DOI: 10.18441/ibam.23.2023.83.107-127

 

 

 

 

La muerte más perfecta: Días de ocio en la Patagonia de William Henry Hudson

The Most Perfect Death: Idle Days in Patagonia by William Henry Hudson

Carolina Maranguello

IdIHCS-UNLP (Universidad Nacional de La Plata), Argentina

caromaranguello@yahoo.com.ar
http://orcid.org/0000-0002-1365-1609

How should one die? The perfect death is Patagonian
(Chatwin y Theroux 1986, 23).

William Henry Hudson, hijo de colonos norteamericanos, fue un escritor y naturalista que nació y vivió en Argentina hasta 1874, cuando decidió trasladarse definitivamente a Inglaterra, el “home deseado”, para escribir sus ensayos sobre la naturaleza y su obra ficcional y autobiográfica enteramente en inglés. En el contexto de la cultura argentina, la contemplación de la naturaleza y de los habitantes de las llanuras que el escritor comenzara a ensayar desde su infancia fue fundamental porque singularizó una manera inédita de entender el paisaje nacional, a partir de una mirada atenta a las particularidades de la fauna, la flora y el clima de la región. Si bien Hudson no publicó en el país, gran parte de sus textos refieren su experiencia argentina y sudamericana, y recuperan sus observaciones naturalistas y sus exploraciones a caballo y a pie por las pampas todavía sin alambrar, la Banda Oriental y la Patagonia.

En 1871 Hudson visitó durante un año el valle del Río Negro y veinte años después,1 ya radicado en Londres, publicó a propósito de esa experiencia Idle Days in Patagonia (1893).2 Como se verá a continuación, sin dejar de retomar algunas de las principales coordenadas de la tradición del viaje a la Patagonia, Hudson se desplaza ligeramente de ellas para explorar fundamentalmente la Naturaleza y satisfacer su “pasión ornitológica”.3

Desde la llegada inaugural de Magallanes en el siglo xvi hasta la llamada “Conquista del Desierto” a fines del siglo xix, el paisaje de la Patagonia había sido indagado, en primer lugar, por diferentes poderes imperiales que buscaban extender sus dominios marítimos, científicos y económicos, y que aprovecharon la inestabilidad del territorio y su distancia con respecto al centro de Buenos Aires; posteriormente y a medida que el proyecto modernizador fue asentándose y extendiendo sus fronteras hacia el sur y hacia el norte, distintas camadas de viajeros criollos exploraron el territorio para asegurar su efectiva anexión. Las avanzadas científicas, militares y cartográficas hicieron de ese espacio un “desierto” a partir del exterminio indígena y museificaron su presente a través del relevamiento, la clasificación y la exhibición de hallazgos fósiles. La Patagonia se convirtió en el reservorio capaz de otorgarle a la ficción comunitaria nacional un espesor histórico asentado en el valor geológico, natural y arqueológico del territorio.

La experiencia de Hudson, sin ubicarse por completo en ninguna de estas dos series, anuda y desplaza varias de las preocupaciones e intereses del viaje imperial y nacional: desde su infancia en las llanuras rioplatenses el escritor se dedicó a contemplar con devoción la naturaleza a su alrededor, y se vinculó tempranamente con instituciones y revistas científicas de la época,4 nacionales y extranjeras, después de haberse “convertido” en científico naturalista cuando su hermano le dio a leer El origen de las especies de Darwin. Escribió Idle Days desde su vida londinense desarticulando el relato de aventuras imperial a través de la defensa del “ocio” y de sus “inútiles investigaciones”, y sedujo a sus lectores ingleses apelando a sus nuevos intereses turísticos sin ceder a las imágenes estereotipadas del desierto. En esa intersección que se desvía de los propósitos civilizatorios tanto de los exploradores imperiales cuanto de los criollos, pero que a su vez no deja de considerarlos, Hudson escribe otro viaje, inasimilable e interior (Livon-Grosman 2003), que inscribe una opción alternativa en el que la experiencia de la muerte se vuelve fundamental.

En este sentido, y sin dejar de considerar su interés hacia todo lo viviente, ni la percepción fascinada con que contemplaba las microvariaciones de la naturaleza y sus estallidos sublimes; y sin olvidar tampoco la condición de “duelo y pérdida” (Andermann 2012 y Rodríguez 2010) que atraviesa su literatura, se indagará aquí un costado menos revisado pero muy significativo en su trayectoria escritural en general,5 y en particular en Idle Days in Patagonia: la muerte y la regresión primitiva como experiencias afirmativas de intensidad en contacto con la naturaleza, capaces de proveer fantasías desestabilizadoras de una subjetividad, como se verá, “no cultural”.

Para ello, se revisará en primer lugar el modo en que Hudson se inscribe en la tradición del viaje a la Patagonia, en particular con relación a Moreno y a Darwin, a partir de una reconfiguración de la noción de los ancestros y de la elaboración de otras indagaciones sobre los restos indígenas. En segundo lugar, se vinculará esa primera experiencia de la muerte en la naturaleza americana con la que aparecerá cifrada en textos posteriores en los que Hudson recorre poblados ingleses, visita antiguos cementerios y lee en las diferencias tipográficas de los túmulos funerarios la profanación moderna de la muerte, reescribiendo la suya propia. Finalmente se considerará el desvío potente, íntimo y refractario que el escritor le imprime a la ficción de lo primitivo, capaz de desestabilizar las morales nacionales e imperiales, e iluminar nuevas reescrituras del tópico en la literatura argentina contemporánea.

Cráneos

Pero si el cráneo es una caja, será una caja de Pandora: abrirlo verdaderamente implica dejar escapar todos los ‘bellos males’, todas las inquietudes de un pensamiento que se vuelve sobre su propio destino, sus propios repliegues, su propio lugar. Abrir esta caja, es arriesgarse a hundirse en ella, a perder la cabeza, a ser −como desde el interior− devorado
(Didi-Huberman 2008, 9).

Hudson llega a la Patagonia en medio de los míticos acontecimientos que debía tener toda aventura: el motín en el barco, el naufragio en aguas espumeantes y el agotador peregrinaje por el desierto. Sin embargo, un inesperado accidente de bala en su rodilla detiene la acción y lo obliga a restablecerse durante algún tiempo en la casa de la Sociedad Misionera Sudamericana. La crítica ha subrayado este acontecimiento como el punto de clivaje en su itinerario, aquel que convertía una prometedora exploración en un viaje interior, como ya ocurriera en otras ocasiones en las que la enfermedad y la reclusión darían paso a la lectura y la escritura. Sin embargo, apenas recuperado, el viajero reanuda sus expediciones por la zona, y aunque estas fueran menos extensas de lo previsto en tiempo y distancia, radicalizan en cambio su experiencia de inmersión en la naturaleza.

Durante una de sus excursiones, Hudson descubre restos de anteriores habitantes del valle entre los sedimentos terrestres abiertos por el sol y el viento, convirtiéndose en un etnógrafo y un arqueólogo amateur que admira las piezas encontradas y recoge algunas de ellas para enviarlas a sociedades científicas del extranjero.6 El pliegue temporal abierto en la tierra despierta su imaginación etnográfica y se complace en imaginar la división del trabajo de aquellas antiguas sociedades en las que descubre un intenso sentido estético, porque varias de las puntas encontradas están talladas en las más finas piedras.

Sus paseos lo conducen a uno de los seis cementerios que había alrededor de la casa donde se hospedaba. Hudson pisa con cuidado para no hollar las calaveras que tenía a la vista y mientras deja escurrir la arena que llenaba sus cavidades se pregunta: “If by looking into the empty cavity of one of those broken unburied skulls I had been able to see, as in a magic glass, an image of the world as it once existed in the living brain, what should I have seen?” (Hudson 1917, 42).7 Su imaginación cede a esa visión, en la que el paisaje primitivo se organiza de acuerdo a planos cromáticos evanescentes que destacarán la presencia del río:

In the cavity, extending from side to side, there would have appeared a band of colour; its margins grey, growing fainter and bluer outwardly […] and along this green middle band […] there would appear a sinuous shiny line […]. For the river must have been to the aboriginal inhabitants of the valley the one great central unforgettable fact in nature and man’s life (Hudson 1917, 42-43).

La écfrasis abre un pliegue inesperado y desborda la prosa científica para reconocer, después de haber superado un primer sentimiento de irreverencia, la sacralidad del río en la vida de aquellas comunidades. Hudson tienta aquí ese extremo de lo “desconocido” al que se aventurará más tarde.8 Entre la antropología, la ficción y la intuición cromática, su indagación del cráneo indígena difiere significativamente de la investigación osteológica y antropométrica que habían llevado a cabo naturalistas como Darwin y Moreno.9 La imaginación táctil de Hudson no busca mensurar las cavidades craneales, registrar sus volúmenes ni apoderarse de los restos humanos para exhibirlos en un museo, sino al contrario, participar, aunque sea momentáneamente, de la perspectiva indígena.10

En Viaje a la Patagonia Austral (1879), el diario de expedición científica en el que Moreno registra sus recorridos de 1876 y 1877, los propósitos de relevamiento geográfico, naturalista y fundamentalmente, antropológicos, centran la atención del viajero en la recolección de artesanías, animales y restos fósiles y en la indagación del mundo indígena como parte de un proyecto institucional –la recolección, colección y exhibición del pasado en el Museo Nacional de La Plata– que dialogará con los intereses anexionistas de Roca y con la configuración final del estado nacional. En la estela de Darwin, como un discípulo que por momentos supera al maestro, Moreno también abrirá el pliegue geológico del territorio y descubrirá en el desierto patagónico los “tiempos fósiles”, una especie de anacronismo en el que los pueblos indígenas con quienes se encuentra en el presente resultan ser la cifra del pasado: “En el transcurso de dos meses el viajero puede viajar palpablemente 200.000 años y puede ver a su abuelo armado a veces con una filosa piedra” (Moreno 1879, 227). El desierto se transforma bajo su mirada en un sitio arqueológico y un entorno funerario que cuenta historias de muerte: la migración de pobladores que cargaban los huesos de sus antepasados o el descubrimiento de depósitos funerarios en elevadas mesetas que pertenecieron a tiempos geológicos anteriores a la era terciaria.

Una ansiedad marca la prosa acumulativa de Moreno: aprovechar los paseos, las expediciones, los ascensos a inhóspitas mesetas y los descubrimientos de cementerios indígenas para acrecentar la recolección de restos humanos. Por eso, en varias oportunidades se lamenta por las ocasiones desaprovechadas y se complace, por el contrario, en verificar lo acumulado: ya en su primera expedición al Río Negro en 1874 puede sumar una “cosecha [de] ochenta cráneos de indígenas antiguos, más de quinientas puntas de flechas, trabajadas en piedra, muchos otros objetos y algunos cráneos y utensilios de los actuales” (Moreno 1879, 23), y más adelante “siete cráneos y algunos fémures, sintiendo que el mal estado de los caballos no permitiese llevar todos los huesos” (100).

Según advertirá Robert Pogue Harrison en The Dominion of the Dead, a pesar de su grave quietud, no hay nada más dinámico que un cadáver, porque, sujeto al poder de la muerte, permite el pasaje y el vínculo entre el pasado, el presente y el futuro. Precisamente, un cadáver se vuelve inquietante y revelador no en su más extrema materialidad, sino cuando forma parte de relaciones genealógicas, sentimentales e institucionales con el mundo de los vivos. Más allá de las diferentes formas de abordar los restos fúnebres que encontraron ambos viajeros y de la ambigüedad que caracteriza la relación que mantuvieron con el mundo indígena,11 es precisamente esa diferente correlación en la que reordenan los restos humanos la que subraya la distancia entre sus propósitos. Moreno explica el hallazgo de restos humanos en el marco de sus conocimientos etnográficos: comenta sobre los modos tradicionales de preparar las osamentas, distingue prácticas antiguas y residuales de inhumación y conmemoración de aquellas más modernas e incluso corrige a anteriores viajeros, como Darwin y Falkner. Sin embargo, como advierte Livon-Grosman, su operación consiste en convertir esos restos en piezas etnográficas separadas de su función original: “el museo es una forma de incorporar [a los indígenas] al futuro de la nación haciéndolos formar parte de un proyecto científico que los fija para siempre en un pasado remoto” (2003, 127).12 Hudson, en cambio, celebra la pervivencia de ciertos rituales −apenas un tiempo antes de su llegada unos “half-tame, half-christianized savages” (1917, 44) habían sacrificado un toro al río− y abre una línea de fuga hacia atrás que no sólo devela las contradicciones del pretendido progreso sino que también sustrae la experiencia de la otredad del orden exhibible y codificable del museo.

Una muerte perfecta

The man who finishes his course by a fall from his horse, or is swept away and drowned when fording a swollen stream, has, in most cases, spent a happier life than he who dies of apoplexy in a counting-house or dining-room. […] Certainly he has been less world-weary
(Hudson 1917, 89-90).

Como puede advertirse en la cita del epígrafe, a partir del sexto capítulo de Idle Days in Patagonia, “La guerra con la Naturaleza”, se exacerba el desinterés de Hudson por los asuntos del mundo y las noticias internacionales que solía leer con avidez en el diario y la correspondencia: “How had I spent those fifty or sixty days, I asked myself, and from what enchanted cup had I drunk the oblivious draught which had wrought so great a change in me?” (Hudson 1917, 37), se pregunta antes de comprobar los benéficos influjos de esa vida. Ese proceso de transformación que se inicia sutilmente cuando toca el objeto encantado del cráneo reverbera en este punto de la narración a partir de la convivencia anacrónica de varias concepciones de la Naturaleza que Hudson sopesa en relación a la vida intensa de los colonos.13 Como ha señalado Livon-Grosman, a pesar de su voluntaria filiación inglesa, la escritura de Hudson reelabora aquí los puntos nucleares de las concepciones del trascendentalismo norteamericano sobre la Naturaleza, que aparece en el original inglés como wilderness (diferente de nature) y que permite rearticular la dicotomía sarmientina entre civilización y barbarie, donde la naturaleza adquiere una valoración positiva en contraposición a la artificiosidad de la vida civilizada.

Efectivamente, como advierte Williams (2012), la “idea de naturaleza” contiene historia humana y oscila a través del tiempo de acuerdo al grado de separación o de intervención que el sujeto guarde con el orden natural. Idle Days reactualiza, contra el fondo de una política nacional claramente extractiva e intervencionista sobre el territorio –que décadas más tarde transformaría sustancialmente el paisaje patagónico a partir de una intensa actividad agrícola-ganadera y de la creación de Parques Nacionales–14 una excrecencia fantasmal en la que conviven distintas concepciones de naturaleza. Por un lado, por supuesto, la apropiación tan singular que Hudson proyecta sobre la clasificación naturalista de especies vegetales y animales; pero además la idea de una Naturaleza como Maestra (de clara filiación trascendentalista), así como la ponderación de una naturaleza indómita, sometida a medias por el colono que busca asentarse en esas alejadas tierras rodeadas de desierto:

The patient, leaden-footed, but always obedient drudge, who goes forth uncomplainingly, albeit often with a sullen face, about her work, […] who never rebels, never murmurs against her bad task-master Man, […] this is Nature at home in England. How strange to see this stolid, immutable creature transformed beyond the seas into a flighty, capricious thing, that will not be wholly ruled by you, a beautiful wayward Undine, delighting you with her originality, and most lovable when she teases most; a being of extremes, always either in laughter or tears, a tyrant and a slave alternately (Hudson 1917, 85).

Esas variaciones le permiten subrayar la diferencia entre la naturaleza inglesa y la de su tierra natal a partir de la reapropiación de imágenes extensamente elaboradas en la narrativa del viaje colonial: la naturaleza como una fuerza femenina capaz de iras sublimes, porque mientras el colono intenta cultivar la tierra, introducir el ganado y matar a los animales salvajes, ella invocará a sus innumerables hijos: “they come in armies of creeping things and in clouds that darken the air. Mice and crickets swarm in the fields; a thousand insolent birds pull his scarecrows to pieces” (Hudson 1917, 88). El mundo natural, aún no del todo regulado por el aparato del Estado, puede todavía despertar las fuerzas múltiples de las manadas, comunidades animales y hierbas salvajes que desarreglan la ordenación ganadera y agrícola de la colonia. Hudson exhibe la arritmia del progreso, desacelerando su propio ritmo en la colisión de concepciones del orden natural que sobreviven y conviven anacrónicamente, porque esa fuerza colérica no desanima a los colonos, sino que les exige una vida plena que encuentra en la muerte su última prueba de intensidad. El escritor, aunque declarado admirador de ese estilo arriesgado y aventurero, elige, como se verá, otras formas de radicalizar su experiencia, y una vez inmerso en la espesura del bosque escribirá su propia versión de una muerte perfecta.

Hudson: “el hombre no cultural”

Comparaba su actividad a la del arqueólogo o a la del geólogo […] y pensaba publicar un opúsculo cuyo título sería: Manual de espeleología interna. […] A veces me explicaba que lo que buscaba cuando descendía hacia el fondo de sí mismo, no era un supuesto hombre de Cromagnon […] sino algo más arcaico todavía, demorado en los límites entre vida y materia que debían subsistir en alguna parte, en el fondo de cada uno de nosotros, el chorro de substancia anterior a la forma en el que las meras reacciones químicas de los elementos combinados de manera aleatoria unos con otros, se encaminaban hacia la opción ‘vida’, ‘animal’, ‘hombre’, ‘yo’, etcétera
(Saer 2004, 12-13).

Las fantasías de inversión y regresión primitiva (como la que postula el cuento de Saer citado en el epígrafe)15 se multiplicaron en las distintas experiencias de viajeros imperiales y criollos en contacto con la “barbarie” y encontraron un escenario particularmente sugerente en el espacio patagónico. Según explica Livon-Grosman, durante la expedición del Beagle el interés de Fitz Roy por las tribus indígenas y la imaginación geológica de Darwin le otorgaron al territorio un espesor histórico inusitado que transformó el derrotero marítimo y terrestre en “una suerte de regresión a un estado primigenio” (2003, 76), allí donde el contacto con lo primitivo fue considerado un contacto con lo original, visto a partir de la distancia exitosa del presente marcado por la evolución de la civilización. También Moreno participó de estas fantasías de regresión. En Reminiscencias, se pregunta: “¿Cuántas veces en viaje, he notado en mi espíritu al hombre fósil y a su descendiente civilizado? Goce intelectual inmenso, pero que mi pluma no puede describir” (Moreno 1997, 154).

Ese tipo de indagaciones siguió alimentando la imaginación de escritores argentinos contemporáneos que leyeron y reelaboraron relatos de viaje en sus ficciones y ensayos. El caso de Juan José Saer, asiduo lector de estos viajeros y de la obra de Hudson,16 es significativo porque su modo de procesar el estallido de las coordenadas culturales y racionales que cifran la subjetividad moderna alcanza (y lleva a un límite) la radicalidad de la experiencia hudsoniana que veremos a continuación. De este modo, el viaje interior emprendido por el tío de Tomatis en el fondo de su casa (retomado en el epígrafe) podría estar reescribiendo,17 en clave íntima y contemporánea, una de las experiencias culturales fundantes del espacio patagónico. Leídos en esta clave, algunos fragmentos finales de Idle Days podrían ser los precursores del “Manual de espeleología interna” que el personaje pensaba publicar sobre sus ejercicios de “exploración interna del hombre no cultural”, cuando, inmóvil durante horas descendía por desfiladeros húmedos y rocosos hasta la “zona informulada” en la que el flujo prehumano terminaba por develar que el “yo” es un espejismo y la conciencia un sueño incoherente.

En uno de los capítulos finales de Idle Days, Hudson narra su propia exploración de esa zona infranqueada, y como se verá, sin dejar de inscribirse en esas ficciones de regresión compartidas por numerosos viajeros ni dejar de articular un tipo de masculinidad asociada a lo primitivo,18 abre una forma inédita del repliegue temporal y espacial, marcando no sólo una nueva etapa en la tradición del viaje a la Patagonia (Livon-Grosman 2003; Szurmuk 2001; Nouzeilles 2010; Navarro Floria 2004)19 sino una sensibilidad que podría ser reescrita por la literatura argentina contemporánea encargada de explorar las derivas y disoluciones de la subjetividad en contacto con lo animal y lo material,20 como será el caso de Saer. Ese límite, explorado por Hudson en los devenires animales, vegetales y climáticos que ensaya en varios de sus libros, se desplaza aquí hacia una zona más radical: la contigüidad pétrea y mortuoria del fósil.

Todas las mañanas Hudson cabalgaba en las inmediaciones del valle hasta internarse en la espesura gris. Allí fantasea otra muerte perfecta en el espacio patagónico:

So wild and solitary and remote seemed that gray waste, stretching away into infinitude, a waste untrodden by man, and where the wild animals are so few that they have made no discoverable path in the wilderness of thorns. There I might have dropped down and died, and my flesh been devoured by birds, and my bones bleached white in sun and wind, and no person would have found them, and it would have been forgotten that one had ridden forth in the morning and had not returned (Hudson 1917, 204-205).

Será el entorno funerario y monótono del bosque el que le provea a Hudson la posibilidad de separación suficiente para que se produzcan los desprendimientos que lo conducirán a la transformación final.21 En Forests: The Shadow of Civilization, Robert Pogue Harrison advierte que en la historia de la civilización occidental, los bosques representan el espacio periférico cuyas sombras le permiten a esa civilización proyectar sus ansiedades y secretos, extrañarse, encantarse e ironizarse a sí misma. Desde su casa en Londres, Hudson prueba posibles destinos: muere imaginariamente en los bosques de la espesura patagónica, fantasea con la posibilidad de convertirse en un ermitaño, y se abandona al espesor pétreo de la naturaleza: “and dwelt there until I had grown gray as the stones and trees around me” (Hudson, 1917, 205).22

El progresivo apagamiento de los sonidos del bosque anticipa el estado mental del viajero, porque a medida que va entrando en su espesura advierte que su pensamiento, antes habituado a acelerarse mientras galopaba por las llanuras, se suspende, transformándose en una máquina para un fin desconocido, y Hudson puede finalmente participar de esa atención primitiva con la que había fantaseado al comienzo de su viaje:

The change in me was just as great and wonderful as if I had changed my identity for that of another man or animal; but at the time I was powerless to wonder at or speculate about it; the state seemed familiar rather than strange. […] Such changes in us […] −a revelation of an unfamiliar and unsuspected nature hidden under the nature we are conscious of− can only be attributed to an instantaneous reversion to the primitive and wholly savage mental conditions […] for I had undoubtedly gone back; and that state of intense watchfulness, or alertness rather, with suspension of the higher intellectual faculties, represented the mental state of the pure savage. He thinks little, reasons little, having a surer guide in his instinct; he is in perfect harmony with nature, and is nearly on a level, mentally, with the wild animals he preys on (Hudson 1917, 210-216).

Ese contacto con lo primitivo, que en otros exploradores podía abrir un breve intervalo de incertidumbre rápidamente conjurado bajo las formas racionales y retóricas del viaje, produjo en cambio efectos sostenidos sobre la ambigua (auto)figuración de Hudson en los medios científico y literario, en los que fue conocido como “el gran primitivo”.23 Efectivamente, a lo largo de las páginas en las que gozosamente evoca su fantasía de reversión, Hudson identifica la vida civilizada con la continua represión de los instintos, la insipidez, la desarmonía con respecto a la Naturaleza y la injusticia social; y asimila, en cambio, ese júbilo sentido con las experiencias de intensidad que ofrecen la vida en el mar, la guerra y la caza; así como también la infancia, más abierta a los instintos y al placer de entrar en bosques incultos, comer frutas silvestres o probar devenires animales y arbóreos.24

La ficción regresiva de Hudson invierte la valoración entre lo salvaje y lo civilizado, lo natural y lo doméstico que viajeros anteriores, como Darwin, habían rubricado sobre la naturaleza patagónica y sus “abyectos” habitantes.25 Pero además subvierte los presupuestos del estudio científico, porque allí donde Darwin confesaba haber dejado paulatinamente las labores más rudimentarias y manuales del trabajo –la caza de animales y la recolección de plantas– para dedicarse a la labor intelectual desmaterializada, Hudson privilegia la caza, uno de “los instintos primarios del bárbaro” según Darwin, y celebra, por el contrario, esa detención del pensamiento como exposición a las fuerzas materiales de la naturaleza y como reordenación de las jerarquías corporales: “‘I am all face,’ the naked American savage said” (Hudson 1917, 218). El cuerpo desnudo, expuesto a la ferocidad de las lluvias, del sol, de las asperezas, es mil veces más resistente y experimenta mucho más placer que el cuerpo cubierto del escritor victoriano, que fantasea con la interiorización de esa naturaleza salvaje desde su habitación londinense.

Será precisamente la “elección de los ancestros”, según la llama Pogue Harrison en The Dominion of the Death, la posibilidad a partir de la cual, ante la evidencia de la condición mortal, asumimos nuestra “autenticidad”, que no consiste en la repetición mimética ni en la sumisión a la autoridad de los muertos, sino en la recuperación activa y selectiva del pasado; porque si bien, con respecto a algunos ancestros estamos condenados por la sangre, la raza y la historia cultural, la autenticidad abre la posibilidad de adoptar libremente otros y transformarnos en herederos de predecesores no consanguíneos. Eligiendo a los primitivos de Sudamérica (sin pretender leer en esta elección una apuesta política en favor de las tribus indígenas que estaban siendo exterminadas en el presente de Hudson), el escritor suspende las filiaciones genealógicas protestantes e inglesas, para abrirse a una indeterminación mayor en la que no imperan “los nombres” de los muertos, sino su contigüidad armónica con la Naturaleza: “un ancestro adoptivo es quien fomenta el devenir de quien ya es, alguien a quien se ‘hace propio’ a través de la afiliación electiva y la lealtad incondicional”, subraya Pogue Harrison (2003), y efectivamente Hudson reconoce en los cuerpos de su contemporaneidad, el sepulcro donde danzan sus predecesores por adopción:

And we ourselves are the living sepulchers of a dead past −that past which was ours for so many thousands of years before this life of the present began; its old bones are slumbering in us− dead, and yet not dead nor deaf to Nature’s voices; the noisy burn, the roar of the waterfall, and thunder of long waves on the shore, and the sound of rain and whispering winds in the multitudinous leaves, bring it a memory of the ancient time; and the bones rejoice and dance in their sepulcher (Hudson 1917, 217).

Esta elección de los ancestros,26 que se abre como posibilidad en la Patagonia, se reitera con variaciones en libros posteriores. Tanto en Hampshire Days (1903) como en A Shepherd’s Life (1910) Hudson recorre el sur de Inglaterra y se siente atraído por las tumbas que encuentra en sus vagabundeos por los pequeños poblados. En A Shepherd’s Life, respondiendo al pedido que le hace una vieja campesina analfabeta de Wiltshire, lee en voz alta los epitafios de las piedras que rodean la iglesia, y alternando con las historias que ella le cuenta, reconstruyen entre ambos algunos fragmentos de la vida de los antiguos habitantes de la región. Sin embargo, esa historia de larga duración que Hudson recompone en sus paseos apelando a la memoria de los muertos, ya había encontrado su forma más completa y “espectacular” en Hampshire Days, cuando Hudson vuelve a morir repitiendo su muerte en la espesura patagónica.

Efectivamente, durante el crepúsculo después de un día de exploración naturalista en New Forest, se detiene a reflexionar debajo de unos antiguos túmulos funerarios levantados por “hombres prehistóricos” en los montículos de Pixie, y reconoce su parentesco con esos antiguos muertos que desconocían la vida de los pueblos, para subrayar la extrañeza que le causan sus contemporáneos, esos poetas que celebran la “world-strangeness” de la modernidad. La siguiente descripción parece evocar la experiencia vivida por Hudson en las inmediaciones del valle patagónico y vuelve a abrir la fantasía de su muerte a las fuerzas naturales y a los animales salvajes del bosque, esta vez inglés, de su patria por adopción:

Here, sheltered by the bushes […] in spite of the cold wind that made me shiver in my thin clothes, I sat there for hours, held by the silence and solitariness of that mound of the ancient dead. [...] It suddenly occurred to me that I knew that spot from of old, that in long past forgotten years I had often come there of an evening and sat through the twilight, in love with the loneliness and peace, wishing that it might be my last resting-place. [...] I began to grow more and more attracted by the thought of resting on so blessed a spot. To have always about me that wildness which I best loved–the rude incult heath, the beautiful desolation; to have harsh furze and ling and bramble and bracken to grow on me, and only wild creatures for visitors and company. [...] the deep-burrowing rabbit to bring down his warmth and familiar smell among my bones; the heat-loving adder, rich in colour, to find when summer is gone a dry safe shelter and hibernaculum in my empty skull (Hudson 2007, chapter II).

Una vez más, Hudson participa de la perspectiva de esa otredad que siente tan próxima, pero a diferencia de la regresión primitiva que experimentó de manera solitaria en la Patagonia, fantasea aquí una verdadera convivencia con los muertos:

What do they think? They think so many things! […] they were with me in the twilight on the barrow in crowds, sitting and standing in groups, and many lying on their sides on the turf below, their heads resting in their hands. [...] Day by day for centuries they had listened with wonder and fear to the Abbey bells [...] but still towards that point they look with apprehension, since men still dwell there, strangers to them, the little busy eager people, hateful in their artificial indoor lives, who do not know and who care nothing for them, who worship not and fear not the dead that are underground, but dig up their sacred places and scatter their bones and ashes, and despise and mock them because they are dead and powerless (Hudson 2007, chapter II).

Como advierte Barnabé, quienes habitan las ciudades y los pequeños poblados que Hudson recorre desconocen a sus antepasados y su concepción del mundo, solidaria con esa “consubstanciación con la naturaleza” que Hudson valoraba por sobre el progreso profanatorio de la modernidad. Esa profanación, que el escritor identifica no tanto en términos religiosos cuanto naturales y estéticos, es la misma que explica el abandono de las viejas y pintorescas iglesias de Selborne y la construcción de modernos edificios discordantes con el entorno natural, cuyo efecto más peligroso es la ruptura del vínculo entre los campesinos del lugar y el más allá: “Whatever there is in his mind that is least earthly, whatever thoughts he may have of the unseen world and a life beyond this life, were inseparably bound up with these visible things” (Hudson 2007, chapter IX). En ese nuevo mundo desencantado, las enormes lápidas modernas, de líneas rectas y una tosca tipografía amenazan con desplazar a las antiguas piedras funerarias modeladas a través del tiempo por la erosión del viento y de la lluvia, coloreadas por los líquenes y las algas, y en perfecta armonía con la naturaleza de la que forman parte.

La lectura que reclaman las inscripciones en la lápida, será, como advierte Luis Gusmán en Epitafios, del orden de la “llamada”: allí cuando, respondiendo al pedido del difunto, el caminante se detiene piadosamente a leer las inscripciones en las piedras y se vuelve su interlocutor. Sin embargo la distancia entre el antiguo y el moderno tratamiento de la muerte que Hudson indaga en Hampshire Days no se dirime tanto por lo que dicen las lápidas −las inscripciones de las antiguas tumbas, advierte, permanecen en gran medida indescifrables− sino a partir de la diferencia tipográfica burilada sobre la piedra. La antigua sacralidad de la muerte y la moderna indiferencia ante su misterio se leen tipográficamente, porque allí donde las modernas letras, grandes y negras, son las mismas que se usan para las comunicaciones más banales, el periódico o la publicidad, las antiguas se destacan por su sobriedad, singularidad y gracia:

you see that its lines are graceful, that they were made so; that the inscription –“Here lyeth the body,” &c.– is not cut in letters in use in newspapers and advertising placards, and have therefore no common nor degrading associations, but are letters of other forms, graceful, too, in their lines (Hudson 2007, chapter IX).

Esas ruinas que Hudson recorrería unos años más tarde ya habían sido evocadas melancólicamente por Sarmiento, cuando al visitar junto a Mármol y otros miembros de la Municipalidad el Convento de La Recoleta, se lamentaba por la inexorable transformación del edificio: “ruina como las abadías de Inglaterra y Escocia, sobre cuyas bóvedas, cubiertas de musgo, descansan los lienzos derruidos de pisos altos, que dejan ver aun crestas de pie […] y techos en que han arraigado árboles, plantas de hinojo y yerbas” (Sarmiento 1953, 107-108).27 Como Hudson, también Sarmiento había ensayado su propia flânerie, en este caso, entre las tumbas del cementerio de la Recoleta, y por supuesto, había notado la belleza arquitectónica de los sepulcros y mausoleos. Sin embargo, aquí sí importarán los nombres inscriptos en las lápidas, los nombres de la historia a partir de los cuales Sarmiento establece su lugar en la genealogía de la nación. En la crónica “El día de los muertos” (1885) describe la celebración como “la fiesta destinada a sentirnos ligados con el pasado, con la familia, hasta con la tierra que pisamos” (Sarmiento 1953, 84). Como advierte Gusmán, bajo su mirada, el cementerio se convierte en un simulacro de ciudad griega, que Sarmiento recorre como un antiguo viator y un “dialogador póstumo”, deteniéndose a hablar con los espíritus de los hombres representativos que alberga esa necrópolis: “Sabed que ese Cementerio es la patria con cuerpo y alma; la patria de entonces, la patria de ahora, la patria de mañana” (Sarmiento 1953, 87). Sarmiento es parte de esa temporalidad que lo contiene, y que él mismo ha contribuido a fraguar. La anacrónica elección de los ancestros que Hudson ensaya entre espacios y tiempos diversos lo sustrae en cambio de la historia para tramar el relato de su biografía en la serie más extendida de la naturaleza.28

Otra flor de Coleridge

Casting my eyes down I perceived […] an evening primrose plant […]; my favorite flower, both in gardens and growing wild, was the sweet perfumer of the wilderness! Its subtle fragrance, […] has followed me from the New World to the Old, to serve sometimes as a kind of second more faithful memory
(Hudson 1917, 6).

Idle Days in Patagonia, en su insistencia gozosa de la muerte, produce una ligera variación sobre el modo de contar un viaje y de recoger, autobiográficamente, el pasado. A diferencia de Far Away and Long Ago, en el que se privilegiaba la mirada de la infancia, Hudson observa aquí la infancia de los otros –los niños de la colonia del Carmen– a partir de la perspectiva adulta del que ha dejado su hogar para no regresar, mientras oscila entre las alternativas del naturalista y el etnógrafo amateur, el ocioso aventurero y el observador de aves que fantasea con ser un ermitaño y un habitante primitivo. La experiencia patagónica abre la memoria a dos posibilidades. Por un lado, como él mismo sugiere: “the noisy burn, the roar of the waterfall, and thunder of long waves on the shore” (Hudson 1917, 217) pueden avivar la presencia dormida del salvaje en la memoria de la especie; por el otro, el aroma de las flores silvestres, las “buenas noches” o “Evening Primrose”, despierta más de veinte años después y desde un desordenado jardín inglés,29 los recuerdos del propio Hudson.

El perfume de la flor, como un eslabón que lo liga al pasado, evoca proustianamente su juventud y funciona como una cifra que va hilando momentos significativos de su vida: las noches de infancia en las que contemplaba sus capullos abiertos, su presencia silvestre en las abiertas llanuras, los bañados y los montes pantanosos donde vagabundeaba a caballo, y finalmente, su desembarco en la Patagonia, cuando una vez más, la flor crecía en un sitio desierto de la costa. La flor condensa y conjura momentáneamente la distancia que lo separa de la naturaleza americana: “I am no longer in an English garden recalling and consciously thinking about that vanished past, but during that brief moment time and space seem annihilated […]. I am again on the grassy pampas, where I have been sleeping very soundly under the stars” (Hudson 1917, 233).

Lejos de tratarse de un espacio ordenado, las “buenas noches” crecen: “at the extreme end of the ground, thrust away, as it were, back against the unkept edge with its pretty tangle of thorn, briar, and woodbine” (Hudson 1917, 229), ese “fondo del jardín”, que para Foucault será un contra-espacio capaz de ofrecer la fantasía de un bosque en el cual esconderse. El jardín condensa el mundo y es, según lo consigna en “Topologías”, el más antiguo ejemplo de las heterotopías, caracterizadas por su posibilidad de yuxtaponer espacios incompatibles en cortes singulares de tiempo o heterocronías. Efectivamente, como subraya Andermann, los jardines operan un doble recorte, del entorno natural cuyas proporciones excesivas superan las posibilidades de conocimiento humano –un extremo que Hudson había probado en la Patagonia–, y también del mundo social contemporáneo, del que querrá distanciarse en Londres.

Si en las tradiciones científicas del viaje a la Patagonia, las excursiones y exploraciones terminaban en el espacio, también heterotópico, del museo, aquí Hudson elige el fondo del jardín. Ese movimiento de interiorización del viaje que Livon-Grosman había identificado en la experiencia patagónica de Hudson se cumple en ese final que desemboca en la imagen de la flor como condensadora de una memoria que se activa poderosamente en intervalos irregulares de tiempo y que privilegia,30 contra la preponderancia científica otorgada a los sentidos de la vista y el oído, el sentido emocional del olfato cuyas sensaciones se borran, pero cuya efímera recuperación es más fuerte que cualquier otra.

El jardín se asume no solamente como la cifra de la memoria y el intervalo espacial que le permite a Hudson estar otra vez en las pampas, sino también como el espacio que por fin le permite conjugar naturaleza y escritura. Si como advierte Wilson, “more than anything he despised the act of writing as it implied being indoors, alienated from nature” (1981, 4), veinte años después de su vida sudamericana podrá “pulsar” una flor y escribir con ella:

I am now holding an evening primrose in my hand. As a fact at this moment I am holding nothing but the pen with which I am writing this chapter; but I am supposing myself back in the garden, and holding the flower that first suggested this train of thought (Hudson 1917, 231).

Una de las muertes más temidas por Hudson, la de aquel al que sorprende la parca leyendo and “drops his white face on the open book before him” (Hudson 1917, 89) en contraste con la muerte del pionero o el aventurero, amenaza alcanzarlo en su vida londinense. Sin embargo, escribir con una flor que viene del pasado podría ser una nueva especie de aventura. Se recordará que esa es, a grandes rasgos, la anécdota que recupera Borges en “La flor de Coleridge”, la posibilidad de que un objeto −una flor o un retrato− puedan comunicar mundos y tiempos incompatibles, el paraíso del que llega el personaje de Coleridge (“Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?” [Borges 1984, 17]); el ruinoso porvenir del que vuelve el héroe de The Time Machine de Orson Wells o el pasado al que viaja el protagonista de la novela inconclusa de Henry James, The Sense of the Past. Borges repasa las variaciones de esa idea a través de textos heterogéneos para fundamentar su concepción de una literatura impersonal.31 La flor de Hudson podría acaso formar parte de esta serie, no sólo porque reitera la audacia temporal y espacial de sus predecesoras, tensionando el arco desde el pasado remoto de la especie en la espesura patagónica hasta el progreso de la modernidad científica en la sociedad victoriana de Londres, sino porque inscribe, en la pérdida de esa “arcadia” americana, la posibilidad de un porvenir en la escritura.

Consideraciones finales

¿Qué nueva perspectiva sobre la vida, la aventura y el viaje se abre a partir de esa frecuentación de la muerte y de esa insistencia en morir sobre la que vuelven los textos de Hudson?, ¿qué moral alternativa se desprende de la demora táctil a partir de la cual lee, en las tumbas, los sedimentos temporales de la naturaleza y de la política? Ya no se tratará, como en la economía acumulativa de la exploración de Moreno, de coleccionar y exhibir la evidencia fósil para filiar la biografía personal en la historia de la ciencia nacional, ni tampoco, como hará Sarmiento, de tramar la propia vida en los epitafios de la política o la guerra. Para Hudson, la muerte –como cráneo indiferenciado, piedra funeraria o reunión de viejos fantasmas– es una vía para escapar de la historia y de las fronteras de la nacionalidad. Ese vagabundeo que no se detiene en los nombres de los ancestros y vaga alrededor de las rugosidades de la piedra, los suaves vértices de las letras, y la erosión estética de las ruinas enfrenta a Hudson a su condición mortal a partir de líneas indeterminadas y fluctuantes que desconocen genealogías sanguíneas y culturales para privilegiar el tiempo utópico de la naturaleza.

Si, como afirma Deleuze, “escribiendo, se deviene” (1996, 5), esa interiorización del viaje a la Patagonia identificada por la crítica parece radicalizarse en ciertos momentos, tensionándose hasta sus propios límites, ahí cuando la vida de Hudson –suspendidas sus facultades mentales y aminoradas las exigencias de la civilización– se transforma en una vida impersonal aunque singular capaz de fantasear posibilidades imprevistas: el perfecto fin de una existencia arriesgada; el devenir-salvaje y el devenir pétreo, fósil disuelto por fin en la espesura del bosque (“de la conciencia a la vida y de la vida a la materia”, había soñado el tío de Tomatis, para encontrar eso más arcaico demorado entre vida y materia). En esas versiones de la nada y del desierto que reescribieron sin cesar naturalistas, exploradores y aventureros nacionales y extranjeros, Hudson abre, para la literatura, la potencia de lo impersonal y de lo “no cultural” que escritores futuros –como Saer– podían explorar.

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Fecha de recepción 22.07.2020
Versión reelaborada: 16.08.2022
Fecha de aceptación: 21.09.2022

 

 

 


1 El texto no abunda en precisiones espaciales y continuamente alude a “la Patagonia” como el marco en que se desarrollan sus aventuras, si bien es importante señalar que estas se circunscriben sobre todo al valle del Río Negro y en particular a las dos ciudades que se llamaban El Carmen y La Merced. Wilson advierte la contradicción presente en el título del libro: “His Patagonia was a short trip up the Río Negro, at the edge of unmapped lands. The vast deserts of Patgonia remained beyond his range” (2015, s. p.).

2 En este artículo se trabajará con la edición en inglés de 1917 (Dutton & Co). También se consultó la versión traducida por J. Hubert (revisada y prologada por Fernando Pozzo), editada originalmente en 1940 por Joaquín Gil Editor (Buenos Aires) y reeditada por El Elefante Blanco (Buenos Aires, 2005).

3 Entre todas las especies de aves observadas, Hudson descubrió y bautizó a la viudita negra chica (Phaeotriccus hudsoni). Poco después de su regreso envió a Londres el ensayo Sobre las aves del Río Negro de Patagonia, publicado en los Proceedings of the Zoological Society of London con notas de P. L. Sclater, así como una colección de pieles acompañada por sus observaciones (Jurado 2007, 66).

4 Por medio de Germán Burmeister (director del Museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires) Hudson comenzó a colaborar con ornitólogos ingleses y norteamericanos, y a enviar parte de sus colecciones al Instituto Smithsoniano de Washington.

5 Barnabé reconoce que el espectáculo de la muerte fue cotidiano en el mundo de Hudson −expuesto a las matanzas de animales en el campo y a las enfermedades y accidentes de quienes atravesaban las llanuras−. En los últimos capítulos de Far away and Long Ago la muerte deja de ser una anécdota ajena y se convierte en una dolorosa experiencia personal que clausura “el edénico jardín de su infancia”. En este sentido, los momentos de extática fusión contemplativa en los que Hudson caía a menudo para sentir su comunión con la Naturaleza podrían ser considerados, sugiere, como formas de conjurar esa intolerable proximidad.

6 Sobre la relación de Hudson con la arqueología y la antropología, cfr. Verdesio (2012).

7 La imantación de la escritura con una visión del más allá que apela voluntariamente a lo salvaje ya había sido ensayada por la prosa “embrujada” de Sarmiento, quien, como recuerda Andermann (2000), había invocado a la Otredad en la figura de Facundo, el bárbaro muerto, conjurándolo a partir del discurso de la ciencia y de la historia. Cuando Hudson sostiene el cráneo indiferenciado no busca evocar la voz de lo salvaje sino aventurar un modo de habitar junto a la naturaleza, y aunque la visión dura relativamente poco, tiene la potencia suficiente para “embrujar” el resto de su discurso y para hacer tambalear esos saberes naturalistas y antropológicos que otros viajeros erigían como garantía frente a la desmesura del desierto.

8 Didi-Huberman revela las paradojas y los puntos desestabilizantes de la pasión anatómica experimentada por los artistas del Renacimiento, y recuperando el caso de Durero, advierte que su propuesta para estudiar el cráneo −“dar vuelta a la cabeza”−, ayuda a descubrir pliegues y retraimientos inimaginables antes de que se pongan en marcha los protocolos del pintor. Sin desconocer la distancia temporal y disciplinar entre ambos, interesa retener ese momento previo de indagación (científica pero también poética para el caso de Hudson) que puede abrir una perspectiva inesperada cuando se imagina, en el hueco del cráneo, una mirada ajena: “Al antropomorfismo lleno del espacio visible, a la simple descripción de los cuerpos, se sustituye en adelante el antropomorfismo (cavado) hueco ahuecado de un lugar visual libremente puesto en obra: lugar para inventar −en el sentido arqueológico del término: cavar para sacar a la luz− una forma humana inédita. Lugar para que surja lo esencial, es decir una inquietante rareza” (Didi-Huberman 2008, 27).

9 Interesa recuperar aquí dos diferencias fundamentales entre Hudson y Moreno. Por un lado su concepción sobre la naturaleza: para Moreno un elemento externo y manipulable, valioso en cuanto su potencialidad de futura transformación; para Hudson, el orden primordial del mundo, capaz de enlazar a todos los seres, cuya inexorable pérdida por el avance de economías extractivas textualizará en su literatura. Por el otro, el proyecto estatal en el que se inscriben los viajes de Moreno lo conduce a mapear y hacer visibles aquellos espacios que Hudson quería conservar como escondites no hollados por la civilización. Cfr. sobre estas y otras divergencias entre Hudson y Moreno los trabajos de Gómez (2009) y Uriarte (2019).

10 Al respecto Díaz sostendrá que a diferencia de los indígenas que vio Darwin −insertos en la historia occidental de imperios y repúblicas−, los “muertos que Hudson imagina y con los que se ve a sí mismo en sublime comunión residen en un tiempo anterior y exterior a las cronologías oficiales” (2012).

11 Hudson cuida las osamentas y no procede como un coleccionista ni un científico al observarlas, aunque el “indio” aparece claramente marcado como negativo en varias de sus ficciones; Moreno acumula huesos y profana cementerios aunque se declare “amigo” de los indígenas y busque “civilizarlos” para integrarlos al proyecto nacional.

12 La experiencia desencantada del museo en Hudson, se presenta, por el contrario, como una forma devaluada de la naturaleza: los pájaros embalsamados y los ojos de vidrio le causan, a quien “had just left tropical nature behind [him]” (Hudson 1917, 180), fastidio y melancolía. Sin embargo, no habría que dejar de advertir las ambiguas relaciones que mantuvo con las instituciones y publicaciones científicas. Cfr. Wilson (1981) y Fernández Bravo (2012).

13 La “vida intensa” (Avaro 2002) es más que el transcurrir de la vida, es la aventura de la supervivencia siempre definida en el límite por el peligro de muerte, que solo se hace posible en el encuentro con un ambiente. Para Hudson, la lucha física o mental es esencial para la felicidad, por eso el contacto de los colonos con la rudeza del ambiente patagónico vigoriza su existencia y le aporta la novedad que deparan las constantes sorpresas de la naturaleza. Una moral de austeridad, intensidad y fascinada autenticidad que ya había sido elaborada en su admirado Walden de Thoreau: “I went to the woods because I wished to live deliberately, to front only the essential facts of life, and see if I could not learn what it had to teach, and not, when I came to die, discover that I had not lived” (2004, 88).

14 Según explica Andermann, el Proyecto de Parques Nacionales consistía en transformar esas ex zonas fronterizas del desierto en naturaleza domesticada y ofrecida a la nueva épica del turismo. Este proceso implicaba una exclusión sistemática tanto de los pueblos indígenas como de su ecología vegetal y animal; y además la posibilidad de intervenir en la naturaleza de acuerdo a intereses nacionales. Esa nueva regionalidad turística dialogaba con el proceso de transformación del viaje colonial, porque el antiguo explorador y conquistador persistía bajo la figura del turista que buscaba en la periferia zonas no contaminadas de naturaleza. En Idle Days, Hudson se dirige a sus lectores ingleses y los anima a viajar: “TRY PATAGONIA. It is far to travel […] but how far men go, into what rough places, in search of rubies and ingots of gold; and life is more than these” (Hudson 1917, 124). Sin embargo, en más de una oportunidad, su propio viaje desarma las expectativas del turismo a partir de otras concepciones de la Naturaleza y del paisaje no codificables en los términos racionales y previamente codificados de los nuevos aventureros.

15 “El hombre ‘no cultural’” es el primer relato de Lugar (2000), el último libro de cuentos publicado por el escritor argentino Juan José Saer, en el que las coordenadas espaciales y temporales que formaban parte del núcleo de su obra (la zona del litoral santafesino-París) se expanden hacia acontecimientos históricos centrales del siglo xx y hacia nuevos puntos geográficos del planeta. Sin embargo, antes de abrirse a las contingencias y desvaríos de la civilización, el libro se repliega en la búsqueda de esa zona arcaica, la primera variación del “lugar” ante la cual todos los demás parecen exponerse como ilusorios.

16 Sobre los vínculos entre Saer y Hudson, cfr. Maranguello (2018).

17 En el relato, Carlos Tomatis le está escribiendo una carta al Matemático, un amigo exiliado de la dictadura que vive en Estocolmo hace varios años. Ambos son parte del “elenco estable” de personajes cuyas historias Saer trama a lo largo de su obra.

18 Nouzeilles advierte que uno de los cambios más novedosos en el imaginario imperial de la aventura y la exploración a fines del siglo xix se dio en el área de las identificaciones sexuales, porque comenzaron a convivir dos variantes contradictorias de lo masculino. Por un lado, la “hombría”, fantasía de posesión racionalista, heredera de la Ilustración y caracterizada por la supremacía racial vinculada al progreso, y por el otro la “virilidad”, fundada en fantasías de retorno a lo primitivo, a la fuerza física y a la sexualidad masculina, ‘más auténtica’ y “natural” (2010, 90).

19 Para Livon-Grosman, el carácter introspectivo de Idle Days abre una línea renovadora en la narrativa del viaje a la Patagonia en la que sitúa la emergencia de una nueva actitud del viajero, ahora eminentemente textual, desarrollada por Chatwin y Theroux. Szurmuk subraya el tratamiento inédito de la mirada a través de la cual Hudson presenta la otredad. Para Nouzeilles, el escritor es un “turista sentimental” (2010, 101) que evoca las convenciones del viaje de aventura para luego desarticularlas: “la aventura ya no es la empresa para alcanzar una meta sino un viaje imaginario a través de los estratos arqueológicos de su subjetividad” (Nouzeilles 2010, 104). Navarro Floria, retomando a Nouzeilles, considera a Hudson como un precursor de la actitud posmoderna del turista alternativo que abre en el desierto las fábulas escapistas propias de una modernidad escindida.

20 Nouzeilles advertirá que una de las representaciones más sobresalientes de la Patagonia consiste en pensarla como “límite absoluto de la razón y de lo humano” (2010, 91).

21 El bosque reviste para Hudson valores sagrados y condensa ciclos naturales aún no comprometidos por la lógica económica del colono: “Everywhere through the light, gray mold, gray as ashes and formed by the ashes of myriads of generations of dead trees, where the wind had blown on it, or the rain had washed it away, the underlying yellow sand appeared, and the old ocean polished pebbles, dull red, and gray, and green, and yellow” (Hudson 1917, 206).

22 Como se detallará más adelante, en “El día de los muertos” (1885), Sarmiento camina por el cementerio de la Recoleta como si paseara por una antigua ciudad griega, admirando los conjuntos escultóricos y los arreglos florales, y conversando con los muertos que se encuentra a su paso, emblemáticos de la historia nacional, hasta que finalmente se detiene ante una de las tumbas, experimentando esa ósmosis pétrea que también aventuraba Hudson: “me arraigo en el suelo, me endurezco y consolido, mis facciones toman el aspecto griego del arte y me convierto en monumento del Cementerio” (Hudson 1917, 91). El material, sin embargo, ya no será el desconocido guijarro de la Naturaleza, sino la moldeada piedra del monumento.

23 Leila Gómez (2009) advierte que tanto en el campo intelectual inglés como en el rioplatense, Hudson será el “gran primitivo”, el traductor capaz de contribuir a esa fantasía reparadora de la pampa como arcadia paleontológica capaz de proveer espesor a la nación moderna, y a la vez, como testigo de esa prehistoria, capaz de ofrecerle al imaginario científico y literario de la Inglaterra victoriana la imagen de un paraíso perdido en las pampas y la Patagonia. Será precisamente su vida en Sudamérica la que lo provea del capital simbólico necesario para convertirse en el mejor intérprete de esas formas pretéritas de la existencia, pero a su vez, será su experiencia citadina en la metrópolis y el acervo intelectual inglés el que le permita reformular ese cruce entre primitivismo y animismo que según Gómez, no solo abreva en el trascendentalismo de Thoreau sino también en el espiritualismo evolutivo abierto en Inglaterra a partir del darwinismo, representado en Primitive Culture (1871) de Edward Tylor, quien conceptualiza el animismo –la creencia de que todos los seres de la naturaleza tienen un alma– como la base de todas las religiones.

24 La búsqueda de esos refugios naturales obedece a una supervivencia primitiva que Thoreau identifica, como Hudson, en su presente: “Who does not remember the interest with which when young he looked at shelving rocks, or any approach to a cave? It was the natural yearning of that portion of our most primitive ancestor which still survived in us” (2004, 28). Sobre el devenir animal del niño cfr. Andermann (2012).

25 Penhos subraya la perplejidad con la que Darwin percibe a los fueguinos, como “figuras de la abyección”. Lo abyecto “empuja la representación de los cuerpos indígenas a un nuevo límite” (2018, 311) haciendo tambalear la identidad más allá de lo inteligible y lo asimilable.

26 Convendría separar esta elección de la operación desarrollada por Moreno, quien, como explica Quijada (1998), situó a los antiguos patagones (“nuestros abuelos fósiles”) como los ancestros que compartían los indígenas actuales y los argentinos modernos, en una línea evolutiva presentada como la historia física y moral de los argentinos. Tanto los indígenas prehistóricos como los contemporáneos eran categorizados simultáneamente como “ancestros”, “ciudadanos” y “piezas de museo”, e incorporados así al proyecto nacional que sustentaba en la antigüedad del cráneo del antiguo patagón, similar a los más antiguos cráneos de Neanderthal y Cromañón, la posibilidad del origen americano –patagóni-

co– de la humanidad, una hipótesis respaldada por los más prestigiosos antropólogos europeos, como Paul Broca, y enriquecida además por investigaciones zoológicas, botánicas y paleoantropológicas. La adscripción nacional, que se vuelve aquí fundamental, está ausente de las operaciones de indeterminación genealógica e histórica que ensaya Hudson.

27 Como las pequeñas iglesias de Hampshire, el Convento también sería reparado y reutilizado por las fuerzas del progreso, aunque Sarmiento hubiera preferido que conservara la belleza artística de la ruina: “obras de arte preciosas y dignas de ser vistas, escenas de luz y de sombras, que hacen pasar del recogimiento a la expansión, de la tristeza a la alegría, para concluir la jornada con pensamientos melancólicos” (Sarmiento 1953, 111).

28 Este tipo de experiencias establecen, como se dijo, una contigüidad entre espacios y sujetos temporalmente heterogéneos y suspenden las adscripciones raciales que fueron determinantes, en cambio, en los proyectos de nación de Sarmiento y Moreno. Aunque Hudson es ambivalente (porque reconoce los adelantos de la civilización a la vez que añora la vida experimentada por “los bárbaros y semisalvajes”) asimila la desaparición y el exterminio de los pueblos indígenas a la idea de “extinción”: “Some of their wild blood will continue to flow in the veins of those who have taken their place; but as a race they will be blotted out from earth, as utterly extinct in a few decades as the mound-makers of the Mississippi valley, and the races that built the forest-grown cities of Yucatan and Central America” (Hudson 1917, 39-40). Como advierte Rodríguez: “El mecanismo de la memoria […] se vuelve […] una evolución de figuras que se propagan por contagio […] [e] impide que el recuerdo se cristalice como totalidad mítica, llámese nación, sangre, raza o suelo” (2010, 349).

29 Según señalan Silvestri y Aliata (2001, 48), a diferencia de la técnica y la razón numérica que caracterizaba la ordenación del jardín francés, en el jardín inglés se retoma la potencia oscura y creativa del bosque en la representación de lo natural.

30 Sobre las flores como condensación de una memoria que liga a Hudson al pasado y en especial a su madre, cfr. Wilson (1981).

31 En “Sobre The purple Land” (1941) Borges ya había ubicado la novela de Hudson como otro ejemplo de esa literatura impersonal, asimilando su funcionamiento −“el héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras” (Borges 1984, 108) − a la antigua fórmula de la Odisea, a la segunda parte del Quijote o al Huckleberry Finn. Ubicarlo ahora en la serie de Coleridge, Wells y James permitiría también articular una reflexión sobre la dimensión utópica de su literatura, presente en The Crystal Age (1887) y Green Mansions (1904), aspecto que se explorará en futuros artículos.