DOI: 10.18441/ibam.24.2024.85.185-207

 

 

 

 

Políticas culturales en Uruguay durante el ciclo progresista (2005-2020). Avances y contradicciones en un tiempo de cambios

Cultural Policies During the Progressive Cycle in Uruguay (2005-2020). Advances and Contradictions in a Time of Change

Álvaro de Giorgi Lageard

Universidad de la República, Uruguay

adegiorgi@cure.edu.uy
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-7077-2052

1. Introducción

El advenimiento de un “giro a la izquierda” durante las primeras décadas del siglo xxi constituyó un hecho histórico trascendente en América del Sur. Este artículo tiene por objetivo analizar una dimensión poco estudiada de este proceso, las políticas culturales, en una experiencia nacional particular, el caso uruguayo. El denominado ciclo progresista en Uruguay comprendió tres gobiernos: en él se alternaron en la presidencia los dos líderes principales del Frente Amplio-Encuentro Progresista (FA-EP): Tabaré Vázquez de 2005 a 2010, seguido de José Mujica del 2010 al 2015 y nuevamente Vázquez de marzo de 2015 a febrero de 2020.

El Frente Amplio (FA) se formó en 1971 como una coalición de partidos de izquierda y centro-izquierda para comparecer unidos bajo una misma expresión electoral en los comicios de 1972. En 1973 ocurrió el golpe de Estado que instalaría una dictadura militar hasta 1985. Durante este tiempo el FA fue ilegalizado pero se recompuso con el retorno de la democracia. En 1989 alcanzó la jefatura del gobierno departamental de Montevideo, la capital, el segundo cargo político en importancia luego de la presidencia del país. En las elecciones de noviembre de 2004 obtuvo por primera vez el gobierno nacional bajo un nuevo nombre Frente Amplio-Encuentro Progresista (FA-EP). Este giro en su autodenominación se conecta a un proceso paulatino de moderación ideológica en simultáneo al crecimiento de su caudal electoral (Yaffé 2005). Este trabajo toma el nombre de progresista en tanto lenguaje nativo del actor.1

Hasta unas décadas atrás la idea convencional de política cultural refería al conjunto de acciones implementadas desde los gobiernos hacia el patrimonio y las artes más legitimadas, asociada a la concepción de cultura heredada de la Ilustración. Pero este paradigma viene siendo cada vez más desafiado, una vez que se extiende el concepto de cultura, y concomitantemente, el de políticas culturales. Esta ampliación conlleva un desafío para los Estudios sobre Políticas Culturales.

La política cultural es parte del ejercicio del poder y esto implica decisiones sobre objetivos públicos, por lo que resulta importante reforzar la idea de que las políticas culturales no se circunscriben a las políticas sectoriales relacionadas con el arte y la educación artística. Por el contrario, se relacionan complejamente con variados aspectos del espacio simbólico-cultural: ellas son dispositivos políticos que activan nuevos procesos sociales (Peters 2021, 209).

En este artículo me adhiero a estas nuevas tendencias, apoyándome en la distinción que establece Garretón entre políticas sectoriales y políticas de sustrato cultural. Por lo primero, refiere a la noción más tradicional; por lo segundo a aquellas que involucran disputas de valores y los modos de organizar la vida en común. Las primeras, por ser las convencionales no necesitan ser presentadas; las segundas las define como aquellas iniciativas que procuran intervenir en:

los modos de ser de una sociedad; su relación con el pasado y la memoria, las expectativas del porvenir; las maneras de relacionarse con la naturaleza, la trascendencia y las formas de convivencia [...]; la cuestión de la identidad nacional y de la diversidad cultural o identidades. Estos aspectos integran los que podríamos llamar la política cultural básica, o de sustrato y muchas veces ella no es explícita (Garretón 2008, 77).

Importa subrayar en las políticas de sustrato dicha dimensión política y su orientación al cambio, independientemente de que las acciones que analíticamente se identifiquen como tales se autodefinan como “culturales” o no. En ocasiones las políticas culturales de sustrato pueden incidir en la transformación de la cultura política dependiendo del grado de confrontaciones que movilicen (Álvarez, Dagnino y Escobar 2008, 28).

En Uruguay existen antecedentes de estudios que abordan acciones sobre políticas sectoriales de las políticas culturales del progresismo pero no un abordaje como el que se propone aquí, el estudio combinado de políticas sectoriales y de sustrato.2

El objetivo del artículo es exponer desde este enfoque integral los principales trazos que conformaron las políticas culturales durante este ciclo político. La elección de los casos analizados puede leerse como hipótesis de trabajo, en un tema tan vasto, planteada con el fin de contribuir a afirmar este campo de estudios a nivel nacional y como un insumo para estudios comparativos sobre políticas culturales, especialmente a nivel latinoamericano.

El artículo se organiza en tres secciones. El primer apartado se centra en las principales iniciativas sectoriales identificadas, las tensiones entre continuidades y cambios con respecto a las políticas sectoriales previas, y entre las formulaciones retóricas y la efectiva implementación en la práctica. Los casos seleccionados son la introducción de un nuevo paradigma, autodenominado ciudadanía cultural, que fue orgullosamente reivindicado desde la administración como su sello de identidad y la “refundación” de la compañía oficial de ballet, la política específica hacia las artes que más trascendencia tuvo durante este ciclo.

El segundo apartado se dedica a las políticas de sustrato, priorizando dos grandes líneas de acción. En primera instancia, iniciativas orientadas a remover significados naturalizados de la cultura dominante en lo concerniente a la diversidad cultural, acciones que conllevaron una apertura hacia el reconocimiento de la especificidad cultural y los derechos de sectores subalternos como mujeres, las denominadas disidencias sexuales, la población afrodescendiente, los consumidores de cannabis. Este proceso denominado nueva agenda de derechos terminó deviniendo un hito identitario de las políticas del ciclo progresista, por ello es importante su inclusión. En segunda instancia, la invocación a remover significados naturalizados de la cultura dominante relativo a la caracterización del ethos nacional como una cultura mesocrática poco afecta al riesgo, considerada como un escollo para impulsar un proyecto nacional de desarrollo. Se considera pertinente analizar esta línea de acción de sustrato cultural puesto que concierne al diagnóstico y revisión del pasado, del modo de ser de la “uruguayidad” y de las expectativas hacia el porvenir.

2. Las políticas sectoriales

El entramado institucional de la administración pública orientado a la cultura existente previo al acceso al gobierno nacional del FA-EP en 2005 se compone de la siguiente manera. El órgano rector en la materia es el Ministerio de Educación y Cultura (MEC) desde su creación en 1970. A su interior, el organismo más directamente responsable en la formulación y ejecución de políticas culturales sectoriales se denomina Dirección Nacional de Cultura (DNC). Sin embargo, aunque ostenta en su formalidad esta condición no define por sí sola el rumbo de las políticas artístico-culturales puesto que coexiste al interior del MEC con otras secciones independientes a su radio de acción tales como la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación, la Dirección Nacional de Bibliotecas, Archivos y Museos Históricos y el Servicio Oficial de Difusión, Representaciones y Espectáculos (SODRE). La administración estatal se organizaba en dos niveles, el nacional, y el subnacional, denominado gobiernos departamentales, repartidos en diecinueve departamentos en todo el territorio nacional. Al poder ejecutivo de estos últimos se los denomina Intendencias.3 Más allá de esta organización formal, Uruguay es un país muy centralizado, con una gran asimetría de poder entre la capital, Montevideo, y el resto del territorio, denominado tradicionalmente “Interior”, mucho más extenso en superficie pero menos influyente. Los gobiernos departamentales tienen autonomía propia en materia de administración artístico-cultural, con distintos grados de relevancia, siendo la Intendencia de Montevideo (IM) la que se ha distinguido notoriamente de sus pares del Interior. El primer Departamento de Cultura de un gobierno departamental lo creó la IM en 1985 al recuperarse la democracia. A partir de 1990 y de allí en más, el FA-EP ha gobernado sucesivamente la IM. En sus primeros tres gobiernos –entre 1990 y 2005– le dedicó gran importancia a la cultura artístico-patrimonial, desplegando varias iniciativas a nivel departamental que serían tomadas como referencia a nivel nacional a partir de 2005 (Cruz y Vetrale 2008). Otra característica previa al 2005 es que la DNC no contaba con oficinas propias en el Interior, y sus programas de acción implementados en la escala subnacional territorial se caracterizaban por ser básicamente difusionistas, desde programas diseñados desde su sede central ubicada en el centro de la capital.

Volviendo al nivel nacional, se ha señalado como un gran problema de la institucionalidad pública cultural nacional su conformación por aluvión, compuesta de compartimentos sin coordinación entre sí y en algunos casos, con superposición de funciones (Carámbula 2011). Achugar (2013) denomina este estado de situación como “archipiélago cultural”. En dicho archipiélago el SODRE y la DNC son los dos actores (“islas”) más potentes y con mayor capacidad de acción. El SODRE ha sido históricamente la estrella más fulgurante de este entramado. Creado en los años treinta del siglo xx estrechamente conectado a la aparición de la radio como nuevo medio de comunicación (Torres 2015), se orientó desde su fundación hacia la difusión cultural –tanto radiofónica como mediante espectáculos en vivo– de la ópera, la música sinfónica y el ballet bajo el presupuesto de que constituían las expresiones excelsas de las artes escénicas. Para ello se crearon los cuerpos estables Orquesta Sinfónica del SODRE (OSSODRE) en 1931 y el Ballet Nacional del Sodre (BNS) en 1935. En ese mismo impulso el Estado compró y refaccionó un antiguo teatro privado para alojar las representaciones de ambos elencos, llamado Estudio Auditorio. La ópera, la música sinfónica y el ballet no fueron priorizados solamente por su legitimidad al interior del campo cultural, sino por su condición de emblemas de la moderna civilización europea, considerada por entonces el modelo de sociedad a emular por el país.

2.1. La DNC y la ciudadanía cultural: fundamentos e implementación

Durante el ciclo progresista la DNC tuvo tres directores. La gestión más destacada estuvo a cargo de Hugo Achugar entre los años 2008 y 2015. Poeta, ensayista, docente e investigador universitario de dilatada trayectoria, sus ideas se apoyaron en los estudios culturales latinoamericanos. Desde estos antecedentes introdujo el paradigma de la ciudadanía cultural (De Giorgi 2021) en las políticas culturales. La explicitación conceptual de esta opción es una constante de su discurso público en actos inaugurales de programas y eventos, entrevistas periodísticas y documentos oficiales de balance de gestión. El MEC publicó en 2013 un libro titulado Cultura con el fin de difundir los fundamentos y balance de lo actuado hasta entonces por sus principales jerarcas. En el artículo de su autoría Achugar argumentó sobre la pertinencia de su orientación sosteniendo que a grandes rasgos la cultura se pensó en el siglo xix como las “bellas artes”, a comienzos del siglo xx como industria cultural/cultura de masas y a fines del siglo pasado y comienzos del actual, como ampliación de los derechos culturales:

me parece fundamental en una gestión pública y en una sociedad incorporar el concepto de “ciudadanía cultural”, el cual va de la mano de la noción de “derechos culturales” […] Una de las ideas rectoras fue la de desarrollo cultural para todos, la convicción de que todos los ciudadanos –independientemente de su condición social, de su situación “ciudadana”, o de su educación– tienen no sólo derecho a disfrutar del arte y las expresiones culturales sino también de ser productores de arte y cultura (Achugar 2013, 20).

En Desarrollo cultural para todos. Informe de Gestión 2010-2014, el más completo documento oficial de balance sobre políticas culturales elaborado durante los tres gobiernos, publicado por el MEC en 2015, se encuentra el mismo planteo:

el gran cambio viene por el lado de la descentralización y de la transformación de las políticas culturales en el sentido de la incorporación al accionar de la DNC de los derechos culturales y de la ciudadanía cultural […] la concepción de que las políticas públicas en cultura no pueden ser solamente para los artistas, sectores o clases medias; normalmente la población objetivo de las actividades artístico-culturales en el país (Achugar 2015, 13).

El fundamento de esta nueva concepción se planteó en términos de procurar alcanzar una redistribución más equitativa del acceso a los bienes y servicios culturales por parte del conjunto de la ciudadanía, para contrarrestar lo definido como “elitismo” resultante de la aplicación de paradigmas de gestión previos sustentados en concepciones de cultura concebidas como ya caducas. La premisa era que estos antecedentes de política cultural estaban unilateralmente orientados hacia la “alta cultura” para usufructo exclusivo de minorías “ilustradas”, lo que daba cuenta de un déficit democrático en el acceso a la producción y disfrute de la cultura. Con el arribo a la DNC del enfoque de la ciudadanía cultural se procuró entonces revertir ese problema.

El primer paso para acortar dicha brecha social en el acceso a la cultura implicó entonces una redefinición de la noción de cultura. De ahí que se insistiera continuamente en la caracterización de lo que se pretendía dejar atrás como “parcial” y “elitista”. Como alternativa se planteó concebir a las culturas en plural colocando el acento en la promoción de la diversidad cultural. Las recomendaciones de las convenciones de Unesco (2016) fueron una fuente importante de inspiración de este giro conceptual. A su vez, este nuevo paradigma planteó la necesidad de que el Estado se constituyera en actor central en la reversión de la inequidad estructural de la desigual distribución de la cultura. En palabras de Achugar, debe “romper los constreñimientos socioeconómicos y socioculturales predominantes para que la diversidad se exprese” (2013, 23). Al Estado se le adjudicó como principal rol el alentar la diversidad de expresiones estéticas absteniéndose de instituir juicios ni controles, postulando su neutralidad en paralelo a su condición de garante del acceso plural a la creación y disfrute de la cultura.

En simultáneo a este despliegue conceptual dos grandes líneas de acción sobresalen al examinar la implementación de lo impulsado desde la DNC durante esta gestión. Por un lado, la institucionalización en esta dependencia de un área específica denominada Ciudadanía Cultural a partir del año 2009, focalizada en promover el acceso a bienes y servicios culturales a sectores de la población considerados hasta entonces excluidos de las políticas públicas en el sector cultural. Estratos sociales medios bajos y bajos definidos desde sus ingresos económicos per cápita, y –en particular– la población caracterizada como “vulnerable”, entendida como aquellas personas que viven en condiciones de exclusión social, asociada estrechamente, aunque no exclusivamente, a la pobreza, y que están atravesadas por la dificultad de salir de tal situación y mejorar su calidad de vida sin apoyo de políticas públicas. Los programas desarrollados en esta área fueron Usinas Culturales, Fábricas de Cultura, Centro Cultural Urbano y –a partir del 2015– se sumó Puntos de Cultura.

El más importante, Usinas Culturales (UC), consistió en la creación de espacios locativos de equipamiento, infraestructura y recursos humanos orientados a la producción de música y audiovisuales, ubicados mayoritariamente en barrios denominados “cinturón de pobreza”, en zonas no céntricas y en localidades menores de departamentos del Interior, algunas de los cuales implicaron a grupos vulnerados como afrodescendencia, salud mental y personas privadas de libertad. Se concretaron 10 en Montevideo y 9 en el Interior. El programa apostó a estas disciplinas artísticas –música y audiovisual– en su condición de medios de mayor uso social en la contemporaneidad. Se fundamentó en la necesidad de disponer gratuitamente la infraestructura técnica requerida para todos los interesados en crear cultura en estos lenguajes. La definición de sus principales objetivos y destinatarios transitó por el mismo carril que la fundamentación sobre la ciudadanía cultural en general: “adolescentes y jóvenes en situación de pobreza con el objetivo de procurar su inclusión social” (Achugar y Lembo 2017, 30). Gortázar (2017) destaca en una evaluación general del programa que las interacciones desarrolladas entre el personal técnico de las UC y sus destinatarios no se limitaron a lo meramente instrumental. Sostiene que las UC funcionaron como espacios de intercambio que involucraron aspectos tales como la dimensión colectiva de los proyectos, la problematización de las fronteras entre lo técnico y lo artístico, el pulimento de las ideas iniciales, la diversificación de lenguajes artísticos y la exploración de las posibilidades que ofrece la tecnología en estas disciplinas. Durante el tercer gobierno (2015-2019) declinó su apoyo, construyéndose una sola, se le adjudicó menos presupuesto al conjunto del programa y bajó el nivel de satisfacción de la demanda de los usuarios locales (Da Rosa 2018). Centro Cultural Urbano, ubicado en Montevideo, se creó para facilitar el acceso a la producción y fruición artística a personas en situación de calle, incluyendo población transgénero y pacientes de salud mental. Conformado a partir de un equipo de gestión interdisciplinario, con un perfil de cultura comunitaria, procuró brindar una formación integral a través de distintos talleres de variados lenguajes artísticos. También se planteó mejorar las posibilidades de acceso de esta población a bienes y servicios culturales (teatros, cines, museos) que generalmente excluyen a estos destinatarios (Simonetti 2018).

En segundo lugar, se hizo una apuesta importante hacia la descentralización territorial en pos de mejorar el acceso a actividades artístico-culturales de los habitantes del Interior. Esto significó un giro importante en la limitada presencia antes descripta para esta parte del territorio nacional. El principal programa orientado a este fin se denominó Centros MEC. Se optó por radicar estos centros en localidades de menos de 5.000 habitantes o en barrios periféricos de las ciudades capitales departamentales. El primer local se inauguró en 2007 y durante todo el ciclo se llegó a instalar 127. La gestión de estos espacios se realizó en conjunto con otros actores estatales tanto centrales como de los gobiernos departamentales mayormente no coincidentes con el partido de gobierno a nivel nacional, y en algunos casos, con organizaciones de la sociedad civil. Entre los actores estatales destacó la articulación con la compañía estatal de telecomunicaciones (ANTEL), dado que uno de los fines principales que adquirió el programa consistió en la alfabetización digital para adultos. Complementario a ello, se desarrollaron actividades orientadas al incentivo de disciplinas artísticas en artes escénicas, visuales y audiovisual, mediante talleres de formación, promoción de artistas locales y emergentes, la circulación intra e interdepartamental en el Interior. Otra línea de acción fue el estímulo al turismo cultural con enfoque social focalizado a destinatarios no tradicionales tales como adultos mayores y adolescentes en situaciones de vulnerabilidad de localidades alejadas de las capitales departamentales (Caldes y Guerrero 2015).

Otras líneas de acción descentralizadoras involucraron programas centrales específicamente definidos hacia el Interior, tales como el Fondo para la recuperación y construcción de Infraestructura para actividades artísticas y culturales en el Interior del país, orientado a los objetivos explicitados en su denominación, y el Fondo Concursable para la Cultura, una convocatoria anual para proyectos en diversas categorías artísticas evaluado por jurados externos a la DNC. Al constatarse que la mayoría eran obtenidos por postulantes montevideanos, a partir del 2009 se reorientó un monto específico exclusivo para el Interior, subdividido en regiones, bajo el nombre Fondos Regionales para la Cultura.

2.2. Retórica y práctica, la excelencia artística como “buque insignia”

Más allá de lo enunciado, la aparición de la ciudadanía cultural no significó la desatención de los sectores artísticos convencionales, el apoyo a creadores y públicos tradicionales desde la DNC. Más bien ocurrió lo contrario, se incrementó notoriamente en comparación a los gobiernos previos. Entre las principales acciones que ejemplifican esto cabe señalar: la jerarquización de la propia DNC dentro del organigrama estatal al elevarla a Unidad Ejecutora, lo cual implicó mayor autonomía decisoria y presupuesto; mejora de la infraestructura cultural también en la capital; una nueva institucionalidad en artes escénicas, visuales, cinematografía y museos –creación de los Institutos Nacional de Artes Escénicas y Nacional de Artes Visuales, Instituto de Cine y Audiovisual del Uruguay, Espacio de Arte Contemporáneo, ley de Sistema Nacional de Museos, creación del Museo Figari, adquisición estatal del Museo Gurvich, traslado de la sede del Museo Nacional de Historia Natural–; la mejora y creación de nuevos estímulos como premios y becas en literatura, música y artes visuales; los ya referidos Fondos Concursables para la Cultura de alcance nacional en múltiples disciplinas; protección legal de la seguridad social para artistas –Ley Estatuto del artista y oficios conexos–; promoción de artistas y obras en el exterior, particularmente en artes visuales y literatura; impulso a las industrias creativas, especialmente en música, audiovisual, diseño y editorial. O sea que, si bien en la autodefinición de la política cultural sectorial se remarcó la existencia de un “quiebre de modelo”, ello no concuerda con la implementación práctica de programas y recursos movilizados. La aparición de la ciudadanía cultural amplió el perfil social de destinatarios pero a su vez la política de la DNC como un todo redundó en una cobertura mayor de los destinatarios habituales del campo artístico-cultural.

Este desajuste entre los fundamentos esgrimidos y la implementación práctica se acrecienta al incorporar al análisis al otro gran actor del “archipiélago”: el SODRE, la “isla” de mayor tradición y poder del entramado. En su ideal de neutralidad sostenido bajo el principio de fomento a la pluralidad y diversidad culturales, el enfoque de ciudadanía cultural postula la no intervención estatal en materia de preferencias estéticas. La historia del SODRE evidencia que el Estado no es neutro ni en términos exclusivamente “estéticos” ni en relación a las tradiciones, formaciones e instituciones (Williams 1980) conectadas a las preferencias “estéticas”. El ballet se originó en Francia en el siglo xvii como práctica aristocrática de la corte. Esto no lo encorseta de una vez y para siempre a dicho origen puesto que como toda práctica cultural puede ser objeto de reapropiaciones. No obstante, eso ocurre dentro de ciertos límites; se lo apropió la burguesía, no los sectores populares. Su presencia en países sudamericanos que, como Uruguay en las primeras décadas del siglo pasado, miraban hacia Europa en general y a Francia en particular como modelo cultural por excelencia no es casualidad.

El progresismo le dedicó un gran apoyo al SODRE desde su primer gobierno. Como primera gran medida se otorgaron los recursos económicos necesarios para hacer del Estudio Auditorio un escenario de vanguardia. Esto requiere completar su historia previa al 2005. Desde su creación en 1931 hasta mediados de siglo fue sinónimo del recinto máximo de la “excelencia” artística, pero en la década del sesenta su influencia comenzó a decaer, proceso que alcanzaría su punto culminante con su incendio a fines de 1971. Su lenta reconstrucción demoraría casi cuatro décadas puesto que recién a fines de 2009, durante el primer gobierno del FA-EP fue reinaugurado bajo un nuevo nombre –Auditorio Adela Reta– en su misma locación histórica pero con una infraestructura y diseño arquitectónico totalmente innovadores para Uruguay. En la revitalización general del SODRE se privilegió especialmente al BNS, con mayor énfasis a partir del segundo gobierno, cuando se designó como director artístico a Julio Bocca, una figura de gran renombre internacional. Un dato revelador del tenor de esta apuesta fue el hecho que Mujica aprobó su designación recién asumido como presidente, cuando el titular del MEC, Ricardo Erlich y el presidente del SODRE, Fernando Butazzoni, fueran conjuntamente a presentárselo a su oficina. Bocca dirigió la institución de 2010 a 2017. A partir de entonces el BNS tuvo un aumento exponencial de público, montó grandes espectáculos de obras clásicas e innovadoras, tuvo gran presencia mediática, realizó giras a nivel nacional e internacional y obtuvo premios en el exterior. El BNS pasó a denominarse desde el gobierno como “el buque insignia” de las políticas hacia la cultura e innumerables agentes del campo político, artístico y los grandes medios abundaron en elogios sobre el cambio logrado en tan pocos años.

Ahora bien, por lo antedicho, si resulta comprensible que en la época de creación del SODRE y el BNS la música “culta” y el ballet clásico fueran el centro de la política cultural sectorial, este protagonismo durante el ciclo progresista es menos explicable en la clave mencionada. Entre aquel entonces y este tiempo se discutió el eurocentrismo, florecieron las teorías críticas sobre las distintas variantes que adopta la dependencia neocolonial y se habilitó un espacio más abierto para reconocer las culturas autóctonas latinoamericanas. Estrictamente en lo que refiere al paradigma de la ciudadanía cultural en políticas culturales, otro de sus fundamentos conceptuales fue revalorizar tradiciones y formaciones identificadas a sectores subalternos, en particular, aquellas asociadas históricamente a colectivos y modos de vida ajenos a la modernidad occidental europeizada burguesa, especialmente las de sectores marginados y escasamente reconocidos históricamente por su ascendencia étnico-racial que –a pesar de su persecución y desvalorización– mantuvieron originalidad y creatividad en forma colectiva y comunitaria. Por ejemplo, una expresión de esto último en la cultura uruguaya es el candombe.

En consonancia con los postulados de sus fundamentos conceptuales, una política autodefinida como promotora de la ciudadanía cultural debió haber otorgado más recursos y visibilidad al candombe que al ballet clásico –para mencionar dos prácticas artísticas emparentadas en su articulación de música y danza–. O, mucho más recursos –tanto de infraestructura, financieros y humanos– para las UC y el candombe y menos para el BNS. Existieron apoyos para lo primero. Ya fue referido lo acontecido con el programa UC y además se declaró el candombe Patrimonio del Uruguay (2006) y luego se lo postuló desde el MEC a la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, reconocimiento que se obtuvo en 2009. No obstante ello, lo dedicado a esto último fue muchísimo menor en comparación a los apoyos otorgados al BNS.

La propia condición de “archipiélago” y las dificultades para especificar la cultura conllevan una gran dificultad metodológica en la subdisciplina economía de la cultura. Pese a ello, existen investigaciones y datos cuantitativos que corroboran la desigual distribución financiera en la asignación presupuestal de estos años entre programas orientados a la ciudadanía cultural y a los más tradicionales. Por ejemplo, Cabrera (2018,145) destaca que, para el año 2017, el 32,5% del total del presupuesto de Cultura fue para el SODRE, mientras que la DNC (recuérdese que su Área de Ciudadanía Cultural era solo una parte de esta dependencia) recibió un 12,6%. En las dos décadas que analiza el autor (1999-2018) el SODRE tuvo un promedio del 36,3 % de asignación presupuestal.4 Un estudio del propio MEC realizado entre los años 2004-2010 señala que del total del presupuesto asignado a Cultura “casi la mitad está destinado al SODRE con un 44%, seguido por la DNC con un 18,3%, Televisión Nacional con un 16% y la Biblioteca Nacional con un 8,4%” (Traverso 2012, 29).

Un estudio sobre el perfil del público asistente al BNS constató su duplicación entre 2010 y 2018; en números absolutos, de sesenta mil a ciento veinte mil espectadores. Pero también que, pese a la incorporación de nuevos espectadores en un 20%, el restante 80% consistió en el “perfil clásico del público de ballet: mayormente femenino, de edades adultas y de barrios costeros de la ciudad [Montevideo] de nivel socioeconómico medio-alto” (Gómez, Silveira y Urbanavicius 2021). De acuerdo con esto, como resultado de esta línea de acción política no se disminuyó la brecha social en el acceso ciudadano a la cultura, sino que ocurrió lo contrario, se amplificó. Con la asignación de los mayores recursos a este tipo de programas y prácticas artísticas de élite casi cincuenta mil personas de clase media alta, principalmente mujeres, fueron favorecidas desde la política pública para acrecentar su habitus distintivo de clase.

Estas discordancias entre retóricas y prácticas se conectan con el diagnóstico del punto de partida señalado: las fragmentaciones y el carácter no sistemático del entramado institucional cultural nacional. La “fotografía” del entramado vigente al inicio de ciclo en 2005 es semejante a la del final del ciclo en 2019. La diferencia más importante fue la incorporación a la DNC del área de Ciudadanía Cultural y los programas mencionados (en el que resalta UC), y la presencia del MEC a través del programa Centros MEC a nivel de todo el territorio nacional. No obstante, no hubo una transformación de fondo de la arquitectura institucional de las políticas sectoriales, lo que significa que el “archipiélago” se mantuvo como tal. En marzo de 2018, hacia el final del tercer y último gobierno, se comunicó públicamente una iniciativa de reorganizar al sector cultural estatal mediante la creación de un Ministerio de Cultura y una ley nacional específica de Cultura. El nombre del proyecto de ley fue Ley Nacional de Cultura y Derechos Culturales, lo cual evidencia la primacía dada al paradigma de la ciudadanía cultural a su interior. El poder ejecutivo lo remitió al Parlamento en agosto de 2019. Estas fechas no son anecdóticas. Denotan, por una parte, el intento de institucionalizar plenamente este enfoque de política cultural asegurando su continuidad como política estatal hacia el futuro. Pero lo tardío de su aparición –a catorce años de iniciado el ciclo progresista–, y su fracaso –nunca llegó a tratarse a nivel parlamentario– muestran tanto la potencia que llegó a adquirir este paradigma como sus limitaciones en el conjunto de la política cultural sectorial del progresismo.

3. Las políticas de sustrato

Toda política de sustrato cultural parte de un diagnóstico crítico de un atributo de la cultura dominante vigente que se pretende cambiar en pos de su sustitución por una alternativa superadora de la problemática identificada como tal. Según Álvarez, Dagnino y Escobar:

la cultura es política puesto que los significados son constitutivos de procesos que, implícita o explícitamente, buscan redefinir el poder social. Cuando los movimientos sociales establecen concepciones alternativas de la mujer, la naturaleza, la raza, la economía, la democracia o la ciudadanía remueven los significados de la cultura dominante, ellos efectúan una política cultural (2008, 26).

En otras palabras, la activación de procesos tendientes a remover representaciones y prácticas de una hegemonía existente puede ser concebido como políticas culturales de sustrato.

3.1. Políticas de reconocimiento de la diferencia

Con el nombre nueva agenda de derechos se hace referencia en Uruguay a un conjunto de leyes y programas impulsado durante los gobiernos del FA-EP, orientado a la protección de situaciones de discriminación, acciones afirmativas y reconocimiento de derechos de las mujeres, disidencias sexuales, usuarios de drogas y población afrodescendiente. La expresión se hizo corriente en la esfera pública en el transcurso del año 2013. En octubre de 2012 se aprobó la ley de “Interrupción voluntaria del embarazo”, en abril de 2013 fue el turno de la ley de “Matrimonio igualitario” y al terminar el año, en diciembre, se aprobó la ley que reguló y legalizó el consumo de cannabis. El uso del término se impuso de hecho a partir de la sucesión de estas iniciativas en este lapso temporal tan acotado; primero desde la voz de sus impulsores, luego por su uso en los debates en el sistema político, y ya en general, por su circulación extendida en los medios de comunicación. Si bien estas fueron las leyes más significativas, hubo otras también importantes. Con anterioridad a 2013, durante el primer gobierno (2005-2010), se aprobaron leyes ampliatorias de derechos en materia de diversidad sexual (adopción de niños por parejas homosexuales, admisión de homosexuales en las Fuerzas Armadas, derecho a la identidad de género), leyes relativas a acciones afirmativas en materia educativa y laboral para población afrodescendiente y sobre equidad de género (cuotas de participación de mujeres en cargos electivos parlamentarios). En ese momento no se utilizaba la expresión nueva agenda de derechos puesto que se percibían como iniciativas no conectadas entre sí, pero ello cambió a partir de 2013. Durante el tercer gobierno (2015-2020), se aprobaron la ley de violencia hacia las mujeres basada en género (2017) y la ley de protección hacia personas trans (2018).

Generalmente estas acciones se analizan como políticas públicas sectoriales de acuerdo a su campo específico: políticas de género, diversidad sexual, población afrodescendiente. Desde la academia su estudio ha sido abordado desde la sociología de la acción colectiva y la rama de la ciencia política dedicada a políticas públicas. Pero también pueden ser analizadas como políticas culturales –en la categorización de Garretón, como políticas de sustrato cultural–. Según este autor son las que más importancia poseen y no suelen ser explícitas. En la medida en que la cultura configura el habitus y codifica estas diferencias de género, sexuales, etarias, étnico/raciales, se está inmerso en un sustrato cultural. Pero ello no es determinante porque así como estas codificaciones y prácticas configuran a los sujetos también son pasibles de transformación.

La nueva agenda de derechos se sustentó en cuestionar la primacía heteropatriarcal y racista de la sociedad uruguaya y el señalamiento de la desigualdad de las oportunidades existentes para desarrollar una vida plena para las mujeres, las personas LGTBQ+, la población afrodescendiente en relación a los hombres blancos heterosexuales, producto de los valores culturales imperantes. El fin procurado desde esta línea de acción política de sustrato cultural consistió entonces en modificar este estado en pos de avanzar hacia una sociedad más igualitaria y menos discriminatoria en relación al género, la adscripción étnica/racial y las opciones sexuales de las personas. El primer nivel de acción que ocurre en las políticas culturales de sustrato remite a la intención de remover creencias arraigadas en el imaginario colectivo, en pos de su sustitución por alternativas que las superen. Ilustraré esto con un solo ejemplo dada la amplitud del fenómeno. El pasar a concebir la violencia hacia las mujeres como un tipo específico de violencia inherente al orden estructural de género de la sociedad sustentado en la primacía masculina y colocarlo como un problema público, no como algo que sucede en la esfera de la vida privada y “sentimental” a nivel individual –el femicidio catalogado como “crimen pasional”–, significa un cambio cultural sustantivo, una remoción de significados de la cultura patriarcal dominante que simultáneamente produce (re)definiciones alternativas sobre las concepciones de que es ser mujer pero también sobre la democracia y la ciudadanía.

En la cita de Álvarez, Dagnino y Escobar puede constatarse cómo se resalta el papel de los movimientos sociales en la activación de estas demandas, lo que implica pensarlos a su vez como movimientos culturales –aunque no en el sentido tradicional del término asociado a corrientes estéticas–. Lo ocurrido con la nueva agenda de derechos en Uruguay no fue una excepción, dado que el rol protagónico para su activación partió de movimientos sociales locales, especialmente de organizaciones feministas y de la diversidad sexual que hábilmente lograron convencer a políticos del partido gobernante –particularmente a determinados parlamentarios y funcionarios jerárquicos ministeriales– sobre la necesidad de afrontar estas problemáticas como un asunto público de primordial importancia. Como mencioné, estos temas han sido estudiados en su proceso general y etapas particulares; se han caracterizado sus promotores y estrategias; los fines procurados, los alcanzados y los no logrados.5 Estos estudios han demostrado como el FA-EP no partió de un plan programático en materia de equidad de género, diversidad sexual, derechos sexuales y reproductivos, atención focalizada de la población afrodescendiente y legalización del cannabis. Estas problemáticas no formaron parte de su plataforma en las campañas electorales, ni fueron centro de la agenda de sus dos principales líderes y presidentes. También exponen cómo su condición de estrategia articulada en un programa compartido –agenda– la realizaron los propios movimientos sociales al decidir priorizar el tema del aborto como primer objetivo a cumplir y presentar todas sus demandas en conjunto en tanto derechos.

Otra dimensión de las políticas de sustrato remite al hecho de que no se trata solamente de introducir nuevas concepciones y representaciones sino procurar llevarlas a la práctica. A partir de la aprobación del conjunto de iniciativas legislativas referidas se necesitó un anclaje institucional desde la administración para su implementación efectiva, sea por la vía de creación de nuevos organismos o la redefinición de los ya existentes. Al asumir en marzo del 2005, el primer gobierno creó un nuevo ministerio específico para aglutinar las políticas sociales: Ministerio de Desarrollo Social (MIDES). Este fue el ámbito institucional que alojó las políticas de género, de diversidad sexual y afrodescendencia. En el caso de la regulación del cannabis se optó por realizarse desde un organismo aparte más directamente dependiente del poder ejecutivo (Junta Nacional de Drogas, de Presidencia de la República). El área de mayor cambio en el rediseño institucional fue la de políticas de género. En efecto, al crearse el MIDES, la anterior dependencia Instituto Nacional de la Familia y la Mujer pasó a nominarse Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJERES). Si el primer paso de estas disputas político-culturales de sustrato conllevan la lucha por el sentido de las palabras, dicho movimiento evidencia algo más que un mero cambio de nombre; se trató de plasmar una transformación conceptual. INMUJERES se fortaleció como máximo organismo responsable del diseño y ejecución de políticas públicas sobre género, hecho acompañado por la creación del Consejo Nacional de Género a partir de 2007. Dada la transversalidad de las políticas culturales de sustrato que apuntan a cambios en la cultura entendida como modo de vida, otras dependencias de la estructura estatal acompañaron este giro político entre las cuales cabe mencionar al Ministerio de Salud Pública, en lo concerniente a la atención de la salud sexual y reproductiva de mujeres y personas trans, y el área de seguridad ciudadana, fundamentalmente en relación a la problemática de la violencia doméstica hacia mujeres. Los estudios al respecto señalan un avance importante durante estos gobiernos en el fortalecimiento en esta materia del Ministerio del Interior, encargado de la seguridad pública.

Pero más allá de lo institucional, lo crucial fue el perfil de funcionarios a cargo de estas dependencias. Según Johnson, Rodríguez y Sempol los avances de estas políticas en materia de igualdad de género ocurrieron debido al papel cumplido por lo que denominan las “femócratas en el Estado”, entendiendo por ello a activistas “con raíces en el movimiento feminista que si bien fueron designadas por su militancia partidaria (y no por feministas), llegaron con una clara agenda feminista y su objetivo fue diseñar e implementar políticas multidimensionales” (2020, 90). En el caso de las políticas hacia la diversidad sexual esto fue más pronunciado aún puesto que no hubo organismos específicos y su implementación dependió de la sensibilidad hacia la problemática de los funcionarios a cargo de dependencias de políticas sociales más genéricas. Algo semejante ocurrió con políticas hacia afrodescendencia.

En el proceso de formulación, defensa y ejecución de esta política de sustrato surgieron contradicciones al interior del FA-EP. Antes que persuadir a la opinión pública en general y debatir con la oposición partidaria, los actores sociales promotores de estas iniciativas tuvieron que convencer a actores clave del partido gobernante. La narrativa a posteriori sobre la nueva agenda de derechos se ha construido desde una posición de identificación monolítica desde la totalidad del FA-EP que no se condice con los hechos. El caso disruptivo más resonante fue el de la despenalización del aborto, cuyo primer intento de aprobación en noviembre de 2008 fue vetado por el presidente Vázquez –durante su primer mandato (2005-2010)–, alegando motivos éticos personales, en contra de lo que dispuso su bancada parlamentaria. En el segundo intento, el finalmente aprobado en 2012, durante la presidencia de Mujica (2010-2015), su versión más avanzada no se pudo alcanzar por el rechazo a acompañarlo de un diputado de la bancada oficialista. Ello derivó en la necesidad de negociar con la oposición y aceptar cambios en detrimento de derechos a la autonomía decisoria de las mujeres sobre su cuerpo. La política hacia el cannabis constituyó el otro caso conflictivo. De todas las iniciativas de la nueva agenda de derechos fue esta la que tuvo más injerencia por parte de la presidencia. Pero Mujica la justificó como política de seguridad antes que como ampliación de derechos de los consumidores. Estas disonancias se hicieron mucho más acuciantes a la hora del pasaje de la ley a política pública, al dilatarse largamente en coincidencia con el retorno de Vázquez (2015-2020) a la presidencia.

3.2. Cultura y desarrollo nacional

Hasta muy recientemente el desarrollo se pensaba desde una impronta muy economicista, pero esto se ha matizado con el desplazamiento hacia una concepción más compleja y multicausal del fenómeno en que lo cultural pasa a ser considerado un factor de incidencia importante. “Cultura” tiende a concebirse fundamentalmente como la mentalidad predominante en una sociedad respecto a la propensión a incorporar cuestiones como eficacia y productividad económica, el espacio otorgado a las políticas de Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI), el establecer acuerdos de políticas de Estado a largo plazo sobre los grandes desafíos compartidos colocando en un segundo plano los intereses sectoriales. Entre 1985 y 2005, o sea, durante los gobiernos democráticos postdictadura previos al comienzo del ciclo que se está examinando, si bien se comenzó a tomar conciencia de esta problemática fueron pocos los avances sustantivos en la efectiva implementación de políticas públicas al respecto.

Uruguay alcanzó estándares de bienestar y progreso excepcionales para el subcontinente durante la primera mitad del siglo xx pero luego devinieron períodos de crisis económicas, sociales y finalmente político-institucionales –cuya máxima expresión fue la dictadura– que trajeron consigo visiones desalentadoras sobre la viabilidad del desarrollo nacional. En particular, desde enfoques liberales se volvió un lugar común el señalamiento de las dificultades del país para adaptarse a las exigencias del mundo desarrollado. Según esta perspectiva, el nudo del problema se halla en los rasgos de la idiosincrasia local forjada en la época de bonanza, al remarcar que los logros de entonces fueron resultantes de factores excepcionales externos, pero perjudiciales en la larga duración por haber generado una conducta proclive hacia la medianía, término que refiere a recostarse en lo seguro aunque sea mediocre frente a las incertidumbres de lo nuevo desconocido. Dicha lectura atribuye a ese supuesto ethos nacional forjado entonces un rasgo muy negativo al esperar todo del amparo estatal combinado a la falta de disposición a incorporar las reglas de juego del mercado, el atreverse a tomar riesgos. He ahí la configuración de un sustrato cultural que configuró el gran “freno” al desarrollo nacional desde este diagnóstico sostenido desde perspectivas liberales, que cobró mayor visibilidad durante los gobiernos de las dos décadas referidas, más claramente inscriptos en dicho marco ideológico, pero que también se formuló –con su especificidad y matices– durante el ciclo progresista. La problemática del vínculo entre cultura y modelo de desarrollo nacional es la política hacia el sustrato cultural que repaso a continuación. En un plano más general, ciertas definiciones de Mujica respecto a la caracterización del progresismo como proyecto político son relevantes para el tema:

Progresismo es el intento de mitigar las injusticias del capitalismo, mejorar la distribución y el ingreso acotando las diferencias de clase [mediante la aplicación de] un conjunto de reformas sucesivas, acumulativas […] el capitalismo nos tiene que pagar impuestos para masificar y mejorar la enseñanza, ayudar para crear riqueza, mejorar el reparto y tratar de hacer frente a las peores vergüenzas que tiene nuestra sociedad […] Yo hago migas con el capitalismo. Porque necesito multiplicar la capacidad tecnológica de mi pueblo, tapar los agujeros sociales que tengo. Si no, después no tengo nada para repartir.6

Aquí se trasluce una revisión de la valoración del capitalismo desde la izquierda partidaria en relación a su propia tradición precedente. La idea de que se requiere un “capitalismo en serio” como vía necesaria para ser un país desarrollado, perspectiva que se fundamenta en la necesidad de asumir el funcionamiento del capitalismo globalizado del siglo xxi:

Si la inversión es el motor de la expansión económica, para invertir se necesita tener voluntad de riesgo. A esa voluntad de riesgo hay que ayudarla. Porque si yo la estoy amenazando y el tipo tiene incertidumbres, no da ese salto de riesgo. Y ese es el motor que está empujando el aumento constante y el desarrollo de la economía. Así se mueve la economía capitalista y esto hay que reconocerlo con objetividad. Si uno tira demasiado de la piola, ¿qué pasa? Hace peligrar el análisis de futura rentabilidad que el empresario puede tener y el tipo no corre el riesgo. Y se va para otro lado o se queda quieto.7

La asunción de este “principio de realismo” lleva a reconocer la centralidad del mercado en la generación de crecimiento económico y la dependencia de las reglas de juego del capital trasnacional en su búsqueda de rentabilidad. Aquí es que interviene la política cultural del sustrato. El Uruguay, para prepararse para estas exigencias que impone de hecho este capitalismo globalizado debe cambiar su ethos cultural. Si el crecimiento económico con justicia social es lo que permitirá desarrollar el país, para que haya crecimiento económico pleno y sostenido tiene que desarrollarse el capitalismo en todo su potencial de creación de riqueza. Y para esto último, las uruguayas y uruguayos deben incorporar más plenamente el capitalismo entendido como cultura, no meramente como un modo de producción. Incorporar un habitus más emprendedor, competitivo, ajeno a su tradición de medianía, aprender del pasado:

debemos [evitar] una conducta social que provoca el quietismo empresarial; no pasa nada y nos empezamos a quedar congelados, como estuvimos en nuestro país. Pasamos como 30 años quietitos. No pasaba nada, no había cambios, nada, pero seguro, tampoco había progreso.8

Esta expresión de “quietismo empresarial” contiene una interpretación crítica de los habitus heredados del pasado que se desean cambiar, que requieren ser modificados para que el país pueda retomar la senda del desarrollo. “Quietismo” o “congelamiento”, figuraciones que exceden lo empresarial, para extenderse al conjunto del “nosotros” nacional: “estuvimos”, “pasamos” [todos].

La apuesta por transformar este sustrato cultural por otros valores y actitudes más acordes a las exigencias de este capitalismo del siglo xxi constituyó una línea de acción transversal al accionar gubernamental del progresismo que puede calificarse de “política cultural”, presente en los tres gobiernos, más allá de que haya citado solamente –por razones de espacio– al presidente Mujica. No se formuló desde la DNC sino desde un amplio arco de políticas públicas sectoriales: la política energética, las políticas de CTI, la ampliación de la infraestructura tecnológica, el impulso a grandes emprendimientos privados de inversión directa extranjera –cuyo ejemplo paradigmático, pero no exclusivo, fueron las tres mega plantas de celulosa de las empresas transnacionales UPM y Montes del Plata–. Formaron parte medidas de política educativa de inclusión e igualdad de oportunidades en el acceso a las tecnologías digitales (Plan CEIBAL) y de fortalecimiento de la enseñanza técnica media –Universidad del Trabajo (UTU)– y la enseñanza tecnológica terciaria –creación de una nueva universidad pública de perfil tecnológico radicada en el interior (UTEC)–. También se manifestó en las políticas sociales, y obviamente, en la política económica. Todas ellas a su modo alimentaron esta política cultural de sustrato.

Todos estos campos de acción de la política pública confluyeron a la implementación de este intento transformador del comportamiento cultural local relativo al tema. Dada su vastedad es imposible profundizar en cada una de estas políticas y programas. Me detengo en una de las áreas más directamente involucradas: las políticas hacia la CTI. Bortagaray resalta un cambio importante en la jerarquización y legitimación de dichas políticas a partir de 2005, destacando como mojones un “rediseño institucional acompañado de un compromiso financiero bastante mayor y la elaboración de un primer plan estratégico nacional (PENCTI)” (2017, 93). El programa que marcó un hito en ese rediseño institucional fue la creación de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII), orientada como indica su nombre a incentivar la investigación, la innovación y el emprendimiento no solo a nivel público sino en colaboración con el sector privado. Es allí donde se alojó la creación del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), un instrumento de fomento a la profesionalización de la comunidad científica nacional que era un debe notorio del país. Si bien esta evaluación es positiva con respecto a la situación precedente de la política hacia la CTI, en un balance comparativo internacional el resultado es otro. De acuerdo con Bértola. “si bien se generaron avances importantes [...] en las políticas desarrolladas durante el ciclo ocurrió un divorcio entre las políticas científico-tecnológicas y las de competitividad [...] y eso se reflejó en una construcción institucional fragmentada y débil” (2023, 8). Señala también las discontinuidades y el escaso impacto de los resultados durante el ciclo en su conjunto, y el problema de fondo de “pretender ahorrarse el esfuerzo doméstico de desarrollo [que califica como una “fantasía”], hecho que implica la renuncia a un verdadero desarrollo” (2023, 8).

Para terminar el apartado retomo el plano más general –que excede las políticas específicas de CTI– sobre el énfasis en la productividad capitalista como recurso para hacer crecer al país para a su vez poder redistribuir socialmente la generación de esa riqueza material. Desde una noción amplia de cultura como modo de vida ello repercute inevitablemente –se quiera o no– en una expansión de la mercantilización de la vida social en general, en una transformación de las personas en sujetos económicos, lo que erosiona valores de solidaridad y justicia social que el progresismo coloca en primer plano de su discurso identitario. Ante esto último, particularmente durante el gobierno de Mujica, en paralelo a su promoción estratégica de la conveniencia de ser más capitalistas, surgieron algunas tibias iniciativas que intentaron promover otro sustrato cultural amortiguador de esta línea principal, orientado hacia el largo plazo:

Lo que más necesitamos es una lucha por una cultura distinta [...] ¿Cuál es la frontera de la autogestión? [...] Es no prestarse a la explotación del hombre por el hombre [...] Jamás debe disfrazarse el capitalismo de cooperativismo, somos esencialmente distintos, pelean por cosas diferentes, expresan valores distintos. El cooperativista no lucha para ser rico.9

Aquí aparece formulada otra posición más matizada sobre el capitalismo que enuncia el temor a que la necesidad de incentivar la cultura capitalista para que haya crecimiento para repartir termine confundiendo el medio con el fin; es decir, naturalizando para siempre el modo de vida capitalista. Como resguardo frente a ello, se plantea otra cultura posible y deseable, una forma de vida estructurada en torno a valores que privilegian la solidaridad, lo colectivo y la defensa de los bienes comunes hacia el largo plazo. Esa otra cultura alternativa si no es posible en el presente, debe mantenerse en latencia e ir sembrándose desde ya. La expresión que usó Mujica para dar cuenta de esa otra línea de acción política cultural paralela fue “prenderle unas velas al socialismo” al momento de presentar el FONDES (Fondo para el Desarrollo). Este programa, orientado a incentivar la economía social mediante la asistencia financiera a proyectos productivos de autogestión cooperativa con control directo de trabajadores en empresas “recuperadas” constituyó la apuesta mayor de esta política. El Plan Juntos creado para la construcción de viviendas en barrios de extrema precariedad mediante mecanismos participativos, comunitarios y solidarios, también puede enmarcarse en esta línea (Mujica donaba gran parte de su salario presidencial para su financiación). Durante su gobierno el apoyo otorgado a programas de esta otra línea de acción fue ínfimo en comparación a los dedicados a incentivar un ethos productivista. Y en el que le sucedió, el último gobierno progresista, el Plan Juntos apenas sobrevivió pero el FONDES fue discontinuado por razones de ineficiencia económica y catalogado como “aventura irresponsable”.

4. Conclusiones

Este trabajo procuró examinar las principales políticas culturales sectoriales y de sustrato en Uruguay durante el ciclo progresista. El análisis de esta temática contribuye a enriquecer el conocimiento académico sobre el progresismo en tanto actor político y del ciclo histórico que protagonizó. Resumiendo los principales trazos de las políticas sectoriales, durante este ciclo político resalta como línea de acción novedosa para el Uruguay la incorporación desde la DNC del paradigma de la ciudadanía cultural. Este enfoque invocó como preocupación central la existencia de una desigual distribución de los bienes y servicios artístico-culturales en el conjunto de la ciudadanía, ante lo cual se planteó el objetivo de democratizar su producción y disfrute, orientando su accionar hacia destinatarios no tradicionales, los sectores de la población socialmente excluidos, definidos como “vulnerables”. Además de su formulación conceptual, se llevó a la práctica, y se mantuvo en el tiempo, aunque no pudo afirmarse como una política de Estado. A los efectos de obtener visibilidad desarrolló una retórica de choque con las políticas tradicionalmente orientadas a las artes eruditas. Sin embargo, la propia DNC amplificó los programas hacia estas, y, desde otras dependencias, en particular, desde el SODRE con el impulso a su “buque insignia” –el BNS–, se le dedicaron la mayor parte de los recursos. En lo que respecta a la institucionalidad de las políticas sectoriales, si bien hubo avances, se mantuvo el problema del denominado “archipiélago cultural”.

En relación a las políticas de sustrato se identificaron dos grandes líneas de acción. Primero, las implicaciones culturales de la nueva agenda de derechos. Este conjunto de políticas públicas planteó también como diagnóstico problemático la existencia de una inequidad estructural en la sociedad uruguaya en cuanto a la desigual distribución de oportunidades de desarrollar plenamente sus vidas para las mujeres, las personas LGTBQ+, la población afrodescendiente y los consumidores de marihuana. Esta línea de acción procuró transformar el sustrato cultural patriarcal, heteronormativo, el disimulado racismo, la fobia a lo diferente en los comportamientos cotidianos naturalizados. Como proyecto político cultural no fue para nada lineal, estuvo atravesado por contradicciones tanto en su formulación como implementación, y si bien es claro que sus objetivos últimos están lejos de alcanzarse, puede sostenerse que hubo un antes y un después del ciclo progresista en el imaginario colectivo uruguayo respecto a estas dimensiones de la cultura como modo de vida. Si el primer paso de toda política cultural de sustrato es combatir lo anquilosado y afianzar lo emergente, ese primer escalón se cumplió en este período. La apertura hacia una mayor tolerancia y reconocimiento de la diversidad cultural de las llamadas “minorías” vino para quedarse. Se prendió una llama que se mantiene encendida, pese al fin del ciclo progresista.

La segunda línea de acción política cultural de sustrato identificada es más intrincada y atravesada por importantes contradicciones. Para desarrollar el país de una buena vez, el progresismo diagnosticó como sustrato cultural problemático la débil presencia del “espíritu” capitalista, un postulado no original de este actor político, sino presente de larga data en el imaginario colectivo, particularmente desde perspectivas liberales. El procurar su arraigo constituyó entonces la piedra angular del cambio procurado en el modo de ser de los uruguayos en este aspecto. La promoción de esta cultura implicó la valorización de la iniciativa privada, la competencia y el tomar riesgos como vía ideal para alcanzar una mayor calidad de vida, dentro de un marco capitalista. Las políticas hacia la CTI son parte de esta política de sustrato cultural. Lo efectuado en esta área constituyó un avance en comparación a los gobiernos precedentes pero magro en la comparación internacional. A diferencia de opciones más radicales a favor del libre mercado como la neoliberal, el incentivo de un ethos productivista defendió la intervención estatal como mecanismo redistributivo orientado por principios de justicia social. Por último, promovió –solamente durante el segundo gobierno y muy limitadamente– un “antídoto” al interior de esta política de sustrato bajo la convicción que, si bien se debía asumir la necesidad de impulsar la competitividad capitalista como vía para el desarrollo, también era necesario resguardar un espacio para estimular valores “protosocialistas”.

Ambas líneas de acción que procuraron actuar sobre el sustrato cultural existente previo a 2005 no implicaron cambios sustantivos en la cultura política local, tampoco se lo propusieron. Pero sí se puede concluir que, en su conjunto, las políticas sectoriales y las orientadas al sustrato cultural son representativas de un ciclo de cambios en lo que respecta a las políticas culturales del Uruguay. Fue este un tiempo de cambios, con sus avances y contradicciones.

Se abren muchos temas a partir de lo examinado para el campo de estudios en Políticas Culturales. A vía de ejemplo, profundizar en los vínculos entre sí de estas principales líneas de acción identificadas en las políticas sectoriales y hacia el sustrato cultural. Con este artículo se procuró aportar una mirada comprehensiva y densidad analítica sobre un caso nacional de utilidad para los estudios comparativos latinoamericanistas, respecto a un ciclo de la historia política reciente que puede volver a repetirse con perfiles semejantes en un futuro cercano en el subcontinente.

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Fecha de recepción: 18.02.2022
Versión reelaborada: 8.11.2023
Fecha de aceptación: 11.12.2023

 

 

 


1 “Giro a la izquierda”, “marea rosa”, “postneoliberalismo”, “progresismo” han sido distintas denominaciones utilizadas para dar cuenta de la especificidad del ciclo a nivel del subcontinente. No son sinónimos y esta variedad revela un debate teórico inacabado que no se tratará aquí.

2 Como excepción y antecedente más relevante véase Delacoste y Naser (2018).

3 En 2010 se incorporó un tercer nivel de gobierno a escala local con la creación de municipios en los Departamentos, pero esto tuvo escasa incidencia en las políticas culturales sectoriales.

4 Como precisa el autor en la mayor parte de esos años (hasta 2015) el SODRE incluía la sección de radiodifusión y medios públicos, por lo cual, este porcentaje no corresponde exclusivamente al ballet y la sinfónica. Este estudio no expone datos comparables para todo el período de la DNC.

5 Para profundizar véanse Johnson, Rodríguez y Sempol (2020); Johnson y Sempol (2016); Lissidini y Pousadela (2018); Olaza (2017); Rivera-Vélez (2018 y 2017).

6 “El presidente llamó a la cúpula sindical a aceptar los ‘límites’ del capitalismo”, Búsqueda, 3 de enero de 2013: 10.

7 “El presidente llamó a la cúpula sindical a aceptar los ‘límites’ del capitalismo”, Búsqueda, 3 de enero de 2013: 10.

8 “El presidente llamó a la cúpula sindical a aceptar los ‘límites’ del capitalismo”, Búsqueda, 3 de enero de 2013: 10.

9 Mujica en la inauguración del 2° Encuentro Nacional de Empresas autogestionadas el 25 de junio de 2012, citado en Rieiro (2016, 212).