DOI: 10.18441/ibam.23.2023.84.171-187

 

 

 

 

El concepto contemporáneo de España (1946), de Ángel del Río y M. J. Benardete, y el nacionalismo liberal en el exilio republicano español

El concepto contemporáneo de España (1946), by Ángel del Río and M. J. Benardete, and Liberal Nacionalism in the Spanish Republican Exile

Fernando Larraz Elorriaga

Universidad de Alcalá, España

fernando.larraz@uah.es
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-5832-0694

Introducción

Cualquier estudio sobre la cultura producida por el exilio parece abocar indefectiblemente a la cuestión del nacionalismo. Las subjetividades desplazadas, movidas por una crisis de conciencia compartida por un contingente de individuos, se ven impelidas a forjar naciones imaginadas, utópicas, en las que paliar el desarraigo y la impotencia política y tratar de conjurar el olvido de quiénes fueron y qué proyectos defendieron. Así ocurre tanto en la expresión literaria y artística como en el pensamiento teórico creados por estos sujetos. En tales contextos, la producción cultural se funda sobre la necesidad de sobreponerse a la quiebra de una identidad, que es, al mismo tiempo, individual y colectiva. La recurrencia a determinados símbolos y mitos sirve, en gran medida, para encerrar esa identidad en peligro en significantes compartidos bien conocidos por la comunidad exílica. Esta elaboración de un discurso sobre el ser y la esencia de la nación tiene como meta la distinción del sujeto desplazado respecto de aquellos que han impuesto de facto su poder sobre el territorio y sobre la definición hegemónica de nación y así, a través de la perseverancia en un proyecto de nación propio, contribuir al mantenimiento y la legitimación de la causa por la que han sido desterrados.

Xosé Manoel Núñez Seixas ha cuestionado los efectos generalizadores de tres paradigmas explicativos de los exilios. Primero, que “los transterrados preservaron un legado tras una derrota […] Sin embargo, no habrían sido capaces de renovar ese legado a la luz de los cambios generacionales y epocales, perdiendo el contacto con la realidad social de su país de origen” (Núñez Seixas 2020, 18); segundo, que, frente a la emigración económica, “los exiliados acostumbran a desarrollar una fuerte identidad de grupo […], pero también, a veces, una cierta conciencia de superioridad moral” (Núñez Seixas 2020, 20); y, tercero, “la visión de la actividad y el ámbito de actuación de las diásporas, y de los colectivos exiliados, como islas o compartimentos estancos dentro de sus ámbitos o sociedades de recepción, que no tendrían conexión política e intelectual con sus entornos de acogida” (Núñez Seixas 2020, 21).

Pese a ser reductores y haber condicionado la interpretación de la historia política y cultural del exilio, desproveyéndola de muchos matices, estos tres paradigmas se instituyeron a partir de una tensión explícita y patente en muchos registros del exilio hacia la formalización de identidades compartidas, solidificadas y conservadoras con el fin de mantenerse cohesionados en torno a una posición visible de resistencia basada en un proyecto nacional alternativo. El nacionalismo se convirtió así en una forma de oposición no solo frente al régimen que los había expulsado, sino también ante la misma injusticia que la historia les estaba infligiendo y a su propia eliminación como sujetos históricos. Como ha explicado Jorge de Hoyos, refiriéndose al exilio en México, “desde sus diferencias antagónicas, construidas en torno a distintas concepciones de nación, existió un hondo patriotismo compartido, un constante interés y preocupación por los destinos de España […]. En el exilio se trató de conservar y potenciar el componente nacional y nacionalizador de las izquierdas españolas” (De Hoyos Puente 2012, 12).

Paradójicamente, el exceso enunciativo de discursos nacionales como recurso de resistencia desde la periferia del exilio llegó, en algunos casos, a derivar en formas alternativas de nacionalismo que terminaron por no distinguirse siempre del de los vencedores. Así lo han visto, entre otros, Francisco Caudet (1997, 2005) y Sebastiaan Faber (2002). Para el primero, casi como una consecuencia fatal, ocurrió que “el exilio, así las cosas, fue interiorizando su percepción de la realidad, se fue metiendo dentro de sí mismo, y miró, más que al futuro, a los perdidos predios del pasado” (Caudet 2005, 393). Esto provocó una suerte de solipsismo vacuo y de parálisis de la que solo algunos y con el paso del tiempo, pudieron salir. Para Caudet, “había, además, en esa actitud, un mecanismo de autodefensa que respondía –algo que caracteriza a todos los exilios– a una instintiva necesidad de preservar lo propio, pero las más de las veces, se pasaba del encarecimiento de esas particularidades a declarar su supremacía” (Caudet 2005, 402).

Estos enfoques parecen indicar que el nacionalismo –determinado tipo de nacionalismo, al menos– es inherente a la subjetividad del exilio y que, quiérase o no, esta identidad nacional está marcada por las experiencias de un pasado anulado, fantasmagórico (Aguirre-Oteiza 2020). Las ineludibles preguntas sobre quién soy como sujeto a las que conduce la situación de exilio derivan en la cuestión de qué modelo de comunidad cabe construir en ese régimen de excepcionalidad territorial y temporal, sin arraigo en la tierra ni en el devenir histórico del país del que se ha sido expulsado. Y a su vez, el sujeto exiliado siente la necesidad de prender ese modelo en una tradición remota o reciente que lo legitime históricamente como miembro de una comunidad a pesar de su deslocalización. Tales cuestiones, que adquieren matices de tragedia, atraviesan una buena parte de la producción cultural de los exilios –obra literaria y artística, empresas editoriales, revistas, actividad teatral, difusión cultural…– e iluminan su significado. Tras casi todas estas realizaciones, de una forma más o menos explícita, late una preocupación por concretar los rasgos de un modelo de nación en riesgo de desaparecer tras la imposición de un discurso nacional antagonista sobre el territorio que ha sido abandonado.

En este contexto general, el exilio de numerosas personalidades de raigambre liberal institucionista en Argentina y Estados Unidos propició una evolución del llamado “nacionalismo liberal” español, de inspiración ilustrada, cuyas reflexiones habían cobrado especial vigor en los años diez, veinte y treinta (Inman Fox 1997; Mainer 2004). La renovación de estos discursos nacionales como forma de oposición retórica frente al nacionalismo esencialista impulsado por el régimen franquista constituyó una de las señas de identidad ideológica fundamental de un sector del exilio cuyos miembros se afanaron en fijar y difundir esta tradición y en vivificarla. La mirada hacia la palabra de los maestros con el fin de discernir la génesis de la discordia y los errores que habían conducido a la catástrofe y también para cribar los rastros de la razón derrotada sirven ahora para retener los términos de la discusión sobre España. Es una clave para comprender el presente y para que los desterrados en América pudieran en algún momento imaginar futuros alternativos para la España cautiva.

Una antología sobre el concepto de España en el contexto del exilio

Algo –o mucho– de eso hay en una revista argentina en la que el exilio republicano en Buenos Aires tuvo una representación sustantiva: Realidad. Revista de Ideas. Realidad estaba dirigida nominalmente por el filósofo Francisco Romero y por un comité en el que figuraban personalidades de la intelectualidad argentina y del exilio republicano español. Entre estos estaban Amado Alonso, Guillermo de Torre, Lorenzo Luzuriaga y Francisco Ayala. Los dos últimos figuraban como secretarios de redacción, pero era Ayala quien en realidad dirigía la publicación (Castillo Ferrer y Rodríguez Gutiérrez 2013; Bonino 2020, 154).

La sección “Notas” de Realidad, dedicada a las reseñas de libros, era una genuina tribuna de discusión y reflexión suscitada a partir de las obras examinadas (Bonino 2020). Por ese motivo, en el número 1, de enero de 1947, cualquier historiador de la literatura se debe detener en el comentario crítico de Francisco Ayala sobre Nada, de Carmen Laforet, pues es muy representativa del interés que los exiliados republicanos tenían por lo que ocurría en la cultura de la España subyugada al franquismo. La lectura existencialista y social del texto que Ayala ofreció en esas páginas difería de la recepción crítica que la novela de Laforet estaba teniendo en la Península. La reseña que Lorenzo Luzuriaga, también en ese primer número, hace del primer tomo de las Obras Completas de Ortega y Gasset en la recién renacida editorial Revista de Occidente representa la ambigua relación que el exilio tenía con el filósofo y se la ha citado muchas veces por ser en aquellas páginas donde aparece acuñado, por primera vez, el concepto de Generación del 14.

Para este trabajo, atañe más directamente otra reseña que se publicó en el número 3 de la revista, de mayo-junio de 1947. Con el título “Sumas y restas a una antología de ensayos”, Guillermo de Torre valoraba el libro El concepto contemporáneo de España, compilación de textos escogidos, editados y comentados por Ángel del Río y Maír José Benardete. Se trata, como dice su subtítulo, de una Antología de ensayos que se había publicado, de acuerdo con su colofón, en julio del año anterior. Llama la atención el hecho de que el reseñista fuera el director editorial de la casa Losada de Buenos Aires, donde se había publicado el libro. De Torre resume de este modo el objetivo de los compiladores:

Presentar una “selección orgánica” de lo que ciertos prosistas literarios, pensadores e investigadores han escrito sobre España durante un periodo de treinta y seis años. Un periodo que tuvo cabalmente como uno de sus temas capitales la reflexión del espíritu español sobre sí mismo. No es, por consiguiente, una antología de trozos escogidos, tampoco exactamente una selección de autores. Es una antología de un género, el ensayo, y objetivado temáticamente sobre un punto central: España. Lo español, visto, sentido o interpretado por algunos españoles en cuanto problema o espectáculo y hasta como esperanza o sufrimiento (Torre 1947, 407).

En el resto de la reseña, predominan las objeciones al resultado, que De Torre se permite plantear con la coartada de su amistad con Ángel del Río y el hecho de que habían sido ya comunicadas personalmente a los antólogos durante el proceso de edición del libro, como corroboraremos más adelante al mencionar las cartas entre antologadores y editores. Tales objeciones son, de forma resumida, las siguientes: el injustificado marco cronológico del estudio (todos los ensayos habían sido publicados entre 1895 y 1931); la vaguedad con la que se había aplicado la definición del género “ensayo” a todos los textos incluidos; las exclusiones de algunos autores fundamentales como, por ejemplo, Rubén Darío, Jacinto Benavente, Manuel García Morente y Marcelino Menéndez Pelayo –sobre todo, si se tiene en cuenta que “ahora el oscurantismo clerical-franquista trata de monopolizar al autor de los Heterodoxos” (Torre 1947, 413)–; la dudosa pertinencia de los textos seleccionados de cada autor y la mayor idoneidad de otros no incluidos; y la poca relevancia de la ordenación cronológica.

Aunque algunos de los reparos planteados al volumen por De Torre no estén completamente justificados, la valoración que se debe hacer de este trabajo, desde nuestra perspectiva actual, debe atender a otro tipo de preguntas con las que se calibraría la aportación fundamental del volumen. Principalmente, hasta qué punto los textos antologados dan cuenta cabal, en toda su complejidad, de la evolución y las variantes del nacionalismo español durante las primeras tres décadas del siglo xx. En este artículo trataremos de examinar esta circunstancia; se tratará de demostrar cómo este volumen de más de setecientas páginas, hecho en Nueva York por un exiliado español y publicado en Buenos Aires por una editorial mayoritariamente integrada por exiliados españoles, responde a una necesidad inherente al exilio mismo: redefinir la relación del sujeto extraterritorial a partir de una idea de nación. Con otras palabras, se analizará si la elaboración y publicación de El concepto contemporáneo de España responde a la necesidad –suscitada o, al menos, reinterpretada por la situación de sus artífices– de dar forma a un nuevo tipo de nacionalismo que, paradójicamente, consista en mantener vivo el antiguo pero cuya significación política e histórica ha mudado al situar al antólogo ­y a los lectores en el ángulo de la nueva coyuntura: el de la derrota, la dispersión y el incierto final del exilio. Se trataría, en definitiva, de interpretar aquella gavilla de discursos de la nación desde la perspectiva de los márgenes y de los proyectos fracasados.

El nacionalismo liberal en el exilio

Con el propósito aludido, queremos complementar un trabajo previo sobre este mismo tema, el artículo “La patria re-inventada. Concepto de España para después de una guerra (según M. J. Benardete y Ángel del Río)”, de Enrique Serrano Asenjo (2009). Para ello, se ampliarán las fuentes atendiendo a la correspondencia de Ángel del Río con los representantes de la casa editorial Losada, Amado Alonso y Guillermo de Torre, conservadas respectivamente en la Residencia de Estudiantes y la Biblioteca Nacional de España, en Madrid, y focalizaremos nuestra atención en esta antología como documento paradigmático de una cultura de exilio.

Todo un entramado ideológico levantó una viva y heterogénea discusión sobre el ser y el deber ser de España: la Institución Libre de Enseñanza, el Centro de Estudios Históricos, El Sol, Revista de Occidente, Espasa-Calpe… instituciones, empresas y voces intelectuales que ocuparon posiciones de dominio en el campo intelectual de los años veinte y treinta y entre cuyos afanes estuvo articular un pensamiento en torno a España que fundara un tiempo nuevo, el de la Segunda República, que, como se sabe, fue muy breve (Hoyos 2016). Frente al impulso de otros nacionalismos del Estado y, después, del nacionalismo esencialista de nuevo cuño impulsado por el auge del fascismo, la inteligencia liberal española propuso, con escaso éxito, la fórmula de un nacionalismo político basado en el consenso y la voluntad libre de las mayorías. Sin embargo, esta propuesta teórica estaba enturbiada, en la práctica, por restos ineludibles de un nacionalismo cultural, según el cual la nación existe per se, de forma ajena a la voluntad de sus miembros y como un ente ideal producido por un espíritu histórico particular que trasciende a los sujetos que la componen. Al respecto, basta con leer, como ejemplo más revelador, La España invertebrada, de Ortega y Gasset, de 1918, en el que, mientras por una parte se afirma que se debe “entender toda unidad nacional, no como una coexistencia inerte, sino como un sistema dinámico” (1918, 19), como “un proyecto sugestivo de vida en común” (25), por la otra, su ensayo no deja de ser el programa de un nacionalismo primordialista, según el cual las naciones, lejos de estar concebidas como un acontecimiento histórico, son realidades ancestrales de las que nace la legitimidad de su soberanía, lo cual entra en contradicción con el paradigma modernista, basado en el pensamiento liberal al que tradicionalmente se adscribe a Ortega (Bastida Freixedo 1997; Blas Guerrero 2005; Molina Cano 2018).

Estos impulsos y estas contradicciones laten en el advenimiento de la Segunda República y, después, los arrastran los exiliados, particularmente, en espacios como Argentina y Estados Unidos, en los que la fisionomía típica del exilio es la de una clase intelectual de ascendencia burguesa y liberal, muy vinculada con las instituciones y las élites políticas y culturales de la República y con contactos previos con la cultura del país receptor. Si examinamos los discursos de algunas empresas culturales del exilio argentino, como el catálogo de la editorial Losada o el corpus de textos y debates de la revista Pensamiento Español, por poner solo dos ejemplos, las tensiones y contradicciones de ese nacionalismo liberal español comparecen enseguida. En el caso de Losada, sus políticas editoriales chocan con el recelo de una parte de la intelectualidad local por ciertas actitudes colonialistas que no consiguen solucionar, pese a la calculada retórica y al equilibrio, la presencia mixta de personalidades americanas y españolas en sus órganos de dirección; ni la denominación de sus colecciones “Novelistas de España y América”, “Poetas de España y América” y “Prosistas de España y América” (Larraz 2018, 50-55), que señalan una equidistancia problemática y una obsesiva necesidad de deslindar identidades culturales; ni los debates sobre la lengua de las traducciones en relación con la variante argentina que mantuvieron Amado Alonso y Américo Castro (Sesnich 2019 y 2020). Son solo tres ejemplos controvertidos, a los que podrían sumarse muchos otros mediante un examen detenido de su corpus de publicaciones y de su política editorial. En cuanto a la revista Pensamiento Español, se trata de un caso paradigmático de la imposibilidad de realizar el nacionalismo voluntarista y plural al emerger, conflictivamente, nacionalismos culturales divergentes, en este caso, español por un lado y vasco y gallego por el otro, con graves enfrentamientos que terminan por diezmar el comité editorial de la revista y hacer palpable la imposible coexistencia en torno a un mismo proyecto nacional republicano.

Gestación y producción de la antología

La antología El concepto contemporáneo de España, publicada por Losada, vendría a ser otro ejemplo de estas limitaciones. Se trata de un prolijo volumen de 742 páginas dedicado a Federico de Onís, “al cumplirse los veinticinco años de su profesorado en la Universidad de Columbia”, y compuesto por una introducción y 65 textos de 35 autores, todos hombres, nacidos entre 1852 –Santiago Ramón y Cajal– y 1893 –Claudio Sánchez-Albornoz–, presentados, cada uno, por una breve nota biobibliográfica.

Dos reconocidos académicos firmaban la antología. Ángel del Río, el prestigioso hispanista de la Universidad de Columbia, a la que había llegado en 1929 de la mano de su mentor, Federico de Onís, era también director de los cursos de verano del Middlebury College, núcleo de reunión del exilio académico republicano en los Estados Unidos, y había sido, durante años, “compañero de viaje” del comunismo internacional en la clandestinidad (Pujante-Ramírez 2016, 58-63). En cuanto a M. J. Benardete, era experto en lengua y cultura sefardí y trabajaba, junto con Onís, en el Instituto Hispánico de Nueva York.

La antología tuvo una larga gestación. En una carta fechada el 13 de marzo de 1939, Del Río expresaba a Amado Alonso, desde Nueva York, su agradecimiento por la aceptación de su proyecto de antología, que le habían notificado, en sendas cartas, Guillermo de Torre y el propio Alonso en nombre de la editorial Losada:

Mil gracias por tu rápida contestación. Llegó el mismo día que la carta de Guillermo de Torre notificándome que aceptabais en principio la antología y hoy mismo le escribo incluyéndole el índice y dándole todos los detalles que necesita. Lo de los permisos puede ser un obstáculo grave. Me doy cuenta exacta de ello y vuestros reparos me parecen enteramente legítimos. El libro tiene un carácter puramente literario e histórico. Está concebido como sabes años antes de la guerra y desde el primer momento excluimos toda línea que pudiera tener la menor significación polémica. A pesar de ello, será difícil que, tratándose de temas españoles, los energúmenos del ¡Arriba España! no le den una interpretación política. Ortega nos va a dar que hacer. Voy a escribirle utilizando la mediación de Pepe Tudela, mi paisano, a ver si consigo arrancarle la autorización. He dudado si mencionarle abiertamente vuestra Editorial o decirle solo que estoy en contacto con varios editores y que antes de decidir nada quiero tener los permisos. Me he decidido por esto último. No sé hasta qué punto es lo honrado, pero ante una soberbia tan irracional, me parece que todas las armas son buenas. No creo que si me da el permiso venga luego con chismes por tratarse de vosotros. Además legalmente ya no tendría apelación.1

Por entonces, la guerra en España se acercaba a su fin y la editorial Losada apenas contaba con medio año de existencia. En su directorio figuraban, como hombres de confianza del presidente y propietario principal, Gonzalo Losada, Guillermo de Torre, en funciones de director editorial, y Amado Alonso, que ocupaba la cátedra del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires desde 1927 (Larraz 2018, 35-42).

El fragmento transcrito informa de varias cuestiones relevantes. En primer lugar, de la voluntad integradora de la antología en un momento dramático, cuando ya había caído Cataluña y la victoria franquista era inminente. Impulsa a Del Río a formular la propuesta el patrocinio del Instituto Hispánico, pero también, por qué no pensarlo, coadyuvar a difundir ese modelo de discurso nacional plural y no excluyente. A lo largo de su epistolario, como se puede ver también en el fragmento transcrito, Del Río se había manifestado indudablemente a favor de la República y en contra de la sublevación militar. En una carta anterior, relataba a Alonso su testimonio personal. El 18 de julio de 1936 lo había hallado en su Soria natal, mientras pasaba las vacaciones de verano: “Vi en España durante dos meses –los peores de mi vida– el nacimiento y propagación de la barbarie franquista –Soria fue conquistada el 22 de julio, precisamente por tus paisanos navarros, ¡día inolvidable!– y después de eso no me puede sorprender nada”2.

Otro detalle reseñable radica en que Del Río, seguramente alertado por Alonso, recelaba de la aceptación de Ortega para ceder los derechos de su texto si llegaba a saber que la antología iba de ser publicada por Losada. Desde antes incluso de la fundación de esta editorial en agosto de 1938, algunos amigos desde Argentina y, singularmente, María de Maeztu habían venido alertando a Ortega contra las intenciones de esta editorial –que, según le informaba, se financiaba con “fondos espurios” de “las izquierdas más frenéticas” que “prolongan la tragedia de España”–, para que no autorizase la edición de sus libros en aquel sello (Campomar 1999, 103). La mediación de José Tudela, archivero cercano a Ortega y, como él, por entonces expatriado en Burdeos (Hidalgo Cámara 2017, 451), parece a Del Río, la mejor manera de superar las reticencias del filósofo.

El 11 de abril de ese mismo 1939, Del Río respondía a una serie de reticencias que De Torre y Alonso habían formulado a su proyecto y que casi ocho años después, ya publicado el libro, recuperará y reiterará en público De Torre en la reseña antes citada: la falta de actualidad –teniendo en cuenta que el marco cronológico no va más allá de 1931–, su incoherencia, la poca adecuación del título, la cuestionable selección de autores y textos y la exclusión de autores más jóvenes. Del Río responde prolijamente a estas objeciones. De entre ellas, cabe destacar el reparo acerca de la actualidad del proyecto, objeción en la que Del Río hace hincapié y que, aunque puede parecer anecdótico, creemos que es significativo:

Si pudiera encontrar en tu carta algo que parezca un reproche es precisamente el que dudes de que yo acepte “la bomba que la guerra ha tirado a tu libro”. La acepté el 22 de julio de 1936, día de la entrada en Soria de los requetés navarros al grito de “Viva Cristo Rey”. Recuerdo que le dije a mi mujer: “Esto es el fin de la España en que me he formado. Lo que salga de aquí, sea lo que sea, no tendrá nada que ver con la España que hemos conocido, que pasa a ser historia.” Y en cuanto a la antología, me di inmediatamente cuenta de que su publicación sería poco menos que imposible. No volví a pensar más en el libro hasta que un día, hablando aquí con Juan Ramón Jiménez, me sugirió la idea de escribir a Losada.3

Del Río exhibe su conciencia de que la antología pertenece a un tiempo irrevocable y es ya, por tanto, un documento histórico, testimonio del pensamiento de una época. Late en sus palabras el recelo de que la pluralidad que emana del proyecto nacional representado en la selección nunca ya volverá a ser una esperanza factible, acallado bajo el dogma integrista simbolizado en la expresión “¡Viva Cristo Rey!”. Sin embargo, la mención a la brutalidad de los requetés connota la necesidad de sacar a la luz los textos, de que sirvan de arma contra el dogmatismo y la irracionalidad.

Esto vendría a corroborar la tesis de que El concepto contemporáneo de España es un libro de exilio o, si se quiere, de una forma más general, un resquicio de la periferia, una de esas obras hechas pensando en legar una contranarrativa para que, en el futuro, se pueda disponer de materiales con los que se confronten los discursos históricos unilateralistas. De ahí que, frente a la consideración de que el libro carece de actualidad, hecha desde una perspectiva puramente editorial, Del Río oponga la necesidad de la historia. A ello se refiere cuando responde a esa objeción solo unos días después de confirmarse la derrota republicana:

Siendo evidente que el libro había sido concebido en las circunstancias y sobre supuestos muy distintos de los actuales –en 1931 exactamente; ¡qué lejos ya!– no creo que por eso pierda su unidad. Pasa de ser un libro de la literatura viva a ser un libro histórico, representativo de una época y de un espíritu que acaba de fracasar. Ahora bien, ese fracaso –y aquí es donde podría disentir un poco de vosotros– no creo que tenga necesariamente que traducirse ni en el olvido absoluto ni en la desvalorización absoluta también en la labor crítica, ideológica y literaria de esa época. Han fracasado, personalmente, en su conducta, muchos de sus creadores, ha fracasado en sus implicaciones políticas de realización inmediata mucho del pensamiento, pero eso, a mi entender, no significa que debamos echar una losa encima y dedicarnos a estudiar otra cosa. Más bien al contrario, ahora es el momento de volver la vista sobre todo ello y tratar de entender de una manera objetiva e histórica el valor que tenga, dándolo quizá, como tú apuntas muy bien, como un capítulo más de “España vista por los españoles”, pero vista por los españoles con un dramatismo, una sensibilidad y un espíritu de época muy superior todavía, a mi juicio , desde el punto de vista de creación literaria, al racionalista-económico del siglo xviii, al costumbrista de los románticos, o al positivista-político del último tercio del xix.4

En aquella carta, también explica el objetivo del libro: “reunir en una obra todo lo significativo que desde diversos puntos de vista habían dicho sobre España, tema fundamental de casi toda la prosa y aun de la poesía en la época contemporánea, de dos generaciones de escritores unidas –dentro de sus diferencias– por unas preocupaciones comunes y por una sensibilidad afín y traducido todo ello en un estilo de época”.5 La coherencia de todo ello se encuentra en el cultivo por parte de los escritores antologados del género del ensayo y de “uno de los varios temas hacia los cuales los escritores contemporáneos se veían atraídos”6, una cuestión que Del Río llama, apelando a un concepto muy querido por Alonso, un “estilo” que “era peculiar, en gran parte, de la literatura española contemporánea”. Apunte que, de nuevo, es significativo y que va a ser recurrente en diversos textos producidos desde el exilio hasta convertirse casi en tópico: la connotación ideológica del estilo lingüístico como algo que marca una diferencia con los otros, los vencedores, y con el tono enfático que acompasa su interpretación épica y teleológica de la historia. Pero el estilo natural, popular y sobrio de los exiliados se justifica también por su apelación a un espíritu de época ya conculcado que ha dado lugar a un estilo literario, en el género del ensayo, ajeno hoy a los corifeos de la victoria en el nuevo tiempo histórico.

Este “estilo” de época, pese a que manifieste variantes acusadas, dota de coherencia a la antología:

Así vemos que ese estilo crítico, personal, producto de una sensibilidad determinada y de unas ideas compartidas por la mayoría de los escritores contemporáneos influye en todos y toma formas diversas y distantes como el estudio histórico-filológico y la impresión casi poética. Sus límites extremos estarían en el estudio puramente erudito por un lado y la poesía o lo narrativo por otro. A primera vista parece disparatado ver unidos a Menéndez Pidal a Asín o a Sánchez Albornoz con Solana, Miró o Juan Ramón o Gómez de la Serna. Sin embargo, y creo que este era uno de los hallazgos nuestros, cuando se tiene a la vista las páginas elegidas, creemos que esa unidad se ve patentemente.7

En esta última frase, donde Del Río dice “unidad” debe interpretarse una síntesis de su idea de nación como espacio compartido de sensibilidades heterogéneas en el que, pese a la creciente distancia ideológica que separó a los antologados, era posible dialogar en torno a un conjunto de problemáticas con una misma voluntad de definición honesta y reflexiva de la idea de nación. En este sentido, se entiende la respuesta de Del Río a la otra objeción de sus editores: los criterios de selección. Las exclusiones se debían, principalmente, a dos criterios: uno, el valor literario –“no ha entrado nada que no tenga una cierta calidad de estilo”–; y, dos, la ausencia de discursos partidistas explícitos –“excluimos […] lo puramente político” –.8

En la carta del 7 de diciembre de 1940, Del Río anuncia el envío de la primera entrega y sugiere la posibilidad de incluirla en el plan de coediciones con el Instituto Hispánico de Nueva York que negociaba Losada con Federico de Onís y Tomás Navarro Tomás. Propone además como fecha de entrega de todo el volumen finales de febrero de 1941. Sin embargo, como hemos dicho, hasta 1946, el libro no vería la luz.

Criterios de selección

En la introducción al volumen, Del Río y Benardete, tal como habían explicado por carta a De Torre y Alonso, comienzan reconociendo que la antología se justifica en el cruce entre el género del ensayo y “una determinada actitud crítica ante la realidad histórica de España”. Respecto del primero, Del Río lleva a cabo una original clasificación del género del ensayo entre “ensayo crítico-erudito”, “ensayo puro” y “ensayo poético-descriptivo”. El “ensayo crítico erudito”, que se acercaría a lo que hoy consideramos escritura académica –“obra de universitarios e investigadores y se da en casi todas las disciplinas”–, “de base erudita y finalidad interpretativa”, advierte, ha quedado integrado en la antología, sobre todo, a través de la obra del Centro de Estudios Históricos. Llama “ensayo puro” al de “tipo filosófico, histórico y literario” y “ensayo poético-descriptivo” al que tiene un carácter lírico, costumbrista (31). Esa tipología, vista hoy, puede resultar poco operativa, pero responde bien a la expresión de una herencia cultural que asumía la convivencia con el positivismo institucionista, a la fuerte lectura nacionalista con la que se había impregnado a la llamada Generación del 98 y, tercero, a la influencia social del periodismo y sus géneros y la edición de prosa de no ficción, sobre todo, bajo la influencia de Ortega.

Esta diversidad tipológica, explican Del Río y Benardete en la introducción, es también generacional. La distinción entre dos generaciones, la del 98 y la llamada “postmodernista” o “novecentismo” –la idea de “generación del 14”, como se ha dicho al comienzo de este trabajo, aún no se había acuñado en 1941, cuando está fechado el texto–, se basa, precisamente, en la diferente forma de asumir la reflexión sobre la nación: una más romántica, caracterizada por cierta “anarquía intelectual”, que es la de los modernistas noventayochistas, y otra más depurada, más intelectual, en la que se produce una “disociación de lo intelectual y lo emocional” que deriva en una discriminación entre una prosa “más conceptual” por un lado y, por el otro, un estilo “más sensitivo y más preocupado de los valores estéticos” y, en consecuencia, más cercano a un nuevo clasicismo (33). Los antólogos abundan en esta distinción, que personifican en las figuras señeras de Unamuno y Ortega. De uno a otro, dicen, “desaparece el ‘me duele España’, que da lugar a una crítica apasionada, para dejar paso a una crítica fría y objetiva” (34).

Esta mutación conlleva una forma nueva de comprender el género del ensayo:

El estilo se hace más conceptual y plástico. La palabra tiene menos resonancias íntimas y desaparece el arcaísmo estético, producto del sentimiento del pasado. La metáfora pura sustituye a la metáfora emocional y un ritmo de corte elegante y lógico al vaho ritmo musical, lírico o al tono profético. El ensayo tiende hacia la brevedad y la precisión en un proceso que podría llamarse de atomización semejante al de la poesía que del poema pasa a la breve impresión lírica (35).

Todo ello guarda estrecha relación con la segunda de las justificaciones del libro, la de tipo ideológico nacional, pues las diferencias de sensibilidad subrayadas entre las dos generaciones implican también divergencias ideológicas en relación con el tema de España. Del Río y Benardete no ocultan su predilección por la generación más joven de las incluidas en su volumen. Hay en la introducción una defensa cerrada de las aspiraciones regeneracionista inspiradas en el krausismo de finales del siglo anterior y en su voluntad de elevar, mediante la educación, la calidad de la nación, afanes que singularizan el proyecto republicano. De hecho, el exacerbado individualismo y escepticismo de los autores de fin de siglo es resaltado e, implícitamente, criticado en la medida en que imposibilitó la creación de un proyecto homogéneo de modernización nacional. Evitando valoraciones, se pone de manifiesto la raíz esencialista e historicista de su nacionalismo: “rechazando los juicios de la crítica académica y casticista, van a buscar el alma española en los autores primitivos, en los místicos, en Cervantes, en escritores conceptistas como Gracián y Quevedo” (28). Frente a este modelo de nacionalismo –concepto que se elude constantemente en el redactado de la introducción–, se está gestando otro que eclosionará, según el nítido recorrido que hacen Del Río y Benardete, en la generación posterior, el del “resurgimiento científico y cultural impulsado principalmente por Giner de los Ríos, sus colaboradores y discípulos” (30).

Parece implícita la sintonía de Del Río y Benardete con el proyecto de aquella segunda generación, la novecentista, algo comprensible a la luz de su trayectoria intelectual y de la identidad de sus maestros más directos. De hecho, reinciden en algunas de sus paradojas en lo que toca a las definiciones de nación: llama la atención de esta introducción la incapacidad de los autores para desligarse de las preguntas radicales del nacionalismo cultural basado en identidades previas a la constitución de naciones. Igualmente, los textos seleccionados inciden en una línea de continuidad con la articulación de un nacionalismo cultural forjado en los primeros decenios del siglo. Están todos los mitos literarios y artísticos, vistos desde diversas ópticas: Cervantes y el Quijote, Goya, Galdós, Rosalía, Don Juan, Llull, Velázquez, El Greco y la picaresca. Están los caracteres que dotan de una fisionomía particular al español: el individualismo, el genio, el humor, la envidia, la soberbia, la hidalguía, el quietismo. Está el paisaje, la reflexión sobre la vida de los pueblos y la intrahistoria, basada en los modelos castellanos y también en su habla. Están las particularidades que distinguen la historia nacional: la romanización, el Islam, Santiago y la reconquista, el imperio. Finalmente, se encuentran reflexiones sobre elementos de la cultura popular, como la cocina y el toreo. La nómina de autores es extremadamente heterogénea. Junto a las figuras veneradas por el exilio, como Juan Ramón Jiménez, Manuel Azaña, Federico de Onís o Antonio Machado, las hay problemáticas, como Miguel de Unamuno, y otras casi tabú por su deslealtad con la República, como Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset o Ramón Pérez de Ayala.

En todo este afán por identificar la expresión singular de la nación, la tradición del Centro de Estudios Históricos de Madrid es una constante. En las enseñanzas de aquellos maestros se reconocen tanto Ángel del Río como Amado Alonso, quien se formó allí antes de, siendo aún muy joven, partir para Buenos Aires. La nómina de maestros compartidos –Onís, Castro, Navarro Tomás y, sobre todo, Menéndez Pidal– pone en la pista de una sensibilidad común expresada en modelos de aquello que, en el prólogo, se llamaba “ensayo crítico erudito”. Ya en la carta antes aludida, Del Río aludía a ello:

Lo de la marca de la casa –Centro– es algo que ha resultado sin proponérnoslo nosotros. En Menéndez Pidal elegimos los ensayos de tipo más general y, admitido, en pie de igualdad el estudio de tipo histórico interpretativo, es realmente el autor más importante después de Unamuno y Ortega. Los ensayos de Américo Castro y Federico de Onís van por su valor como tales y por representar temas importantes en la revisión que su generación ha hecho de la cultura española. El del Sr. Albornoz es bueno por el tema y su desarrollo (personalmente me es uno de los hombres menos simpáticos). T. Navarro Tomás no figuraba en la selección original. Después de leer El acento castellano pensamos que algún fragmento reunía las condiciones necesarias para entrar y añadía un tema interesante –el de la lengua misma.9

Más allá de la inclusión de estos nombres señeros del Centro de Estudios Históricos, hay en el discurso sobre la nación que emana de esta antología la intención de dar cohesión histórica a un pensamiento sobre España. Esta genealogía se manifiesta, como escribe Serrano Asenjo, en “(a) el rigor de la metodología científica y (b) su adhesión al idealismo” (Serrano Asenjo 2009, 183). Esta paradoja tan marcada entre positivismo e idealismo, que define en gran medida el pensamiento filosófico y científico español de las primeras décadas del siglo xx, se transfiere al exilio. Concretamente, a través de uno de los ángulos en los que la contradicción se hace más visible: el concepto de nación. Que España, en un momento de esplendor cultural, no supo resolver la paradoja entre un nacionalismo de corte cultural y uno de tipo cívico ha sido puesto de manifiesto por numerosos historiadores. En esa paradoja naufragaron Unamuno y Ortega y no ayudó en nada el esquematismo del método generacional.

Sea como fuere, Del Río y Benardete renuncian a interpretar las aportaciones contenidas en El concepto contemporáneo de España más allá del ejercicio de selección y ordenación que realizan. La Introducción y los bosquejos biográficos resultan insatisfactorios para quien busca en los antólogos un pensamiento crítico propio. Muy claramente, los autores se han mantenido en una prudente neutralidad que solo quiebran, relativamente, los últimos párrafos de la introducción, en los que se alude a los autores más jóvenes, nacidos en torno al cambio de siglo. Del Río y Benardete se formulan entonces algunas de las preguntas clave de su proyecto:

¿Qué ha habido de valioso y permanente y qué de arbitrario y accidental en esta indagación sobre el espíritu español? ¿Lograron los hombres de esta época dar unidad a su concepto de lo que España era y debía ser? ¿Trajeron con su inquietud una visión positiva capaz de producir el renacimiento que ellos buscaban o había en la raíz de su actitud, en su pesimismo radical y en su extranjerismo, en su incapacidad para llevar a la acción las verdades que predicaban, un principio disolvente que no pudo superar esa disociación histórica de las dos Españas y cortar, por lo tanto, el nudo gordiano de la decadencia haciendo posible la armonización de los elementos aún vivos de la tradición con unas ideas modernas capaces de hacerla entrar en un desarrollo creativo? ¿Logró toda esta crítica moderna alguna eficacia? (37)

Conclusiones

La formulación de estos problemas, en el contexto de la posguerra y el exilio, sitúa la lectura de esta antología en una posición de problematicidad respecto del pensamiento nacional de las décadas previas. Unos años antes, en 1943, también en Buenos Aires, se había publicado Antología siglo xx. Prosistas españoles. Semblanzas y comentarios, compilada por María de Maeztu. Era el número 330 de la colección Austral, entonces de la editorial Espasa-Calpe Argentina, que habían inaugurado en 1937 Gonzalo Losada y Guillermo de Torre, antes de marcharse de la editorial por presiones políticas y fundar su propio sello (Larraz 2018, 28-35). Ambos proyectos editoriales son extremadamente heterogéneos, por lo que cotejarlos resulta resbaladizo. La antología de Maeztu, mucho más reducida, tiene una intención escolar y el tema de España es abordado indirectamente, a través de dos secciones: una con ensayos dedicados a Don Quijote y el espíritu español y otra con fragmentos narrativos de autores de las primeras décadas del siglo. En total, se recogen textos de una decena de autores canónicos más o menos ortodoxos para el franquismo: Unamuno, Ramiro de Maeztu, Ortega, Azorín, Menéndez Pidal, Onís, Valle-Inclán, Baroja, Miró y Pérez de Ayala. Pero hay una diferencia ideológica fundamental que deriva, precisamente, en la ausencia de cuestionamientos que define la antología de Maeztu. Para ella, asentada en un escolasticismo a rajatabla, las definiciones estaban dadas de una vez para siempre y no era su objetivo problematizar ni pluralizar la esencia nacional.

La elaboración y publicación de El concepto contemporáneo de España refleja hasta qué punto el esfuerzo –consciente o inconsciente– de creación de una cultura en el exilio objetiva una voluntad de continuidad y, también, evidencia la prolongación de las aporías de aquel pensamiento. Las mismas paradojas que hacen laberíntico dar con una definición de España moderna se manifiestan ahora en el exilio a través, entre otros productos, de esta antología. Vista desde su perspectiva, la del exilio, la antología revela el fracaso de un proyecto, la definición de la nación española desde una óptica progresista y liberal. El fracaso, que arrojan este y otros documentos del exilio se corresponde con una serie de frustraciones que arrancan en el siglo anterior y que llegan a nuestros días. La enunciación de la voluntad de un nacionalismo basado en el modelo modernista de nación política no termina de depurarse de elementos esencialistas y, en definitiva, imposibilita un discurso que consista en una integración de partes en una voluntad superior. La obra de Del Río y Benardete no puede ser vista, hoy, como una reivindicación de los autores cuyas obras recogen, sino como el testimonio de un estado de conciencia histórico de cuyo laberinto, sin embargo, no se llegó a salir en el exilio, perdiéndose, una vez más, la oportunidad de confrontar otros nacionalismos premodernos.

La repercusión de este libro ha sido escasa. A comienzos de 1954, Del Río preguntaba a De Torre sobre una posible reimpresión y De Torre le respondía: “preguntaré en la Editorial por su Antología de ensayos a quien corresponda y haré que la manden los últimos estados para saber cuántos ejemplares quedan. Pero con el aumento fabuloso de los precios de impresión y la venta lenta de ese tipo de libros, no creo que Losada se reanime a imprimirla, aunque buena falta haría una edición que llegase hasta el día”10. Efectivamente, no se llegó nunca a reeditar. Sin embargo, su rescate, hoy, se hace preciso porque en los textos recogidos late un proyecto de nación posible –liberal, laica, republicana, democrática, plural– que la dictadura condenó a la invalidez histórica.

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Fecha de recepción 20.01.2023
Versión reelaborada: 18.07.2023
Fecha de aceptación: 15.08.2023

 

 

 


1 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 13 de marzo de 1939. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (17-18). Las cartas originales del archivo de Amado Alonso se conservan en la Universidad de Harvard. Para este trabajo se ha consultado la copia digitalizada que se encuentra en el Centro de Documentación de la Residencia de Estudiantes de Madrid.

2 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 28 de marzo de 1938. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (14).

3 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 11 de abril de 1939. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (19-22).

4 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 11 de abril de 1939. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (19-22).

5 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 11 de abril de 1939. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (19-22).

6 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 11 de abril de 1939. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (19-22).

7 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 11 de abril de 1939. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (19-22).

8 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 11 de abril de 1939. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (19-22).

9 Carta de Ángel del Río a Amado Alonso, 11 de abril de 1939. Archivo Amado Alonso, Residencia de Estudiantes, Rollo 3 (19-22).

10 Carta de Guillermo de Torre a Ángel del Río, 21 de enero de 1954. Fondo Guillermo de Torre, Biblioteca Nacional de España, 22829/39, 17/20.