DOI: 10.18441/ibam.24.2024.85.51-67
Mariano Veliz
Universidad de Buenos Aires, Argentina
marianoveliz@gmail.com
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-3938-3622
La detención de Augusto Pinochet en Londres en 1998 propulsó la aparición de memorias que habían quedado soterradas en el marco del consenso impulsado por los gobiernos de la Concertación en la postdictadura chilena. La captura del antiguo dictador y senador vitalicio extremó la batalla por el sentido del pasado reciente y fomentó la proliferación de relatos disidentes sobre la dictadura. En contraposición con el modelo de la reconciliación nacional que se había instaurado en los primeros años de la transición democrática, defendido desde el ascenso al poder de Patricio Aylwin en 1990 con el presunto propósito de superar los antagonismos políticos del pasado, el arresto de Pinochet propició la irrupción de esos otros relatos y experiencias. En el contexto del decretado apaciguamiento del recuerdo y la compulsión al olvido, la apertura de estas memorias disruptivas puso en crisis la memoria oficial que buscó sosegar la historia y desmentir las batallas de interpretación sobre el pasado en discordia.
En ese marco, el cine documental pudo amplificar las denuncias de las violaciones de los derechos humanos y gestar una política de la escucha atenta a los discursos reprimidos de las víctimas del terrorismo de Estado. Ante las múltiples omisiones operadas por el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Informe Rettig), el documentalismo devino un territorio prioritario para dar cuenta no solo de las violencias padecidas, sino del valor experiencial de los testimonios y de su relevancia subjetiva y política. Sin embargo, a este redescubrimiento de la potencia memorística e ideológica de la palabra se sumó, como alternativa estético-política, la construcción de diversos retratos sobre la figura de Pinochet. En Chile se había organizado, al igual que en el resto de los regímenes sostenidos en el culto a la personalidad, una retratísica del líder. En la alternancia de las imágenes circulantes en la prensa oficialista y las construidas por los artistas adeptos al gobierno de facto se había configurado el retrato marcial, potente, celebratorio y plagado de condecoraciones e insignias del dictador. Ante esta imagen, el documentalismo chileno exploró, desde comienzos del siglo xxi, nuevos modos de construcción de sus retratos. En I Love Pinochet (Marcela Said, 2001) y El caso Pinochet (Patricio Guzmán, 2001) se proponen intervenciones sobre diferentes archivos para favorecer la aparición de retratos infamantes del ex dictador.
La aparición de estos documentales coincide con el surgimiento del impulso archivista que Hal Foster (2017, 41) ubica en torno al año 2000. Si a Foster le interesa pensar el arte que recupera los archivos marginales de la historia, aquellos que quedaron ocultos o silenciados, también se refiere a aquellas obras que intervienen sobre archivos que tuvieron una circulación masiva en los medios. En esta dirección, los dos documentales mencionados se apropian de imágenes y sonidos de la prensa gráfica y televisiva (junto con los procedentes de los archivos personales y familiares), para revertir, ampliar o problematizar los sentidos asignados en su primera circulación. Así, el devenir archivero del documentalista requiere gestionar estrategias para revivir ese material reificado por la frecuencia de sus exhibiciones. Las diferentes operaciones de montaje puestas en juego responden, en estos casos, a matrices de citas y yuxtaposiciones que alteran o redirigen el sentido inaugural del archivo y profanan, de este modo, a la autoridad que lo formó y reguló.
En esta dirección, resulta necesario interrogar cuál es la legibilidad que se le atribuye, o se construye en torno, al archivo. Esta búsqueda redunda en un cuestionamiento de su presunta transparencia y de la confianza en que es posible restaurar un sentido pleno de la historia a través del contacto con los documentos, imágenes o sonidos archivados. En I Love Pinochet y El caso Pinochet, los ejercicios sobre el archivo se orientan a poner en crisis los modos nítidos de recomposición de la memoria y a priorizar aquellos acercamientos que se tejen alrededor de los vacíos, los fragmentos, los retazos polémicos de la memoria. Andrea Giunta precisa que las intervenciones sobre los archivos implementadas por el arte contemporáneo latinoamericano suelen concebirse como prácticas de reescritura de la historia. En ellas, interesa pensar cuáles son las políticas de conocimiento que se desprenden de los trabajos estético-políticos sobre el archivo (2010, 34). En un campo de preocupaciones cercanas, Wolfgang Ernst (2018) propone, en su arqueología de los medios, que los archivos mediáticos, aquellas imágenes y sonidos que efectivamente circularon, no detentan un carácter narrativo. En su argumentación, el sentido que se construye a su alrededor resulta siempre exterior al archivo. Según Ernst, “quien lee coherencia personal en papeles de archivo realiza ficción y les da sentido a letras muertas en el modo de la prosopopeya retórica (nombrando a las cosas muertas como si estuvieran vivas)” (2018, 4). Los archivos se articulan alrededor de los espacios en blanco existentes entre los datos y las lagunas instaladas entre los documentos. Las intervenciones sobre el archivo, entonces, construyen un relato y aseguran sus modos de legibilidad. El análisis de sus montajes es central para entender de qué modo esos materiales se pliegan en la formación de una inteligibilidad sobre la historia, pero también para comprender la elaboración de estos retratos infamantes del ex dictador.
En I Love Pinochet y El caso Pinochet, el trabajo sobre el archivo se pone al servicio de tensionar la relación pasado/presente/futuro. Las operaciones de montaje posicionan a los documentales como umbrales sobre los que se proyectan, intersectan y desafían esos tres tiempos. Hal Foster sugiere que en el arte de archivo suele avizorarse un deseo de “explorar un pasado extraviado, de cotejar algunas de sus huellas, de averiguar qué queda para el presente” (2017, 78). En esa dirección, el trabajo con el archivo permite también reabrir el futuro y explorar nuevos enlaces temporales. En ambos documentales, el pasado dictatorial se inscribe como problema del presente y del futuro. El pasado asedia al presente a través de sus espectros y sus huellas. Las intervenciones sobre el archivo resultan claves para contar, como sugiere Nelly Richard, “con una narración del pasado que deje entreabiertas las mallas de significación de una memoria que debe permanecer inconclusa para que dicha memoria renueve sus fuerzas de invocación que llamarán a nuevos ensamblajes críticos” (2015, 141). En las intervenciones sobre los archivos públicos y privados, se logra conjugar esa memoria del ayer en el tiempo presente para alcanzar una reactivación transformadora del recuerdo que lo habilite para el futuro.
En el rastreo de estos enlaces temporales, las estrategias implementadas por Marcela Said y Patricio Guzmán para componer sus retratos del ex dictador pueden remitirse a dos antecedentes relevantes ubicados en la intersección entre la historia del arte y el ejercicio de la justicia: los fenómenos de las “imágenes infamantes” y los procesos de executio in effigie. En el primer caso, David Freedberg (2018) explica que frente a ciertos delitos de naturaleza política o financiera, las autoridades judiciales comenzaron a aplicar, desde la clausura del siglo xiii, un castigo particular: despojar al culpable de su reputación y estatus social, o impugnarlo públicamente, a través de la pintura de sus retratos en espacios públicos. La deshonra comprendida en estas imágenes tenía tal impacto que su propia creación recaía en pintores cuya situación moral era similar a la del infractor. Paulatinamente, el temor a ser representado en una imagen infamante se expandió por Europa a lo largo de tres siglos. El encadenamiento entre la imagen y la justicia se inscribe en un contorno polémico entre el arte y el poder institucional. En una ampliación de la circulación de estas imágenes infamantes, en el siglo xiv se empezó a complementar la representación de los delincuentes con la de sus crímenes, las penas y los castigos. En esa búsqueda, por ejemplo, los acusados de fraude eran representados en la horca y en algunas ocasiones incluso las imágenes se exhibían colgadas.
Si bien la condena a la imagen infamante se desvanece lentamente del campo jurídico a lo largo del siglo xvi, es sustituida por la aparición de un nuevo recurso: la executio in effigie. A partir de allí, ya no se realiza un retrato para ser exhibido, sino que se construye una efigie con la voluntad de ejecutarla públicamente. La hipótesis que regula el funcionamiento de este procedimiento coincide con la que subyacía a la práctica artística y jurídica de las imágenes infamantes: si se puede ser honrado a través de una imagen, también se puede ser deshonrado a través de ella. En la impactante expansión de la executio in effigie confluyen la corroboración del poder de los instrumentos legales (eficaces incluso ante la ausencia de los condenados), la canalización de un sentimiento de cólera y una confirmación simbólica que ejemplifica el tipo de castigo que el delincuente tendría que haber recibido si estuviera vivo o presente. En todos los casos, el recurso legal se complementa con un manifiesto componente afectivo.
Dado que la gestación de las imágenes infamantes y la executio in effigie dependía de la voluntad de asegurar el reconocimiento del delincuente, se tendía a evitar la esquematización y a favorecer la individualidad del retratado. Esta semejanza resultaba clave para llevar adelante la profanación pública e institucionalizada de un cuerpo ausente (porque se encontraba exiliado, permanecía prófugo o había muerto antes del cumplimiento del castigo). Se inscribe así una ley de la semejanza que supone, como precisa Freedberg, que cuando vemos la imagen semejante, la sustituimos mentalmente por el prototipo real que representa. Esta ley, que forma parte de un proceso cognitivo que está en la base del funcionamiento de la imagen infamante y de la executio in effigie, indica con claridad, al mismo tiempo, que como sostén de esta práctica artística y jurídica actúa una concepción de la imagen que piensa su potencia y eficacia. Las imágenes pueden ser empleadas de una determinada manera que repercuta en la persona representada. En este sentido, de formas muy diversas, se asume que destruir una imagen espeja la destrucción de la persona allí retratada.1
El pasaje por estas prácticas artístico-jurídicas puede concebirse como un antecedente de I Love Pinochet y El caso Pinochet porque también en estos documentales el vínculo que se indaga es aquel en el que la justicia y el arte, la imagen y el castigo simbólico, se superponen y entran en conflicto. En este sentido, conviene recordar que Regis Debray (1994, 19) entronca la historia del retrato con la precariedad de la presencia humana y la memoria. Si los retratos honoríficos se sostienen como un recordatorio de los logros de los sujetos representados, los infamantes lo hacen sobre la voluntad de expandir el desprecio y asegurar también su perdurabilidad. Ya no se trata entonces de democratizar la supervivencia, en la senda de los retratos humanistas, sino de fomentar el recuerdo de la ignominia. En I Love Pinochet y El caso Pinochet no se ejecuta al ex dictador. La operatoria de la executio in effigie mudó sus formas: el ejercicio de la justicia ya no apela a los retratos para condenar y castigar a los criminales. En la contemporaneidad chilena, el arte propone retratos infamantes ante la ausencia de justicia. En este enlace alternativo entre el arte y la justicia, ambos documentales sobre Pinochet construyen una maquinaria de ejecución pública y simbólica del ex dictador y sus acólitos a través de sus intervenciones sobre archivos públicos y privados.
La irrupción casi simultánea de I Love Pinochet y El caso Pinochet evidencia una ampliación del campo de interés del documentalismo chileno. Si bien en ambos, con diferentes grados, se alojan los testimonios de quienes padecieron la violencia del terrorismo de Estado, se opera un desvío significativo que conduce a visibilizar al perpetrador y su sistema de alianzas militares y civiles De esta manera, la búsqueda de retratar a los responsables de las políticas implementadas durante la dictadura coincide con un giro experimentado tanto en el campo de las artes como en el de las humanidades orientado a explorar las dimensiones jurídicas, políticas o subjetivas de la figura del perpetrador.2 En el marco de la transición democrática chilena, atravesada por radicales conflictos en torno a las políticas de la memoria, la figura de Augusto Pinochet ocupaba un lugar central en las batallas de asignación de sentido del pasado reciente.
En el marco del “giro al perpetrador”, el rastreo de estas figuras tiende a indagar en las creencias, posiciones ideológicas o marcos doctrinarios que propiciaron sus acciones criminales, “los discursos y narrativas que justifican, reivindican, niegan, o –por el contrario– reconocen retrospectivamente los hechos cometidos; así como las memorias y prácticas conmemorativas” (Feld y Salvi 2020, 6) sostenidas por los responsables de las políticas criminales y sus adeptos. Por este motivo, estos estudios inscriben al perpetrador en el campo ampliado de la sociedad en que la que sus políticas prosperaron y sondean sus vínculos con diferentes instituciones y espacios de poder. Estas búsquedas condujeron al cine documental latinoamericano a privilegiar la intervención sobre los archivos configurados por los propios perpetradores. En este campo, la variedad de posibilidades, como precisa Lior Zylberman, se extiende entre los registros originados por los victimarios en su tarea –ya sean tomados por ellos mismos como por otros– o filmaciones generales que no remiten necesariamente al exterminio, por lo general películas de propaganda, noticieros cinematográficos o televisivos (2020, 172). En estas basculaciones, resulta clave reparar en el origen de estos archivos: estas imágenes y sonidos, procedentes de los propios espacios político-enunciativos de los perpetradores, suponen la aparición de nuevas preguntas acerca de si esas materialidades portan o no la mirada y la escucha de sus responsables. Si es así, también implican el desafío de intervenir a través de procesos de montaje que impongan al material estrategias efectivas de resignificación. En I Love Pinochet, la pesquisa acerca de los defensores del dictador imbrica sus testimonios con la irrupción esporádica de material procedente de archivos de los medios oficialistas y sus campañas mediáticas.
Si la detención de Pinochet había promovido un estallido de lo no dicho, de aquellos relatos silenciados y aquellas memorias subterráneas, también supuso el recrudecimiento de la ocupación del espacio público por parte de sus adeptos. Los seguidores, e impulsores, de las políticas pinochetistas organizaron diversas acciones (judiciales, mediáticas, diplomáticas) orientadas a favorecer su liberación. Estas iniciativas, oscilantes entre el espacio público (las conferencias brindadas en el Instituto General Augusto Pinochet, las clases impartidas en la Escuela premilitar, las fiestas organizadas en las sedes de la UDI, las convenciones de empresarios) y el privado, regulaban su propio aparecer. Ante estas formas de autorregulación, Marcela Said explora modos alternativos de visibilizar a los soportes civiles y militares de la dictadura durante los primeros años de la restauración democrática. Así, el documental no se orienta a hacer visible lo invisible, sino a hacerlo visible de una manera que desorganice sus propias formas de aparecer. La urgencia de su intervención resulta manifiesta: el recrudecimiento de las memorias pinochetistas no busca solo restaurar la imagen pública del antiguo dictador sino incidir en el futuro político del país. Ante esta urgencia, recurrir a los testimonios de los pinochetistas, en ocasiones pertenecientes a la clase dirigente, posibilita una triple operación (Zylberman 2020, 165): confirmar el exterminio (aludido en las repetidas referencias a los posibles “excesos” que pudieron haber ocurrido), conocer el imaginario construido en torno al enemigo político (aquí aparecen las múltiples alusiones al peligro comunista y su negación de Dios y la patria) y vislumbrar qué formas de autopercepción sostienen (los entrevistados insisten en describirse como los constructores del orden que condujo al crecimiento económico y como los aseguradores de la pacificación que permitió instaurar la armonía cívica).
La relevancia histórica de I Love Pinochet no puede desprenderse de la necesidad de filmar las defensas del pinochetismo antes de que este gesto fuera (parcialmente) sometido por la hegemonía de lo políticamente correcto y su consiguiente traslado al espacio (semi)privado. La circulación de estas discursividades en el período postdictatorial, incrementada ante la detención de Pinochet, no solo funciona como un acto ostentoso de su poder remanente sino también como un gesto político que busca condicionar el proceso transicional. La permanencia de estos discursos y de las acciones que son su base favorece un análisis de las continuidades entre el régimen dictatorial y la restauración democrática más que de sus rupturas. En esta dirección, Said no comienza su documental con la detención (el acontecimiento histórico que habilita, como precisa Nelly Richard (2010, 95), la emergencia de esas otras imágenes y relatos que habían quedado marginados en el espacio público chileno) sino con su liberación y los festejos de sus adeptos. Así, subraya no solo este campo de persistencias sino también la vitalidad de esos discursos y esas políticas en el marco de la recuperación democrática.
Ante este cuadro de situación, Said plantea una apuesta doble: emprender una indagación de quiénes son y qué piensan los pinochetistas para favorecer su exposición pública; recuperar e intervenir archivos públicos para revisar las rupturas y continuidades entre pasado, presente y futuro. En esta búsqueda doble, el trabajo sobre el archivo permite evidenciar la condición actual del pinochetismo y anclar la transición en las rémoras de la historia dictatorial. Así, I Love Pinochet compone simultáneamente un retrato del ex dictador y una arqueología de sus adeptos. Sin embargo, no lo hace a través de una búsqueda totalizadora que reproduzca la metáfora detectivesca que supone que la indagación en el archivo permite la recuperación de la totalidad de los fenómenos abordados. Por el contrario, la resistencia a ese impulso se sostiene sobre la valoración de lo fragmentario. La relevancia asignada a los testimonios de los pinochetistas no busca reconstruir el proceso completo de la dictadura, sino diseñar un retrato ineludiblemente parcial, tejido de retazos que dan cuenta de sus propios vacíos.
En este sentido, el trabajo sobre el archivo implica abordar lo que Steve Anderson denomina “paradoja discursiva”: la necesidad de negociar la alianza conflictiva entre la especificidad del documental o del imaginario histórico y la contingencia que esas imágenes adquieren cuando son re-inscriptas y vistas en otro contexto cultural (2011, 35). Las intervenciones sobre el archivo quedan así tensionadas entre la conexión indicial que establecen con el mundo histórico y su inclusión en un sistema de significación fílmica articulada y convencionalizada. Estas disyuntivas adquieren en I Love Pinochet distintas formalizaciones. En su primera aparición, de manera simultánea a una voice over femenina que informa acerca del resultado del Plebiscito de 19883 irrumpen imágenes de archivo televisivas que muestran las multitudinarias manifestaciones callejeras durante la campaña del “Sí” (Figura 1, I Love Pinochet, min. 0:15:45). Esa inmersión en los últimos años de la dictadura, sin embargo, resulta efímera. El montaje propicia la colisión de esas imágenes con las de la campaña presidencial de Joaquín Lavin en 1999 (Figura 2, I Love Pinochet, min. 0:15:54). En tanto la voz subraya enfáticamente la preocupación derivada del enorme caudal de votos obtenidos por este candidato de la Alianza por Chile (47 %), el trabajo sobre el montaje enlaza esos dos tiempos, 1988-1999, para señalar la continuidad y las reverberaciones del pasado pinochetista en el presente chileno. Esos dos tiempos quedan posicionados en una misma gestión temporal y política. Las remeras que portan la inscripción I Love Pinochet en los actos de 1999 evidencian la reinscripción del pasado en el presente.
La relación conflictiva entre la ruptura y la continuidad también es abordada a través de la inclusión de la percepción y la subjetividad de los defensores de Pinochet. En el marco de una casa humilde, los testimonios de sus habitantes acerca de los logros de las políticas pinochetistas dan lugar a imágenes de archivo televisivas en las que se muestra al dictador inaugurando viviendas populares durante su gobierno. El único recurso implementado aquí por Said consiste en la repetición del momento en el que Pinochet corta la cinta inaugural de una obra. La voice over explicita que “durante diecisiete años esa fue la imagen más repetida de la televisión chilena”. Said desmonta la eficacia de esa construcción retratística al incluir esa reiteración del gesto que subraya su carácter programado (Figura 3, I Love Pinochet, min. 0:36:24). En este sentido, las intervenciones sobre el archivo dirigen la atención hacia los modos en los que el apoyo de los medios oficialistas constituyó un eslabón clave del poder dictatorial. Por eso, el desmantelamiento de esa retratística detenta un alcance estético y político. A esos retratos hegemónicos del dictador Said los colisiona con las imágenes de la campaña por el “Sí” (Figura 4, I Love Pinochet, min. 0:37:22) del Plebiscito de 1988 que los miembros de la familia humilde ven en un televisor. En este nuevo enlace entre pasado y presente, las estrategias mediáticas reafirman su poder al mostrar el apoyo de una parte de los sectores populares a las políticas económicas neoliberales.
Las últimas imágenes de archivo son aquellas que registran la asunción el 10 de marzo de 1998 de Ricardo Izurieta Caffarena como Comandante en Jefe del Ejército de Chile, en reemplazo de Pinochet. Las imágenes refuerzan ciertas continuidades entre el pasado dictatorial y el presente transicional. Si bien Caffarena no fue uno de los militares más cercanos a Pinochet, sí fue a visitarlo durante su arresto en Londres y estuvo presente en el retorno del antiguo dictador a Chile. En esta certificación del poder pinochetista en el proceso transicional parece conformarse a la democracia como ilusión. Pinochet ocupa un lugar central no solo en la ceremonia de asunción, sino en la propia imagen que lo confirma en un segundo plano desde el que parece controlar aquello que ocurre y dar su aprobación al proceso político en curso (Figuras 5 y 6, I Love Pinochet, min. 0:49:17 y min. 0:40:35). Esa centralidad, apenas desplazada, condensa las tensiones epocales y reabre las preguntas sobre el futuro.
Dado que las imágenes de archivo a las que se recurre en I Love Pinochet forman parte del acervo televisivo y dan cuenta de su complicidad a través de la creación de los retratos honoríficos del dictador se instaura ineludiblemente la pregunta acerca de la propiedad: ¿de quién es el archivo? El archivo se posiciona aquí como un espacio vivo de disputas políticas y sociales. Said recupera estos archivos no solo como operadores memorísticos e históricos, sino como recursos para ser empleados. Esta dimensión pragmática del archivo posibilita desprenderlo de su función inicial: el retrato honorífico deviene infamante. En estas conversiones, se reescribe la historiografía oficial de la dictadura y se piensa al archivo como un umbral que evidencia el carácter no clausurado del pasado. Ese pasado activo, actuante en el presente, funciona como una advertencia ante los peligros futuros y como un reclamo de justicia y memoria. La infamia que se cierne sobre el antiguo dictador desarma relatos celebratorios y ordena una nueva concepción de la historia reciente.
La apelación a la noción de “caso” sitúa al documental de Patricio Guzmán en la senda tensionada entre los ejercicios estético y judicial. En este sentido, no se trata tanto de un documental sobre el caso judicial seguido a Augusto Pinochet por las autoridades españolas, sino de posicionar al documental como una operación jurídica y cinematográfica orientada a demostrar la culpabilidad del ex dictador. Esta búsqueda, inscrita en la tradición de las imágenes infamantes y la executio in effigie, se persigue a través de una estructura doble: el registro presente de los testimonios de sobrevivientes y familiares de los desaparecidos, concebidos como testigos de cargo y acusadores, y una crónica del mencionado caso judicial. En esta alternancia se configuran un retrato grupal y honorífico de los familiares y los sobrevivientes y un retrato infamante de Pinochet.
La escucha atenta de los testimonios individuales se imbrica aquí con la proposición de retratos grupales. A través de estos, organizados en poses que valoran la centralidad de la mirada frontal y desafiante de los retratados, se pone de manifiesto la voluntad de los organismos de derechos humanos y de una parte de la sociedad civil de visibilizar su pedido de justicia en el espacio público. En el marco de la pervivencia de la memoria oficial de la dictadura y de la hegemonía de la memoria consensual de la Concertación, estos testimonios habilitan una disputa por el sentido histórico. Frente a los pactos de silencio y a las complicidades de distintos sectores de poder, acudir a estos testimonios y a estos rostros promueve la crisis de los relatos pacificadores sobre el pasado en discordia. La inclusión de estos retratos grupales puntúa la investigación llevada adelante en el documental: los familiares acompañan la búsqueda de cadáveres llevada adelante por el Juez Guzmán en el norte chileno, viajan a España para declarar en la causa allí abierta; celebran la detención de Pinochet en Londres; protestan ante su inminente liberación.
Estos retratos grupales quiebran el privilegio asignado al rostro individual en este género pictórico, pero también desactivan la sumisión del sujeto al grupo como identidad superior. Los retratos grupales presentes en El caso Pinochet tensionan, en esta dirección, lo singular y lo colectivo. Se trata de retratos atentos a la heterogeneidad y que no buscan subsumir el rostro individual entre los engranajes del rostro colectivo. La búsqueda de la distancia correcta desde la cual es posible componer el retrato resulta clave. Tal vez esto se deba, como sugiere Georges Didi-Huberman, a que “no basta con ver de cerca el cuerpo del otro, hay que asumir el gesto de acercarse, como una manera de marcar en nuestro propio cuerpo de mirador el acto de reconocer al otro como tal” (2014, 75). El desplazamiento de la cámara por los rostros individuales los particulariza al mismo tiempo que los integra en la identidad colectiva de los sobrevivientes y los familiares de los desaparecidos. Esta tracción entre la singularidad y lo colectivo no afecta solamente la composición identitaria de los retratados, sino también la mirada que lo compone y aquella que lo percibe. Si los testimonios acentúan la dimensión individual de la experiencia, los retratos grupales señalan las necesarias coincidencias de los padecimientos previos y el actual reclamo de justicia (Figuras 7, 8, 9, 10, 11, 12 y 13, El caso Pinochet, min. 0:41:04, min. 0:41:09, min. 0:41:28, min. 0:41:59, min. 0:52:20, min. 0:59:34, min. 1:26:35).
Junto con estos retratos honoríficos de los familiares y los sobrevivientes, el documental introduce sus primeras intervenciones sobre el archivo. Las fotos del día del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 funcionan aquí menos como ilustración del episodio histórico que como materia que debe ser interrogada. Lejos de cualquier asunción acerca del carácter transparente del archivo,4 se postula en este caso una acción necesariamente exploratoria5: Joan Garcés, consejero de Salvador Allende durante el gobierno de la Unidad Popular y abogado español a cargo del caso Pinochet, escruta las imágenes con una lupa. Su mirada, replicada por el documental, se detiene en las calles asediadas por las fuerzas represivas, en los cuerpos amenazados de los integrantes del gobierno de Allende y en los rostros de los miembros del gobierno dictatorial. A través de ese gesto escrutador, el archivo fotográfico se abre a las indagaciones del presente. Si los archivos son acechados por los espectros del pasado y del futuro, en esa confluencia y colisión de temporalidades, se prestan a nuevos usos y apropiaciones, a diferentes montajes y resignificaciones.
El recurso a las fotografías de los desaparecidos constituye una práctica frecuente tanto en los reclamos de justicia emprendidos por las agrupaciones de familiares como en las producciones artísticas latinoamericanas. En El caso Pinochet esos retratos fotográficos son reactivados tanto por los testimonios de los familiares y los sobrevivientes, que portan esas imágenes como estandartes, como por la visita a los archivos de la Vicaría de la Solidaridad. Ante la contundencia de esa apelación a los retratos de los desaparecidos, sobresale la emergencia de una retratística sobre Pinochet. Esta se materializa, en primer lugar, a través de la aparición de múltiples fotografías enaltecedoras, honoríficas, publicadas por los medios chilenos después del golpe de Estado. El rostro de Pinochet resultó omnipresente en sus diecisiete años de gobierno. Tanto este como sus actos, repetidos y magnificados por los medios masivos, definieron la visualidad de la época. Esa retratísica oficial irrumpe en El caso Pinochet a través de la inclusión de material de archivo fotográfico de sus años en el poder. El escrutinio ejercido sobre su rostro no solo pone en escena la relevancia política de esa retratística, sino que explicita la voluntad de ejercer sobre ella una férrea actitud indagadora. Si el giro al perpetrador subraya la necesidad de explorar esta figura, la lupa posicionada sobre ese rostro y sobre la circulación de sus imágenes anticipa el gesto disruptivo que busca hallar aquello que escapa a una primera visión y aún a las intencionalidades de sus autores (Figuras 14 y 15, El caso Pinochet).
A esta serie de rostros del ex dictador, apologéticos, honoríficos, se suma una nueva imagen: Pinochet se cubre el rostro con una manta mientras es trasladado en un vehículo oficial durante su cautiverio. Si los archivos visuales, como sostiene Vicente Sánchez Biosca, funcionan como un proceso en continua mutación, la “constante migración de sus piezas pone estas en contacto con otros archivos, a resultas de lo cual se modifica fatalmente el orden de aquél del que partieron tanto como de este en el que vienen a insertarse (2015, 221). Así, la serie de retratos honoríficos del ex dictador se revierten sobre sí mismos a través de su montaje con este retrato negado, con el rostro escamoteado a la cámara y desplazado a la manta que lo cubre en una acción que busca resguardarlo de la infamia. Si el juicio iniciado en España supuso la puesta en marcha de una maquinaria que quebró la supuesta intocabilidad de Pinochet, y promovió una ola de sorpresa e incredulidad, el retrato del ex dictador escondido lo pone en una nueva serie: aquella de las imágenes mediáticas de los delincuentes, quienes tienden a ocultar el rostro para protegerlo del escrutinio público. Se trata, de este modo, de una imagen incriminatoria que desplaza y subsume a los retratos anteriores. Los desplaza porque descorre el telón detrás de la función honorífica de la retratística oficial. Los subsume porque la operación de resignificación los conduce a un estado de inversión radical en relación con su sentido inaugural (Figura 17, El caso Pinochet, min. 0:57:56).
Las intervenciones sobre el archivo suelen implicar, como proponen Losiggio y Taccetta, no solo un trabajo de almacenamiento, sino también de desciframiento e intelección. En este sentido, se pone en movimiento una práctica de comprensión y un esfuerzo de legibilidad sobre un pasado “activo, con capacidad de actuar y afectar, por eso la reescritura está cargada de un impulso de justicia” (Losiggio y Taccetta 2019, 72). I Love Pinochet y El caso Pinochet propician un trabajo de revocación de los archivos de la prensa oficialista durante la dictadura a través de su apropiación de los retratos del ex dictador. Ante la circulación pasada y presente de aquellas imágenes celebratorias, admirativas del poder marcial, ostentosas de sus logros económicos, se impone un desmontaje de su función honorífica y un desvío hacia su función infamante. La repetición del gesto vacío de inaugurar viviendas populares o el rostro cubierto durante su cautiverio en Londres afectan la eficacia de la retratística oficial e inauguran la posibilidad de gestar otros retratos de Pinochet, permeables a los espectros del pasado que claman por justicia y a los espectros del futuro que vaticinan la continuidad de las batallas por la asignación de sentido histórico.
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Fecha de recepción: 30.05.2022
Versión reelaborada: 2.01.2023
Fecha de aceptación: 27.06.2023
1 Freedberg también establece un ineludible enlace de estas prácticas jurídicas y estéticas con aquellas del envoûtement extendidas en culturas no europeas. Estas prácticas, destinadas a “manipular la mente y el cuerpo de otras personas” a través de la construcción de efigies que representan a aquellos que se desea atacar” (Freedberg 2018, 303), mutaron sus formas y funciones a lo largo de los siglos y cobijaron una finalidad muchas veces vinculada con ejercicios informales de la justicia. En este rastreo por las culturas no occidentales, Freedberg configura una arqueología que retrocede hasta la antigua práctica de la defixio, en la que el nombre de la víctima se grababa en una tablilla de plomo que era enterrada junto con ciertos conjuros y ceremoniales (2018, 304). Se inscribe así, al igual que en la executio in effigie, una certeza en torno a la capacidad de acción de las imágenes. La ley de la analogía que define estos modos de actuar replica en la imbricación entre imagen y magia la encontrada entre imagen y justicia en el marco europeo.
2 En el origen de estos estudios debe posicionarse un trabajo clave de Marianne Hirsch, The Generation of Postmemory (2012), en el que analiza la complejidad de las fotografías sacadas por los nazis en el frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial. A partir de allí, propone la categoría “imagen de perpetrador” para dilucidar las características específicas que posee el trabajo sobre los archivos de imágenes configurados por los propios perpetradores. La relevancia de este abordaje, junto con otros que desde los estudios sobre el trauma estaban investigando la figura de los perpetradores, favoreció la emergencia de vastos trabajos teóricos y críticos que, en diferentes sociedades postdictatoriales, pensaron el funcionamiento de los perpetradores y sus vínculos con la imagen, el sonido y el archivo.
3 El 5 de octubre de 1988 se realizó un referéndum en Chile, para decidir si Pinochet continuaba en el poder hasta el 11 de marzo de 1997. La derrota del pinochetismo condujo a la convocatoria para 1989 de elecciones democráticas.
4 Guzmán recurre a los siguientes archivos: Pathé-Fonds ITN-Reuters, CNN en español, Canal 13 de Chile, Pablo Salas, Germán Malig, Parliamentary Unit (House of Commons), The Netherlands Photos Archives, Chas Gerretsen, Pablo Picasso, VEGAP.
5 Este recurso había sido previamente implementado por Guzmán en Chile, la memoria obstinada (1997). También allí las imágenes fotográficas y cinematográficas constituyen materiales a interrogar. Reside en ellos información y afectos, memorias y relatos que deben construirse a través de un procedimiento de visión atenta y sostenida.
6 El espacio prioritario detentado por el rostro en la historia del retrato burgués a partir del Renacimiento no puede desprenderse de su rol desempeñado en la legitimación del individuo y en los propios procesos de conformación identitaria. En ese contexto, su surgimiento quedó asociado a concepciones esencialistas del sujeto y la identidad. El devenir del género fomentó la proliferación de combates contra esas definiciones esencialistas iniciales.