civilizatoria (Nisbet 1969, 166-188). A este esquema se adscribió la teoría sobre la degeneración social que intentó emular la teoría lamarckiana al interpretar que los caracteres adquiridos son heredados por los individuos a su descendencia.
La emergencia de este esquema produjo un cambio de concepción sobre el consumo de bebidas embriagantes. A partir del trabajo del médico sueco Magnus Huss, quien en 1849 describió y clasificó los efectos de la enfermedad del alcoholismo en el cuerpo humano, se cuestionó la noción de vicio de la embriaguez. Su formulación tuvo eco entre muchos médicos europeos, destacando el francés Bénédict Morel, quien en su teoría de la degeneración humana ubicó al alcoholismo como una enfermedad que hereda caracteres adquiridos a la progenie (Campos 1998, 334).
Dentro del discurso médico, el alcoholismo se unió a otros hábitos moralmente negativos como lo eran las conductas delictivas, la indisciplina, la pereza y la promiscuidad; considerados factores que producían la degeneración de la “raza”. El consumo excesivo de embriagantes se entendió entonces como una condición propiciada por las prácticas de la ascendencia, pero que a la vez era posible combatir para evitar su transmisión a las generaciones venideras. Incluso antes de entenderse como enfermedad, en México se refirieron tratamientos médicos para combatir algunos síntomas derivados de la embriaguez (Boutigny 1837, 78-80), aunque la formulación de posibles remedios definitivos contra el alcoholismo se presentó años después.
En la década de 1860 los círculos médicos mexicanos comenzaron a familiarizarse con la clasificación del alcoholismo como enfermedad, lo que suponía la factibilidad de hallar una cura para quienes la padecían. Tal vez la referencia más temprana se encuentra en la bitácora médica del doctor Falcón, quien era vecino del pueblo de Mixcoac, aledaño a la Ciudad de México. En sus notas hizo referencia a un doctor Lutton radicado en la ciudad francesa de Reims, quien usaba un medicamento fabricado a partir de la nuez vómica –cuyos componentes son en extremo tóxicos– como “[…] remedio en el alcoholismo de forma común y compleja” (Durán 2000, 477). Para 1869 existía amplio consenso sobre que el consumo excesivo de bebidas embriagantes era una patología; así, en las salas hospitalarias de la capital se otorgaba servicio regular a “[…] los enfermos de alcoholismo crónico, que sabemos visitan diariamente el hospital” (Contreras 1870, 2).
Otro campo en el que apareció la noción del alcoholismo como una condición patológica fue el jurídico, al equiparar al alcohólico con el enajenado mental. Destaca el caso del asesinato del doctor Matías Beístegui en 1852, consumado durante un asalto. El licenciado Luis de Ezeta, abogado defensor de Fernando Santillán –uno de los imputados– argumentó que quienes intentaron perpetrar el robo se encontraban en estado de embriaguez y, por tanto, fuera de juicio. Con base en este hecho, el defensor solicitó al juez determinar “[…] que no precedió al asalto la premeditacion” y se entendiera “[…] que fueron arrastrados por la perturbación mental” (Ezeta 1852, 7). En la primera codificación penal de la federación mexicana decretada en 1871 apareció como motivo de exclusión de responsabilidad criminal la “[…] embriaguez que priva enteramente de la razón” (Ministerio de Justicia 1872, 13). Por tal motivo se debía dar trato al imputado como enajenado mental y se negaba la premeditación del delito. No obstante, este atenuante se desechaba si el acusado era bebedor habitual o había cometido antes algún ilícito en estado de ebriedad, ya que había decidido con uso de razón embriagarse pese a saberse propenso a este estado. En otros países ejercía este principio, por ejemplo, en el código español de 1870 (Ministerio de Gracia y Justicia 1870: 9), y a partir del caso DPP vs. Beard en Inglaterra en 1920 (Handler 2013, 243-246).
La designación del alcoholismo como patología fue adquiriendo mayor importancia cuando distintos médicos con propuestas antialcohólicas en Europa y América retomaron el término eugenesia (eugenics) mencionado por Francis Galton en 1883 (Galton 1883, 25). En su propuesta inicial, Galton planteó la posibilidad de extinguir razas inferiores de forma silenciosa y lenta mediante el matrimonio de miembros de la raza superior (309), pero para realizar esta selección nunca refirió al alcoholismo como criterio de exclusión. Fueron otros médicos quienes incorporaron el vocablo eugenesia dentro de los postulados que situaban el hábito de la bebida como una enfermedad que conducía a la degradación de la descendencia.
En México el vocablo eugenesia sería de uso común hasta inicios del siglo xx; no obstante, ya desde la década de 1880 las nociones sobre degeneración social hereditaria ligadas al alcoholismo cobraron protagonismo. Esto sucedió cuando dentro del discurso médico del estado higiénico, ligado al combate de enfermedades infecciosas, se inscribió un esquema evolucionista social al plantear que las “[…] generaciones alcoholizadas, engendran generaciones débiles, de antemano degradadas, raquiticas de corazon y cerebro” (Elices 1881, 2).
Así también lo expuso el doctor Nicolás Ramírez de Arellano –quien había rescatado la bitácora del doctor Falcón– ante la Academia de Medicina de México. En su discurso de 1895 afirmó que el alcohol producía en la cuarta generación de enfermos “[…] imbecilidad, idiotismo, esterilidad” y la consiguiente extinción de la familia. El combate contra el alcoholismo, de acuerdo a Ramírez de Arellano, era fundamental bajo el punto de vista higiénico debido a que reduciría muertes directas por la enfermedad, pero también sería un remedio contra la criminalidad y la inmoralidad (Ramírez 1895, 4-5). Estas sugerencias representaban los primeros pasos hacia la noción de higiene mental, concepto que comenzaría a trazarse durante la década siguiente en el pensamiento médico-higiénico (Urías 2004, 38). Resalta la sugerencia de Ramírez de Arellano para que dentro del orden moral se establecieran “[…] sociedades de temperancia y la enseñanza obligatoria en las escuelas primarias de los principales preceptos de la higiene” (Ramírez 1895, 12).
En el límite entre siglos surgió una singular complementariedad del discurso médico regeneracionista y la prédica moralizante de la moderación en lo relativo al alcoholismo. Los primeros movimientos por la temperancia comenzaron en los Estados Unidos de América desde 1813 y tan solo una década después se fundaron asociaciones que adoptaron sus principios en Inglaterra (Tyrell 1979, 33; Lewis 1989, 392). Los grupos de temperancia promovieron ideas de moralidad y progreso material que empataban bien con los fundamentos evolucionistas sociales al combatir el crimen, la pobreza y la locura (Tyrell 1979, 4-6).
Las nociones de temperancia aparecieron en México tras el decreto de libertad de cultos de 1873. Se divulgaron sus principios en la prensa, destacando el periódico El Abogado Cristiano Ilustrado, que en sus páginas intentó generar conciencia sobre el valor de la moderación y, por supuesto, el rechazo al hábito de la bebida (Olivier y Viesca 2015, 802). La convergencia de los esquemas de degeneración social y moralización cristiana fue asimilándose sin que eso significara el abandono total de la noción de embriaguez como vicio.
En las primeras décadas del siglo xx aparecieron diversas sociedades de temperancia en el territorio mexicano con un copioso número de médicos que utilizaban de forma cotidiana los términos eugenesia, temperancia e higiene para advertir sobre la necesidad de evitar los riesgos de contraer enfermedades que condujeran a la degradación de las futuras generaciones. Se percibía como las más peligrosas al alcoholismo y a la sífilis, por tanto, se hacía un llamado moral para combatir el hábito de la bebida y la prostitución. La Sociedad Mexicana de Profilaxis Sanitaria y Moral, fundada en 1908, publicó los periódicos La Cruz Blanca y El Amigo de la Juventud en los que presentaba artículos con jerga médica plagados de sentido moralizante. En su “Balance higiénico-moral” se estimaba como las mayores cualidades para lograr prosperidad material y espiritual el trabajo, la castidad y la temperancia (Ochoa 1913, 3). No se distinguía, sin embargo, una fe en particular ya que también entre las asociaciones católicas se promovía la importancia de atemperar las pasiones.
Por influencia de estos grupos, algunos estados mexicanos emprendieron campañas contra el alcohol, cuyos proyectos se interrumpieron con el estallido del movimiento revolucionario iniciado en 1910. Sin embargo, una vez que logró afianzarse el gobierno del grupo denominado constitucionalista, la lucha contra el alcoholismo cobró nuevos bríos con base en los fundamentos de la temperancia (Autrique 2019, 169). En 1915 se decretó la prohibición de alcohol en los estados mexicanos de Jalisco, Sonora y Yucatán. De acuerdo al nuevo proyecto revolucionario, se argumentó que el progreso de las clases bajas, obreros y campesinos, solo sería posible si se erradicaba el alcohol y se fomentaba el trabajo industrioso. Bajo las leyes antialcohólicas se reprodujeron una vez más los estereotipos de indios y menesterosos como propensos al alcoholismo, la pereza y la violencia.
Si bien en todos los estratos sociales existía el hábito de la bebida, durante estas prohibiciones persistió la percepción –como hemos señalado para el xviii– de que los sectores bajos eran quienes hacían del vicio de la embriaguez un problema. Plutarco Elías Calles decretó la prohibición como gobernador de Sonora convencido de la necesidad de erradicar los perjuicios físicos y morales de los individuos y la decadencia de los pueblos. Sin embargo, se decidió que las bebidas alcohólicas fueran permitidas para uso medicinal, lo que fue aprovechado por sectores adinerados para obtener recetas médicas que les permitieran adquirirlas (Pierce 2014, 172). Asimismo, la comunidad alemana obtuvo el beneplácito del gobierno para continuar elaborando cerveza. En este sentido, la prohibición de alcohol se ejercía con una exclusión de clase social, dejando para los menos afortunados la adquisición ilícita y, por tanto, el señalamiento de que sus acciones estimulaban el contrabando y el crimen.
El resultado de estas prohibiciones fue, antes que terminar con la ingesta de alcohol, la disuasión de reuniones de consumidores en vía pública. El diputado Ambrosio Ulloa argumentó en el congreso de Jalisco en 1919, durante el proceso de abrogación de la prohibición, que la ley solamente había confinado a los bebedores en sus casas, sin que esto significara la abstención entre la población (Diputados Jalisco 1919, 5). Lo mismo se deduce del caso sonorense al haberse permitido a ciertos particulares adquirir bebidas embriagantes. En las tres prohibiciones estatales se presentaron innumerables actos de contrabando obligando a que, por la propia prohibición, el consumo se limitara a residencias y lugares de encuentro clandestinos, en donde también se practicaba el juego.
El incremento del contrabando acrecentó la corrupción entre los inspectores de alcoholes en todos los casos debido a que las ganancias eran muy atractivas. Además, en Sonora, como consecuencia no calculada, los pueblos yaquis aprovecharon la prohibición para sostener la guerra en contra del gobierno del estado al intercambiar mezcal bacanora, que ellos mismos producían, por armas provenientes de Estados Unidos. Así, la situación salió de todo control posible para las autoridades estatales.
A diferencia de Sonora y Yucatán, en Jalisco, dado que la producción de tequila era pilar de la industria de muchos pueblos, hubo ayuntamientos que decidieron no aplicar la prohibición. Asimismo, los funcionarios de las localidades en que sí entró en vigor solicitaron su cese en 1919 debido a que sus finanzas no podían resistir la falta de ingresos por ese concepto. De igual forma, Sonora y Yucatán levantaron sus prohibiciones en 1922 con la finalidad de favorecer la recaudación fiscal y afrontar las dificultades económicas derivadas de la Revolución Mexicana. Una vez más apareció el factor fiscal como principal razón para terminar con las proscripciones.
Durante las discusiones del Congreso Constituyente de 1916-1917 se presentaron diversos debates en torno a la posibilidad de decretar la prohibición federal de bebidas alcohólicas. Los legisladores más interesados eran minoría en la asamblea, por lo que intentaron una alianza con quienes impulsaban una agenda revolucionaria radical (Picatto 1992, 15-18). Sin embargo, estos revolucionarios tenían otras prioridades en materia constitucional, como la definición de los recursos de la nación, la propiedad de las tierras de campesinos, y la regulación del trabajo asalariado. Todo indica que, lejos de priorizar la prohibición, dieron preferencia a las negociaciones de esas agendas con los políticos de carrera que habían participado en legislaciones previas.
Por su parte, con la finalidad de combatir el desorden urbano, desde la segunda década del siglo xx se iniciaron acciones para combatir, a la par del alcoholismo, el uso de “drogas heroicas”. Los discursos de higiene y temperancia también hicieron blanco de sus campañas a ese tipo de sustancias. No obstante, fue hasta 1926 cuando el gobierno federal mexicano decidió adherirse a los acuerdos internacionales convenidos en la conferencia de Shanghái de 1909 y en la convención de La Haya de 1911-1912, los cuales buscaban terminar con el consumo de estupefacientes sin fines médicos (Delegates 1912, 1618; Departamento de Salubridad Pública 1926, 592). La prohibición se estableció a través del código sanitario por decreto del presidente Plutarco Elías Calles, quien como gobernador había promulgado la ley antialcohólica en Sonora una década atrás.
Se presentaron otras iniciativas estatales de prohibición de alcohol sin mucho éxito. Tomás Garrido Canabal, quien desde el triunfo constitucionalista fue un ferviente defensor de la moralidad y la temperancia, sostuvo breves períodos de prohibición como gobernador de Tabasco en 1928 y 1931 (De Giuseppe 2011, 654). En el estado fronterizo de Tamaulipas se inició una campaña antialcohólica en 1926 con el beneplácito del gobernador Emilio Portes Gil (Méndez 2007, 258), que en 1929 propondría la proscripción sin éxito. Una de las razones tanto de la propuesta como de su rechazo fue que por entonces aplicaba la prohibición del alcohol federal o Ley Volstead en los Estados Unidos de América, vigente entre 1920 y 1933.
Los ciudadanos estadounidenses frecuentemente cruzaban a los estados fronterizos mexicanos para asistir a casas de juego donde consumían alcohol y prostitución. En el Departamento Norte de Baja California, por ejemplo, esta demanda fue aprovechada por el gobernador Abelardo Rodríguez, presidente de la república entre 1932 y 1934, quien amasó una importante fortuna por permitir estas actividades, además del contrabando de drogas (Gómez 2000, 154-155 y 169-170). En Tamaulipas se buscaba establecer la prohibición para frenar estas prácticas en la frontera, lo cual se desechó porque eso no garantizaría el fin del contrabando, pero sí el perjuicio a la recaudación fiscal.
A pesar de que no existirían otros intentos de prohibición de alcohol en adelante, las campañas antialcohólicas no se interrumpieron. Emilio Portes Gil, ya como presidente de la república, estableció en abril de 1929 una campaña nacional. Con ella se realizaron eventos informativos, desfiles a favor de la higiene y se emitieron mensajes a través del nuevo medio de comunicación radiofónico, para advertir sobre los peligros del alcohol. A mediados de los años treinta el presidente Lázaro Cárdenas creó la Dirección Antialcohólica, cuyo propósito era contribuir al proyecto social y económico del estado revolucionario mediante el combate al alcoholismo. Su director Luis G. Franco reconoció que la población ignoraba los mensajes antialcohólicos en la radio desde el momento en que comenzaban, por lo que los esfuerzos de la nueva dependencia se enfocaron en los espacios educativos escolares (Franco 1935, 5).
La campaña cardenista no tendría los resultados esperados. Una de las razones fue que se mantuvo un doble discurso frente al consumo. En Yucatán, donde se había presentado una tenaz lucha antialcohólica, los candidatos a cargos de elección popular que sostenían la causa de la revolución, pese a expresar convicciones de temperancia, frecuentemente ofrecían alcohol como aliciente para sus votantes, e incluso, cuando se encontraban enervados por su ingesta, organizaban el ataque a urnas en las que sabían que no eran favorecidos (Fallaw 2002, 52-53 y 58-60). Este tipo de prácticas suscitó que en la década siguiente se estableciera la ley seca durante las jornadas electorales que pervive hasta hoy, de la misma forma como ocurre en la mayoría de países americanos.
En el ámbito federal no fue excepción el doble discurso. A inicios de los años cuarenta, se ordenó la reducción de derechos para los expendios de bebidas en el Distrito Federal y zonas fronterizas, argumentando que muchos habían desaparecido y con ello reducido la recaudación por este concepto (Rojas 2019, 224). Sin embargo, es probable que en los lugares que esto ocurrió no haya disminuido el consumo.
En esa misma década apareció una campaña moralizante en la prensa, la cual advertía que la alta ingesta se debía a una relajación de costumbres, a la mejora en los ingresos de los sectores populares y obreros de la ciudad y a la corrupción de los inspectores de establecimientos. Todos estos argumentos recuerdan lo ocurrido a finales del siglo xviii. La opinión pública condujo a la organización de un congreso contra el vicio por parte del presidente Manuel Ávila Camacho, el cual tuvo como resultado la elaboración de nuevos reglamentos para los expendios de bebidas (231), no obstante, la corrupción de los inspectores persistió (275-276).
Otra regulación apareció en 1956 cuando se prohibió la publicidad del alcohol en la radio antes de las 22 horas para evitar que los menores la escucharan. Se presentaron reclamos de las radiodifusoras que aducían quedar en desventaja respecto a los espacios que vendía la prensa para este fin. Además, hubo quienes afirmaban que por el hecho de ser el alcohol un producto legal debía permitirse de forma libre su publicidad (Editorial 1956, 4). Los esfuerzos antialcohólicos, en este sentido, se concentrarían a regular la oferta de bebidas embriagantes.
En las décadas siguientes la mayor parte de juicios respecto al alcohol aparecieron en noticias policiacas o sensacionalistas, en las que se destacaba por lo general el origen humilde o menesteroso de quienes delinquían. A la par de la disminución del tabú respecto al alcohol se incrementó el de las drogas. Las mismas noticias policiacas comenzaron a enfocarse en la mariguana como causante de crímenes y, para los años setenta, los consumidores de cannabis fueron el principal blanco de criminalización por parte de la opinión pública. Esto se afianzó aún más cuando los cuerpos policiacos mejoraron su coordinación con los traficantes de drogas –especialmente durante las funciones del jefe de policía del Distrito Federal, Arturo “el negro” Durazo [1976-1982] (Bataillon 2015, 58)– al mismo tiempo que asediaban a los consumidores.
A partir de entonces los ingresos de las organizaciones criminales se han incrementado de forma importante, sobre todo por la gran demanda en los Estados Unidos, lo que les ha permitido diversificar sus actividades ilícitas, aunque también las lícitas (Boudreaux 2020, 34-35). En la actualidad estos grupos tienen capacidad para comprar armamento estadounidense de uso exclusivo del ejército, por lo que el estado mexicano ha sido incapaz, desde las últimas dos décadas del siglo xx, de contener sus actividades criminales. Incluso, se ha destacado su injerencia dentro de múltiples procesos electorales en el país (Boudreaux 2020, 21).
A lo largo del siglo xx y en el xxi, el tabú de las drogas ha favorecido –como ocurrió durante las prohibiciones del alcohol– a los negocios del crimen organizado en connivencia con funcionarios públicos. Solamente en años recientes se han abierto canales de debate en torno a un posible cambio de esquema legal en el que se contempla el consumo legal regulado de ciertas sustancias. Una vez más, en esta discusión se encuentran argumentos como la imposibilidad de frenar el comercio ilegal y la corrupción, además del beneficio fiscal que reportaría a la hacienda pública. Deberemos cuestionarnos si en efecto esto supondrá una nueva etapa de regulación.
La etapa prohibicionista actual, que aparentemente se encuentra en transformación, fue profundamente influida por el pensamiento del evolucionismo social que tuvo un importante auge durante la segunda mitad del siglo xix, lo que resultó fundamental en los congresos prohibicionistas de inicios del siglo xx y en el ulterior veto de diversos enervantes a lo largo del mundo. No obstante, a través de la revisión de un período más extenso es posible advertir pautas de cambio y de permanencia que se han presentado en distintas prohibiciones.
Como podemos observar con las prohibiciones prehispánicas de bebidas embriagantes y con los propios movimientos por la temperancia desde el siglo xix, pesan más los factores morales y religiosos para que un potencial consumidor se convenza de la abstención –o moderación– que la dureza de las penas en sí mismas. Incluso el factor moral, como nos lo muestra la existencia efectiva de castigos, no siempre ha sido suficiente para que el consumo clandestino desaparezca.
Las prohibiciones contribuyeron al estereotipo de los consumidores. La ingesta de bebidas prohibidas no fue exclusiva de las clases populares o de los pueblos indios. No obstante, en diversos momentos se reprodujo la noción de que esos sectores eran propensos al vicio, al desorden público y a la violencia. Como se muestra desde el motín del siglo xvii y hasta las prohibiciones del xx, existía una preocupación por el barullo en espacios públicos, lo que llevó a diversas autoridades a regular o prohibir el alcohol, además de criminalizar a los consumidores.
Observamos que ninguna prohibición en la historia de México ha tenido los efectos esperados. Tras cada una de ellas se ha establecido un mercado de contrabando que dejó sin efecto a la ley seca, pero con importantes ganancias para los traficantes. En todos los casos, el resultado de las prohibiciones de alcohol fue el establecimiento de una regulación del comercio y consumo derivado de la necesidad de obtener beneficios fiscales. Por esto, no debe resultar extraño que en la actualidad ese sea uno de los ejes del debate sobre la legalización de drogas.
Por su parte, el crimen organizado ha rebasado la capacidad armada del estado mexicano debido a que sus altos ingresos le permiten la compra de armamento de alto calibre, el cual es producido en su mayoría en los Estados Unidos. Recordemos que, aunque con fines distintos, durante la prohibición sonorense, los contrabandistas pudieron obtener armamento estadounidense que intercambiaban a los yaquis para su guerra. Si bien la gran demanda de sustancias proscritas ha permitido esta dinámica desde hace más un siglo, los ingresos y la capacidad armada de las organizaciones criminales ha superado a los gobiernos federales mexicanos en las últimas décadas. Esta es una diferencia sustancial frente a experiencias anteriores debido a que el crecimiento de las ganancias y la variable tecnológica del armamento en manos de los grupos del crimen organizado hacen de esto un problema de seguridad pública sin precedentes.
Las ganancias reportadas por el comercio ilícito de alcohol pudieron solventar la corrupción de funcionarios públicos al menos desde el siglo xviii. Los sobornos a mandos y agentes de seguridad pública han sido una forma efectiva para consolidar las redes del contrabando, dentro de un proceso en el que la coordinación es cada vez más compleja. La corrupción es un hecho social normal en las prohibiciones mexicanas.
Las pautas de cambio, sin embargo, las encontramos a nivel discursivo. En las postrimerías de la época prehispánica y durante el primer siglo de gobierno hispano fueron, sobre todo, razones religiosas y morales las que establecieron las prohibiciones. Más tarde aparecieron factores seculares, sobre todo ligados al orden y limpieza de los espacios públicos entre los siglos xvii y xviii. Después, a partir del xix y de forma clara al inicio del xx, encontramos la mezcla de argumentos médicos-higiénicos y de movimientos de temperancia, que en lo fundamental arguyeron la necesidad de frenar la degeneración humana, mediante argumentos claramente evolucionistas. Mientras resulta claro que el conjunto moral ha sido parte de un doble discurso a través del que se han perpetuado las ganancias de funcionarios corruptos y del crimen organizado.
La comprensión de las prohibiciones de alcohol en México con perspectiva de larga duración está lejos de agotarse con el presente trabajo. Una tarea pendiente es la comparación diacrónica profunda y sistemática de fuentes como la prensa y la documentación judicial, labor que rebasa los límites del presente artículo. No obstante, el ejercicio aquí trazado nos ofrece algunas pistas para reflexionar sobre los esquemas de prohibición al destacar diferencias y similitudes respecto a experiencias anteriores.
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Fecha de recepción: 26.05.2021
Versión reelaborada: 30.03.2023
Fecha de aceptación: 28.04.2023
1 “Ordenanza del pulque para indios”, 11 de febrero de 1588, Archivo General de la Nación de México (en adelante AGNM) Instituciones coloniales, Gobierno virreinal, Reales Cédulas, volumen D3, expediente 54.
2 “Edicto contra el peyote”, 19 de junio de 1620, AGNM, Instituciones coloniales, Indiferente virreinal, caja 1842, expediente 18.
3 “Reglamento del aguardiente”, 6 de diciembre de 1796, en AGNM, Instituciones coloniales, Gobierno virreinal, Impresos oficiales, contenedor 9, volumen 20, expediente 26.
4 “Bando sobre el aguardiente”, 31 de diciembre de 1796, en AGNM, Instituciones coloniales, Indiferente virreinal, caja 3896, exp. 3, f. 2.