DOI: 10.18441/ibam.23.2023.83.129-144

 

 

 

 

Catolicismo y comunismo: una alianza posible en los años treinta bajo la mirada de Murilo Mendes y Jacques Maritain

Catholicism and Communism: A Possible Alliance in the Thirties under the Gaze of Murilo Mendes and Jacques Maritain

Laura Cabezas

Universidad de Buenos Aires (UBA)/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina

laura.czas@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-1260-2901

“No tienen, pues, el sentimiento de que el comunismo
sea para ellos una religión, aunque en realidad lo sea”.
Jacques Maritain

Lo común en disputa

Un escritor de la vanguardia brasileña, Murilo Mendes, se convierte al catolicismo en 1934 con la seguridad de que en los años treinta es posible ser artista, hombre moderno y católico de confesión (Mendes 1996, 22). Tres años más tarde, comienza a publicar una serie de artículos de “militancia católica” (Amoroso 2012, 83) en la revista de izquierdas Dom Casmurro, con el objetivo tanto de “desburguesar” a la sociedad evangelizándola como de afianzar la conciencia social y el carácter comunitario de la religión católica; ya que ambas actuaciones permitirían, según afirma (2001a [1937], 67), que un católico sea automáticamente comunista, sin necesidad de apelar al comunismo de Marx, Engels o Lenin.

La afirmación no sorprende si la incluimos dentro de cierta zona progresista del intelectualismo católico que en los años treinta buscó idear estrategias antiliberales y anticapitalistas, al mismo tiempo que estrictamente democráticas, para repensar el carácter ético-político del catolicismo en el mundo moderno. Si bien las concepciones del comunismo y del catolicismo son irreconciliables, un atisbo de “acuerdo” –dentro del desacuerdo– se delinea a través del enfrentamiento con algunos enemigos en común: la ideología burguesa, el capitalismo en ascenso y los regímenes totalitarios. ¿Pero qué implicancias tiene este traspaso automático del comunismo al catolicismo tal como lo imagina el poeta brasileño? ¿En qué medida los lineamientos comunistas ya estarían contenidos en el dogma religioso? ¿Qué sustrato compartido aúna ambas corrientes de pensamiento?

El catolicismo desde la década del veinte experimenta, a nivel transatlántico, una revitalización que le otorga gran protagonismo en la escena pública, en general, y en el ámbito literario y artístico, en particular. A modo de ejemplo, podemos citar un artículo publicado en la revista de la vanguardia argentina Martín Fierro, donde se da cuenta de esta presencia abrumadora de religiosidad en la laica sociedad francesa. Titulado “El espíritu de conversión en la literatura” (1927) y firmado por Jean Prévost, el texto llama la atención sobre las sucesivas conversiones al catolicismo que están aconteciendo en la escena literaria contemporánea. Así, menciona en primer lugar al surrealista Max Jacob y a Jean Cocteau (ambos ya convertidos), para luego señalar que esa tendencia, “snobismo, sin duda, moda pasajera y puramente mundana” (1927, 291), se estaba generalizando entre los jóvenes. Prévost apunta sobre un espacio de encuentro, la revista Le Roseau d’Or, creada por Jacques Maritain y dirigida por Henri Massis desde 1925, donde se publican obras y crónicas que “irrumpen en bizarrerías que no dejan de ofender a los otros católicos, a la parte tradicional del clero francés” (1927, 291). Y menciona que Cocteau ya había ahí publicado “un poema francamente homosexual sobre la belleza de su antiguo amante, a quien coloca en medio de los ángeles”.

Con cierta dosis de ironía y malicia, el texto de Prévost da cuenta de la imposibilidad de afirmar que tan solo una única voz puede vehiculizar la palabra religiosa. El dogma está en disputa y, si los sacerdotes tradicionales se espantan frente a la apropiación vanguardista del credo católico, los escritores y artistas de vanguardia bucean en el archivo católico buscando nuevos modos de experimentación. En su descargo, Prévost cita al filósofo francés Jacques Maritain1 y la correspondencia con Cocteau como “el manifiesto más serio de este género de catolicismo” (1927, 291), ya que ahí se revela que Cocteau no pretende ofender al dogma. Y, al mismo tiempo, se deja entrever que no hace falta una vida humilde y regulada para la conversión; por el contrario, sin abandonar la vida urbana, los pesares y hastíos profanos sirven como forma de expiación.

Sin dudas, el mencionado Jacques Maritain es la figura central de la renovación del pensamiento católico (en clave neotomista) que plantea un acercamiento (impensable hasta el momento) entre doctrina cristiana y arte moderno. Sintéticamente, Maritain plantea un antimodernismo que no rechace lo moderno sino que, por el contrario, delinee una modernidad espiritual: más que rechazo, como anota Olivier Compagnon (2006, 14), por un pasado perdido, que solo traería lamentación y ensueño utópico, lo que se pone en juego es la posibilidad de activar en la contemporaneidad ciertas imágenes de la tradición cristiana que operen como fuente de renovación del discurso moderno o, más aún, brinden, como afirma audazmente Stephen Schloesser, “the truest expression of ‘modernity’, because its eternal truths were capable of infinite adaptation to ever-changing circunstances” (2005, 5).

Por su parte, Maritain también es modelo de una figura que por esos años comienza a tomar relevancia pública: el intelectual católico laico. Este opera como un factor decisivo en los debates intelectuales, políticos y estéticos del período, ya que se propone recuperar la hegemonía católica perdida a causa del presunto accionar disolvente del liberalismo, la filosofía naturalista, el socialismo y el anarquismo (Di Stéfano/Mallimaci 2011, 12). Lo que se proclama es que “la acción de la Iglesia ya no debía quedar limitada a la tradicional concepción paliativa de la caridad”, sino que se planteaba la necesidad de una acción transformadora de la sociedad (Saranyana/Alejos Grau 2002, 199). Desde la primera encíclica social de la Iglesia, la Rerum novarum, a fines del siglo xix, el papa León XIII había manifestado la decisión de reconquistar la sociedad, especialmente a las masas trabajadoras, a través de principios básicos y permanentes, como la primacía de la persona, el respeto a la justicia, la práctica de la caridad y el compromiso con los deberes religiosos, exhortando a los cristianos el deber de introducirlos en todas las estructuras temporales.

Dentro de este clima de ideas, que continúa con fuerza en la década del treinta, ubicamos el proyecto utópico de un “catolicismo comunista” que se nutre de las estrategias usadas por la vanguardia política para repensar el horizonte en común que uniría al catolicismo en un mundo irreversiblemente segmentado. Como ha planteado Giorgio Agamben en su estudio sobre los monasterios y la ética franciscana, el tema de la vida en común tenía su paradigma en la Biblia, específicamente en el libro de los “Hechos”, donde la vida de los apóstoles y de quienes “perseveraban en su enseñanza” se describían en términos de “unanimidad” y de “comunismo”: “Todos los creyentes estaban en el mismo (lugar) y tenían todas las cosas en común…” (Agamben 2013, 22). Resignificada en el siglo xx, la idea de que el comunismo es un ideal tácito de la religión cristiana permitió que algunos escritores e intelectuales católicos imaginaran tanto que el origen del marxismo es estrictamente cristiano como la posibilidad de que el catolicismo “reabsorbiera” los “logros” de la izquierda en la historia. La lógica no esconde ningún misterio: en tanto el comunismo poseería una base cristiana –aunque hubiera realizado una mala lectura de la Biblia–, se le podrían reconocer algunas estrategias de acción (como los modos de acercamiento a las masas obreras) y ciertos buenos resultados (por ejemplo, la organización del trabajo y la distribución de la riqueza). Desde esta operación que expropia a los comunistas del “comunismo”, bajo el argumento de que su idea de lo común ya está en la Iglesia –que reposa socialmente sobre las premisas de solidaridad y comunidad– se proyecta una suerte de catolicismo comunista o comunismo católico.

La Guerra Civil española radicaliza las posiciones y aparece un nuevo factor: el fascismo, que será mirado favorablemente por el sector más nacionalista y conservador del catolicismo. En este contexto, la visita de Jacques Maritain a América Latina en 1936 y la divulgación de sus textos antifascistas reconfiguran el campo cultural católico, al proclamar una alternativa humanista y cristiana al conflicto entre “las derechas” dictatoriales y la izquierda comunista. Los ataques del catolicismo nacionalista no escatimarán en violencia y hasta en “bizarrería”, como releva Murilo Mendes (2001b [1937], 61), ya que en ciertos periódicos se apunta contra Maritain como un traidor de la Iglesia, bolchevique y agente de la Komintern. Estas consignas se vuelven corrientes en la prensa de la época porque –como se verá más adelante–, antes de su viaje, Maritain se ve envuelto en una serie de “acusaciones” que le recriminaban haber participado en una movilización del Frente Popular en París, de haber firmado un manifiesto contra la invasión fascista de Abisinia, de tener simpatías comunistas, de haber levantado el puño en alto en otra manifestación popular y de colaborar en la revista Vendredi, una publicación declaradamente antifascista que simpatizaba con el comunismo.

Como explica la historiadora Miranda Lida (2017), en Francia, el debate sobre la guerra de España se solapó con la propuesta de Maurice Thorez de la “mano tendida” de los comunistas hacia los católicos, “que podrían sentirse mancomunados, se supone, por su rechazo por el fascismo” (2017, 74). En efecto, en la radio, un 17 de abril de 1936, Thorez, el secretario del Partido Comunista Francés, se dirigió a los católicos franceses y les dijo: “Te tendemos la mano, católico, obrero, empleado, artesano, campesino, nosotros que somos laicos, porque eres nuestro hermano y que, como nosotros, estás agobiado por las mismas preocupaciones” (citado en Romero, 1972, 114). Si bien esta consigna no prosperó en Europa, en América Latina –y en especial en Argentina y Brasil– se pueden leer las huellas de este potencial vinculo que, para muchos católicos, resultaba crucial en la lucha contra los totalitarismos en ascenso. En este sentido, el presente artículo se propone como una contribución a explorar y definir el presunto fundamento comunista de un sentimiento religioso que se revela acto político y acción social.

Asimilada la fuerza disruptiva de los movimientos de arte de vanguardia, el catolicismo posee la potencia subversiva suficiente para arremeter contra las desigualdades sociales y componer un nuevo concepto de lo común que se erige sobre la técnica del montaje y, al hacerlo, superpone anacrónicamente diversos imaginarios religiosos y políticos, como el cristianismo primitivo, las corporaciones medievales, las encíclicas papales del siglo xx y algunas fórmulas comunistas. Por todo esto, nos interesa poner en diálogo dos voces que no solo fueron fundamentales en el cruce entre la religión católica y las experiencias vanguardistas, sino que también alentaron la necesidad de poner en práctica un modo de intervención política que se acercara a la justicia social y comunitaria por la que luchaba el comunismo. A través del trabajo con el archivo se plantea el análisis de dos escenas públicas, las notas publicadas por Murilo Mendes en la prensa y la visita de Jacques Maritain a Buenos Aires, con el objeto de revelar cómo en los años treinta no hay un relato único ni tampoco hay algo así como una definición acabada de lo que “es” un católico. Proponemos una lectura que vaya más allá de los mitos de las naciones católicas y consideramos que el contrapunto entre un poeta brasileño y un filósofo francés, que el primero leía y seguía en su pensamiento, puede brindarnos un panorama enriquecedor sobre las motivaciones y los límites de este encuentro entre catolicismo y comunismo tanto en Brasil como en Argentina, e incluso en Francia. De este modo, la definición de una comunidad posible para una nueva cristiandad guiará el análisis que, como veremos hacia el final, también supondrá una determinada noción de persona, universalista, espiritual y estrictamente humana.

Expropiación y militancia en las columnas de Murilo Mendes

“Perfil do catolicão” se titula una de las primeras intervenciones que Murilo Mendes publica en el diario de izquierda Dom Casmurro.2 Bajo un tono satírico e irónico, el ya convertido vanguardista delinea la impostura del burgués que se dice católico pero que no práctica éticamente las enseñanzas de la doctrina ni reflexiona sobre ella:

O catolicão tem quase sempre mais de 30 anos [...]

O catolicão vai pontualmente à missa aos domingos (embora muitas vezes ignore o que passa no altar). Contribui com uma pratinha para as despesas do culto, assina A União, confessa-se e comunga-se uma vez por ano, pertence a uma irmandade ou associação e discute politica com o vigário.

O catolicão recebeu a religião como se recebe de herança um terreno, uma apólice, alguns contos de réis. Sabe que sua religião é muito boa; mas não sabe por quê... (Mendes 2001c [1937], 23-24).

La lista sigue. El “catolicón” no conoce ni estudia la Biblia (tarea de protestantes), sumerge su cabeza en los diarios conservadores, de donde saca sus opiniones políticas; menos aún conoce la liturgia, que es la Biblia “encarnada y viva”; y solo apela a su creencia religiosa en los momentos difíciles y de aflicción, como por ejemplo cuando tiene dolor de cabeza y entonces: “Deus é cafiaspirina” (2001c [1937], 28). Además, es patriota y de un nacionalismo estrecho que le hace olvidar que la ley evangélica es extensiva a la vida social y colectiva; defiende la propiedad privada y los bancos usureros, y rechaza dar limosnas a los pobres. Claramente posee un pésimo gusto en materia de arte y literatura, en tanto prefiere lo insípido, incoloro y aguado por sobre los colores fuertes, o los tonos violentos y precisos; lee manuales de perfecta piedad y elige el kitsch de las imágenes religiosas fabricadas en serie. Frente a esta sucesión vertiginosa de atributos desdeñables, separados gráficamente por espacios en blanco, hay momentos de desaceleración que permiten que emerja la “verdad” del catolicismo:

Não sabe, por exemplo, que os Evangelhos, tendo sido escrito 30 anos depois da morte do Salvador, foram pregados, vividos nas reuniões das assembléias –igrejas–, na comunidade da fração do pão, e que a Igreja vem observando mística e historicamente esta continuidade litúrgica através dos séculos, pela qual nos sentimos irmanados aos primeiros apóstolos e discípulos, e por eles ao próprio Cristo (2001c [1937], 28).

La imputación realizada al catolicón por su desconocimiento de la historia de los Evangelios muestra el punto que quiere enfatizar Murilo, la potencia de la Iglesia primitiva como lugar de encuentro y reunión para el mundo moderno del siglo xx. Y ahí se ubica la cuestión social, que irá cobrando gran relevancia en sus publicaciones posteriores. Se hace urgente revitalizar en el plano de la Iglesia con mayúsculas, es decir, como institución, la iglesia con minúscula, como asamblea, que crea comunidad a través de lazos afectivos, religiosos y sociales. Esta última concepción de lo que debería ser la Iglesia impone limitaciones a la propiedad privada y alienta la colectivización de ciertas propiedades y servicios públicos. Porque para el poeta brasileño no hay dudas: el pensamiento católico, apostólico y romano se enfrenta al liberalismo económico de un modo radical; y así lo atestiguan las directrices de los papas que Murilo irá citando a lo largo de sus contribuciones. En especial, las de León XIII y Pio XI, este último tomado como marxista por los catolicones.

Indudablemente esta emergencia por expropiarles a los burgueses el catolicismo constituye el punto de partida necesario para comenzar a esbozar una suerte de catolicismo comunista, o incluso bolchevique, que a su vez se acompaña de otra expropiación, la que se ejerce sobre el marxismo en torno a la idea de lo común. En “Breton, Rimbaud e Baudelaire” Murilo (2001d [1937], 47) es categórico en rechazar la lectura que el líder surrealista realiza en su libro Posición política del surrealismo sobre la pretendida reivindicación que la burguesía realizaría de Baudelaire y Rimbaud como poetas católicos. Los argumentos del escritor brasileño son simples y claros: no solo a la burguesía no le interesa que Rimbaud y Baudelaire sean considerados poetas católicos –o simplemente poetas–, sino que tampoco le interesa la gloria espiritual del catolicismo, pues solo adhiere a la Iglesia porque ve en ella una defensora de la propiedad individual confundiéndola, según sus propias palabras, con el orden policial. Por otra parte, el cristianismo de Rimbaud y Baudelaire se ubica bien lejos de los fariseos burgueses del siglo xx en tanto ambos apelan al misticismo, a la catástrofe y al pecado original como modos impuros de trastocar el statu quo. Lo que pretende mostrar Murilo es que Breton se equivoca al identificar el catolicismo con los bien pensantes, los fanáticos, los que se conforman con la mediocridad y/o los conservadores. Al contrario, para el escritor brasileño, el catolicismo es más revolucionario y explosivo que el propio marxismo: “Enquanto o marxismo espera a destruição de uma classe –a capitalista– e a instalação de um confortável paraíso na terra –o otimismo de adolescente!...– o catolicismo espera a destruição do universo inteiro. Não ficará pedra sobre pedra...” (Mendes 2001d [1937], 50). Pero es importante remarcar que el potencial subversivo del catolicismo superaría el destino mesiánico del proletariado porque, según la línea argumentativa que irá desplegando Murilo, esa fuerza violenta y arrolladora del proyecto marxista tiene raíces cristianas. De hecho, al final del artículo, recrea un encuentro imaginario con Breton, en el que le revela al surrealista francés que, aunque no lo sepa, es en verdad católico, ya que su concepción de artista se alinea perfectamente con una propuesta estética en clave religiosa: la que busca la inspiración en el tesoro colectivo y en el alma popular, es decir, en la solidaridad humana, uno de los principios básicos del dogma de la comunión de los santos.

Siguiendo esta lógica, en otro de los artículos publicados que se titula “Cordeiros entre lobos”, Mendes delinea una suerte de genealogía católica del comunismo y reafirma que: “Os socialistas e comunistas, mesmo sem o saber, seguem as leis de Deus muito mais do que certos católicos que batem no peito de meia em meia hora” (2001e [1937], 53). En su razonamiento, Marx, Engels y Lenin sacaron del cristianismo los pocos elementos de verdad que tiene el discurso comunista, pero para realizar una síntesis diametralmente opuesta a la verdad católica. Por su parte, en “A Comunhão dos Santos” cita, a modo de ejemplo, la famosa frase “Proletarios de todos los países, uníos” (2011a [1937], 67) para revelar que en realidad esta fue escrita por un cristiano en 1833, es decir, 14 años antes de la publicación del Manifiesto comunista de Marx y Engels:

Foi, realmente, o Padre Lamennais quem escreveu essa frase no seu libro Paroles d’un croyant” […] A frase famosa do Manifesto ainda é reflexo do conselho que foi dado para a eternidade, 1800 anos antes, por Aquele que mandou todos os homens –e não só os operarios– de todos os tempos e de todos os países se unirem e se amarem uns aos outros (2001e [1937], 67).

El razonamiento se asienta sobre la anacronía: lo común que alienta el comunismo ya está inscripto en la doctrina católica, universal y solidaria, que –contra todo pronóstico– funciona como una máquina desclasificadora para Occidente, ya que frente al reparto de bienes no hay “mais rico nem pobre, nem burguês nem proletário nem empregado” (2001e [1937], 65). El quiebre de binarismos es quizá el gran atractivo del catolicismo para Murilo en su versión de vanguardista creyente.

En este sentido, la figura del “católico bolchevista” (2001e [1937], 67) hace estallar una de las dicotomías más importantes de la década del treinta, la que separa a los seguidores de Dios y a los de Lenin. Contracara del catolicón, el católico bolchevique es quien cree –afirma jocosamente Murilo– que es más fácil pasar un camello por una aguja que hacer que un rico ingrese en el reino de los cielos; es quien sabe que no se puede servir a Dios y a Mamón al mismo tiempo, y que considera necesario tratar con benevolencia y caridad a todos, no solo a los amigos; es el que viste a los desnudos, alimenta a los hambrientos, se compadece de los encarcelados, se solidariza con el empleado y el obrero mal pago, y brinda asistencia social más allá del credo del prójimo. Para ilustrarlo mejor, Murilo escribe:

Católico bolchevista é o que pensa que o Cristo sofre no habitante do mocambo, na empregadinha da loja que ganha 150$ por mês e sustenta a mãe e um irmão menor; é o que declara que Cristo mandou S. Pedro embainhar a espada, portanto não se deve pregar a guerra; que se deve dar mais a Deus do que a César” (2001e [1937], 67-68).

Al jugar con el oxímoron y vaciarlo de fuerza contrastiva, la categoría de católicos bolcheviques configura el costado militante de un cristianismo avermelhado que se posiciona contra los lineamientos de la burguesía, ya sea en el plano económico, o en el orden ético-policial. Pero también contra el fascismo, tanto europeo como local. La última frase de la cita, en la que se contrapone Dios al césar, hace referencia al nacionalismo brasileño, conocido como integralismo,3 que realiza según Murilo una transferencia de la mística religiosa al plano de lo político. Caricatura de la liturgia católica, el poeta brasileño alerta sobre el excesivo amor que detentan hacia el jefe nacional, quien reclama para sí el derecho de intangibilidad (olvidaron que Dios se encarnó en Jesucristo y no en césar, lamenta) y la conversión del Estado en un “Estado total” que absorba y hasta trascienda lo espiritual. Asimismo, se burla de los rituales paganos, pseudo fascistas, que llevan adelante, por ejemplo, el rito de bautismo para entrar al partido; y proyecta irónicamente una posible “nacionalización” de la Iglesia mediante la invasión de las tropas de choque y saludos “anauês”4 dentro del canto gregoriano.

El peligro del totalitarismo y su inspiración en ciertos elementos de la religión –que recuerda la famosa frase de Carl Schmidt que afirmaba que todos los conceptos significativos de la moderna teoría del Estado eran conceptos teológicos secularizados–, permite entender, como detecta Betânia Amoroso (2012, 82-98), esa insistencia en colocar a la Iglesia como la única fuerza política, capaz de vencer al comunismo y al fascismo, e imponerse como pensamiento moderno. En este sentido, la visita de Jacques Maritain a América Latina en 1936 y la divulgación de sus textos antifascistas pueden leerse en relación con estas columnas católico-políticas de Murilo Mendes. En efecto, el humanismo cristiano del filósofo francés conjuga en términos teóricos esta apuesta por hacer del catolicismo una corriente de pensamiento progresista que sea antiburguesa y antifascista, al mismo tiempo que anticomunista, una vez apropiado del comunismo los elementos “verdaderos” que le corresponden a la doctrina cristiana por derecho propio.

La nueva cristiandad y su reabsorción del comunismo según Jacques Maritain

“De izquierda o de derecha: a ninguno pertenezco”, se lee en “Carta sobre la independencia”, texto central del “nuevo” Maritain (1936a, 9) –humanista y democrático–, que se publica en Sur antes de su llegada a la Argentina.5 La libertad de la fe le otorgaría al cristiano la independencia suficiente para salir de la dicotomía de bandos. No obstante, aclara Maritain, esta condición libre no debe traducirse en el retiro o la evasión, el cristiano no está exento de obligaciones en el orden social y político: su deber es el compromiso con el mundo. La independencia entonces es doble, independencia religiosa e independencia civil para la instauración de una “nueva cristiandad” (1936a, 15) que reintegre a las masas populares –“acontecimiento capital del mundo moderno” (1936a, 16)–, perdidas frente al materialismo: “¿Es que no sabemos cuántos de ellos son cristianos sin saberlo? ¿No sabemos qué reservas de auténtica humanidad, de bondad, de heroísmo encarnado en el trabajo cotidiano y en la pobreza representa el pueblo obrero y campesino para la historia?” (1936a, 17), se pregunta y agrega que el hombre-masa debe transformarse en el hombre-persona, con cuerpo y alma. Para lograrlo, Maritain alienta la creación de un tercer partido que no pretenda agrupar a los católicos como tales ni tampoco a todos los católicos, “sino únicamente a ‘unos’ católicos” (1936a, 17), aquellos que compartan el ideal histórico perseguido; y desde esta condición también son bienvenidos los no católicos siguiendo el modelo de las comunidades primitivas cristianas.

Pero en los círculos de cultura católica de América Latina todavía no había cambiado la imagen de Maritain como filósofo neotomista; no se conocía o se daba poca importancia a este cambio de paradigma que involucraba tanto la crítica a los totalitarismos y la apertura democrática, como también la propuesta de separar la Iglesia del Estado. Invitado al Congreso Internacional de PEN Club que se llevaría a cabo el 3 de septiembre en Buenos Aires,6 Maritain viaja a Sudamérica,7 luego de un primer intento fallido8, llegando al puerto de Montevideo después de hacer escala en Río de Janeiro. La recepción en Brasil es muy calurosa. Si bien, como señala Leonardo D’Avila, el intento por alejar el pensamiento católico del conservadurismo o de las políticas de extrema derecha genera sorpresa entre los intelectuales brasileños cercanos al centro Dom Vital, rápidamente la revista católica A Ordem acata las ideas de Maritain y comienza a “adoptar una actitud más condenatoria de los regímenes antidemocráticos y, en contrapartida, un posicionamiento más abierto a las causas de cuño sociales” (D’Avila 2015, 180). Murilo Mendes, que participa en varias ocasiones en la publicación, constituye un buen ejemplo de esta transición de un catolicismo más escolástico a uno interesado por lo social. Sin embargo, en Argentina no ocurrió lo mismo. Las revistas católicas tradicionales, como Criterio o Crisol, defienden una imagen estática y anticuada (Finchelstein 2016) de su maestro, o responden crítica y agresivamente a los postulados antifascistas del pensador francés. Será la revista de Victoria Ocampo, Sur, la que difunda las ideas de Maritain y aglutine el canon europeo del pensamiento cristiano, ajeno al orden conservador y declaradamente antifalangista (Pasternak 2002, 96-97), a través de una gran variedad de firmas: además de Maritain, escriben Nikolái Berdiáyev, León Chestov, Benjamin Fondane, Emmanuel Mounier, Georges Bernanos, Paul Claudel, Rafael Pividal, entre otros.

Este posicionamiento incómodo de Maritain en el mapa cultural de Buenos Aires no pasa desapercibido para Raúl González Tuñón, escritor argentino y comunista, que le escribe una carta abierta en septiembre de 1936 publicada en la revista de izquierda Dialéctica. Tuñón comienza haciendo referencia a un viajero anterior, Waldo Frank, quien “ya comunista o, por lo menos, entusiasta simpatizante” (Tuñón 2011, 182), no pudo ver la desocupación y el drama campesino en el contexto argentino porque los amigos que lo rodeaban se lo impidieron; sería lamentable, según él, que otro intelectual extranjero incurriera en el mismo error aunque destaca de Maritan su calidad de escritor, su pasión y sinceridad. Por eso aclara, de entrada, que no quiere discutir ideas sobre política y religión, ya que las obras fundamentales del marxismo tratan el asunto. Pero sí quiere discutir las ideas maritaineanas que, en la “Carta sobre la independencia”, hablan de la posibilidad de que una Iglesia atrasada y cómplice de las fuerzas que imponen las peores condiciones de vida pueda resolver los problemas actuales. Para Tuñón, esa es una pretensión ilusoria y contradictoria. Luego, menciona su desilusión cuando supo que el filósofo francés había negado su adhesión al Frente Popular y, tal vez para compensar la negativa, en la carta Tuñón enumera otras acciones que acercarían a Maritain a la izquierda:

Pero mis camaradas y yo, por otra parte, no olvidamos su colaboración en VENDREDI, su firma en el manifiesto contra la actitud de Italia en Abisinia, su leal intervención en el proceso Gide en la “Union pour la Verité”, sus artículos que, como el último, tienen un visible contenido antifascista y seguimos creyendo que usted, a pesar de su catolicismo y su anti-comunismo, coincide con nosotros, intelectuales antifascistas y revolucionarios, en el repudio al fascismo que quema libros de Heine, que encarcela a Rehn, destierra a los Mann, Bert Brecht, Anna Seghers, maltrata al judío –y al católico–, anula la audacia creadora, acentúa la indignidad y la injustica, es enemigo de la condición humana (Tuñón 2011, 183).

Frente a este cuadro de alianza, Tuñón le reclama sobre su actitud en Buenos Aires, ya que vino al país a brindar conferencias a un círculo católico cerrado, “notoriamente fascistizante” (2011, 183), que no cree que la Iglesia deba renovarse, sino que, muy por el contrario, consideran que “Hitler y Mussolini son dos bendiciones del cielo” (2011, 183). Con este tono cierra el texto a través de una pregunta: “¿Cómo es posible que usted, Jacques Maritain, católico sincero, escritor honrado y antifascista, no haya repudiado todavía a la haz católica y fascista que lo rodea?”, y un pedido de justificación.

Posiblemente la reunión que se realiza en la casa de Victoria Ocampo un mes después (el 6 de octubre de 1936) pueda leerse como un intento de respuesta que Maritain da tanto a los escritores comunistas confundidos como a los católicos tradicionalistas, mucho más confundidos que los anteriores, sobre su posición política y el lugar del catolicismo en los albores de lo que sería la Segunda Guerra Mundial. La conferencia y el posterior debate se publicarán en la edición de agosto de la revista Sur.

En la primera parte de la exposición, Maritain repasa lo contenido en “Carta sobre la independencia” y desmiente los rumores que circularon en relación con su adhesión al Frente Popular, su presencia en una manifestación del partido y su presunta excomulgación. Realizadas estas aclaraciones, destaca su tercera posición, ya conocida, para ahondar en la creación de un tercer partido que reúna a quienes no adhieren ni al “Frente popular” ni al “Frente Nacional”. Alrededor de una unión momentánea y sin un programa político completo, el partido debería actuar contra cualquier intento de guerra civil y ejercer una influencia positiva sobre el gobierno existente. El planteo es vago, pero urgente contra las creaciones de gobiernos fuertes y dictatoriales; sin embargo, la verdadera apuesta del líder religioso se deposita en las “formaciones políticas” que, a diferencia del tercer partido, elaboran un ideal político concreto. Cristianas pero laicas, la dignidad de la persona humana y de su vocación espiritual ocupa el lugar que en otras doctrinas políticas está ocupado por la idea de clase, nación, raza; son “hermandades temporales” que, a diferencia de las órdenes religiosas de la Edad Media, afirman el respeto a la persona y la fuerza del amor evangélico. Pero fundamentalmente son profanas, y eso las acerca al comunismo, ya que, explica Maritain, el partido comunista es menos un partido que una especie de orden, también profana, que tiene sus reglas, su disciplina, su noviciado, su ascesis, y desde este punto de vista, “da, por el lado del error, una idea de lo que podrían ser en verdad las nuevas formaciones políticas de que estoy hablando” (Maritain 1936b, 30). Es que Maritain no descarta las estrategias comunistas; por el contrario, él sostiene que hay que conservarlas cambiándoles el signo: “reabsorber el comunismo” (1936b, 37), afirma, y en ese “re” se expresa la sobrevivencia cristiana que, oculta, late en los postulados de un marxismo devenido una orden religioso-profana. La “reabsorción” permitirá, según el líder católico, disuadir a las multitudes de convertirse al comunismo y, a la vez, invitará a muchos comunistas a que cambien de ideal social, a través de los valores evangélicos de verdad, justicia social y amistad fraternal.

Justamente, sobre estos valores se posa la pregunta inaugural del debate, lanzada por la escritora comunista María Rosa Oliver, que va directo al punto y pregunta si una sociedad basada en esos principios no sería de “extrema izquierda”. Para contestarle, Maritain usa la categoría de analogía: las soluciones técnicas de su hipotética sociedad futura –como por ejemplo la organización del trabajo y de la distribución, el sindicalismo, la participación de la inteligencia obrera en la dirección de las grandes empresas industriales, etc.–, serían análogas a las que encara el pensamiento de extrema izquierda; la diferencia la establece su concepción antropológica fundada en la persona. Con su respuesta, Maritain ratifica a Oliver que la nueva cristiandad se construye sobre el modelo legado por el comunismo, adosándole una perspectiva religiosa y teológica, que por otra parte ya tenía en su origen (Maritain 1936b, 40).

En este sentido, las dos preguntas finales de Victoria Ocampo terminan de armar el rompecabezas. A la directora de Sur le interesa saber si Maritain está de acuerdo con la opinión de que existen muchas personas que no tienen fe, pero que “en el fondo del corazón” (1936b, 69) son cristianas aunque estén fuera de la Iglesia; y al revés, muchas personas que están efectivamente dentro de la Iglesia, en realidad no son cristianas. El invitado concuerda con ambas proposiciones: hay quienes pertenecen a la Iglesia sin saberlo, de un modo invisible, y al mismo tiempo, sostiene que, en contrapartida, “el catecismo enseña que entre los que pertenecen visiblemente a la Iglesia hay buenos y malos” (1936b, 69). En el discurso de Maritain, entonces, catolicismo, comunismo y antifascismo se superponen y conforman una propuesta política religiosa con tintes secularizadores. La religiosidad que se busca tiene una raíz intrínseca e intangible, que ya no necesita de la simbología tradicional que detentaba el catolicón burgués que Murilo Mendes delineaba con espanto. Son los valores de la persona humana los que contornean los límites del verdadero catolicismo, y a partir de ellos se ejercen las absorciones, las expulsiones y/o las combinaciones alternativas.

Conclusión: la persona como utopía humanista

Si la guerra, siguiendo a Alain Badiou (2009, 35), es el acontecimiento central del siglo xx, que polariza antagonismos y produce subjetividades opuestas y binarias, el campo cultural e intelectual del catolicismo en los años treinta no escapa a esta caracterización: nacionalismo y republicanismo, fascismo y antifascismo, catolicismo y marxismo, pero también catolicismo nacionalista y catolicismo humanista o democrático dividen y se reparten los espacios de lo decible. En efecto, como muestra la última dicotomía, la polarización también puede resquebrajar una misma línea de pensamiento, en este caso la de la religión católica que despliega dos imaginarios irreconciliables, sostenidos sobre dos archivos de la memoria disímiles. De un lado, la supervivencia del cristianismo primitivo que trae la crítica y la protesta social. Del otro, la reactualización de la oscura Edad Media cristiana con sus proyectos de evangelización ejercidos con violencia, terror y poder imperial.

Sin embargo, el recorrido trazado expuso que no todos los binarismos son tan tajantes o con límites tan claros. La guerra simbólica que viven el catolicismo y el comunismo no se escribe como un relato lineal de puros enfrentamientos, también se interrumpe, tiene elipsis y huecos, que dan cuenta de los cruces y acercamientos entre ambos contrincantes. Los puntos de contacto se experimentan, claro, solo dentro de una vertiente del catolicismo, la humanista cristiana, que se preocupa por los desposeídos, por los vínculos comunitarios fraternales, por la libertad y la justicia social, por la instauración de un gobierno democrático con bases cristianas. Una nueva cristiandad, en palabras de Maritain (1936a, 45), que integre a algunos católicos con marxistas y con todos aquellos que manifiesten una preocupación social: es decir, un común compartido que vaya más allá de cualquier tipo de división. Por eso, antes que una clase, la persona es la categoría aglutinadora de esa presunta comunidad por venir.

En una de sus columnas, Murilo Mendes escribía: “Queremos acentuar o carácter social e comunitário da religião católica que é ao mesmo tempo personalista, proclamando e defendendo a todo transe a dignidade da persona humana” (2001a [1937], 66). De este modo, mientras que el individuo es antirreligioso y, por lo tanto, anticomunitario, la persona con sus atributos espirituales dignos es la llave de acceso al verdadero sentimiento colectivo del catolicismo. En efecto, la dignidad y el valor asignado a la persona posee en la historia de la modernidad una doble tonalidad, “a la vez laica y religiosa” (Esposito 2009, 106) que permite saltar las nacionalidades, las barreras sociales y políticas, las identidades genéricas y hasta las diferencias ideológicas, proyectando una religiosidad universal que se inscribe de forma invisible en la misma definición de género humano. Y es esta convergencia bioespiritual la que explica su éxito y permanencia ya que, como explica Roberto Esposito, nunca es “reducible por completo al sustrato biológico del sujeto al que designa” (106) y “adquiere su significado más pleno, justamente, en una suerte de excedente, de carácter espiritual o moral, que la hace algo más que ese sustrato biológico” (106).

Años después, Jacques Maritain participará en la redacción de la Declaración de los Derechos Humanos (1948) y su atención se centrará, como expone Esposito, en el autodominio, es decir, en “la soberanía que todo hombre ejerce sobre su propio ser animal” (24). La prevalencia, en definitiva, del costado espiritual, moral y racional de la vida; una supremacía humana o humanista que permitió este débil e inestable acercamiento entre catolicismo y comunismo que, ya en la década del sesenta y setenta, adquirirá otras modulaciones y resignificaciones.

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Fecha de recepción: 04.03.2020
Versión reelaborada: 08.02.2023
Fecha de aceptación: 10.03.2023

 

 

 


1 Jacques Maritain participa de la llamada renouveau catholique que surge en Europa luego de la Primera Guerra Mundial como un intento de renovar el pensamiento católico y darle un lugar destacado en los debates intelectuales y literarios modernos. Los católicos del renouveau reconceptualizaron las nociones de lo moderno y de lo eterno, en tanto lo moderno podía funcionar como la expresión contemporánea de aquello que no cambia (Schloesser 2005, 5). Además de Maritain, que se convierte al catolicismo bajo la guía de León Bloy, podemos mencionar al poeta Max Jacob y a Paul Claudel, al escritor Gilbert K. Chesterton, a Charles Peguy, a Étienne Gibson, a Hilaire Belloc, a Giovanni Papini a Emmanuel Mounier y a Ramiro de Maeztu, entre otros, quienes, desde diferentes perspectivas teóricas, proclaman una visión espiritual para releer el mundo actual. Estos autores circulan en América Latina y son leídos, traducidos y citados por los círculos de intelectuales católicos que se forman desde los años veinte.

2 Revista literaria de gran circulación que surge en mayo de 1937 y se publica a lo largo de diez años. Su fundador y director fue Brício de Abreu; y los redactores en jefe fueron: Álvaro Moreyra, Moacir Deabreu, Marques Rebelo e Jorge Amado. Según la investigadora brasileña Tania de Luca (2013), la serie de artículos de Murilo termina por “autocensura”, frente a eventuales problemas con el gobierno de Vargas.

3 La Ação Integralista Brasileira es un partido político creado entre 1927 y 1928, bajo la dirección del escritor modernista Plínio Salgado, que surge del movimiento modernista y nacionalista verdeamarelo (Marilna Chaui 2000, 17). Como expone Gustavo Barroso en Integralismo e catolicismo, el integralismo es un movimiento político y social cristiano que se sostiene sobre el catolicismo en tanto es la única rama que “se pronuncia em materia social e económica, expondo a verdade cristã sobre o assunto” (1937, 8). Si bien los integralistas y los católicos estuvieron muy cerca –A Ordem entre el 33 y el 34 realiza una fuerte campaña a favor del integralismo–, el catolicismo siempre mantuvo su negativa de constituir un partido político o de asumir una postura partidaria (aunque fuera en la teoría), ubicándose por encima de los acontecimientos políticos. Como explica en su estudio Hélgio Trindade: “Todo o conteúdo tradicionalista da ideologia integralista inspira-se, em parte, na doutrina social da Igreja e nos temas fundamentais da renovação da Igreja e nos temas fundamentais da renovação das elites católicas. Embora a maioria dos intelectuais católicos não se engajasse pessoalmente no movimento, a A.I.B. contou com grandes simpatias nos meios intelectuais católicos e, sobretudo, entre a massa dos praticantes” (1979, 2).

4 “Anauê” es un vocablo de origen tupí que significa “você é meu irmão” y que servía de saludo para los integralistas, acompañado del brazo extendido hacia arriba.

5 En el número 22, julio de 1936. El texto había sido publicado en la revista española Cruz y Raya, de José Bergamín, católico y comunista. Unos meses más tarde, en septiembre de 1936, se republica como folleto. Las citas proceden de esta última edición.

6 Maritain forma parte de la delegación francesa que estaba constituida también por Jules Romains y G. Duhamen.

7 Olivier Compagnon (2003, 20-23) describe cómo, entre la segunda mitad de la década de 1920 y hasta la de 1970, la obra de Maritain tiene una distribución masiva en América Latina. Sus principales libros aparecen en español y en portugués en traducciones hechas en Buenos Aires, Santiago de Chile, México, Río de Janeiro o San Pablo, y no en Madrid o Lisboa. Cientos de artículos de y sobre Maritain fueron publicados en la prensa nacional y regional, ya sea católica o de carácter general.

8 En Cristianos antifascistas, José Zanca (2013, 58-92) reconstruye en detalle el viaje de Maritain a la Argentina y cuenta que este comenzó a gestarse en el Congreso Eucarístico de 1934. En marzo de 1935 Maritain respondía una carta de Tomás de Casares confirmando el futuro viaje. Pero, por razones de salud de Raissa y de su madre, no partiría y se reprogramaría para 1936. En su investigación, Zanca también releva las cartas intercambiadas entre Maritain y Tomás de Casares que deja al intelectual católico argentino desilusionado por no tener los CCC el dominio exclusivo de los gastos y la agenda del filósofo francés.