DOI: 10.18441/ibam.24.2024.85.155-183

 

 

 

Cultura clásica en las celebraciones del Centenario de la República de Chile (1910)1

Classical Tradition in the Celebrations of the Centenary of the Republic of Chile (1910)

Tomás Aguilera Durán

Universidad Autónoma de Madrid, España

tomas.aguilera@uam.es
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-6913-3424

Carolina Valenzuela Matus

Universidad Autónoma de Chile, Chile

carolina.valenzuela01@uautonoma.cl
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-6841-6569

1. Introducción

A poco más de diez años de la conmemoración de los 200 años del inicio del proceso de la independencia de Chile, nos proponemos indagar la historia de otra conmemoración que, hace más de un siglo, levantó grandes expectativas: el Centenario. Esta fecha, a pesar de estar marcada por diversos problemas políticos y sociales, sirvió a la élite chilena para reivindicar su ideal de progreso y fortalecer su identificación con la cultura europea como modelo en la construcción nacional. Constatamos que la presencia de elementos clásicos es especialmente identificable en esta celebración y estuvo marcada por la intencionalidad política de proyectar una imagen del país que fuese propia de una potencia integrante del “mundo civilizado y progresista”.

En general, la celebración de los centenarios de independencia de los estados latinoamericanos constituye un tema de investigación recurrente, con especial atención a la incidencia de los discursos ideológicos e identitarios que se proyectaron en las políticas de monumentalización y representación histórico-cultural asociadas a tales eventos (Ortemberg 2015; Pérez Vejo 2015). El caso chileno no es una excepción y, de hecho, ha motivado últimamente una abundante bibliografía desde diferentes enfoques: el propio desarrollo de los preparativos y festejos (Muñoz Hernández 1999; Reyes del Villar 2007), sus implicaciones y simbolismos políticos (Silva Avaria 2008; Serra Anguita 2015; Schneuer 2016; Affigne 2022), las iniciativas artísticas y museísticas (Cortés Aliaga y Herrera Muñoz 2010; Alegría Licuime y Núñez Rodríguez 2019), su impacto en la transformación urbana (Ibarra 2005; Martínez Lemoine 2007), así como la reflexión puramente historiográfica (San Francisco Reyes 2009; Medina Valverde y Cartes Montory 2012).

No obstante, entre los múltiples aspectos tratados sobre el Centenario, creemos que queda pendiente profundizar específicamente en un elemento muy significativo para su comprensión cultural e intelectual: la omnipresencia de las temáticas y estéticas clásicas de tradición grecolatina que impregnaron la celebración en sus múltiples facetas, incluidos los eventos y exposiciones, la iconografía, los monumentos y edificios, o el propio discurso político. Cabe advertir que no se trata de considerar la incidencia del clasicismo en Chile como una imposición unidireccional asumida pasivamente o la simple imitación de un elemento foráneo, sino como un proceso de apropiación o recepción activa; la incorporación de elementos europeizantes solo puede comprenderse plenamente en su realidad local, como resultado de las motivaciones y circunstancias sociopolíticas particulares (Subercaseaux 2011, 21-33). Desde esta premisa, nos proponemos abordar el sentido que tuvieron esas alusiones a la antigüedad clásica dentro del aparato propagandístico del Centenario con el fin de contribuir a la comprensión de sus implicaciones ideológicas e identitarias y, más concretamente, el lugar que ocuparon dentro del contexto de culminación (y crisis) del sistema oligárquico vigente en aquel momento.

Sin pretender ser absolutamente sistemáticos, el objetivo es repasar múltiples ejemplos de la presencia clasicista de una manera transversal, en distintos medios y formas de expresión, para sondear así su verdadero alcance y diversidad. Para empezar, consideraremos brevemente los antecedentes de la tradición clásica en el siglo xix chileno, sin los cuales no puede explicarse su excepcional manifestación en el Centenario; en el apartado tercero, presentaremos el contexto y desarrollo concreto de la celebración, ponderando el carácter elitista y extranjerizante del evento desde su propia concepción; en el cuarto punto, analizaremos la iconografía protagonista de los festejos en diversos medios y escenarios, especialmente las alegorías republicanas y arcos triunfales; a continuación, pondremos la atención sobre las numerosas estatuas y otros monumentos conmemorativos que se erigieron en esta ocasión, por iniciativa estatal y de las colonias extranjeras; en el apartado quinto, trataremos sobre el Museo Nacional de Bellas Artes –cuya inauguración se hizo coincidir con el Centenario– y la exposición que allí se celebró, ejemplo por excelencia del papel referencial del Neoclasicismo en la política cultural institucional; por último, pondremos algunos ejemplos de la recepción de la antigüedad en discursos y ensayos políticos elaborados en aquel contexto, tanto por parte del oficialismo como por individuos críticos con la propia fiesta y el sistema que trataba de legitimarse a través de ella.

2. La cultura clásica en Chile durante el siglo xix

Desde finales del siglo xviii, las élites de la América hispana llevaron a cabo todo un proceso de revalorización de la antigüedad clásica, sin duda reforzado por la influencia de las revoluciones estadounidense y francesa, donde la cultura grecolatina estuvo muy presente, tanto en la formulación teórica de las instituciones republicanas como en el imaginario simbólico de sus reconstrucciones nacionales. Fuertemente asociado al ideario de libertad, para los próceres de las independencias, lo clásico se relacionaba con un sentimiento antiespañol, una forma de reacción contestataria contra el imperio. Como señala Hernán Taboada, los protagonistas de entonces, “concebían el pasado humano como una serie de episodios de oscurantismo e ilustración. A los primeros perteneció la Colonia, a los segundos Grecia y Roma, cuya libertad debían resucitar” (Taboada 2014, 212).

También en Chile cierto círculo de intelectuales ilustrados que se convertirían en los grandes ideólogos de la Independencia –tales como José Antonio Rojas, Camilo Henríquez, Manuel Salas o Juan Egaña– se empaparon en Europa de esas tendencias racionalistas y liberales que enarbolaban la cultura clásica como modelo sobre el que construir un nuevo país (Huidobro Salazar 2015). Durante los comienzos del proceso de independencia, el legado clásico se dejó entrever en los símbolos de los incipientes gobiernos independientes: el primer escudo del país, concebido por José Miguel Carrera en el periodo de la Patria Vieja (1810-1814), representa a dos indígenas que flanquean una columna con un globo terráqueo (“el árbol de libertad”), enmarcado por los lemas “Post tenebras lux” (“Después de las tinieblas, la luz”) y “Aut consilio, aut ense” (“Por consejo o por espada”); el primero es de origen bíblico (Job 17:12), el segundo condensa un principio grecolatino asumido por el republicanismo moderno, la dualidad entre la razón y la fuerza, la justicia y el poder para imponerla. La asociación de la antigüedad clásica con las nociones de iluminación y liberación está también presente en la primera página del primer periódico publicado en el país, la Aurora de Chile, editado por Camilo Henríquez y todo un símbolo de los nuevos ideales: “en aquellos siglos de opresión, de barbarie, y tropelías Sócrates, Platón, Tulio, Séneca hubieran sido arrastrados a las prisiones”.2

Con la construcción de los nuevos estados, el legado clásico se transformó en sinónimo de civilización y asentamiento del sistema republicano. “Chile había vencido a los españoles y había vencido la ignorancia. Ahora sería el asilo de los talentos y de las luces. La República naciente resplandecía en los brazos de Marte y de Minerva” (Serrano 1994, 39). Para ello se hizo necesario crear una nueva educación donde el conocimiento del mundo clásico sería esencial para posicionarse dentro de un modelo eurocéntrico y progresista. Gracias al trabajo de Andrés Bello, primer rector de la Universidad de Chile, el estudio del latín se situó en el núcleo de la enseñanza media con la implantación del Plan de Estudios Humanista (Cruz 2002). Así, los jóvenes que se preciaban de intelectuales debían manejarlo competentemente para optar a estudios superiores. De esta manera, lo clásico se convirtió en reflejo de las virtudes cívicas que debían fortalecer el sistema republicano. Aquí es posible reconocer influencias de importantes pensadores como Francisco Bilbao, un destacado americanista chileno, muy identificado con Francia en su defensa de un modelo liberal, o posteriormente Domingo Faustino Sarmiento, educador exiliado en Chile, luego presidente de Argentina y principal impulsor de esta corriente civilizatoria. Ciertamente, a medida que este legado se consolidó, su dominio quedó muy ligado a los sectores conservadores; lo que antes representaba la liberación se convirtió en un símbolo de la solidez y continuidad de las instituciones, siempre al margen de las grandes mayorías y sus tradiciones (Taboada 2014, 218-221).

El interés por la cultura material clásica se manifestó igualmente en la adquisición de objetos grecorromanos, tanto por particulares como por el Estado:

Mariano Egaña planeaba comprar copias de estatuas antiguas –el Apolo, la Venus, la Diana Cazadora, Ceres, Pan y Baco, Laocoonte– y dudaba de la impresión que causaría entre sus pacatos coterráneos tanto cuerpo sin ropas, porque así se exhibían en Francia las estatuas, como explicaba con cierta sorpresa (Taboada 2014, 205).

En las décadas siguientes destacan también algunas colecciones romanas y pompeyanas de personalidades como el magnate Pedro del Río Zañartu y el político Víctor Echaurren Valero. Por otra parte, el Museo Nacional de Historia Natural también poseía monedas antiguas de Grecia, Siria y Egipto incorporadas en 1861, así como dos lacrimales de greda romanos de Toledo donados por el marino e hidrógrafo Francisco Vidal Gormaz (Urizar Olate 2016, 818-835).

Asimismo, desde finales del siglo xviii, Chile participó del auge de la arquitectura neoclásica, asociada en gran medida a los ideales de renovación liberal y la reacción al Barroco como emblema del Antiguo Régimen. Entre las élites latinoamericanas se instaló la idea de que la forma más adecuada de demostrar progreso, sofisticación y modernidad era mediante la incorporación sistemática de la estética clasicista, habitualmente mediada por las corrientes francesas. En el contexto inmediato que nos ocupa, en el cambio del siglo xix al xx, la transformación urbana de Chile estuvo profundamente marcada por cierta tendencia historicista caracterizada por la reinvención del Neoclasicismo helenista, en combinación con el art nouveau y la arquitectura de hierro (Pérez Oyarzún 2016). En definitiva, a lo largo de todo el siglo xix, la estética neoclásica modeló la práctica totalidad de la arquitectura pública chilena, que tiene como principales hitos el Palacio de la Moneda (1786-1812), el Congreso Nacional (1857-1876), la Casa Central de la Universidad de Chile (1863-1872), el Correo Central (1882), el antiguo Museo Nacional de Bellas Artes (conocido como el Partenón) (1885) y el Palacio de los Tribunales de Justicia (1905-1930).

En síntesis, este conjunto de elementos –los referentes ideológicos grecolatinos, la educación humanista y la estética europeísta–, promovidos e institucionalizados por el Estado republicano durante su primera centuria de vida, confluyeron para manifestarse intensamente en la celebración de su aniversario. Ya en 1908, el senador Ramón Subercaseaux, presidente de la comisión organizadora del evento, imaginaba maximalistas desfiles por Santiago “en pleno estilo griego”.3

3. El programa de actividades: una fiesta elitista

Las festividades del Centenario constituyeron para sus organizadores una gran oportunidad para mostrar al mundo los logros alcanzados por Chile durante los primeros cien años de independencia. En gran medida, se trataba de escenificar la modernización del país presentándola como un mérito de las élites, que así se revalidaban simbólicamente como grupo dirigente. En este sentido, el programa perseguía una pretendida sofisticación mediante la constante imitación de formas europeas, particularmente francesas: había que “romper con la mentalidad de ‘pueblo chico’ y comportarse, en todo el sentido de la palabra, con la mirada puesta en París” (Reyes del Villar 2007, 22).

Para empezar, las actividades se acompañaron de una transformación urbana de la capital, culminándose algunas obras de mejora, como el alcantarillado, la ampliación, pavimentado y embellecimiento de las calles del centro, así como la pionera instalación de iluminación pública eléctrica. Asimismo, en esos años se sucedió la inauguración de grandes construcciones que quedaron ligadas simbólicamente al Centenario; es el caso de la Biblioteca Nacional (1913) o la estación Mapocho (1913). No obstante, más allá del discurso, debe cuestionarse el impacto real que tuvo la celebración en la transformación de la ciudad (Ibarra 2005), aparte del hecho de que aquellas mejoras ahondaron una profunda segregación del espacio: el centro de Santiago se convirtió en una moderna y elegante burbuja en una ciudad que mantenía en su mayor parte unas pésimas condiciones (Martínez Lemoine 2007).

A esto cabe añadir la aplicación de un modelo fuertemente centralista y urbanita. El programa oficial de fiestas centró sus actividades principalmente en Santiago y Valparaíso. Esta última compartió protagonismo con la capital por su cercanía, por su importancia histórica y por ser el principal centro de recepción de las delegaciones navales. Esto no significa que en el resto del país no hubiese celebraciones, pero quedaron apartadas de las fiestas oficiales,4 exceptuando Concepción, que acogió a algunas delegaciones extranjeras en el puerto de Talcahuano.

El programa de actividades enfrentó importantes reveses desde su planificación. Unos meses antes de su ejecución quedó ensombrecido por la muerte del presidente Pedro Montt y, a las pocas semanas, la de su sucesor, el vicepresidente Elías Fernández Albano. Finalmente, el ministro de justicia Emiliano Figueroa Larraín asumió la vicepresidencia y encabezó las celebraciones. Esta sucesión de fallecimientos llevó incluso a objetar las festividades (Morla Lynch 1921, vol. 1, 202), pero finalmente siguieron adelante. Por otra parte, todavía quedaban vestigios de la destrucción ocasionada por el terremoto de 1906, que afectó principalmente a Valparaíso y sus alrededores. A estas dificultades se sumaron las graves protestas de los primeros movimientos sindicales, motivados por la profundización de la desigualdad que había conllevado la modernización de los mecanismos de explotación. Mientras, el parlamentarismo oligárquico impuesto tras la Guerra Civil (1891), basado en el sistema rotativo y la intervención electoral, dejaba escaso margen de representatividad política y respondía al descontento con represión. Un ejemplo paradigmático es la huelga de los trabajadores del salitre en 1907 en la Escuela Santa María de Iquique, que se saldó con el asesinato de centenares de trabajadores por el Ejército.

En este contexto adverso, el programa se planeó tarde y estuvo marcado por la improvisación hasta el último momento. Llama la atención que las fiestas se extendieran por diez días (del 12 al 22 de septiembre), tal vez por competir con otras conmemoraciones de centenario que se celebraban ese año, especialmente la argentina, que había sido de gran boato, incitando la rivalidad del Gobierno chileno (Reyes del Villar 2007, 67). En esos días se concentró la mayoría de las actividades, aunque también se adhirieron la Exposición Internacional de Agricultura y la Exposición Nacional de Industria a finales de septiembre.

En cuanto a los participantes, se dedicó especial atención a las delegaciones extranjeras. Efectivamente, el objetivo fundamental de la celebración no fue la articulación de un discurso integrador y nacionalizador dirigido a la población local (Silva Avaria 2008, 89-94); por el contrario, estuvo más enfocada en la proyección exterior, tanto para reforzar los vínculos con Europa y EE. UU. como en lo relativo al juego de fuerzas y alianzas específico del cono sur (Ortemberg 2015).

Por lo demás, la celebración oficial estuvo organizada por y para las élites, con una fuerte impronta burguesa, en claro detrimento del carácter popular y rural de los festejos tradicionales (Cortés Aliaga y Herrera Muñoz 2010, 413-422).5 Buena parte del programa lo coparon refinadas exhibiciones deportivas (esgrima, hípica, automovilismo), recepciones, banquetes y representaciones de ópera en el Teatro Municipal –incluida una función de gala de Aída el mismo 18 de septiembre–, así como el tradicional Te Deum en la catedral de Santiago. No todas estas celebraciones eran coordinadas por el Gobierno, muchas de ellas estuvieron en manos de las principales familias, que organizaron fiestas privadas para agasajar a los extranjeros, compitiendo entre ellas en lujo y distinción.

Por lo demás, el programa oficial contempló actividades para las clases bajas, pero marcando una clara segregación espacial (Corté Aliaga y Herrera Muñoz 2010, 422-424) y, aparentemente, diseñadas al margen de sus intereses. Destacan los juegos celebrados durante varios días en la carpa del Mapocho, incluyendo concursos de canto para niños y un torneo amateur de lucha romana destinado a los obreros, con tres premios de 500, 300 y 200 pesos. Varios diarios de la ciudad informaron de que estos quedaron desiertos por falta de participantes;6 para Bárbara Silva (2008, 102), precisamente la elección de la lucha romana constituye una de las demostraciones más claras de la desconexión de los organizadores con los gustos populares. Para el público general se desarrollaron también ferias, funciones de circo y representaciones en el teatro Politeama y la Unión Central. La feria principal organizada en el paseo de las Delicias es un buen ejemplo de la perspectiva europeizante y la verticalidad social características de estos eventos. En la laberíntica instalación (“un dédalo de pasillos”) había gran variedad de bazares, juegos y atracciones “á imitación de las europeas”.7 Se accedía pagando entrada y parte de los comercios pertenecían a instituciones de caridad que recaudaban precisamente para el tipo de familias que no podía permitirse disfrutar la feria.

En las pocas actividades en las que participó la sociedad de forma conjunta, la presencia popular fue reclamada como mera espectadora: los desfiles militares, la inauguración de monumentos y la exhibición de fuegos artificiales. Aparentemente, la celebración del Centenario nunca tuvo como objetivo el reforzamiento del sentimiento nacional entre las bases sociales; por el contrario, se trató de una celebración concebida por la élite y destinada al receptor exterior, que debía validar sus méritos en la construcción de una República próspera y moderna. En dicha dinámica, la estética y la simbología universalista de tradición clásica cumplió una función esencial.

4. Iconografía de la celebración: arcos triunfales y alegorías republicanas

El ambiente parisino que se buscó recrear en el centro de Santiago en esos años fue potenciado durante las celebraciones mediante decoración efímera: sus principales calles se engalanaron con arcos de triunfo para recibir a los visitantes y enmarcar los pomposos desfiles conmemorativos. Estas estructuras de madera, habitualmente decoradas con elementos vegetales, reproducían de manera temporal los monumentos triunfales de tradición romana. Siendo un complemento obligado en todo desfile europeo, al menos desde el Renacimiento, esta práctica tuvo una particular vitalidad en Latinoamérica, donde formó parte habitual del boato virreinal para luego ser ampliamente incorporada en las celebraciones nacionales republicanas (Chiva Beltrán 2012).

En el Centenario se instalaron varios arcos en Santiago, destacando por su ornamentación los situados en distintos puntos de la Alameda. No obstante, también se construyeron estructuras de este tipo, mucho más sencillas, en buena parte de las ciudades del país.8 Aquella parafernalia no pasó desapercibida, y fue un objetivo recurrente de las quejas y burlas de aquellos que criticaban la ostentosidad de la fiesta.

¿Qué construcciones o maderámenes son esos palos entre cruzados que han puesto en las diversas partes de la ciudad? [...] Un arco triunfal, para serlo, necesitaría tener cierta forma, altura y dimensiones bien conocidas de todos los que algo saben de estas cosas [...]. Me parece, señor cronista, que son solo una prueba lamentable de nuestra ignorancia, o mejor dicho, de nuestro grosero criterio artístico, que permite la erección de tales adefesios.9

Figura 1. Arco de entrada a la feria del Centenario en el paseo de las Delicias de Santiago (Zig-Zag, 22 de octubre de 1910). Fuente: https://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/visor/BND:84464 [consultado 14 de enero de 2024].

Para Alejandro Venegas (1910, 8-9) eran el símbolo por excelencia de la “fatuidad sin límites” de aquel “desvergonzado sainete” que, por cierto, había costado una notable cantidad de dinero público en beneficio de los contratistas: “esos arcos ridículos que se construyeron en la Avenida de las Delicias fueron contratados por 90.000 pesos, i el negocio pasó de mano en mano hasta llegar a las del que los hizo, el cual solo recibió 14.000”.

Aparte de los adornos urbanos, la celebración trajo consigo un bombardeo iconográfico destinado a reforzar el ambiente patriótico y magnificar la importancia de aquella fecha. Esto ocurrió, desde luego, en los soportes más tradicionales y exclusivos, pero también en otros de proyección social más amplia, aprovechando la expansión de la industria editorial. Ya fuese con un estilo más neoclásico o modernista, buena parte del imaginario del Centenario remitió también a simbologías nacionalistas y republicanas de tradición grecolatina. Por ejemplo, el Gobierno emitió medallas con la efigie de las principales figuras de la historia de Chile engalanadas con guirnaldas al estilo de las monedas clásicas.10

En todo caso, quizá el icono más característico del Centenario fue la personificación de la República como figura femenina vestida a la antigua. Originado en última instancia como alegoría geográfica en el mundo grecolatino, este motivo fue empleado sistemáticamente en época moderna para personificar a las naciones europeas y sus colonias. El icono adquirió una nueva dimensión con la Revolución francesa, cuando asumió nuevos atributos propios del ideario republicano, también procedentes de la iconografía clásica: gorro frigio (símbolo de libertad), antorcha (progreso), cornucopia (riqueza), fasces (unidad), palma, ramo o corona vegetal (victoria), así como el escudo y la espada, trasunto de la defensa nacional de las instituciones democráticas. Ambas tradiciones –la colonial y la republicana– incidieron en el imaginario latinoamericano, resignificándose en ciertos casos con elementos etnográficos o geográficos locales (Chicangana-Bayona 2010); en otros, como el chileno, los atributos elegidos fueron netamente clasicistas, enlazando directamente con la iconografía europeísta.

El tema fue omnipresente en el Centenario, ya fuese como alegoría de la República misma o de alguna de sus facetas (Libertad, Fertilidad, Victoria, etc.). En forma de medalla, la pieza más relevante fue resultado de un encargo del Gobierno al francés René Lalique, uno de los joyeros más importantes del momento. Se trata de una plaqueta rectangular de estilo art nouveau protagonizada por una figura de la Libertad o la República, con gorro frigio, flanqueada por rosas y espigas (Andrade Blanco 2018, 24-26).11

Destacan además los diseños del artista chileno Guillermo Córdova, artífice también, como veremos, de dos monumentos del Centenario. Una de sus medallas es particularmente elaborada y de evidente inspiración clasicista: en el anverso, con la fecha 1810, aparece la República en combate, liderando al ejército junto a un cóndor, tocada con gorro frigio y con espada y escudo de tipo galo, a imitación de las figuraciones francesas; en el reverso, con el año 1910, la República ya está reposando y recibe las ofrendas de otras dos figuras, una femenina con ramo de laurel y cornucopia, y una masculina con casco y sujetando una rueda, probablemente Fortuna y Mercurio, emblemas de la bonanza económica del país. Ideas similares se reprodujeron en múltiples piezas de más o menos valor, dedicadas a distintas instituciones, eventos o personajes ilustres.12 También se recurrió al mismo prototipo, representando la Fertilidad, en la medalla de la Exposición Internacional de Agricultura o personificando la Fama en otra pieza de Córdova encargada por la Marina.13

La prensa sirvió de canal para la proyección más amplia de aquel imaginario. La importante revista Zig-Zag inauguró el año 1910 con este tipo de personificación en portada: una mujer con túnica, gorro frigio y corona de laurel guía el caballo de un soldado con la bandera chilena. El mismo motivo reapareció en la portada del 17 septiembre, en este caso con estilo modernista: una dama desnuda envuelta en la bandera sostiene una guirnalda mientras un hombre a su lado alza una figura de la diosa Niké-Victoria, símbolo del triunfo militar. A finales de año, con motivo de la Exposición Internacional de Agricultura y la Nacional de Industria, su portada incluyó una personificación de la República rodeada de elementos industriales y agrarios y sosteniendo un caduceo, el bastón alado de Hermes-Mercurio representativo de la prosperidad comercial.14

Figura 2. Medalla conmemorativa del Centenario diseñada por Guillermo Córdova, 1910. Fuente: https://medallaschile.blogspot.com/2017/09/primer-centenario- de-la-independencia.html [consultado 4 de septiembre de 2021].
Figura 3. Portada de Zig-Zag, 17 de septiembre de 1910. Fuente: http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-98679.html [consultado 20 de octubre de 2020].

La filiación francesa de estas personificaciones es especialmente evidente en ciertos ejemplos. Con motivo de la celebración también se editaron partituras del himno nacional, y la portada de una de ellas, editada por Doggenweiler, la protagoniza una personificación republicana que sostiene una espada de lengua de carpa. Esta arma tan peculiar, propia de la Edad del Bronce atlántico, por aquel entonces se relacionaba (anacrónicamente) con los pueblos galos, de modo que fue muy habitual en el imaginario nacionalista francés; es un buen ejemplo de la apropiación chilena, en ocasiones sin apenas adaptación, de la simbología europea.

En ese proceso de difusión de la iconografía patriótica cabe considerar también las tarjetas postales, un fenómeno creciente en aquellos años. Diferentes series temáticas se elaboraron con motivo del Centenario, dedicadas a batallas, figuras célebres y cuerpos del Ejército. La mayoría reproduce la personificación femenina en su versión militar (con escudo y espada), acorde con la temática marcial.15 En un caso especialmente llamativo aparece manejando una cuadriga, vistiendo una túnica con un pecho descubierto y portando los signos nacionales (figura 4). A modo de actualización del icono, en algunas postales y reportajes de revistas esta personificación fue encarnada por actrices fotografiadas con los mismos atuendos clasicistas.16

Figura 4. Postal conmemorativa del Centenario, Museo Histórico Nacional (Andrade Blanco 2018, 75).
Figura 5. Anuncio del almacén de máquinas de coser La Legítima, en Zig-Zag, 17 de septiembre de 1910. Fuente: http://www.disenonacional.cl/legitima_1910/ [consultado 22 de abril de 2021].

Cabe considerar también el impacto de esta simbología en la publicidad. El fervor patriótico exacerbado por las instituciones fue aprovechado por fabricantes y comerciantes para ofrecer a la burguesía productos acordes con las celebraciones o diseñar campañas temáticas (Tagle Montt 2009; Bruna Pouchucq 2010, vol. 4), lo que realimentó cierta homogeneidad iconográfica. Esto incluye la recurrente personificación femenina, pero también otros símbolos clásicos; muy característico en este ámbito fue la figura de Hermes-Mercurio que, como estamos viendo, sirvió a menudo para enfatizar la dimensión económica de la celebración. Un ejemplo excelente es el anuncio alusivo al Centenario del almacén de máquinas de coser La Legítima, protagonizado por un modernista Hermes-Mercurio con su caduceo (figura 5).

La omnipresencia de estas alegorías de corte clásico es muy significativa, sobre todo si tenemos en cuenta que su elección fue en detrimento de otras posibilidades quizá más cercanas. Bárbara Silva (2008, 90-91) ha señalado cómo ciertas figuraciones nacionales de carácter local fueron arrinconadas durante la celebración, aunque tuviesen un significado más reconocible en el imaginario popular y, con ello, un mayor potencial integrador. Es el caso del Roto, el campesino combatiente instaurado como icono de las guerras contra Perú y Bolivia, así como los héroes mapuche de la resistencia a los españoles, como Lautaro o Caupolicán, que fueron parte importante de la mitología y la iconografía nacional en otros contextos (la Patria Vieja, por ejemplo), pero estuvieron prácticamente ausentes en 1910, lo que se ha interpretado como parte del proceso de alterización de lo indígena y lo popular en aquel contexto oligárquico (Cortés Aliaga y Herrera Muñoz 2010, 431-435). Desde esta perspectiva, el protagonismo de las personificaciones clásicas de inspiración francesa podría interpretarse como un signo del carácter elitista y la proyección exterior del discurso oficial del Centenario. Si el mensaje partía del ideario y la estética de la oligarquía, y el principal interlocutor era la prensa burguesa y los invitados internacionales, parece lógico que se recurriese a una simbología europeizante, que en ningún caso pretendía conectar con las inquietudes populares ni remitir a particularismos étnicos o históricos.

5. Los monumentos conmemorativos: el simbolismo clasicista

Durante los días de fiesta, la inauguración de monumentos ocupó un lugar relevante. Estos fueron donados especialmente por las colonias extranjeras para rendir homenaje al país y, obedeciendo al modelo de su tiempo, también tenían una reconocible inspiración clásica y europeizante.

En Santiago destaca la inauguración del Monumento a la Gloria, obra de Guillermo de Córdova y Herni Grossi, que regaló la colonia francesa y fue levantado junto al Museo Nacional de Bellas Artes (Morla Lynch 1922, vol. 2, 47). Consiste en una gruesa columna cuadrangular de piedra, coronada por un busto femenino con gorro frigio y, en el centro, una mujer alada y desnuda de bronce que sostiene una paleta de pintura y una corona de laurel. De acuerdo con Voionmaa Tanner (2005, 86), el conjunto simboliza las libertades republicanas al estilo francés, de modo que la mujer alada representa la victoria bajo la forma de la diosa Niké-Victoria.17 De nuevo, estamos ante este potente icono clásico, con una amplia tradición en el imaginario político de la Europa decimonónica, que adoptó su propia funcionalidad en el arte conmemorativo latinoamericano (González García 2020).

Similar simbolismo clasicista transmite el monumento que donó la colonia italiana, El Ángel de la Victoria. La figura principal representa “el genio de la libertad”, un joven con alas que porta una antorcha y se sitúa junto a un león. La antorcha “ha tenido desde la antigüedad varios significados, utilizándose en la Francia imperial como signo de justicia. El león, por su parte, es un símbolo heráldico y numismático frecuente desde la antigüedad” (Voionmaa Tanner 2005, 27). El monumento dio nombre a la plaza Italia y estuvo durante dieciocho años en su centro, hasta la instalación del monumento ecuestre al general Baquedano en 1928, cuando fue desplazada a un costado de la misma plaza.

Por su parte, la colonia alemana contribuyó con una vistosa fuente. Esta obra no estuvo lista para el Centenario y fue inaugurada en el Parque Forestal en 1912. Diseño del alemán Gustav Eberlein, la obra de bronce representa un gran barco a cuyo frente se presenta un joven con el brazo extendido, símbolo del avance y progreso del país. Entre las múltiples figuras alegóricas del conjunto, en la proa encabeza la diosa Niké-Victoria, encarnando una vez más el triunfo militar y político, y en la popa, al mando del timón, se sitúa el dios Hermes-Mercurio, sentado sobre mercancías y sacos de dinero; aquí el representante por excelencia de la prosperidad material resulta ser el conductor de la nación.

En otros casos, las referencias clasicistas son más tenues. Por ejemplo, la colonia española obsequió el Monumento a Alonso de Ercilla (Morla Lynch 1922, vol. 2, 66), que daría nombre a la plaza donde está ubicada. Obra del escultor Antonio Coll y Pi, representa al destacado escritor “sentado sobre una banca, vestido de acuerdo a su estatuto de capitán”. Para Voionmaa Tanner:

lo interesante es que el escultor reeditó en la postura del poeta un modo clásico de representar a un hombre que medita sobre su quehacer. Ercilla está semiencogido, con el pie derecho sobre el izquierdo. Sostiene con la mano derecha apoyada sobre la rodilla, su mentón, y una pluma, y con la otra el rollo de “La Araucana”. Atrás del capitán, se encuentra una figura de mujer araucana de pie y descalza, vestida con un atuendo típico y con un pecho descubierto. En la mano derecha levantada sostiene una hoja y sobre los hombros una capa al viento (Voionmaa Tanner 2005, 85).

Por su parte, la colonia argentina donó una fuente con esculturas de niños jugando, emplazada frente al Teatro Municipal. Asimismo, la colonia otomana dedicó su monumento al héroe de la Patria Vieja, Manuel Rodríguez, pero que no fue del gusto general, siendo trasladado desde la plaza de la estación Mapocho en Santiago al pueblo de Llai-Llai (Muñoz Hernández 1999, 63). La colonia suiza erigió en la avenida Brasil con la Alameda una estatua de un león que rompe sus cadenas con una garra y con la otra sostiene un escudo chileno (Muñoz Hernández 1999, 61-62). Parecido al “león ‘passant de la heráldica’, [...] se entiende como un ‘emblema de valor’, un símbolo de los atributos positivos de Chile” (Voionmaa Tanner 2005, 68).

En lo que respecta a Valparaíso, quizá el monumento clasicista más interesante es el arco de triunfo legado por la colonia británica, que no se inauguró hasta 1911, aunque se proyectó para el Centenario. De puro estilo neoclásico, es obra del arquitecto franco-portugués Alfredo Azancot Levi. Con cuatro columnas en cada frontal, está recubierto de mármol blanco importado de Italia, y en lo alto destaca un león victoriano. En los pilares hay cuatro medallones con las efigies de Thomas Cochrane, Bernardo O’Higgins, Robert Simpson y Jorge O’Brian, próceres de la independencia de Chile de origen británico; sobre ellos se leen los años 1810 y 1910, flanqueados por los fasces de tradición romana. En la actualidad se conoce como Arco Británico y aún permanece en el sector de plaza Brasil (Cabeza Monteira et al. 2017, 103).

Figura 6. Tarjeta postal del Arco Británico de Valparaíso. Fotografía de Jorge Allan, entre 1911 y 1920. Fuente: http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/629/w3-article-612745.html [consultado 19 de julio de 2021].

También en Valparaíso, la colonia francesa erigió otro monumento de clara reminiscencia antigua. Se trata de una columna estriada con capitel corintio de hierro fundido, obra de Albert-Ernest Carrier-Belleuse, sobre la que se erige un ave híbrida de bronce: su cabeza es de cóndor (el animal nacional de Chile) y su cuerpo de águila, con las alas desplegadas, al modo del águila imperial clásica. Realizada por Nicanor Plaza, el escultor chileno quiso combinar así un símbolo patrio con el lenguaje iconográfico universal de tradición romana (Cabeza Monteira et al. 2017, 27).18

Aunque en Santiago y Valparaíso se concentró la mayoría de los monumentos, también hubo en las distintas regiones, destacando las donaciones de las comunidades de migrantes en la zona salitrera del norte. Quizá el ejemplo más obviamente clasicista lo brinda Antofagasta. Allí, la entonces creciente colonia griega quiso obsequiar a la ciudad con un símbolo de su esplendor antiguo, una copia de los Luchadores o Pancraciastas (figura 7), estatua helenística del siglo iii a.C. de cuyo original se conserva una copia romana en la Galería Uffizi de Florencia. Ubicada en el parque Centenario de la avenida Brasil, al parecer no fue bien acogida por los sectores más conservadores por la actitud y desnudez de las figuras, de modo que fue repetidamente vandalizada hasta que en 1973 se retiró debido a su grave deterioro (Muñoz Espinoza 2017).

Figura 7. Tarjeta postal del monumento de los Luchadores o Pancraciastas de Antogafasta de la colonia griega. Fotografía anónima, entre 1915 y 1925. Fuente: http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/629/w3-article-611644.html [consultado 4 de mayo de 2021].

En Tocopilla (también en la región de Antofagasta) tenemos otro caso de estatua de inspiración clásica que acabó desapareciendo. Donada por la colonia italiana e instalada en la plaza Condell, era una versión escultórica de la omnipresente personificación republicana: una mujer, vestida con túnica y tocada con la estrella, sujetaba la bandera y una guirnalda.19 El mismo tema fue representado en el monumento donado por la colonia croata de Iquique (Tarapacá): una mujer con túnica y brazo levantado se alza sobre una columna y plinto de 11 metros en la plaza Slava (Cabeza Monteira et al. 2016a, 56). En el parque Balmaceda de la misma ciudad, la colonia italiana donó un busto de Colón cuya base destaca más que la propia estatua: un frontón triangular sobre cuatro columnas estriadas, al modo de un tetrapylum romano (Cabeza Monteira et al. 2016a, 70).

En otros casos, ciertas deidades clásicas se utilizaron para reforzar el simbolismo de los monumentos a los próceres nacionales. En la plaza de Armas de Chillán (Ñuble) se levantó una estatua de O’Higgins con motivo del Centenario, obra de Roberto Negri. En su base, rodeada de escenas bélicas de la Independencia, descansa la musa griega Clío, sosteniendo el libro de Tucídides y una corona de laurel como símbolo de la pervivencia de la historia heroica del país (Cabeza Monteira et al. 2016b, 108-109).

Sin duda la estatuaria fue vista como la manera más digna de celebrar el Centenario y dejar una huella duradera para las generaciones futuras, y muestra el esfuerzo de las colonias extranjeras por integrarse en la celebración. Lo cierto es que estos monumentos donados por los colonos contribuyeron definitivamente a transformar con estilo europeizante y clasicista el centro de las ciudades, particularmente Santiago y Valparaíso. En todo caso, su vigencia a menudo fue efímera; esto es evidente en los ejemplos regionales donde acabaron siendo retirados, pero también en la capital, pues hubo varios proyectos concebidos por el Gobierno que nunca llegaron a realizarse. Es el caso de un monumento conmemorativo de la batalla de Maipú o un arco de triunfo dedicado al Ejército en la Alameda. También quedaron sin construir los monumentos al religioso e intelectual Camilo Henríquez (en la plaza Brasil) y al patriota José Ignacio Zenteno (en la plaza Ecuador). Muchos de ellos no se realizaron por falta de recursos y otros, como el de la colonia otomana, pasaron rápidamente al olvido. No obstante, en algunos de esos proyectos irrealizados sí llegó a colocarse la primera piedra en una ceremonia oficial; en el contexto del Centenario, aparentemente resultaba más útil el propio acto simbólico de la inauguración, con el discurso legitimador asociado, que los monumentos en sí mismos (Morla Lynch 1922, vol. 2, 66; Silva Avaria 2008, 91-92).

6. El Museo y Exposición de Bellas Artes: la inspiración de la Grecia clásica

Entre las edificaciones realizadas esos años, sin duda la más importante y ligada al Centenario es el Museo Nacional de Bellas Artes. Inaugurado como parte de las celebraciones, albergó una gran exposición en la que participaron multitud de artistas americanos y europeos, constituyendo uno de los principales factores de proyección internacional del aniversario. En cuanto al origen de la institución, ya existía desde 1880 con el nombre de Museo Nacional de Pinturas, ubicado en los altos del Congreso Nacional. En 1887 se trasladó a un edificio de la Quinta Normal financiado por la Unión Artística y conocido como el “Partenón” por su obvia inspiración en la Grecia clásica (Castillo 2000, 29-30); actualmente alberga el Museo de Ciencia y Tecnología. A principios del siglo xx se convocó un concurso público para la construcción de un edificio de mayor envergadura que acogiese definitivamente un Museo Nacional de Bellas Artes, y lo ganó el arquitecto chileno de origen francés Emilio Jecquier, también autor de la estación Mapocho. El Museo se concibió como un elemento integrado en los nuevos jardines del Parque Forestal, en la ribera del río Mapocho, formando así parte fundamental del proyecto de modernización y reconfiguración europeísta de la ciudad (Castillo 2000, 36-38). Para Soledad Reyes, tanto la estación Mapocho como el Museo de Bellas Artes “emergen como la herencia más significativa para la cultura nacional manifestada a través de las expresiones inherentes a toda la sociedad moderna: arte, progreso y cultura” (Reyes del Villar 2007, 51).

El diseño de Jecquier era una réplica del Petit Palais de París, utilizando el estilo neoclásico con detalles art nouveau, lo que lo convierte en una de las obras clave del academicismo francés en Chile (Pérez Oyarzún 2016, 55-66). En el interior, unas cariátides, elaboradas por Antonio Coll y Pi, sostienen la fachada que conduce al segundo piso y una cúpula de vidrio encargada a Bélgica adorna los altos del Museo. Podemos destacar el frontis del edificio, obra de Guillermo Córdova, una composición de ocho alegorías que representan distintos aspectos de las “bellas artes” rodeadas de elementos arquitectónicos griegos.

La figura central, el joven desnudo, personifica el genio. La idea del genio sugiere una relación con el pensamiento estético de Kant. El joven personificaría así al genio artístico de la modernidad y sus atributos, la creatividad y la imaginación del artista. La hoja de oliva, un referente más religioso que laico, alude al deseo que el arte y sus manifestaciones acojan el museo como su casa y que se fructifiquen. El caballo alado potencia y protege el joven con sus alas (Voionmaa Tanner 2005, 98).

Como en sus medallas conmemorativas y el Monumento a la Gloria, el escultor chileno volvió a emplear aquí figuras clasicistas universales en su lenguaje alegórico. Por otro lado, cabe mencionar el friso exterior del segundo piso, que contiene veintidós medallones de mosaico cerámico con la representación de los grandes artistas de la Historia, entre ellos Fidias y Praxíteles (Zamorano Pérez y Herrera Styles 2015, 65-66).

Figura 8. Fotografías de la inauguración del Palacio de Bellas Artes y el hall del Museo. Fuente: https://www.flickr.com/photos/stgonostalgico/4662103484 y https://www.flickr.com/photos/stgonostalgico/16378208580 (CC BY-ND 2.0) [consultado 1 de septiembre de 2021].

La inauguración tuvo lugar en una gran ceremonia el 21 de septiembre de 1910, aunque la idea inicial, frustrada por los retrasos de las obras, era realizarla el día 18, vinculándola directamente con el Centenario. La nueva sede hizo su estreno con una ambiciosa Exposición Internacional de Bellas Artes, comisariada por Alberto Mackenna Subercaseaux, en la que participaron artistas de doce países diferentes y lo más representativo del panorama nacional. En todo caso, su planteamiento fue profundamente conservador, constituyendo una rotunda confirmación del canon academicista decimonónico: el Neoclasicismo se impuso sin ambages, quedando excluido de la muestra cualquier movimiento novedoso, como el Impresionismo, aunque ya estuviese asentado en el país (Muñoz Hernández 1999, 49-54; Subercaseaux 2011, 113-115).

Acorde con este espíritu, los temas de la antigüedad clásica ocuparon un lugar preeminente en la muestra (AA. VV. 1910b). Solo considerando las obras de la Exposición que el Estado adquirió para incorporar definitivamente al Museo, encontramos las esculturas Náyade del español Miguel Blay y Hero y Leandro del alemán Richard Aigner, así como las pinturas La puerta de Venus del irlandés George Hare y Orfeo atacado por las bacantes del español Fernando Álvarez de Sotomayor.20 Además, al año siguiente se incorporaría a la institución el Museo de Copias, una importante colección de reproducciones de obras clásicas y renacentistas también ordenada por Mackenna (Zamorano Pérez y Herrera Styles 2015, 60-62). En definitiva, teniendo en cuenta el conjunto que conformaban el propio edificio, su decoración, su colección y los monumentos del entorno, “el Museo de Bellas Artes se transformaba a partir de entonces en una especie de templo dedicado a la exaltación de la cultura clásica” (Zamorano Pérez y Herrera Styles 2015, 66).

Por otro lado, entre las festividades también hubo espacio para una exposición histórica, pensada originalmente para llevarse a cabo en el primer y segundo piso del mismo edificio, pero finalmente se ubicó en el Palacio Urmeneta, de modo que quedó eclipsada por la apertura del Museo Nacional de Bellas Artes. Para Luis Orrego Luco, la Exposición Histórica del Centenario tenía una importancia excepcional en tanto que evocación del periodo colonial, “con todo lo que aún subsiste entre nosotros de los tiempos de dominación española, de colonia y de conquista”, destacando el numeroso equipamiento militar de la época colonial y de la Independencia, junto con retratos, abanicos, mesas y cajuelas, pero también momias y artefactos indígenas, así como secciones destinadas a las labores médicas y científicas realizadas en Chile.21 En efecto, en la lista de objetos que se demandó a la ciudadanía para componer la exposición no estaba representada la antigüedad clásica (Figueroa y Molinare 1910), aunque en los años siguientes las donaciones que enriquecieron el fondo y acabaron conformando el Museo Histórico Nacional sí incluyeron piezas antiguas, especialmente monedas. No obstante, en aquella ocasión se trataba de hacer una retrospectiva a la historia estrictamente nacional, y su selección demuestra hasta qué punto la ocasión sirvió para reforzar la reconciliación de la élite con el pasado colonial español (Silva Avaria 2008, 98-99), un proceso que en Chile fue especialmente marcado dentro del contexto latinoamericano (Pérez Vejo 2015, 248-251). En consonancia, si bien lo indígena tuvo una cierta representación (Alegría Licuime y Núñez Rodríguez 2019, 155-156), esta fue segregada y minoritaria, en tanto que se entendía como una parte “prenacional” y, por lo tanto, ajena a la historia del auténtico Chile (Subercaseaux 2011, 378-380).

7. El discurso político: la antigüedad heroica y antiheroica

La celebración del Centenario constituyó una imponente escenificación, pero queda considerar, finalmente, el discurso propiamente dicho. Este aspecto resulta esencial para profundizar en el armazón intelectual y la proyección pedagógica que dotó de sentido a aquella fiesta, pero también permite explorar las perspectivas críticas de quienes cuestionaron la celebración y el modelo de país que representaba (Affigne 2022).

Desde el oficialismo, una de las actividades principales fue la reunión parlamentaria celebrada el 17 de septiembre, a la que asistieron los miembros del Gobierno y lo más selecto de las delegaciones extranjeras. Esta sesión se revistió de un especial simbolismo, dada la importancia del Congreso en el sistema parlamentarista vigente en el momento. Si estas reuniones solían estar cargadas de referencias al mundo clásico, aquella no fue una excepción. Un ejemplo especial fue el discurso del diputado chileno José Ramón Gutiérrez, quien comparó al héroe desterrado de la independencia, Bernardo O’Higgins, con Edipo: “Así Edipo, ciego i agobiado por el peso de su real grandeza derrumbada, deja ver los estragos de su infortunio por campos de sombra, sin mostrar otro apoyo i sin más consuelo que la mano de su hija, el más precioso vestijio de su estirpe soberana i de su esplendor desvanecido” (AA. VV. 1910a, XII). La hija que menciona no es otra que la libertad.

Asimismo, señaló que “la independencia americana es una lucha de titanes, que aúnan sus brazos, su corazón i su cabeza en esfuerzo sobrehumano para levantar uno de los más grandes monumentos de la Historia” (AA. VV. 1910a, X). Y cuando hizo referencia al prócer argentino José de San Martín, lo comparó con Escipión:

El fiero Escipión, en un rapto de soberbia, niega a Roma desagradecida la guarda de sus despojos. “Ingrata patria, le dice, no tendrás mis cenizas”. San Martín, no menos altivo que el vencedor del África, pero más induljente con su bien amada [tierra], pide en su destierro que la urna de oro, depositaria del más intenso de sus amores, vuelva a la patria (AA. VV. 1910a, XIII).

Hay otros ejemplos similares. En la inauguración del monumento –nunca concluido– a la batalla de Maipú, el coronel argentino Cornelio Gutiérrez pronunció un grandilocuente discurso comparándola con dos grandes gestas antiguas: la de Aníbal cruzando los Alpes, como el ejército chileno-argentino los Andes, y la de César en la guerra de las Galias, por enfrentar estoicamente todas las adversidades posibles.22 Por su parte, la prensa elitista amplificó este discurso heroizante sobre las grandes figuras nacionales mediante la insistente publicación de artículos biográficos. Sirva como ejemplo un texto de Zig-Zag acerca de la caída en desgracia de Diego Portales: “Los preliminares de la muerte de Portales recuerdan a cada paso los del asesinato de Julio César. Como el Emperador romano, don Diego Portales depositó su confianza en un hombre a pesar de todos los fatales presajios de traición”.23

Este tipo de retrospectiva personalista tiene mucho que ver con el planteamiento autolegitimador de la conmemoración: si el discurso de la élite chilena asentó su habitual discurso de autocomplacencia con la excepcional estabilidad y prosperidad de la República dentro del contexto latinoamericano (Affigne 2022, 138-150), aquellas figuras a las que se atribuía el mérito exclusivo de dicho esplendor eran presentadas como los antecesores directos de los gobernantes del presente (Schneuer 2016). Por otro lado, no es extraño que en estas apologías se recurriese habitualmente al ejemplo de los héroes antiguos, míticos o históricos; era una expresión de la educación clasicista de la élite y el espejo ideal en el que aristocracia pretendía verse reflejada.

Frente a este discurso oficialista, el Centenario constituyó un contexto propicio para revelar las contradicciones del país y la crisis del sistema vigente. Paradójicamente, al fomentarse la revisión histórica y la autoconsciencia identitaria, también se intensificaron las críticas al modelo tradicional (Silva Avaria 2008, 107-145; Affigne 2022, 150-166). Dentro de este movimiento, quizá el libro más impactante fue Sinceridad. Chile íntimo en 1910, del profesor Alejandro Venegas, bajo el seudónimo de Julio Valdés Canje. Fue la expresión más vehemente del malestar de buena parte de los jóvenes intelectuales del momento; de hecho, le acarreó una persecución política que lo obligó a abandonar el puesto de vicerrector del Liceo de Talca y jubilarse prematuramente en 1915 (Gazmuri Riveros 2001, 143-192; Subercaseaux 2011, 49-54). Además, es la obra que más directamente confrontó la crisis con la celebración del Centenario: “No he podido resignarme a autorizar con mi silencio esta infamante comedia” (Venegas Carus 1910, XII). Organizado como una serie de cartas ficticias dirigidas al presidente Ramón Barros Luco, desgrana sistemáticamente la problemática moral, económica, política y educativa del país para después proponer, desde una perspectiva reformista y progresista, medidas para paliar la desigualdad social, democratizar el sistema, promover una economía más redistributiva, laicizar la educación y racionalizar la administración y el ejército.

Venegas era un hombre culto y defensor de la formación humanista (Venegas Carus 1910, 302). Consecuentemente, también utilizó numerosas alusiones a la antigüedad para reforzar sus argumentos, aunque en un sentido muy distinto al de los discursos oficialistas. En primer lugar, lo antiguo, y en especial Egipto, le sirvió a menudo para ilustrar el atraso. Al criticar la indolencia por la escasa modernización de la agricultura chilena, puso como ejemplo “la siega a pura hoz, echona como se dice en Chile, ni mas ni ménos que, como por los grabados prehistóricos puede verse, se hacía en el antiguo Egipto 4.000 años ántes de J.C.” (Venegas Carus 1910, 18). De nuevo, cuando propuso reformar el ejército, admitió: “se elevará un inmenso clamoreo en favor de los defensores de la patria, a quienes segun la opinion de muchos, se debe tener como a los gatos i los cocodrillos sagrados en los templos del antiguo Ejipto” (Venegas Carus 1910, 345-346).

Para él la antigüedad no es una cantera de prototipos heroicos, sino una fuente de reflexión sobre la corrupción y la injusticia. En general, consideraba que el país estaba atravesado por una profunda crisis moral, e identificó el principal de los males en la obsesión por el beneficio económico a corto plazo. Según él, dicha inercia conducía al desastre, pues conllevaba una total falta de perspectiva de futuro, como enseñaba la historia del rey Midas.

En nosotros se está realizando la leyenda de aquel rei codicioso de dinero que, habiendo conseguido de las divinidades que cuanto tocase se convirtiera en oro, veia aproximarse la muerte sin poder alimentar su cuerpo que languidecia de inanicion entre sus imponderables tesoros. Asi, el saber, el arte, el honor, la gloria, el patriotismo, todo lo trocamos por dinero i ya comenzamos a sentir la asfixia que producen las riquezas sin virtud i sin ideales (Venegas Carus 1910, 206).

Concretamente, el irresponsable despilfarro de la aristocracia en las celebraciones fue una crítica recurrente desde muchos sectores; un periódico conservador y católico también encontró paralelismos con otro rey antiguo: “nuestros gastos andan tan rumbosos como los de Creso”.24

Además, para Venegas, esta mentalidad promovía en los explotados la única motivación de prosperar comportándose igual o peor que sus explotadores: “esto debemos considerarlo como un fenómeno natural: entre los romanos no habia señores mas crueles con los siervos que los libertos enriquecidos” (Venegas Carus 1910, 205).

En un tono pedagógico, utilizó también fábulas clásicas para ejemplificar las problemáticas que explicaba, por ejemplo, para ridiculizar el discurso militarista y hegemonista imperante en Chile en competencia con Brasil y Argentina: “hasta los mas obcecados ven ya que por el lado del Atlántico se levantan dos colosos ante quienes somos la rana de la fábula” (Venegas Carus 1910, 246). Se refería a la popular fábula atribuida a Esopo (Fedro 1.24) que cuenta cómo una rana, envidiosa del tamaño de un buey, se empeñó en hinchar su cuerpo hasta que acabó estallando. Otra fábula le sirvió para explicar la debilidad del fallecido presidente Pedro Montt, quien, pese a sus buenas intenciones, había sido incapaz de enfrentarse a los especuladores: “reprodujeron con él la escena de la fábula del Asno i el Leon Viejo” (Venegas Carus 1910, 5-6). Aludía a la historia de un temible león que, postrado en su vejez, recibía el humillante ataque de animales mucho menos dignos que él; así los hombres más viles aprovechaban la vulnerabilidad última de los poderosos (Fedro 1.20).

En general, la debilidad de los presidentes ante la omnipotencia de la oligarquía era uno de los grandes temas de la crisis política en Chile. Por eso Venegas animaba a su supuesto interlocutor, el presidente Barros Luco, para que no fuese dócil como todos esperaban por su avanzada edad: “ofreciendo al mundo el homérico espectáculo de un Ulises a quien los años no quebrantan, i puede en su gloriosa ancianidad dar lecciones de enerjía i de valor a los jóvenes presuntuosos que se atreven a insultar sus canas” (Venegas Carus 1910, 7), en alusión a su victoria sobre los pretendientes de Penélope.

Más profunda es su reflexión sobre la legitimidad de la analogía entre las problemáticas de Roma y Chile a propósito de un artículo del filósofo Enrique Molina (1910) en el que relativizaba la crisis presente comparándola con épocas remotas. Aplicando la ley del progreso, Venegas defendía que la mera comparación no era válida, pues las sociedades humanas debían aspirar a una continua mejora:

porque si nuestra corrupcion llegara a igualarse a la de la Roma Cesárea, nuestra crísis sería diez veces mayor que la del pueblo romano, puesto que en dieciocho siglos la humanidad ha subido muchos peldaños en la escala de su perfeccionamiento, i en consecuencia para descender a aquel estado de abyeccion, su caida tendria que ser inmensamente mayor que la que tuvo que sufrir la ciudad de los Quirites (Venegas Carus 1910, 243-244).

Aplicando una lógica netamente progresista, Venegas trató de evitar las analogías simples con el pasado. Consecuentemente, la antigüedad no debía ser un pretexto para celebrar el presente ni un simple catálogo de ejemplos heroicos, sino una fuente de reflexión sobre los problemas derivados de la corrupción y la desigualdad resultantes del abuso de los poderosos. Vimos cómo Venegas también criticó los arcos de triunfo: el superficial boato del poder romano no dejaba de esconder una realidad injusta y brutal, antes y ahora.

8. Conclusiones

El legado clásico en Latinoamérica se manifestó intensamente en las luchas por la independencia convertido en un símbolo de libertad y renovación respecto al pasado colonial y absolutista. Así la cultura clásica arraigó en Chile a lo largo del siglo xix, primero como parte del argumentario idealista de una minoría ilustrada y después institucionalizado como la base formativa de la élite ciudadana. La celebración del Centenario chileno constituye un caso de estudio excepcional, pues reveló de una manera explícita las diferentes visiones sobre el pasado y presente del país, desde el pomposo triunfalismo del régimen oligárquico hasta las más amargas críticas por sus injusticias. En ese contexto, aquel bagaje clasicista fue desplegado con todo su potencial.

Sin que nuestro estudio haya pretendido ser absolutamente exhaustivo, hemos constatado cómo el mundo clásico fue omnipresente en esta conmemoración: estuvo en la organización de actividades y exposiciones, la iconografía y estética utilizadas, los monumentos y edificios inaugurados e incluso las controversias políticas suscitadas. Ya fuese por medios más tradicionales (medallas y estatuas) o innovadores (postales y prensa), por impulso estatal (edificios y actividades) o iniciativa privada (ilustraciones y publicidad), la incidencia de lo clásico resulta un fenómeno fundamental desde el punto de vista de la historia cultural. Además, su presencia en el debate político demuestra que no era un recurso puramente superficial ni tampoco un patrimonio exclusivo de la oligarquía, sino que a esas alturas estaba también interiorizado en el armazón intelectual de las nuevas generaciones de clase media que marcarían la transformación del país en los años siguientes.

No obstante, es cierto que aquel vínculo con la antigüedad sirvió predominantemente al mensaje proyectado por esa aristocracia que básicamente monopolizó la celebración desde las instituciones y los medios afines. En este sentido, el simbolismo grecolatino se insertó en un discurso enfocado en la exaltación de la civilización y el progreso material alcanzados por el Chile independiente: las deidades femeninas personificando el sistema republicano, el Hermes-Mercurio representando la prosperidad económica, la Niké-Victoria resaltando la potencia militar y Pegaso y las musas celebrando el esplendor cultural. Todos ellos constituían un catálogo de los supuestos éxitos conseguidos en el último siglo por la nación chilena, debidamente guiada por su aristocracia.

Ciertamente, ese lenguaje alegórico era en gran medida ajeno al común de los chilenos, pero tenía todo el sentido para una élite con inquietudes cosmopolitas. En efecto, esta tendencia clasicista estuvo estrechamente relacionada con la proyección internacional de la celebración. Mediante el empleo de códigos simbólicos y estéticos de corte universalista, muy inspirados en el imaginario francés, parece que la oficialidad buscó una comunicación más fluida con el receptor extranjero de las delegaciones y la prensa. Incluso la materialidad de buena parte de los elementos clasicistas del Centenario tiene un componente europeo: fueron realizados por artistas de Europa, transportados desde allí u obsequiados por sus colonias. Aplicando una concepción eurocéntrica del progreso, así se intentaba situar a Chile dentro del supuesto mundo civilizado de una manera más sólida y reconocible. Paradójicamente, la pretensión de modernidad pasaba por volver la vista hacia la antigüedad del Viejo Mundo.

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Fecha de recepción: 20.01.2022
Versión reelaborada: 23.10.2023
Fecha de aceptación: 20.11.2023

 

 

 


1 Esta investigación se enmarca en el proyecto: “Antigüedad, nacionalismos e identidades complejas en la historiografía occidental: De la historiografía académica a la cultura de masas en Europa y América Latina (1870-2020)” (PID2020-113314GB-I00), Ministerio de Ciencia e Innovación, Gobierno de España.

2 Aurora de Chile, 13 de febrero de 1812, 1.

3 El Mercurio, 20 de noviembre de 1908, 9. Sobre el reflejo en la prensa de las expectativas y preparativos, vid. Signorio (2006).

4 Además, el conocimiento de la celebración en provincias es menos profundo, en parte porque recibió mucha menos cobertura periodística (Reyes del Villar 2007, 102) y en parte porque la investigación le ha dedicado menos esfuerzo (Medina Valverde y Cartes Montory 2012; Serra Anguita 2015, 598-599).

5 Pueden consultarse las actividades en el programa de fiestas (Ilustre Municipalidad de Santiago 1910).

6 El Ferrocarril, 17 de septiembre de 1910, 2; El Diario Ilustrado, 17 de septiembre de 1910, 2.

7 “La feria del Centenario”, Zig-Zag, 22 de octubre de 1910, s. p.

8 Zig-Zag publicó fotografías de esos arcos en Temuco y Rengo (8 de octubre de 1910, s. p.), Tocopilla (15 de octubre de 1910, s. p.) y Arica (22 de octubre de 1910, s. p.). Hay más ejemplos, de esta y otras celebraciones, en Herrera Floody (2010, 25, 29, 75, 401, 350-351, 649, 678 y 750).

9 El Ferrocarril, 15 de septiembre de 1910, 4.

10 Buen ejemplo es la medalla dedicada “A nuestros libertadores centenarios”, con los retratos de Bernardo O’Higgins y José de San Martín. Museo Histórico Nacional, Santiago de Chile (en adelante, MHN) 3-6297.

11 MHN 3-6291, 3-6292 y 3-6294.

12 Destacan las del Congreso Nacional (MHN 3-6370), la Escuela Naval (MHN 3-6383) y la Exposición Internacional de Bellas Artes (MHN 3-5933), así como otras dedicadas a O’Higgins y San Martín (MHN 3-6413), O’Higgins y Pedro Montt o Magallanes.

13 MHN 3-5924 y 3-5941, y 3-6556 y 3-6252.

14 Zig-Zag, 1 de enero de 1910, s. p. y 17 de diciembre de 1910, s. p. Pueden encontrarse otros ejemplos en Bruna Pouchucq (2010, vol. 2, 80-81 y 93).

15 Hay varios ejemplos en la colección de la Biblioteca Nacional (AF0018836), el Museo Regional de la Araucanía (6-3008 y 6-3009) y el MHN (Andrade Blanco 2018, 75).

16 Por ejemplo, en Zig-Zag, 3 de diciembre de 1910, s. p.

17 “Sin embargo, la mujer alada del Parque Forestal está prácticamente desnuda, mientras que la Nike de la antigüedad se la representa vestida” (Voionmaa Tanner 2005, 86).

18 La misma idea, aunque en este caso con un cóndor completo, se reprodujo en Punta Arenas (Magallanes) por iniciativa de las Sociedades Mutuales de la ciudad (Cabeza Monteira et al. 2016b, 463).

19 Desconocemos las circunstancias y fecha de su desaparición. Reproducen imágenes Galaz-Mandakovic Fernández (2011, 311) y Zig-Zag, 15 de octubre de 1910, s. p.

20 Museo Nación de Bellas Artes, Santiago de Chile (en adelante MNBA), 2-1694, Museo de Arte y Artesanía de Linares 13-442, MNBA 2-2021 y MNBA 2-676.

21 Luis Orrego Luco, “Hechos y notas”, Selecta, octubre de 1910, 250.

22 El Diario Ilustrado, 14 de septiembre de 1910, 4.

23 Zig-Zag, 17 de septiembre de 1910, s. p.

24 “Después del Centenario”, El Chileno, 23 de septiembre de 1910, citado en Schneuer (2016: s. p.).