DOI: 10.18441/ibam.24.2024.85.85-100

 

 

 

 

Más allá de las palabras. Variaciones sobre Martha Argerich

Beyond the Words. Variations on Martha Argerich

Julia Kratje

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas / Universidad de Buenos Aires, Argentina.

juliakratje@gmail.com
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-1648-5658

Ojos abatidos: una introducción a Bloody Daughter

Hay una relación con la música que es siempre nueva. Un poco como el amor.

Martha Argerich, Bloody Daughter

“Martha para mí es genial. Tiene una manera embriagadora de tocar. Loca. Loca en el buen sentido. Es geminiana”, le cuenta Bruno Gelber a Leila Guerriero, quien, a continuación, le pregunta si vio Bloody Daughter (2012), el documental dirigido por Stéphanie Argerich. “¡No! Ni lo quiero ver”, contesta, y se explaya: “yo tengo mi idea de Martha y no me gusta ver cuando se levanta con el ojo medio cerrado, despeinada. No. Desmitificar a la gente me parece la cosa más aberrante del mundo” (2019, 204). El pianista desconfía de una película casera que no solo hace foco en la vida cotidiana, pública y privada, sino en la intimidad de una de las intérpretes del siglo xx, y lo que va del xxi, más admiradas. En efecto, Bloody Daughter combina materiales de archivo con filmaciones grabadas durante dos décadas por la menor de las hijas de Martha Argerich con una cámara que ella le regaló a los 11 años tras un viaje a Japón.

“La mayoría conoce a mi madre de esta manera. A mi edad, 34 años, se había casado y divorciado dos veces, había criado a tres hijas, había ganado primeros premios en competencias internacionales y ya era una leyenda”, enuncia la voz over de la cineasta sobre unas imágenes que dejan a la vista la inconfundible vehemencia al tocar el Concierto para piano número 3 en Do Mayor de Prokofiev.1 No obstante, detrás de la leyenda hay una vida colmada de historias que circulan por los carriles insondables de la intimidad, por el terreno árido de las confesiones, por los recodos de una figura mundialmente aclamada. “Mi madre es un ser sobrenatural, en contacto con algo que está fuera del alcance de los simples mortales. De hecho, soy la hija de una diosa”, admite la directora, y a partir de ese credo y ese tono confidencial desanda su propio lugar en la familia: hija menor, hermana menor, madre por segunda vez.

Si los comienzos de una obra revisten una significación especial, ya que es ahí donde se establecen las rupturas o los acatamientos con respecto a las tradiciones, la ópera prima de Stéphanie Argerich recurre a un tropo que revalida una convención simbólica antes que una escisión: después de contar que lleva el apellido que eligió su madre porque, cuando nació, sus padres, que no estaban casados, lanzaron una moneda y ganó Argerich; después de confesar que a su madre le encantaría que el bebé que está a punto de dar a luz fuese una niña, ya que suele decir que las niñas son más interesantes; después de mostrar el registro de los instantes anteriores y posteriores al parto, introduce un plano anómalo, bastante artificioso en el contexto del documental, que muestra su cabeza colocada hacia abajo y sumergida en una materia líquida que funciona como metáfora del espacio intrauterino. Con este recurso evidentemente hablado por un imaginario que descansa en la figuración de la relación entre la madre y la hija como una simbiosis, la voz autoral, autorizada por el nexo filial, encuentra una vía allanada para narrar la propia experiencia.2

A diferencia de otros documentales contemporáneos acerca de compositores, directores e intérpretes, tales como Mauricio Kagel, Natasha Binder, Gerardo Gandini y Margarita Fernández en Süden (Gastón Solniki, 2008), La calle de los pianistas (Mariano Nante, 2015), Montage y La vendedora de fósforos (Alejo Moguillansky, 2015 y 2017), Los trabajos y los días (Juan Villegas, 2019) y Médium (Edgardo Cozarinsky, 2020), el film de Argerich hace foco en gestos mínimos y silenciosos que expresan conflictos de género en el archivo de los afectos familiares (cuestiones que también aparecen en Las cercanas, el documental de María Álvarez, estrenado en 2021, sobre las hermanas Amelia e Isabel Cavallini, dos pianistas que tuvieron un éxito más bien fugaz). En contraste con esas otras películas, Bloody Daughter consigue mostrar lo que a simple vista no se puede percibir y lo que las palabras no alcanzan a expresar. Con esta hipótesis me interesa discutir el privilegio del campo de la visualidad alrededor del llamado “giro al archivo”. Si la noción de archivo, en lugar de referir a un repositorio de documentos, abarca discursividades múltiples, pensar el cine a partir del contrapunto que se establece entre imágenes y sonidos permite descubrir la relevancia de la música para la configuración de una memoria afectiva. En esta línea, la película de Argerich pone a funcionar un archivo sonoro atravesado por marcas de género. Un archivo que, por la naturaleza musical de la configuración subjetiva de su protagonista, solo puede recorrerse en un compás de silencios, fragmentos y azares, entre la potencia de decir y la imposibilidad de mostrar. En casos como este, el cine desafía la noción tradicional de archivo –una especie de depósito inerte en el que el pasado es almacenado por documentos– porque deja ingresar aquello que amenaza al archivo: lo que no halla palabras para ser contado, lo que no tiene ningún registro visual, pero deja huellas en los cuerpos y en los vínculos.3

Desde una mirada encantada con la extrema cercanía que habilitan los lazos de familia y el uso constante de la primera persona, el placer de oír y de ver a Martha Argerich al piano se conecta con la revelación de sus secretos detrás de escena. Aunque no se proponga únicamente retratar a su madre o registrar los vericuetos de su relación con ella –por cierto, “bloody daughter” es una expresión en boca de su padre, Stephen Kovacevich, a quien Stéphanie le venía pidiendo hace años que la reconociera legalmente como su hija–, lo cierto es que la presencia avasallante de la pianista hace las veces de campo magnético. Y entonces, en vez de tirar por la borda el mito, tal como Gelber temía, al término del film el misterio no se desvanece. Quiero decir: al enfocar el costado más humano y más terrenal de la artista no se desnaturaliza el endiosamiento de su imagen; más bien, se realza su talento prodigioso a la manera de una star: una celebridad que, además de brillar en la comarca de la música erudita, dentro y fuera de los escenarios es ponderada por su carácter rebelde, transgresor, a todas luces fascinante, inmortal. O sea, al fin y al cabo, como dice su hija: sobrenatural.

Frente a la cámara de Georges Gachot, en las secuencias iniciales de Conversation Nocturne (2002), cuyo estreno en Buenos Aires fue suspendido tras una presentación judicial realizada por los apoderados de Martha Argerich, ella insiste en que no le gusta hacer gala de su vida privada tal como ocurre en Gran Hermano, el programa que acababa de ver por la televisión, donde predomina un ojo orbital. Una mirada que, siguiendo a Leonor Arfuch,

cumplía aparentemente el sueño de velar, noche y día, sobre los menores movimientos, físicos y psíquicos, de un grupo conviviendo en la más abrumadora cotidianeidad. Esta ficción concentracionaria, cuyo tedio no parecía disminuir el rating, no por azar se aventuraba en los terrenos de la “intimidad” con la complicidad de un espectador voyeur pero sin la carga pulsional del acecho (2005, 272).

Este modelo paradigmático de control, sobre el que se funda una subjetividad basada en la competencia feroz y en la exclusión, edifica un modo de ver cuyos epígonos atraviesan la acumulación de efectos audiovisuales que estructuran el deseo de consumo. Para Beatriz Sarlo, “[s]e ha corrido un telón y se muestra lo que antes no fue escenario sino backstage. Tenemos el privilegio, o la condena, de observar lo que sucede en bambalinas” (2018, 111). La afirmación refiere a la creciente exhibición pública del yo, que se ufana de la capacidad de intervenir y de modelar la subjetividad contemporánea. Este aspecto clave de la “intimidad pública” reside en la voluntad de autoexponerse y conocer a los otros, más que en el deseo de fantasearlos o de inventar su representación ficcional. Al despuntar el siglo xxi, la hipertrofia del yo hasta el paroxismo sintoniza con el enaltecimiento de lo ordinario operado por el mercado cultural globalizado, en el seno de una sociedad altamente mediatizada y embelesada por la incitación a la visibilidad y por el imperio de las celebridades.4

La cámara de Stéphanie Argerich se pega al rostro de su madre cuando todavía no probó el primer sorbo de café del día, se deleita con el movimiento del dedo gordo del pie cada vez que se posa sobre los pedales del piano, se concentra en mostrarla degustando la comida que le sirven en las giras. Aunque esa mirada empática5 sea radicalmente opuesta a la que se ejerce desde una torre de control o desde una cámara oculta (Martha Argerich detesta Gran Hermano), la película, de todas formas, juega su apuesta a la revelación de la intimidad. en un contexto de visibilidad acrecentada, de escopofilia exacerbada. En lugar de poner entre paréntesis las cualidades extraordinarias que la persona y el personaje irradian, la proximidad a lo íntimo acrecienta el interés de los espectadores (principalmente, aunque no solo, el de sus fans). No pareciera haber, entonces, ninguna voluntad desmitificadora: en el film se exhiben contrariedades y contradicciones que atraviesan la historia familiar (como sucede en cualquier familia) llevando la atención a las experiencias dislocadas del ideal de madre (como las que suceden en cualquier maternidad), pero sin perder de vista que se trata nada menos que de Martha Argerich. El paradigma de la visualidad omnipresente, según este razonamiento, seguiría intacto.

Sin embargo, hay algo que se resiste a la demostración verbal y a la representación visual, y por eso no resulta asimilable por la lógica del espectáculo que pretende enseñar en pantalla los excesos y los restos de la intimidad. El documental satisface un deseo voyerista, pero no se detiene ahí. Entre cine y música pareciera crearse una suerte de entendimiento implícito, a medias palabras, que no necesita exponerse de más: en lugar de una verborragia o una transparencia, en términos de François Jullien, la sinergia Stéphanie Argerich-Martha Argerich podría pensarse como una connivencia:

Porque no se trata de decir todo, forzando la introspección, exhibiendo su sinceridad o exigiéndola del otro. Tal imperativo aniquila lo íntimo (…). En lo íntimo, no se habla para decir algo porque se tenga “algo” que decir (el habla seria que se opone al “parloteo”); pero tampoco para no decir nada (la palabra hueca de la conversación mundana); ni siquiera es para intercambiar, sino más bien para “con-versar” [entre-tenir] el entre de la intimidad. De modo que ese habla no “se agota” (2016, 97).

En las páginas que siguen, busco ensayar una lectura del film prestando atención a la relación entre archivo, cuerpo, palabra y música, desde dos entradas complementarias: el problema de la interpretación musical desde perspectivas feministas y las figuraciones heterogéneas de la maternidad. En la vida cotidiana de la excelsa pianista convergen sentidos en disputa respecto del ámbito público y laboral, que concierne al arte de la interpretación musical, y respecto de la esfera privada, en cuanto a los vínculos familiares. La memoria afectiva ligada a la intimidad –es decir, aquello que la película no devela abiertamente ni tampoco aspira a guardar bajo llave– emerge como una dimensión inapresable a través del archivo visual o el lenguaje verbal: la música misma, tal como se le presenta a Martha Argerich en su materialidad, con su enigmática fuerza de conmoción.

Mitos, emblemas, indicios: bemoles de la interpretación musical

Las notas de la escala pertenecen a todo el mundo; pero el poder de crear música con ellas, a unos pocos.

Victoria Ocampo, 338171 T. E. Lawrence de Arabia

En Juegos de cartas, el programa que Laura Novoa conduce por la FM Clásica de Radio Nacional Argentina,6 Annie Dutoit-Argerich, la segunda hija de Martha Argerich, fue invitada a comentar algunas de las cartas de Clara Wieck, conocida como “la esposa de Schumann”. Una cierta correspondencia entre pianistas podría leerse a través de las épocas, de modo que entre Clara Wieck y Martha Argerich, al margen de sus biografías, resuenan varias afinidades. Más allá del carácter de cada una, Novoa y Dutoit-Argerich repasan: las dos tuvieron que llevar adelante la crianza de sus hijos solas, sin el acompañamiento de los padres, y como músicas prodigio les pesaba la presión de no poder renunciar a desempeñarse con un nivel excepcionalmente alto en todas las actuaciones, pues de ellas no se esperaba menos que la perfección.

Cien años después de Carla Wieck, también para Argerich cada concierto es experimentado –y padecido– como la primera vez: una mezcla de pánico y ansiedad la asalta antes de salir al escenario; pero, en cuanto se sienta al piano, las manos corriendo sobre el teclado con precisión y velocidad, tensión y relajación, nitidez y agilidad procesan los nervios de la previa en una interpretación que deja a la audiencia estupefacta. “Estoy terriblemente nerviosa”. “Eso pasa cuando tocás Chopin”, le dice Jacques, su secretario y amigo. “Ese no es el problema, el problema es más profundo, creo. Y no sé qué hacer con ello, pero es urgente, bastante urgente. Estoy triste, deprimida, ya no me río lo suficiente, siento que todo me cuesta un gran esfuerzo, y no sé por qué”. Acostumbrada a los cambios anímicos que anteceden a los conciertos, su hija desdramatiza la escena: “Estoy segura de que Jacques viene escuchando eso hace 30 años”. Hasta el último momento antes de subirse al escenario, la pianista expresa sus nervios, su cansancio, su fastidio; pero en cuanto el telón se abre y aparecen los aplausos camina hacia al piano con una fuerza arrolladora. Goethe sostenía que Clara Schumann tocaba como seis hombres juntos. Por cierto, de las interpretaciones enérgicas e impetuosas de Martha Argerich muchas veces se ha dicho que remitían a un estilo masculino de ejecución. Ellas son, hasta hoy, las únicas mujeres con una carrera tan extensa como concertistas.7

En La música en acción, Tia DeNora analiza el reparto sexual en la escena musical de Viena a finales del siglo xviii, cuando las normas del decoro corporal inhibían a las mujeres de tocar el chelo y los instrumentos de viento; en cambio, se consideraba que el clavicordio, el piano vertical, el laúd y el contrabajo eran apropiados para ellas. Sucede que la paulatina consolidación de la división moderna de esferas en torno a la demarcación de lo público y lo privado condujo a que ciertos cuerpos femeninos fueran más vulnerables a las miradas que los observan, escrutan e intercambian. La música también estaba dividida según los ámbitos públicos y privados, de modo que las ejecuciones domésticas de impronta aristocrática pasaron a estar en manos de pianistas aficionadas: “Para una mujer, exhibirse como un cuerpo abocado a la labor musical era exhibirse en un potencial modo erótico. De ahí que las mujeres tocaran instrumentos de teclado o cantaran, porque estas actividades brindaban oportunidades para la participación musical que no chocaban con el decoro” (DeNora 2012, 204).

En efecto, el descrédito, la omisión, la exclusión y la excepción constituyen cuatro maneras en que las mujeres fueron subestimadas por el canon, tal como pone de relieve la musicología feminista, que surge como una vertiente crítica en los años setenta (con el antecedente de Music and Woman, un estudio pionero publicado por Sophie Drinker en 1948). Las mujeres y sus composiciones han ido configurándose como un área de interés para la historia de la música, aunque en el inicio no se cuestionaran las categorías tradicionales: en medio de los mil y un nombres masculinos se rastreaba a “grandes compositoras” con sus “obras maestras”. Hacia la década siguiente, se destacan los aportes de Eva Rieger, Catherine Clément y Michel Poizat para indagar representaciones de mujeres en la ópera, así como Carol Neuls-Bates, Jane Bowers y Jukith Tock llevaron adelante estudios sobre compositoras (tales como Barbara Strozzi, Clara Wieck, Luise Adolpha Le Beau, Ruth Crawford Seeger), investigaron el campo de la interpretación, el público femenino, las orquestas integradas por mujeres, las mecenas, entre otras cuestiones, mientras el trabajo con archivos permitía el acceso a partituras de compositoras que habían sido desplazadas por la historiografía. Además de participar en obras colectivas dedicadas a la música antigua, a la música popular y a la música no occidental, en los noventa, publicaciones encabezadas por Marcia Citron y por Ruth Solie prestaron atención a la ausencia de mujeres en el repertorio clásico, siguiendo el mapeo propuesto por Pilar Ramos López, en el que sobresale el trabajo de Susan McLary (Femining Endings; Music, Gender and Sexuality, 1991). En otras palabras: el modo feminista de lectura a contrapelo de los sistemas clasificatorios de la historia del arte expande el archivo a través del tiempo y el espacio: hace oír otras resonancias y abre trayectorias inesperadas.

Con este breve racconto me interesa indicar que la fidelidad a la partitura, la capacidad de recreación o la facilidad para la improvisación marcan tres actitudes frente a la interpretación, que según el pensamiento moderno (tal el caso de Ígor Stravinski) debía limitarse a la transmisión entre el compositor y el auditorio. Dentro de este marco, la teoría de la recepción favorece un cambio de óptica al considerar que la interpretación también es un acto de creación. Y así como se ha criticado el concepto estático y originario de “obra musical” para, en su lugar, reconocer la proliferación de versiones, si se abandona la idea exclusiva de la música como texto se puede leer la partitura como un guion, de modo que interpretar es, también, una forma de componer. Siguiendo a Ramos López,

Es lógico, por tanto, que la nueva musicología, y en concreto la musicología feminista, se haya volcado en el estudio de cantantes e instrumentistas. Como señala la etnomusicóloga Ellen Koskoff, la interpretación musical proporciona un contexto excelente para observar y comprender la estructura de género de una sociedad dada, ya que nociones similares de poder y de control suelen estar en la base tanto de la dinámica de género como de la dinámica musical/social (2003, 70-71).

A lo largo de siglos, para las mujeres la interpretación ha estado más al alcance que la creación musical, y muchas veces aparecía como una actividad desprestigiada, inferior a la composición, desde una cosmovisión dualista basada en oposiciones metafísicas que subordinan lo corporal a lo intelectual, lo sensible a lo inteligible, el accidente a lo sustancial. Aún más: la crítica ha tendido a reproducir valoraciones que arrastran presunciones de género:8 “Recuerdo quejas acerca de las ejecuciones afeminadas de ciertas mujeres pianistas. Gracias a Dios, no hay nada afeminado en la tocada de Argerich” (opinaba Julian Budden, en Tentoni 2019, 78); “[l]as interpretaciones son fuertes, y aun así hay abundantes signos de femineidad en sus pasajes maravillosos, delicados y limpios, y en su elegantísimo fraseo” (aseveró Edward Greenfield, en Tentoni, 2019, 78). No es ninguna casualidad que Friedrich Gulda sea el músico que Martha Argerich reconoce como su mayor influencia, desde que lo escuchó por primera vez a los diez años. Dice Olivier Bellamy:

Entre otras cosas, Gulda iba en contra de la costumbre al tocar estrictamente con el mismo tempo el tema “masculino” y el tema “femenino”, dentro de un mismo movimiento. En las sonatas de estilo clásico, el compositor expone dos temas, que luego desarrolla, y finalmente los reexpone. En general, uno de los temas es dramático (masculino), y el otro, más bien suave y lírico (femenino). Los pianistas de expresión romántica solían “ablandar” el tempo cuando llegaba el tema “femenino”. Gulda mantenía rigurosamente el mismo ritmo: por eso, sus detractores sostenían que su interpretación era “seca” o “sin alma”. […] Es fácil comprender que Martha Argerich reconociera en él, de inmediato, a un igual (2013, 52).

Una fuerza física electrizante y un toucher capaz de ejecutar los matices más delicados son rasgos que deslumbran a la audiencia de Martha Argerich, junto con la perfección técnica, el brillo, el virtuosismo, y su propensión a acelerar el tempo. “Con la edad se desarrolla un complejo: no hay que imitarse a una misma, pero tampoco desmejorar interpretaciones anteriores”, dice en un pasaje de Bloody Daugther. Disciplina, por supuesto, pero también rebeldía y transgresión retratan a la pianista como una mujer que puede tomar decisiones a contramano de las expectativas que se posan sobre sus descomunales interpretaciones como si estuviera obligada a oficiar de mediadora infatigable entre el mundo de los dioses y el del común de los mortales. “Me gustaría tener tiempo para mí. No tocar más. Tal vez no hacer nada, sino pensar, por fin, en mí”, confesó en 1957 (en Bellamy 2013, 81). En el film de Gachot que mencioné al inicio, Marta Argerich comenta:

—Tal vez uno desee lo inesperado y al mismo tiempo jugar con fuego. Hay algo de eso también. La primera vez que cancelé un concierto tenía 17 años. Fue muy extraño. No fue porque me sintiera mal, sino porque quería ver qué pasaba. Porque eso sí que fue algo importante para mí. Estaba sola en una pensión en Florencia. Tenía que tocar en Empoli, la ciudad donde nació Busoni, porque había ganado un premio. Y no sé qué pasó, pero pensé que no tenía ganas de tocar. Estaba leyendo El inmoralista, de Gide, sobre las cosas que se pueden hacer y las que no se pueden hacer.

—Hasta dónde puede uno ir –acota alguien fuera de cuadro.

—Al estilo de Crimen y castigo: ese tipo de cosas. Estaba…

—Tanteando.

—No, estaba…

—Experimentando.

—Estaba interesada. No era un juego. Para mí, cancelar un concierto era la cosa más… lo único que se me ocurrió. Era una transgresión.

Así como las notas escritas en el papel no se transcriben al sonido directamente, en cada presentación se juega el deseo de tocar o de no tocar en público, la voluntad de obedecer o desobedecer la agenda de conciertos y los compromisos establecidos en los contratos impuestos por las discográficas. Si la interpretación no se circunscribe a un modelo de transmisión de una partitura preexistente, donde la pianista pone su aptitud al servicio de los demás (práctica que podría retrotraerse a la historia de la vida privada en el entorno hogareño, cuando las mujeres amenizaban la velada familiar tocando unas piezas en el piano), sino que se desenvuelve como una instancia dinámica de encuentro y colisión de cosmovisiones, afectos y estilos diferentes y aun en disputa, como en un guion cinematográfico –que no es otra cosa que un programa de rodaje–, la partitura se hace carne. Sucede que la demanda del propio ritmo (y la interpretación como forma idiorrítmica) va a contramano del poder. Dice Virginia Woolf en Orlando: “escribimos, no con los dedos, sino con todo nuestro ser. El nervio que gobierna la pluma se enreda en cada fibra de nuestro ser, entra en el corazón, traspasa el hígado” (1995, 177). Justamente, para llevar a fondo la voluntad de no querer tocar, en aquella ocasión Martha Argerich se hizo a sí misma un corte irrefutable en la mano.

La pasión y la excepción: dilemas en torno a la maternidad

No sé si el hecho de que ahora sea madre de algún modo cambia cómo ella me ve. Me da la impresión de que para ella sigo siendo un bebé. Pero, a veces, he sentido que es lo opuesto: ella es el bebé que yo debo proteger.

Stéphanie Argerich, Bloody Daughter

Un sábado de noviembre de 2013 asistí al estreno del film en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Al salir del cine, varias mujeres del campo artístico y cultural comentaron su asombro ante el descubrimiento de que Martha Argerich fuera “tan mala madre”. Esa reacción contrasta con la creciente multiplicación de películas y publicaciones alrededor de maternidades que se salen de cauce, en el marco de los debates feministas en la esfera pública mediatizada que derriban el ideal de madre impoluta.9 Pero hace tan solo una década, el registro fílmico de la vida privada de la celebridad tras bambalinas, donde no todo es placer y regocijo, engendró desconcierto.10

Después de proyectar Bloody Daughter en Cracovia, una periodista le preguntó a Stéphanie Argerich si acaso hubo algo especial que la sorprendiera durante el proceso de filmación: “Sí, hubo algo. Me sorprendió ver en qué medida mi madre es un misterio. Lo es para todo el mundo, pero realmente también lo es para sí misma. Las cosas están escondidas muy, muy profundamente dentro de ella” (en Tentoni 2019, 98). En este sentido, se podría decir que la dialéctica entre distancia y proximidad que el documental construye de comienzo a fin, entre una mirada absorta ante lo que no se puede ver del todo y la capacidad de sumergirse en la intimidad –precisamente porque la cineasta opta por posicionarse en calidad de hija de la protagonista–, delinea a Martha Argerich como un fenómeno corriente e indescifrable a la vez. Si el placer de ver se suele plantear en términos de una jerarquía social de los sentidos, pues el voyeur necesita mantener una distancia entre sí mismo (su propio deseo) y la imagen (el objeto deseado), en Bloody Daughter el control de la imagen visual (y la omnipresencia de lo visible) encuentra su límite en la propia música (y en la memoria afectiva que se activa por y a través de la materia musical).

“El aspecto maternal no estaba en ella”, afirma la directora. “La abuela tampoco es de las que hace mermeladas”, coinciden las hijas de Martha Argerich indicando una semejanza con el linaje materno. Juana Heller, la madre de la pianista, provenía de una familia judía que había sido perseguida en Rusia. Era una mujer excéntrica, con un carácter tormentoso, según relatan sus nietas, que fumaba mucho, usaba gruesos collares de ámbar y se escondía detrás de unas gafas negras porque, avergonzada por sus ojos rasgados, se veía parecida a Madame Chiang Kai-Shek. Desde que afloró el talento de su hija, consagró su vida a edificar su carrera. Cecilia Scalisi relata esa abnegación como un apostolado: “era la única responsable, no de las extraordinarias condiciones innatas de la niña, que las había recibido como un don del cielo, sino del talento adquirido en la capacidad de trabajo durante los años de formación” (2014, 36). De nuevo, el campo semántico de lo religioso impregna los intentos de poner en palabras el universo musical de Martha Argerich.

Bloody Daughter, en cambio, exhibe pequeños rituales y conversaciones de entrecasa, tiradas en el sofá del living o pintándose las uñas en el jardín: “A menudo, la gente dice que es imposible ser madre y llevar adelante una vida artística, haciendo las cosas realmente bien”, dice Stéphanie, a lo que Martha responde: “No lo sé. Bueno, mi primera maternidad no fue un éxito. Quiero decir, analizando ese momento… Pero con Annie y con vos me parece que lo logré. Acepto que tuve mucha ayuda, pero yo no estaba en pareja, y acepto que eso a veces hace las cosas un poquitito más fáciles, aunque no muy a menudo”. La película abre un interrogante: ¿cómo pudo durante tantos años olvidar a Lyda, la primogénita, habiendo sido tan maternal –a su manera– con sus otras hijas? En Poderes de la perversión, Julia Kristeva (1988) examina el vínculo entre semiótica y autoridad materna, a partir del análisis de las organizaciones internas de la subjetividad de la figura femenina en Tótem y tabú de Freud. A diferencia del orden simbólico, el de la ley y el lenguaje, que se vincula al ejercicio de la autoridad paterna, la autoridad materna está ligada a la gestión del espacio y refiere a un territorio del cuerpo que supone un lazo existencial, anterior a la adquisición del lenguaje, hecho de placer y de dolor, en la indistinción entre el adentro y el afuera. Kristeva señala una equivalencia entre el asesinato del padre –acontecimiento histórico que constituye el código social, es decir el intercambio simbólico y el intercambio de mujeres– y la aparición del lenguaje –en el sentido de la univocidad del mensaje verbal y de la nominación– en el plano de la historia subjetiva. Para decirlo con otras palabras: una topografía semiótica del cuerpo se distingue de las leyes paternas que predominan a partir de la fase fálica y la adquisición del lenguaje.

Si la maternidad suele ser así entendida desde una gramática del espacio, en Bloody Daughter se presenta, más bien, como una cuestión de tiempo y de tempo. De hecho, el ritmo es uno de los elementos principales de la expresión de los sentimientos, ya que posee un valor afectivo inseparable del cuerpo y, por eso, al proponer un tempo para la música se evoca a la vez un estado de ánimo. Así como la interpretación musical no hace a un lado las tensiones entre voluntad y deseo, la crianza, el apego a sus hijas y la experiencia de la maternidad atravesaron diferentes modulaciones. Stéphanie Argerich le pregunta a su madre si, cuando estuvo embarazada de ella, cambió su manera de tocar. “Un poco más lento”, contesta, se ríe, e intenta traducir el concepto graficándolo con gestos:

Lo sentía así: sí… apenas… no tanto como la forma en que acostumbro tocar, con una inclinación un poco hacia adelante, como la escritura. Como la escritura, que en vez de ser así [coloca ambas manos enfrentadas de forma vertical] es así [inclina las manos en paralelo hacia su derecha]. Así que suelo ser así [hacia la derecha], no así [vertical]. Pero, cuando estaba embarazada, era un poco más así [vertical]. No vamos a decir así [voltea las manos hacia la izquierda], pero sí así [vertical]. Grabé a Ravel, de Gaspard de la Nuit, y vos estabas en mi vientre. Creo que estaba en el sexto mes, o en el séptimo. Y me enviaron una copia del disco, que es uno de los más populares de mi discografía. Cuando lo recibí, meses más tarde de que nacieras, lo escuché y casi me largo a llorar. Dije: ¡suena como una pregnant housewife!11 No era ni remotamente sugerente, no era… una especie un poco demoníaca… Estoy esperando en esta habitación porque uno no sabe cuándo Scarbo va a aparecer: es una especie de gnomo, una especie de demonio. Y, luego, Ondine… es Ondine. ¿Sabés lo que es una Ondine?12

Martha Argerich recurre al ejemplo, pero cuando busca las palabras acordes para traducir la sensación de vitalidad y rapidez que con el embarazo percibía más sosegada, o menos desenfrenada, proliferan gestos, miradas, frases que no cierran, puntos suspensivos. Por más que la cámara se adhiera al cuerpo queriendo capturar sus recuerdos, la memoria afectiva es impenetrable y por eso no se puede pronunciar (ni tampoco documentar). La intimidad es un archivo huidizo. Y sin embargo, el cine puede llegar a atesorar esos instantes en que la palabra se encuentra con el umbral del afecto o de lo que podríamos pensar, sirviéndonos de una categoría semiótica, como “primeridad”: una cualidad del sentir que conlleva pura libertad, espontaneidad y posibilidad; la “prístina simplicidad” de un sentimiento instantáneo e inmediato que no pasa por el tamiz analítico. Si se lo piensa, el fenómeno pierde su condición en cuanto tal, puesto que la primeridad es una unidad indivisible; como dice Charles S. Peirce, se trata de “la cualidad de la emoción de quien contempla una hermosa demostración matemática, la cualidad del enamoramiento” (1931, 304). Bloody Daughter es una prueba de cómo el cine a veces logra conservar a través de imágenes y sonidos algunos indicios que podrían remitir a la vaguedad de una idea o a la pura emoción del tout-ensemble que, como la música, o como el deseo y el amor, acaece en el momento presente y atemporal. No es que esa forma del sentimiento pueda ser rodada, grabada o representada; antes bien, en algunos pasajes que suspenden el continuum de la sintaxis y la pretensión de ver y develarlo todo se pueden intuir las derivas del afecto sin detener su aleteo. De modo que, en lugar de escribir la historia personal como un movimiento de atrás hacia delante, el film investiga la dinámica afectiva como una dialéctica de tiempo, música y archivo familiar.

Soledad sonora

Existen momentos –muy raros– en que se ve, se oye, se entiende a un nivel que no es nuestro nivel diario; a un nivel que sobrepasa en intensidad el que nuestros sentidos nos han acostumbrado a conocer. Algo así como si las vibraciones demasiado lentas o rápidas, que escapan a nuestra percepción, se volvieran súbitamente asequibles. Nos quedamos en esas ocasiones mudos, inmóviles, casi sin respiración, a pesar de que no nos falta el aire. Entramos en un silencio interior como el de la página en blanco, pronta a recibir una palabra que no puede prever (Ocampo 1967, 36).

Victoria Ocampo describe de este modo un éxtasis impronunciable, como una caída en lo eterno, que figura una atmósfera afectiva entre la palabra y el impulso emotivo que antecede al acto musical: un hiato o una brecha, como ese silencio espeso que Martha Argerich pareciera comunicar a través de los gestos, dado que el acceso a lo real, en este caso el afecto en la música, siempre es aproximativo y el lenguaje, visual o verbal, nunca consigue tocarlo. “Dice las cosas sin decirlas”, afirma con puño y letra el padre de Martha Argerich en el reverso de una foto en blanco y negro de su niñez. Convertir el mundo de lo sensible en el mundo de lo inteligible es una tarea ingrata, porque la música, como los olores, como los recuerdos, es un arte sensorial, un espejismo evanescente.

A propósito de la concepción del estilo en tanto que ritmo, postulada por Virginia Woolf, para quien el ritmo, una onda en la mente, aventaja las palabras, Ursula K. Le Guin afirma: “Por debajo de la memoria y la experiencia, por debajo de la imaginación y la invención, por debajo de las palabras hay ritmos ante los que la memoria, la imaginación y las palabras se ponen en marcha” (2018, 19). Con la música sucede eso mismo: Martha Argerich aprendió las escalas antes que el alfabeto. Quizás sea esa conexión –semiótica y fenomenológica– con la música la que puede desautomatizar la percepción habitual, porque no hay palabras para describir ni para explicar el universo afectivo que la música suscita. “Ella siempre pregunta más de lo que afirma, es un poco su estilo. Hay algo con la forma aérea de tocar y de hacer que lo literal no suene literal. Si uno mira la partitura, en rigor ella no hace nada que no esté ahí. Y sin embargo nada de lo que hace de importante está en la partitura”, expuso Diego Fisherman por Radio Nacional Clásica en el día del cumpleaños número 75 de Martha Argerich, el 5 de junio de 2016 (en Tentoni 2019, 69).

Como si tuviera un entendimiento inmediato y secreto con la música, la fuerza de su mirada, el enérgico ademán de su gestualidad y la pícara sonrisa expresan un asombro de niña encarnado en un cuerpo de mujer adulta, que a cada rato dice a cámara: “no sé cómo explicarlo”. No hay palabras para decir lo intraducible. “Cómo explicarlo... adoro a Schumann”. Sin lugar a dudas, el silencio aquí lo dice todo: el silencio como una forma inaudita de contacto que no encierra el afecto en el intercambio verbal. Así como no todo lo que se dice se puede controlar, lo que no se dice, porque no puede o no quiere decirse, desarma la fantasía pueril de que hay que mostrarlo todo.

Adoro a Schumann. También a Beethoven, pero adoro a Schumann y no sé cómo explicarlo. También están Mozart y Schubert, pero de un modo muy diferente. Tengo una relación difícil, no con Mozart, sí con Schubert, o no, no sé… Pero con Schumann es una relación muy directa. Con Beethoven también, pero Schumann… […] No lo puedo decir, porque es tan… es tan directa que me toca profundamente, cada movimiento del alma es… ¡no sé cómo explicarlo! Es tan espontáneo e inesperado. Quiero decir, siempre es… No sé, sólo hay que escucharlo. ¡No sirve de nada hablar de música! No tiene sentido.

A diferencia de otras artes escénicas, el cine se caracteriza por la posibilidad de variar los puntos de vista sobre los fenómenos que la cámara revela y oculta, y eso permite encontrar matices en torno a la exposición del cuerpo y los alcances de la representación. En Bloody Daughter, las figuraciones del deseo y el amor por la música introducen instancias de conflicto en cuanto a la ideología de la transparencia que desafían el imaginario visual hegemónico, pero también los imperativos de la interpretación musical y las expectativas sociales sobre la maternidad. La intimidad de la protagonista, y la que el film construye entre ella y la audiencia, se despliega como una atmósfera en la que se pone de relieve los múltiples ritmos y las cadencias del cuerpo. En los confines de lo visible, el documental avanza sobre la intimidad, aunque se trataría, más bien, de un movimiento paradójico: el silencio suscitado por sensaciones, pensamientos y sentimientos inasibles pareciera apuntar al reverso, o al contrapunto, de la imagen. La búsqueda, la conquista o el extravío del propio ritmo tensionado por el entorno laboral, por la exposición pública y por los vínculos familiares se sucede en los encuentros y en los desencuentros íntimos con la música.

Siempre hay algo elusivo que escapa a ser capturado por el afán de visualidad, así como la palabra, cuando es poesía, cuando solo quiere ser música (como en la canción de Adriana Calcanhotto: “Minha música quer ser / De categoria nenhuma / Minha música quer / Só ser música”), deja atisbar que la mejor forma de ver es cuando las cosas no se muestran del todo. Si la racionalización de la intimidad y la intelectualización de la vida cotidiana –que Eva Illouz detecta, en clave de lectura weberiana, en la convergencia del feminismo liberal con las narrativas terapéuticas– insta a las mujeres a poner en claro los propios valores y creencias, procurando que los fines de las relaciones coincidan con valores preestablecidos en vistas de afirmar un yo autónomo y seguro de sí, en un “proceso [que] sólo puede tener lugar cuando las mujeres se toman a sí mismas como objeto de análisis, controlan sus emociones, evalúan opciones y eligen el rumbo que prefieren” (Illouz 2012, 77), lejos de pretender transformar las emociones en objetos mensurables y calculables, la performance de Martha Argerich niega la pretensión de nombrar, de explicar y de fijar la naturaleza volátil, efímera y contextual de la vida íntima musical. Tal como dice Roland Barthes: hay una coincidencia que abole el comentario y hace aparecer la materialidad de la música.13 Incluso cuando Stephanie Argerich monta una escena casi terapéutica, al entrevistar a su madre recostada sobre el sillón, las actitudes, los gestos y las expresiones de Martha Argerich desorientan el imperio de la palabra y de la imagen. La cámara escucha las desviaciones minúsculas, pero abundantes, que resisten a la implacable tendencia a comunicarlo todo verbalmente y a querer capturar visualmente cada segundo de su vida. De esta forma, la película no clausura las emociones en un discurso emocional. Tampoco pretende resolver los laberintos de la relación entre la pianista, la maternidad y la música. Al situarse en esa zona de intimidad interroga el privilegio de quienes pueden juzgar una acción o una relación (la maternidad, la crianza, el ejercicio de la profesión) desde una mirada ajena al afecto que circula a través de la memoria musical.

Referencias bibliográficas

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Barthes, Roland. 2018. Roland Barthes por Roland Barthes. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

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Bloody Daughter, dirigido por Stéphanie Argerich, 2012, Francia, DVD.

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Illouz, Eva. 2012. Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo. Buenos Aires: Katz.

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Kristeva, Julia. 1988. Poderes de la perversión. Ciudad de México: Siglo XXI.

Le Guin, Ursula K. 2018. Conversaciones sobre la escritura. Barcelona: Alpha Decay.

Ocampo, Victoria. 1967. “El bosque”. En Testimonios VII, 31-36. Buenos Aires: Sur.

— 2013. 338171 T. E. Lawrence de Arabia. Buenos Aires: Sur/Letemendía.

Peirce, Charles. 1966. Collected Papers of Charles Sanders, editado por Ch. Hartshorne Peirce, P. Weiss y A. W. Burks, 8 vols. Cambridge: Harvard University Press.

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Ramos López, Pilar. 2003. Feminismo y música. Introducción y crítica. Madrid: Narcea.

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Scalisi, Cecilia. 2014. La edad de las promesas. Buenos Aires: Sudamericana.

Sibilia, Paula. 2012. La intimidad como espectáculo. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Tentoni, Valeria. 2019. “Martha Argerich: La escondida”. En Extremas, editado por Leila Guerriero, 65-98. Santiago de Chile: Universidad Diego Portales.

Visconti, Marcela. 2021. “De niñas, monjas y ‘malas’. Figuras de la maternidad en el cine argentino del siglo xxi”. Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación 138: 163-181. Buenos Aires: Universidad de Palermo.

Woolf, Virginia. 1995. Orlando. Buenos Aires: Sudamericana.

Fecha de recepción: 30.05.2022
Versión reelaborada: 2.01.2023
Fecha de aceptación: 20.10.2023

 

 

 


1 La versión incluida en el film es la del concierto de 1977 junto a la London Symphony Orchestra, dirigida por André Previn, que está disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=FgnE25-kvyk.

2 En este sentido, Marcela Visconti analiza las secuencias del inicio en relación con el lugar de enunciación: “Si la voz de la hija pone en marcha este documental que retrata a su madre a partir de la relación que las unió, en las primeras imágenes que se ven, no son los ojos de la joven desde donde se recorta el encuadre, dado que es ella quien se encuentra frente a la lente de la cámara, en el momento en que nace su segundo hijo. El dar a luz, el acto biológico por el que una mujer puede devenir madre, marca su posición de enunciación como hija. Dicho de otro modo: desde su maternidad puede mirar –y ser mirada– como hija con otros ojos” (2021, 169).

3 El fetichismo de archivo, que pretende hacer pasar el fragmento o los restos por el pasado perdido, ha sido desafiado notablemente por Michel Foucault (1997), por Giorgio Agamben (2014) y por Jacques Derrida (1997). Vale subrayar que el archivo está sobredeterminado por la clase, por la raza, por el género, en fin: por relaciones de poder asimétricas. Así, cuando las perspectivas feministas pusieron su atención en el análisis de materiales documentales, los archivos fueron interpelados en función de preguntas que llevaron a indagar subjetividades marginadas por los cánones de la masculinidad hegemónica; el archivo permitió, en esta línea, reconocer la participación de mujeres, personas LGBT y niñxs en la historia y en la de diversas disciplinas y artes, develando sus huellas androcéntricas. Remito al respecto a los iluminadores trabajos de Griselda Pollock (2010) y de Ann Cvetkovich (2018).

4 Tal como afirma Paula Sibilia, “[a] medida que los límites de lo que se puede decir y mostrar se van ensanchando, la esfera de la intimidad se exacerba bajo la luz de una visibilidad que se desea total” (2012, 41).

5 La empatía, en tanto capacidad de identificarse con la perspectiva y con los sentimientos del otro, es una manifestación de lo que Eva Illouz denomina “estilo emocional”, una imaginación interpersonal que, tal como se formula en el film de Stéphanie Argerich, sitúa la familia nuclear como punto de origen del yo: “un hecho biográfico que se porta toda la vida y expresa de forma extraordinaria la propia individualidad” (2012, 25).

6 El programa, ideado y conducido por Sandra de la Fuente y Laura Novoa, se transmite los sábados de 19.00 a 20.00 por la FM 96.7. Las emisiones 472 y 473, dedicadas a Clara Wieck, están disponibles en: http://juegosdecartasradionacionalclasica.blogspot.com/2021/03/clara-wieck-por-annie-dutoit-argerich.html y en http://juegosdecartasradionacionalclasica.blogspot.com/2021/03/clara-wieck-por-annie-dutoit-argerich_8.html. Como parte de dichos enfoques revisionistas en torno a la intérprete y compositora eclipsada por la historiografía musical, Annie Dutoit Argerich protagoniza la obra de teatro “¿Quién es Clara Wieck?”, dirigida por Betty Gambartes y Diego Vila (Teatro San Martín, Buenos Aires 2022).

7 Siguiendo el enfoque warburguiano de Griselda Pollock, “[s]omos textos, texturas, tejidos de múltiples posicionalidades e identificaciones que constituyen nuestro emplazamiento móvil en el doble eje de las generaciones y las geografías” (2010, 57). Es por ello que la conexión entre Clara Wieck y Martha Argerich permite entrever la persistencia, la memoria, la repetición y el retorno de procesos culturales que atravesaron las mujeres artistas en un vasto arco temporal y espacial, sin perder de vista las discontinuidades y las diferencias entre épocas y experiencias.

8 La noción de género, en este contexto, refiere al complejo de discursos, hábitos, percepciones y disposiciones que engendran a las mujeres como femeninas. Siguiendo a Teresa de Lauretis (1996), el género es producto de tecnologías sociales, discursos institucionalizados y prácticas de la vida cotidiana; no se trata de una propiedad de los cuerpos, sino del conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales.

9 En el cine argentino de los últimos años, siguiendo a Marcela Visconti (2021), se puede visualizar un giro en las figuraciones de la maternidad: películas como Alanis (Anahí Berneri, 2017), Desmadre, fragmentos de una relación (Sabrina Farji, 2018), Niña mamá (Andrea Testa, 2019), Hogar (Maura Delpero, 2019), Mala madre (Amparo Aguilar, 2019), Mamá, mamá, mamá (Sol Barruezo, 2020), Las motitos (Gabriela Vidal e Inés María Barrionuevo, 2020) desmontan el relato tradicional e idealizado en abierta conexión con las discusiones que tuvieron lugar en la esfera pública y mediática acerca de niñas, adolescentes y mujeres que sufren embarazos, partos y maternidades no deseados o en situaciones de vulnerabilidad. Asimismo, en un conjunto de obras literarias publicadas en los últimos años –Madre soltera (Marina Yuszczuk, 2013), Un beso perdurable (Gabriela Bejerman, 2017), Fugaz (Leila Sucari, 2019) y A esta hora de la noche (Cecilia Fanti, 2020)– se narran historias que presentan a la maternidad como una pregunta antes que como una presunción o una clausura.

10 No obstante, aunque los feminismos vienen cuestionando hace décadas (aun siglos) que la maternidad represente un destino natural para las mujeres, social y mediáticamente se la valora como el acontecimiento más glorioso de la experiencia femenina: de hecho, sigue siendo usual señalar a quien no tiene hijos (interpelación que primordialmente apunta a las mujeres), antes que pedir explicaciones a quienes sí los tienen.

11 La expresión aparece en inglés (en el original en francés).

12 Posiblemente, Martha Argerich invoca este disco: https://www.youtube.com/watch?v=DjXyoEfUVQg.

13 “Me grabo tocando el piano; al principio, por la curiosidad de escucharme; pero muy rápidamente dejo de escucharme; lo que escucho es, por pretencioso que parezca, el estar-ahí de Bach y de Schumann, la materialidad pura de su música; porque se trata de mi enunciación, el predicado pierde toda pertinencia; al contrario, hecho paradójico, si escucho a Richter o a Horowicz, se me ocurren mil adjetivos: los escucho a ellos, no a Bach o a Schumann. —¿Qué sucede, pues? Cuando me escucho habiendo tocado –pasado un primer momento de lucidez en el que percibo uno por uno los errores que cometí–, se produce una coincidencia rara: el pasado de mi ejecución coincide con el presente de mi escucha, y en esa coincidencia se abole el comentario: lo único que queda es la música (va de suyo que lo que queda no es en absoluto la ‘verdad’ del texto, como si hubiera encontrado el ‘verdadero’ Schumann o el ‘verdadero’ Bach)” (Barthes 2018, 81-82).