DOI: 10.18441/ibam.24.2024.85.27-50

 

 

 

 

Archivo de la revuelta. Del despertar al museo virtual para el caso chileno

Archive of the Revolt: from Awakening to the Virtual Museum for the Chilean Case

Natalia Taccetta

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad de Buenos Aires/Universidad Nacional de las Artes, Argentina

ntaccetta@gmail.com
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-2063-1419

Entre imágenes nítidas y borrosas

“En Chile se abre un nuevo tiempo histórico”, sostuvo Mario Garcés, historiador y analista político chileno, haciendo un balance de la revuelta de octubre de 2019 al cumplirse un año de su estallido (AA.VV. 2021, 152). La frase alude, entre otras cosas, a la relación entre revuelta y tiempo histórico, que ha sido abordada desde múltiples perspectivas. Para un historiador como Furio Jesi, la revuelta implica, en efecto, una suspensión del tiempo histórico en la medida en que “instaura de golpe un tiempo en el cual todo lo que se cumple vale por sí mismo, independientemente de sus consecuencias y sus relaciones con el complejo de transitoriedad o de perennidad en el que consiste la historia” (Jesi 2014, 63). A diferencia de la revolución, inmersa en el tiempo histórico y motivada por el proyecto de refundar las instituciones, la revuelta propone una “diferente experiencia del tiempo” (Jesi 2014, 63),1 que se traduce en imágenes-destello de insumisión.

En octubre de 2019, estalla la revuelta en Chile, producto del hartazgo de años de ahogo a los sectores populares y décadas de ostentación de los sectores altos. Se trató de un levantamiento que, como propone Alejandra Castillo, se planteó en y desde las imágenes, que destilaron el cansancio acumulado y todos sus epifenómenos: “desbordaron rabia, descontento, alegría de encuentros, asambleas y propuestas, dejando sin efecto tres de las tesis socio-políticas con que la inteligencia crítica narraba la ‘apatía política’ popular” (2021, s. p.).

A partir del estallido de octubre, se fue configurando un archivo incansable de imágenes, que ya no puede pensarse sólo en los términos de una imaginación humanista en la que el archivo es “una herramienta social para el trabajo de la memoria colectiva” (Appadurai 2005, 129), sino que hay que asumir en su carácter de intervención y aceptar, entonces, que archivar implica un tipo particular de agenciamiento en el mundo contemporáneo de la imagen digital y sus flujos. En este sentido, como “la acumulación de documentos conlleva una manera de atesorar la historia de los acontecimientos” (Gómez-Moya 2012, 27), la revuelta actualiza incluso un modo de pensar la temporalidad y sus mediaciones.

Si se piensa el archivo en términos no metafóricos, rápidamente se llega a que se trata de una práctica de “memorización con capacidad administrativa” (Ernst 2018, 2), pero esta definición debe enfrentar hoy, como propone Wolfgang Ernst, el desafío digital de admitir que las memorias “están siendo reemplazadas por formas dinámicas y temporales de almacenamiento en los medios de transmisión” (2018, 2). De hecho, tal como se instaló en Chile, la revuelta no se desarrolló solo en las calles, sino que se multiplicó en las pantallas digitales que difundieron dos tipos de imágenes: las imágenes de la represión y la persecución política del Estado y las de los activismos y las performances artísticas. Las primeras, borrosas y urgentes, fueron capturadas, podría decirse, en el instante de riesgo, “pese a todo”, como diría Georges Didi-Huberman (2003), casi como capturas clandestinas. De ahí sus notas visibles: desprolijidad, desenfoque, poca nitidez. Las segundas, imágenes diáfanas y bien compuestas de la imaginación política, poblaron los portales artísticos e inauguraron archivos culturales de la revuelta sin los cuales sería imposible concebir el acontecimiento y sus fenómenos adyacentes.

Este archivo electrónico –potencialmente infinito–, capaz de restaurar “el profundo vínculo del archivo con la memoria popular y sus prácticas” (Appadurai 2005, 131), exige revisar la idea de agencia –pues las imágenes hicieron mucho– y posibilita la reflexión en torno a unas sociedades prostéticas que desnaturalizan formas tradicionales de explorar el lazo que une memoria, archivo y pueblo. Así pensado, el archivo es claramente un dispositivo memorial, pero es, de modo especial, “un instrumento para el refinamiento del deseo” (Appadurai 2005, 131), testigo vivo de las dislocaciones que produce.

A la luz de estas consideraciones, en las páginas que siguen, se explorará la relación entre archivo y revuelta a fin de descubrir la imbricación que la figura del despertar, vinculada históricamente al levantamiento político y reactualizada en la actualidad chilena, produce entre cuerpos, espacios y tiempos. Esto implica atender críticamente a las imágenes que circulan a fin de leer el contra-archivo que son capaces de instaurar y el modo en que la contemporaneidad configura nuevas estrategias de lectura. En esta dirección y asumiendo que el archivo puede ser considerado el régimen escópico de la actualidad, se vuelve pertinente indagar sobre el concepto de “museo virtual” de Griselda Pollock, quien propone una idea de virtualidad que no se agota en la literalidad del término, sino que implica asumir la dificultad que estos archivos encontrarían para ser efectivamente “curados”.

El archivo como régimen escópico

A partir de ciertas discusiones en el ámbito de la filosofía, los estudios de memoria y el arte, desde la segunda mitad de los años noventa, se instala en la teoría el denominado giro al archivo, que pretende problematizar tanto la intervención y acceso a archivos existentes como la articulación de colecciones nuevas, tanto para la conformación de relatos sobre el pasado como para la configuración del presente. Mucho se ha dicho desde entonces sobre los documentos, su localización, su democratización o inaccesibilidad, pero menos sobre la provocación que conlleva la revolución digital en torno a su domiciliación, organización y peligro. Los archivos y sus hipóstasis –usos, acumulación, organización, apropiación y abusos– se convierten, entonces, en una marca generativa de la actualidad y constituyen el marco que permite imaginar la capacidad de transformación de las imágenes y documentos que contienen. Como el viejo archivista cubierto de polvo en los archivos tradicionales, el archivista digital no olvida que opera con los arcana imperii, documentos de algún modo ligados al poder y las instituciones, pero sabe también que el archivo no cuenta historias, sino que “solo las narraciones secundarias dan coherencia significativa a sus elementos discontinuos” (Ernst 2018, 4).

En su libro Adicta imagen (2020), Alejandra Castillo propone que el régimen escópico contemporáneo, es decir, el dominio visual que regula visibilidad e invisibilidad, exige considerar el archivo complejo que organiza el presente. Si se acepta que los acontecimientos ya no ocurren solamente “en la realidad” sino que se multiplican exponencialmente en nuestras pantallas, hay que asumir que se asiste a un régimen escópico espectacular de algo que Castillo llama “acoplamiento video-movimiento” (Castillo 2020, 32). La visión sobre estos acoplamientos como constitutivos del espectáculo que produce la vida permite pensar el archivo –que constituye subjetividades y configura relatos y representaciones– como vector privilegiado para analizar fenómenos o períodos de tiempo. En este sentido, la omnipresencia actual de la imagen en general y la virtualidad en particular exigen modificar las consideraciones tradicionales sobre los intercambios y las producciones sociales, pues en su centro está ahora la imagen y constituye una fuente de valor ineludible. Naturalmente, el archivo actual está atravesado y dominado por las pantallas que todo lo atrapan, procesan y consumen. De ahí la exigencia de “transformar el régimen escópico que organiza nuestro presente” (Castillo 2020, 13), volver sobre el archivo que lo constituye y aceptar también que ya no es posible pensar los cuerpos, los hechos y procesos sino en torno a una economía política de la imagen en el archivo.

Desde una perspectiva que ha revisado en las últimas tres décadas su relación con la historia, la memoria y el psicoanálisis, el archivo puede ser, entonces, concebido como el marco adecuado para evaluar la aparición de imágenes en el ámbito público que, como se ha insinuado, conlleva la administración de los deseos que yacen detrás de ellas. La dimensión pública de las imágenes implica, naturalmente, la consideración de lo que hacen los medios, pero también el modo en que las herramientas actuales favorecen la intervención de los individuos. Así, no es posible concebir lo público como tradicionalmente se hacía a partir de la separación entre lo privado y lo social, pues “no solo ya no se opone a la imaginación, digamos así, individual o ‘privada’, sino que la constituye” (Antelo 2015, 378). Es decir, ahora todo aquello que se piensa como público está fuera y dentro de la acumulación privada.

Es, precisamente, una consideración sobre el archivo de estas características la que habilita reflexionar sobre el modo en que las imágenes contemporáneas, como las de la revuelta chilena o los levantamientos feministas en todo el mundo, producen una efectiva alteración del archivo, que exige leerlo de otro modo, intervenir con otras herramientas y asumir la tarea de analizar sus consecuencias. Precisamente, en un momento en el que la imagen es permanente y difusa al mismo tiempo, los límites de la espacio-temporalidad y la política son los del archivo que las constituye; en definitiva, los límites de lo posible de ser visto.

La narración de la revuelta chilena se vincula inexorablemente a las técnicas y dispositivos de imágenes que desplegaron la visibilidad de ciertos cuerpos –mayormente ausentes de las pantallas hasta entonces– “dotándolos de imagen y voz” (Castillo 2020, 47). Si el archivo decimonónico era fundamentalmente el de las imágenes dominantes –mecánica propia del privilegio epistémico y hermenéutico de las grandes instituciones–, el archivo de la revuelta –digital, tecnológico, plebeyo– hace aparecer un archivo subalterno.

Al hacer visibles unos cuerpos nuevos, el archivo de la revuelta corrió el velo de ciertas “zonas ciegas” (Castillo 2020, 55), pues dio vida a una imagen sistemáticamente obliterada. Su forma ya no era la del escorzo, sino la de la ocupación total. Si como propone Castillo, “un archivo establece un orden de dominancia que determina lo posible e imposible para un cuerpo” (Castillo 2020, 55), la revuelta redobló la apuesta y con los cuerpos emergieron sus tiempos y modulaciones, series temporales múltiples que convergieron en la inmediatez. Así, el archivo de la revuelta instauró una crítica del instante que volvió evidente que la cronología y la linealidad, “recursos útiles para reforzar el orden hegemónico que el archivo despliega” (Castillo 2020, 55), eran ahora herramientas ineficientes para el estallido como acontecimiento. Ineficaces, al mismo tiempo, para dar cuenta de un archivo corpo-político que hace aparecer a los cuerpos como modo de resistencia “ante la sedimentación de interpretaciones hegemónicas y monolingüísticas del pasado” (Barriendos 2012, 132).

La revuelta instaló la diferencia, el hiato. Para ser mínimamente fiel a esto, el archivo debía captar esta síntesis problemática entre explosión y sucesión, entre cesura y diacronía. Alejado del orden de la topología, la ley del archivo de la revuelta no era la del comienzo sino la de la dislocación, no era el nomos, sino la extensión y la apertura. La revuelta instaló una transformación del archivo, que, ya no siendo la ley de lo que puede ser dicho, fue la ley de la aparición infinita, de la posibilidad inédita de nuevas imágenes convirtiéndose en el único linde de la temporalidad y en la política del levantamiento. El archivo digital de la revuelta se convirtió en la exposición de esta no-imagen, de la imagen negada por el neoliberalismo que emergió entonces con toda potencia.

Históricamente, el archivo y el museo se han considerado como máquinas temporales en las que se enlaza trabajo, tiempo, tecnología. Precisamente, la visualidad total de la actualidad necesita un archivo que organice y administre sus imágenes, pero se trata de una administración basada en la contingencia y la movilidad, en la que el cuerpo es, como propone José Luis Brea, una e-image que se da “en condiciones de flotación, bajo la prefiguración del puro fantasma” (Brea 2012, 57). Lo fantasmal se vincula a la fugacidad, a que el archivo digital parece ser “falto de duración”. De ahí que la figura del fantasma impacta directamente en la imagen digital, pues esta ya no es solo imagen sin tiempo en el limbo de las redes, sino una imagen-tiempo “en el sentido de que su paso por el mundo es, necesariamente, fugaz, contingente” (Brea 2012, 57). Las “imágenes pobres” del archivo digital de la revuelta son, entonces, como podría pensarse a partir de Hito Steyerl (2014,33), “copia en movimiento” de las que no solo no tiene sentido preguntarse por el original y sus propiedades, sino que las articula la lógica de la intermitencia. Son fantasmas de imagen y sin origen, la evidencia de una condición afectiva propia de la contemporaneidad.

No obstante, la fugacidad que caracteriza a estas figuraciones no obtura su fuerza de transformación. El archivo digital debe pensarse en relación con nuevos desafíos y en términos de nuevas formas de comunicación. Consciente de sus articulaciones con las tecnologías y de la “heterogeneidad de agenciamientos maquínicos que esto conlleva” (Tello 2018, 49), el archivo digital de la revuelta no reclama eternidad, sino una inmediatez que se comprende mejor en los términos de un tiempo-ahora, un tiempo pleno como el que imaginaba Walter Benjamin (2002) cuando pensaba profanamente el mesianismo revolucionario en los años 1930, un tiempo kairológico de la oportunidad como crítica del instante y de la historia.

Revuelta y museo virtual

En un artículo llamado “Poéticas tecnológicas y pulsión de archivo”, Flavia Costa propone que “cada intervención de ‘archivo’, incluida la curaduría, aparece como efecto de la creciente necesidad por parte del arte contemporáneo de criterios de legibilidad y puntos de anclaje” (Costa 2012, 107). Estos se vuelven muy problemáticos cuando se piensa el archivo de la revuelta, pues la legibilidad y la visibilidad del archivo no están subsumidas a relatos curatoriales, sino a las voluntades políticas y astucias populares que determinan tanto el acto de ver como la decisión de mostrar.

Así como el museo propone recorridos más o menos ortodoxos respecto de lo posible de ser exhibido, el archivo de la revuelta ofrece una pluralidad sincrónica, un estallido que impacta en múltiples direcciones de la visibilidad. La imagen contemporánea y su ocupación total de la vida exige lo que con Joaquín Barriendos podría llamarse una “museografía crítica”, atenta al “valor material, económico y simbólico de su acervo documental” (Barriendos 2012, 135) en el museo; cuidadosa de la potencia política de las formas en el archivo móvil de la virtualidad digital.

Desde la historia feminista del arte, Griselda Pollock se concentra en las relaciones entre tiempo, espacio y archivo para pensar lo que denomina “intervenciones feministas” en la historia, convencida de que la historia del arte exige ser repensada a partir de ellas para descubrir las operaciones del patriarcado y la heteronorma en la constitución de la mirada de y sobre artistas y espectadores. En este sentido, asume que la historia debe ser de algún modo reescrita atendiendo a los vacíos y silenciamientos del punto de vista hegemónico del varón blanco. Esto es, hacerle espacio a voces alternativas en los museos, revisar el modo en que se propone la función de las mujeres en el ámbito del arte como artistas, espectadoras y sujetos representados, en definitiva, reorganizar el archivo. Sin embargo, la autora parte de la constatación de que esta operación es improbable cuando no imposible y que esta reescritura se vincula más con voluntades políticas que con buenas intenciones. Las decisiones estéticas son inexorablemente políticas y es precisamente el “museo virtual” el que puede dar tiempo, espacio y cuerpo a una realidad compleja. Pues pedir que se considere a las mujeres de otro modo, “no solo cambia lo que se estudia y lo que se vuelve relevante investigar, sino que también cuestiona en el plano político a las disciplinas existentes” (Pollock 2013, 19).

Esta curaduría alternativa parte de la idea de que un museo virtual puede ser un espacio imaginario en el que “muchas representaciones e imágenes conviven en proximidad en un archivo expandido a través del tiempo y del espacio provocando otras resonancias y abriendo trayectorias inesperadas a través del archivo de la imagen en el tiempo y el espacio” (Pollock 2010, 52). Esta definición de museo virtual implica de algún modo una consideración irónica en torno a la virtualidad, pues no se trata de un museo internauta, sino de “un museo que nunca podrá ser real” (Pollock 2010, 53) en sentido fuerte, pues el carácter virtual o imaginario de su museo feminista se vincula en Pollock a la falta de voluntad política para la concreción de ciertos archivos.

Dicho esto, si se piensa en el museo virtual de la revuelta chilena ha de tenerse presente que en efecto se trata de un museo que se materializa en las redes y se vuelve visible en los pasajes veloces de la viralización. En efecto, a diferencia de la consideración tradicional en torno a las pantallas como las formas “más extremas de dominación neocolonial, tecnológica y subjetiva” (Preciado 2019, 9), la poiesis de futuro que concibe Pollock cuando piensa la virtualidad de su museo, adquiere en torno a las imágenes de la revuelta de octubre el carácter de un presentismo inapelable y la fuerza de su ocupación como prerrogativa propiamente subalterna. Las imágenes ocuparon las redes desafiando la “zona ciega” de los medios oficiales.

El museo de la revuelta encarna una narración sobre los hechos que se vincula menos con la correspondencia de los datos y las fechas que con la liberación de los deseos de levantamiento y la necesidad de testimoniar a una velocidad que, como podría desear Walter Benjamin, sea inapropiable por parte del fascismo. En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, el autor alemán proponía que, frente a las nuevas tecnologías ya instaladas en los años 1930 –la fotografía y el cine– no había que lamentar el advenimiento de la copia y la decadencia de la idea misma de original, sino pensar sus potencialidades para generar técnicas, imágenes y hasta lenguajes que el fascismo –entonces reinante– no pudiera fagocitar como todo lo demás (Benjamin 2012). El archivo de la revuelta se enfrenta a un desafío similar si se piensa que los flujos digitales marcan la lógica capitalista actual, de modo que administrar un archivo, instalar una imagen que pueda detenerse para ser mirada y se convierta en icono de un acontecimiento conlleva un enorme combate.

Las imágenes de la revuelta no cumplen con los mismos protocolos que las obras de arte a las que refiere Pollock en su “museo virtual”, pero sí exigen ser leídas como prácticas culturales “que negocian significados conformados por la historia y el inconsciente” (Pollock 2010, 54). La lectura de la que se habla aquí no conlleva un ejercicio de traducción, sino la atención a los efectos de la conjunción de espacio, forma, color, materialidad y capacidad para interpelar. Las imágenes del octubre chileno no exigen una decodificación uno a uno, sino el desciframiento por niveles a través de procesos y afectos. En términos de Suely Rolnik, una legibilidad que haga posible la “reapropiación de la fuerza vital” (2019, 20), como respuesta a la expropiación permanente a la que somete el neoliberalismo “colonial capitalístico”. Lo que esta autora considera una “apropiación del derecho a la vida” (2019, 20) está encarnado también en el archivo que construye el acontecimiento en las redes y las agencias de noticias alternativas.

De modo que, así como el museo feminista virtual de Pollock “persigue crear un espacio feminista de encuentro basado en las innovaciones de la teoría” (2010, 55), el museo virtual de la revuelta demanda la atención a los ritmos de su fluidez y a la velocidad de sus derrames para la configuración de un contra-museo que utiliza la “esencia” del museo, esto es, el encuentro entre y con las imágenes para la producción de una o más linealidades. Para ello, las referencias que sigue Pollock siguen funcionando. Por un lado, la alusión a la sala de consulta de Sigmund Freud, un lugar repleto de imágenes en el que el psicoanalista escuchaba las ocurrencias de sus pacientes. Por otro lado, Aby Warburg con su Mnemosyne, un atlas de la memoria en el que la persistencia de las imágenes implica una consideración específica sobre la historia y un desafío a la cronología y los criterios tradicionales de la historia del arte para desvelar lo que Agamben reconoció en Warburg como una “ciencia sin nombre” (Agamben 2007, 157-159). En esta, las imágenes funcionan como fórmulas patéticas, formas de sentimientos que se convocan unas a otras y expresan la memoria cultural “de aquellas emociones que agitan de manera más profunda a los sujetos humanos” (Pollock 2010, 57).

A partir de estas dos referencias derivan modelos que posibilitan pensar contra-historias o la expresión de contra-movimientos que den cuenta, por ejemplo, del tiempo de la revuelta. Para ambos pensadores –Freud y Warburg en la lectura de Pollock– la imagen funciona como mediación entre la historia y la individualidad, entre la política y la emoción, pero no como términos dicotómicos, tal como la tradición los había concebido. Entre esas imágenes se conforma un archivo fundamental para nuestra comprensión de la historia. Un archivo inaccesible en su totalidad, pero siempre operante, que demanda una lectura abierta al estallido, manifestación que se vuelve aún más evidente en la racionalidad con la que las imágenes circulan en los medios digitales.

Si el museo es, históricamente, el centro del que emergen la producción y diseminación de un tipo específico de conocimiento sobre la historia, el museo virtual enfrenta a la necesidad de encontrar nuevas retóricas que den cuenta de una temporalidad compleja como la presente, pues la historia ya no puede ser considerada a la luz de rasgos decimonónicos. Otras anacronías se vuelven necesarias para dar el tempo de lo contemporáneo, lejos de las linealidades y el tiempo del progreso. En efecto, Boris Groys sostiene que “la digitalización de la imagen fue inicialmente pensada como una manera de escapar del museo o, en general, de cualquier espacio de exhibición para liberar la imagen” (Groys 2012, 13). Así, es posible sostener que las “imágenes digitales” son “imágenes genuinamente fuertes” (Groys 2012, 14), capaces de presentarse a sí mismas e intervenir sobre el modo en que se percibe el presente.

El archivo que se caracteriza con estos rasgos es una máquina de memoria, pero no se confunde con ella: se instituye en “un juego de latencia y de actualización de datos, retenciones y protensiones del presente” (Ernst 2018, 8). Dentro del régimen digital, todos los datos pasan a estar sujetos al procesamiento en tiempo real y el tiempo del pasado se vuelve una delusión. De ahí que en el espacio cibernético, “la noción de archivo ya se ha convertido en una metáfora anacronista y obstaculizadora” (Ernst 2018, 8) que hay que pensar en términos de una geometrización del espacio-tiempo y de la preeminencia de la transferencia constante. Sin embargo, es innegable que, además de su cualidad “arcóntica” (Derrida 1995, 32-35), Internet genera “una nueva cultura de la memoria” (Ernst 2018, 8) en la que lo virtual y lo actual se han vuelto inescindibles (Deleuze 1996, 177-178).

A la luz de estas consideraciones, se vuelve evidente que cuestionar y repensar las políticas de archivo en diálogo con una institución como el museo implica atender a las consecuencias políticas y epistémicas de hacer manifiesto que son dispositivos sociales, situados, transidos por “imaginarios archivísticos” (Barriendos 2012, 131) plagados de deseos de transmisión, de memorias y olvidos. En este sentido, el museo virtual de la revuelta chilena podría asimismo aplicar a la liberación del deseo que tematiza Suely Rolnik cuando caracteriza a la insurrección, en tanto interrupción de “la sumisión a las tóxicas categorías dominantes” (Rolnik 2019, 20).

Para imaginar un museo virtual de la revuelta chilena, hay que partir de una idea polisémica de la virtualidad. Virtualidad como improbable por falta de decisión política como sostiene Pollock; virtualidad en términos de la realidad de la imagen histórica contemporánea, que navega más o menos intervenida por los medios y agencias hegemónicas para arrojar su mayor crueldad en el ámbito viral. Si Pollock busca con su museo virtual recursos teóricos y modelos para contra-movimientos feministas en el arte con los que combatir las “narrativas falocéntricas y heroico nacionalistas” (Pollock 2010, 57), el museo virtual de la revuelta debe vérselas con las discursividades neoliberales que intentan siempre apagar sus potencias de insurgencia.

En esta lógica en la que el original –el archivo-imagen– es para Groys (2012) invisible, aparece la figura del curador que es, además, un hermeneuta aplicado, que vuelve visible lo desaparecido. Una suerte de curador digital podría verse como quien ofrece un marco destinado a desmarcarse. Contra la inmovilización de la imagen en el museo, el museo virtual propone dinamismo, contra la inalterable relación entre imágenes en la exposición tradicional, el museo virtual libera los nexos entre ellas destinándolas a un proceso autopoiético, proponiendo una estética de lo inestable y lo marginal. El museo virtual sería, entonces, un archivo de restos, no sólo de huellas del pasado, sino de trazas de un presente que hay que organizar permanentemente en imágenes.

La revuelta de Chile provocó la aparición de los cuerpos en el espacio público enarbolando la bandera del despertar. Esta se tradujo en figuras, en formas, en Pathosformel que obligan a la reflexión sobre el modo en que la revuelta demanda al archivo contemporáneo y cómo este interroga a la historia. Entre ellas, yacen las temporalidades subjetivas que no se conforman con las cronologías, sino que, atravesadas por la experiencia de la resistencia y el levantamiento, implican el ritmo de la interrupción.

Imágenes de un archivo insurgente

El principio arcóntico del museo virtual de la revuelta podría definirse como un desplazamiento: el que va de las lágrimas a las armas. Tal como propone Georges Didi-Huberman (2017, 23-24) en uno de sus últimos libros, la revuelta expresa un momento de empoderamiento que se había postergado y, en el Chile de 2019, expresó y alimentó la rabia que generaba el aumento de las tarifas de metro y del sistema de buses, que se entendió como una embestida inaceptable contra la “precaria y endeudada clase trabajadora chilena” (AA. VV. 2021, 9).

La virtualidad cobró un papel preponderante, pues el fastidio se transformó rápidamente en la convocatoria a través de las redes sociales a concentrarse en algunas estaciones de metro para saltar los molinetes. La virtualidad estaba en el germen mismo de la revuelta aunque la consigna principal era ocupar la calle. Pero la virtualidad en algo así como el archivo de la revuelta recoge también el tinte de imposible que tiene en Pollock por su carácter de infinito, inabarcable y fluctuante. Las imágenes de un archivo virtual posible sobre la revuelta que se presentan a continuación confían relativamente en la cronología como un principio expositivo con la consciencia de que su aparición es simultánea, sincrónica, de procedencias diversas y circulación incalculable. Su pulso no es el ritmo de la historia tradicional, sino la emisión anacrónica de la fugacidad que caracteriza las redes sociales y las plataformas alternativas de información. Su aparición aquí es un corte transversal que apenas refleja los flujos convergentes.

Figura 1. Fotografía tomada por Pablo Sanhueza el 2 de diciembre de 2019 (gentileza del fotógrafo).

La revuelta comienza con gestos de desconsuelo que no fueron fotografiados, pero su marca más visible quedó unida a la de los estudiantes saltando los molinetes del metro (Figura 1).

A diferencia de lo que sostuvo el ex presidente del Directorio del Metro en un canal de noticias, en el que aseguraba que “el chileno es bastante más civilizado” y que la convocatoria a levantarse “no prendió ni siquiera en Twitter”, cada vez más gente empezó a unirse a las protestas desde el 7 de octubre de 2019. El descontento y las evasiones se viralizaron y son sus propias imágenes las que, como tal vez hubiera querido Aby Warburg, van convocando a otras, consiguiendo que en pocos días el descontento sea general hasta estallar con claridad diez días después.

Figura 2. Fotografía tomada por la Agencia Télam en octubre de 2019 (gentileza de Agencia Télam).

A partir de entonces, las redes sociales y medios de todo el mundo comienzan a configurar el archivo de la revuelta inaugurando frente al hartazgo un tipo de celebración que se ha vuelto evidente. Naturalmente, la reacción fue rápida y violenta e, invocando la ley de Seguridad del Estado, el gobierno de Sebastián Piñera anunció las querellas que se iniciarían contra los manifestantes. Se cierra el sistema de metro y la población toma las calles, se inician los saqueos, las concentraciones y los estallidos en diversas esquinas. El aumento del pasaje se suspende demasiado tarde, pues la revuelta ya no tiene marcha atrás.

Comienzan a imponerse en las imágenes los lemas que encarnan el malestar chileno desde la transición democrática: “No son treinta pesos, son treinta años”, “Nos deben 30 años”, “No volveremos a la normalidad porque la normalidad es el problema”, “No era depresión, era capitalismo”, “Hasta que la dignidad sea costumbre”, “No es sequía, es saqueo”, entre otras. Una de estas se destaca y en ella radica el decurso de la revuelta: “Chile despertó” (Figuras 3, 4 y 5).

Figura 3. Fotografía tomada por la Agencia Télam en octubre de 2019 (gentileza de Agencia Télam).
Figura 4. “Días de indignación”, fotografía tomada por Paulo Slachevsky el 4 de noviembre de 2019 (gentileza del fotógrafo).
Figura 5. “Días de indignación”, fotografía tomada por Paulo Slachevsky el 22 de octubre de 2019 (gentileza del fotógrafo).

El toque de queda intenta frenar los disturbios, pero el recuerdo de la excepcionalidad durante la dictadura no consigue evitar que la población ocupe las calles nuevamente y que las protestas adquieran nuevas formas. El archivo oficial de estos días incluye frases memorables como “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso” (Piñera) o “Es como una invasión extranjera, alienígena”, audio de la primera dama chilena, Cecilia Morel, que se viraliza rápidamente. La lógica de la guerra se instala y los edificios públicos tiemblan, mientras va creciendo un descontento que marcará un antes y un después en la historia chilena y latinoamericana.

Figura 6. “Por una vida digna”, fotografía tomada por Paulo Slachevsky el 25 de octubre de 2019 (gentileza del fotógrafo).

La acción represiva sigue una escalada desproporcionada materializándose en “rifles antidisturbio, bombas lacrimógenas, tanquetas y carros hidrantes” (AA. VV. 2021, 14) sobre todo en la plaza de la Dignidad, que se ha vuelto campo de batalla. El Estado chileno se ha convertido en enemigo del pueblo y sus reclamos y la revuelta parecen no tener jefe ni fin. Se trata de una inteligencia colectiva que se traduce en imágenes que pueblan las pantallas hasta que se desempolva un viejo proyecto constituyente.

Figura 7. Fotografía tomada por Javier López en la ciudad de Valparaíso, Chile, en el marco de las VI Jornadas Internacionales de Problemas Latinoamericanos en 2019 (gentileza del fotógrafo).
Figura 8. Fotografía tomada por Javier López en la ciudad de Valparaíso, Chile, en el marco de las VI Jornadas Internacionales de Problemas Latinoamericanos en 2019 (gentileza del fotógrafo).
Figura 9. “Plaza de la Dignidad”, fotografía tomada por Paulo Slachevsky el 15 de noviembre de 2019 (gentileza del fotógrafo).

Al grito del despertar, millones de personas se movilizan en todo el país para el 25 de octubre volviendo innegable la confirmación de un sujeto político inclasificable que está abriendo la historia chilena. No son solo los estudiantes ni el movimiento feminista, no es un ejército de encapuchados, ni el movimiento ambientalista. “Son todos ellos y ninguno a la vez” (AA .VV. 2021, 15). En el reclamo feminista, ciertamente, convergieron gran parte de las intensidades de la revuelta. La performance “Un violador en tu camino” del colectivo artístico y activista LASTESIS “le da un himno feminista a la revuelta” (AA. VV. 2021, 89) volviendo evidente el miedo con el que viven las mujeres chilenas a causa del patriarcado y sus hipóstasis, también síntomas de un tiempo que no se cuestiona a sí mismo. Los abusos neoliberales se unieron en las calles a los desastres de la violencia patriarcal articulando nuevos eslóganes para la revuelta.

Figura 10. Fotografía tomada por el colectivo LASTESIS en Valparaíso, Chile, el 20 de noviembre de 2019 (gentileza del colectivo LASTESIS).
Figura 11. Fotografía tomada por el colectivo LASTESIS en Valparaíso, Chile, el 20 de noviembre de 2019 (gentileza del colectivo LASTESIS).
Figura 12. Miembros del colectivo “Cueca sola” realizan una protesta en la explanada de la estación de metro Baquedano portando las fotografías con los rostros de personas asesinadas durante la revuelta chilena en noviembre de 2019. Fotografía de Fernando Lavoz (gentileza del fotógrafo).
Figura 13. Marcha del silencio por las víctimas de violencia policial y los traumas oculares durante el estallido social en Chile. Fotografía tomada por Sofía Yanjarí el 1º de noviembre de 2019 (gentileza de la fotógrafa).

El estallido de una nueva imaginación política recaló en una disputa generalizada por el espacio público y su ocupación, pero también por la justicia exigida al gobierno neoliberal que cegaba para siempre a cientos de manifestantes en sus avanzadas represivas. También vendrán los santos profanos, como el “Negro matapacos”; la lucha por la nueva Constitución; la regeneración del lazo entre política y sociedad; la organización plurinacional de la protesta; la articulación de fuerzas destituyentes junto con la fantasía de nuevas instituciones; los reclamos por los crímenes de la represión y la solución para los presos políticos de la revuelta. Estas últimas, imágenes que parecen no tener un tiempo preciso, sino que sobreviven incansablemente recordando el carácter inherentemente violento del neoliberalismo desde los años noventa.

Figura 14. Monumento en la plaza Italia fotografiado por Francisco Ubilla (gentileza del fotógrafo).
Figura 15. “Los ojos del pueblo”, fotografía tomada por Paulo Slachevsky el 10 de diciembre de 2019 (gentileza del fotógrafo).
Figura 16. “Movilizaciones en el Centro”, fotografía tomada por Paulo Slachevsky el 17 de enero de 2020 (gentileza del fotógrafo).
Figura 17. “Por una vida digna”, fotografía tomada por Paulo Slachevsky el 25 de octubre de 2019 (gentileza del fotógrafo).
Figura 18. Fotografía tomada por Mario Téllez circa 2012 (gentileza del fotógrafo).
Figura 19. Fotografía tomada por Alberto Valdés para la Agencia EFE durante la revuelta chilena de 2019 (gentileza del fotógrafo).

Estas imágenes configuran un archivo virtual posible sobre la revuelta recordando permanentemente que no hay recorte que abarque el acontecimiento ni dispositivo que lo complete. Así es precisamente el tiempo del archivo contemporáneo, fragmentario, escorzado y cambiante.

Entre deseo y desobediencia

En su transitado y célebre Libro de los pasajes, iniciado en 1927 e inconcluso al momento de su muerte en 1940, Walter Benjamin tematizaba el despertar (Erwachen) y lo convertía en un paradigma del conocimiento de la historia y el tiempo, pues no se podía conocer una época sin ser consciente de sus despertares. Era para Benjamin un “ahora de la cognoscibilidad”. Y a este ahora como momento del despertar correspondía lo que problematizó tardíamente y llamó “imagen dialéctica”, a la que definió como “fenómeno originario de la historia” (Benjamin 2007, 865-876). El despertar sería, entonces, la forma misma de poner en funcionamiento la historia materialista, con capacidad para experimentar lo que la vigilia oprime y para correr el velo de la represión en los sueños. Para Didi-Huberman, voraz lector de Benjamin en toda su obra, el despertar sería, de este modo, un “levantamiento del tiempo y de la psique conjuntamente” (Didi-Huberman 2020, 376), tal vez fantaseando, como la revuelta chilena, con la dilución total de la línea que divide la vida real de la imaginada.

Las imágenes son originariamente dialécticas para Benjamin y surgen como síntoma para Didi-Huberman. En los dos casos, albergan la potencia crítica del despertar que pone en crisis el sueño y vuelve evidente el síntoma. De esta dupla de forma y transformación está hecho el museo virtual de la revuelta, con sus despertares y desgarros, con sus procesiones y sueños en un tiempo del estallido que implica una lectura atenta de sus indicios e imágenes. Indicios que navegan –o naufragan– por los caminos inquietos de internet y sus hipóstasis.

“¿Qué nos levanta?”, se pregunta Didi-Huberman en el primer libro de su última serie (Lo que nos levanta). El fuego, las fuerzas, lo colectivo, la energía, parecen ser respuestas posibles que advienen cuando una pérdida se ha hecho evidente. La revuelta halla su arcano fundamental en un gesto que transforma los cuerpos y los obliga a la reunión, aun cuando muchas veces la mueca de levantarse sea la última prerrogativa de los “vencidos”. No obstante, se trata para Didi-Huberman de un impoder que deviene acto e instala una apertura como crítica inédita.

“El tiempo de la revuelta será, pues, el tiempo de un presente deseante, de un presente proyectado, puesto en movimiento hacia el futuro por el gesto mismo del giro de 180 grados” (Didi-Huberman 2020, 51). El montaje imposible del museo virtual de la revuelta expresa, precisamente, un nuevo umbral como tiempo del deseo mientras las imágenes fugaces de la viralidad dejan abierto el camino para el murmullo de los pueblos desesperados. Si la revuelta es imparable cuando el miedo es vencido por la urgencia, el museo virtual exhibe la imagen-coraje después de la imagen-hartazgo y es un dispositivo que alberga la potencia en movimiento de un ensamble perpetuo de tiempo-ahora que performa contra-archivos constantes.

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Fecha de recepción: 30.05.2022
Versión reelaborada: 02.01.2023
Fecha de aceptación: 27.06.2023

 

 

 


1 Sobre el tema, véase Villalobos-Ruminott (2018).