DOI: 10.18441/ibam.24.2024.85.233-249
Raquel Fernández Menéndez
Universidad de Alcalá, España
raquel.fmenendez@uah.es
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-3033-5517
En The Anxiety of Influence (1973) y A Map of Misreading (1975), Harold Bloom proponía un concepto de influencia literaria que no se limitaba al traspaso de imágenes e ideas de unos autores a otros, sino que exigía advertir que la tradición está formada, más que de textos, de relaciones entre textos (Bloom 1975, 3). De acuerdo con este planteamiento, todo poeta trataría inconscientemente de luchar contra el olvido rebelándose contra sus precursores y creando espacio para ser recibido a través de una práctica denominada “misreading” (“lectura errónea”) mediante la que la “mala” interpretación de una obra se separa notablemente del original para dar lugar a una nueva (Bloom 1997, 10). La escritura se comprende, así, como una forma de revisionismo (4) que hace destacar a quienes tienen una mayor capacidad para separarse de sus predecesores, por lo que el mérito de un escritor depende estrechamente tanto de su conocimiento de la tradición previa como de su talento para poder trascenderla.
Puesto que Bloom considera que estas relaciones son semejantes a las que existen entre padres e hijos (Bloom 1975, 12), y emplea la imagen del encuentro amoroso entre un poeta masculino y su musa femenina (Bloom 1997, 61), su modelo fue pronto cuestionado por la crítica literaria feminista, que comenzaba entonces a interesarse por el lugar ocupado por las escritoras en la tradición literaria. Al reflexionar sobre uno de los primeros intentos de aplicar esta teoría al caso de las creadoras –el comentario de un poema de Emily Dickinson que Joanne Feit Diehl esbozó a partir de las primeras aportaciones de Bloom–, Lillian Faderman y Louise Bernikow trataron, en sendos trabajos, de defender su ineficacia para el análisis de los vínculos entre las poetas y los precursores/as.
Si bien el artículo de Diehl introducía a las mujeres en las relaciones que, para Bloom, organizan la historia literaria (Bernikow 1978, 191), su aproximación fracasaba al señalar, de manera excesivamente simple, que, para las escritoras, las figuras del padre y de la musa masculina mantendrían su estatuto de progenitores simbólicos y amantes, ya que si, por un lado, como observó Bernikow (192), recuperar el término “musa” suponía ceder a una figuración masculina que históricamente ha contribuido a la posición de otredad de lo femenino con respecto al yo poético; por otro, para Faderman (1978, 189-191), Diehl limitaba el papel de precursores a los varones y, en consecuencia, pasaba por alto que muchas de las obras de referencia de las autoras estuvieron también firmadas por mujeres.
Cuando, un año más tarde, Sandra M. Gilbert y Susan Gubar dan a la imprenta el clásico The Madwoman in the Attic (1979), las profesoras revitalizan este debate al tomar como punto de partida el concepto de “ansiedad de la influencia” de Bloom para formular su particular “ansiedad de la autoría”. En su propuesta, Gilbert y Gubar se preguntan, como Diehl, por el anclaje de la escritora en la historia literaria de acuerdo con el vínculo que su obra establece con los modelos. Esto supone partir de la premisa de que una mujer es escritora “en una cultura cuyas definiciones fundamentales de la autoridad literaria son […] franca y encubiertamente patriarcales” (Gilbert y Gubar 1998, 60), y que los precursores a los que se refiere Bloom no representan únicamente la autoridad patriarcal, sino que, además, tienden a reducir a las mujeres en sus textos a los estereotipos opuestos del ángel y del monstruo que contradicen los requisitos de autonomía, creatividad y subjetividad sobre los que se asienta la autoría literaria (63).1
En consecuencia, la escritora no “encaja” en la tradición hegemónica y, precisamente por encontrarse fuera de ella, sustituyen el conocido sintagma de Bloom por el de la “ansiedad hacia la autoría”, un fenómeno que se refleja en “un miedo radical a no poder crear, a que porque nunca pueda convertirse en una ‘precursora’, el acto de escribir la aísle o la destruya” (Gilbert y Gubar 1998, 62). La “ansiedad de la autoría” expresa así la conciencia de las creadoras de no conseguir encarnar una autoridad que “parece ser por definición inapropiada para su sexo” (65). Por ello, como Faderman (1978, 189-191), las profesoras conceden una gran importancia a la existencia de precursoras que no constituyen, como en la teoría de Bloom, “una fuerza amenazante que haya que negar o matar”, sino que constatan “que es posible una revuelta contra la autoridad literaria patriarcal” (Gilbert y Gubar 1998, 64).
No es de extrañar, pues, que Gilbert y Gubar consideren la “revisión y redefinición” (87) fundamentales para dotar de singularidad a las autoras frente a la tradición dominante, una hipótesis que, si bien se encuentra en el centro de la propuesta de Bloom, se apoya aquí sobre la defensa de Adrienne Rich de la “re-visión” como “the act of looking back, of seeing with fresh eyes, of entering an old text from a new critical direction” (1972, 18). De este modo, si bien, como vislumbraba Diehl (1978, 573), la tradición dominante ejerce una influencia sobre las mujeres, Gilbert y Gubar observan que “todos estos fenómenos de ‘interiorización’ marcan la lucha de la escritora por la autodefinición y diferencian sus esfuerzos de creación propia de los de su igual masculino” (1998, 64).
El complejo ajuste de las escritoras en la historia literaria al que apuntan Gilbert y Gubar, y la repercusión de la propuesta de Bloom para la formación del canon, exige prestar atención a las prácticas de lectura de las autoras, puesto que ningún autor/a lee fuera de un contexto, sino que, en palabras de Annette Kolodny, asume “estrategias interpretativas aprendidas, históricamente determinadas y, por lo tanto, necesariamente marcadas por el género” (1999, 154). De hecho, el modelo de la “ansiedad de la influencia” requiere de una comunidad que conoce “el sentido canónico de una tradición literaria compartida y coherente” (155), pero, como vislumbra Kolodny, Bloom no explica sus ecos “entre lectores y escritores que de hecho han estado, o por lo menos se han sentido, aislados y ajenos a dicha tradición dominante” (155). Este es el caso de las autoras que han constituido históricamente “islas solitarias de significación simbólica” (165), un aislamiento que, sin lugar a duda, les ha impedido entrar a formar parte de la genealogía bloomiana. Así, la conquista de la autoría a la que se refieren Gilbert y Gubar requiere de “estrategias de lectura reaprendidas” (Kolodny 1999, 172), capaces de proponer formas alternativas de encarnar la autoridad literaria y de asumir una mirada revisionista sobre la obra de los precursores/as.
No obstante, por lo general, se ha pasado por alto que las “estrategias de lectura” (Kolodny 1999, 172) con las que las escritoras se aproximaron a sus referentes no se limitaron a la plasmación en sus textos del estilo, las imágenes o los temas recurrentes de ciertos autores considerados canónicos. A pesar de que las nociones de “influencia” o “revisión” –término, como vimos, privilegiado por Rich (1972), Gilbert y Gubar (1998) y Kolodny (1999)– establecen ciertas conexiones con la “intertextualidad”, definida por Julia Kristeva como el fenómeno mediante el que “el texto literario se inserta en el conjunto de los textos: es una escritura-réplica (función o negación) de otro (de los otros) texto(s)” (1978, 236), en la época contemporánea la relación de influencia también se desarrolla fuera del texto, a través de las declaraciones públicas mediante las que las autoras se presentan en sociedad.
Desde esta perspectiva, para comprender en toda su complejidad los lazos entre las escritoras y la tradición hegemónica, debemos entender la influencia de los maestros como una parte constitutiva de lo que Jérôme Meizoz denomina “postura autorial” (2015, 10). Este concepto hace referencia tanto a “la dimensión retórica (textual) como la dimensión comportamental (contextual)” (Meizoz 2015, 11), y, por lo tanto, permite comprender la relación discipular no solo como un fenómeno presente en el texto, sino como un elemento primordial de la “‘identidad literaria’ construida por el autor mismo y, en la mayoría de los casos, retomada por los medios, quienes la ponen a disposición del público” (12).
Esta dimensión de las relaciones de influencia halla su razón de ser en que, como apuntaban Gilbert y Gubar (1998) y Annette Kolodny (1999), antes de poder ser consideradas como autoras, las mujeres han de autorizarse como intérpretes de las obras consideradas canónicas. De antemano, el campo cultural las considera lectoras y escritoras meramente aficionadas, y, por lo tanto, no pueden inscribirse en la “lectura errónea” sobre la que se asienta la tradición según Harold Bloom. Esta percepción tan arraigada halla su origen en una imagen de la lectora que prolifera a partir del siglo xix, con el surgimiento de un mercado editorial en el que comienzan a comercializarse libros específicamente destinados a las mujeres de la clase burguesa (Simón Palmer 2003; Alonso 2010, 210-216). A la larga, la popularidad de los subgéneros destinados al público femenino determinará que, como apunta Nora Catelli, “leída por las mujeres, toda la Literatura –religiosa, laica, clásica– se convierte en folletín” (1995, 126), y que, por ello, sus juicios sobre los textos de prestigio tampoco sean aceptados como legítimos.
Demostrar haber interiorizado correctamente el canon –y, concretamente, las obras de ciertos mentores– se convertirá, pues, en un mecanismo imprescindible para ser reconocidas al margen del ámbito privado y doméstico en el que se han enmarcado las prácticas de lectura femeninas (Catelli 1995, 127). En este sentido, como veremos, el caso de Ernestina de Champourcin (Vitoria, 1905-Madrid, 1999) –cuya admiración por Juan Ramón Jiménez quedó expresada en múltiples entrevistas, cartas, textos metapoéticos y autobiográficos (Villar 1975, 12; Ascunce 1991, 22; Landeira 2005, 246; Champourcin y Conde 2007)– resulta paradigmático en el contexto hispánico y puede iluminar futuras investigaciones en torno a otras relaciones discipulares entre maestros y autoras.
Tal y como la autora dejó expresado en La ardilla y la rosa (Juan Ramón en mi memoria) (1981), un peculiar texto a medio camino entre el ensayo y la autobiografía publicado con motivo del centenario del nacimiento del poeta, desde finales de los años veinte, Jiménez no solo se había convertido en el principal receptor de sus textos, sino en “una especie de compañero de sentimientos y vivencias” (Champourcin 1981, 12). Aunque este vínculo ya ha sido explorado por la crítica especializada,2 todavía no se ha considerado desde una perspectiva de género que atienda a las implicaciones de la relación discipular en el reconocimiento de Ernestina de Champourcin en la primera etapa de su carrera literaria, comprendida, según la propuesta de José Ángel Ascunce (1991, XXV), entre la publicación de sus primeros textos a comienzos de los años veinte hasta el final de la Guerra Civil y su partida al exilio en México.
En las siguientes páginas, se comprobará que “epitextos”3 (Genette 2001, 296-297) como las entrevistas, las poéticas o las cartas evidencian que la afirmación del magisterio de Juan Ramón Jiménez garantizó a Ernestina de Champourcin poder presentarse como una intérprete autorizada, y, así, insertarse en las relaciones de influencia sobre las que se han hecho pivotar los cánones literarios. De este modo, partiendo de las referencias teóricas recuperadas en esta sección, seguidamente, se abordará una faceta escasamente atendida de las relaciones de influencia: cómo la referencia al maestro constituye una eficaz herramienta de presentación en un contexto poco favorable a la incorporación de las mujeres en el ámbito de la producción artística.
Tal y como plantea en 1929 la psicoanalista Joan Rivière (2019, 173-174), el progresivo acceso femenino a la esfera pública determinó que, a comienzos del siglo xx, las mujeres trataran de encubrir su invasión del territorio masculino para no ser juzgadas de no responder a los modelos de feminidad imperantes. En este contexto, el vínculo con ciertas figuras paternas cobró una importancia capital, en tanto que, al tiempo que el beneplácito masculino garantizaba la inserción en ámbitos profesionales tradicionalmente vetados a las mujeres, evitaba las acusaciones de emasculación o lesbianismo. La feminidad se convierte entonces en una forma de “mascarada” (Rivière 2019, 176) destinada a sostener la jerarquía entre hombres y mujeres y, así, a ocultar el orden transgredido.
Partiendo del ensayo de Rivière, Roberta Ann Quance (2011, 257) analiza la autorrepresentación de las escritoras y artistas españolas desde los años veinte y concluye que, en realidad, convivieron a partir de entonces dos tendencias en la manera en que se mostraron públicamente: una que opta por la asunción de una pose femenina con el fin de tratar de disimular la invasión de un territorio masculino y evitar las acusaciones de emasculación aún frecuentes en esta etapa –faceta que coincide con la descrita por Rivière–; y una segunda que admite con audacia esta incursión en las tareas que son consideradas propias del otro sexo. Ambas ponen en cuestión la identidad de género normativa y expresan los temores y las dificultades que caracterizaron a la participación de las creadoras culturales en los campos artísticos en esta etapa.
Dado que Rivière concede a las figuras paternas una gran importancia en la definición del concepto de “mascarada”, su aproximación arroja luz sobre las relaciones de influencia entre maestros y escritoras desarrolladas fuera del texto literario y permite explorar cómo las autoras se autorrepresentaron también como lectoras autorizadas de la tradición hegemónica. En este sentido, siguiendo la pionera propuesta de la psicoanalista, es posible argumentar que declararse discípulas de ciertos intelectuales de prestigio supuso para autoras como Champourcin un rasgo fundamental de su “mascarada”, lo que pone de manifiesto la dimensión performativa –entendida, con Judith Butler, como “la reiteración de una norma o un conjunto de normas” (Butler 2002, 34) mediante las que se trata de afirmar una identidad o una esencia (Butler 2007, 266)– tanto del ideal de feminidad como del modelo de autoría literaria que, a lo largo de los siglos, impide a las mujeres ser reconocidas (Pérez Fontdevila 2019, 25-26).
La correspondencia de Ernestina de Champourcin pone de manifiesto que, desde sus comienzos, la autora alavesa era consciente de que su obra únicamente llegaría a ser valorada entre la literatura legítima si sorteaba previamente la maldición de las “malas lectoras” (Catelli 1995, 127). Por ello, no es casual que insista desde una etapa temprana en su capacidad para identificar los buenos textos: en las cartas que le dirige a Carmen Conde entre 1927 y 1931,4 la joven manifiesta sus conocimientos de la filosofía de Henri Brémond, demuestra estar al día de lo aparecido en los últimos números de la Revista de Occidente, La Gaceta Literaria y Les Nouvelles Littéraires, y defiende su adscripción a la poesía pura a partir de su acercamiento a los libros de Mallarmé (Champourcin y Conde 2007, 60-69). De este modo, su condición de lectora se convierte en el autorretrato más eficaz para superar la “ansiedad de la autoría” (Gilbert y Gubar 1998, 87) y le permite insertarse en la misma cultura literaria de la que se declara deudora.
De la misma manera, ya en sus años formativos, defiende su condición de discípula de Juan Ramón Jiménez y dirige a la crítica hacia una interpretación de su obra en relación con la del maestro. Así, en 1929, la joven le demanda al autor un prólogo para figurar al frente de su tercer libro, La voz en el viento (1931),5 un texto que Jiménez reproducirá de nuevo en el volumen de semblanzas Españoles de tres mundos (1942). El texto consolida la relación de padrinazgo entre el autor y la retratada, pero, a su vez, refleja ciertos tópicos sobre la escritura femenina que demuestran que las relaciones de influencia estuvieron marcadas por las tensiones entre género y autoría que gobiernan el campo literario contemporáneo (Pérez Fontdevila y Torras Francès 2016, 48):
¿Qué boca de lobo hay al fondo del bosque de Ernestina y adónde largamente dará? Porque parece que sale peleada con los perros infernales, achicharrada con signos, con evidentes sangres mezcladas, dientes descompuestos de haber mordido su defensa, ojos en audaz estravío [sic]. Y ese misterio repetido le va dejando, no sé en qué dónde de su cuerpo o de su alma, un resto retorcido, ahumado, resplandoroso, cabalístico. ¿La pitonisa de Madrid? (Jiménez 1987, 103)
La poetisa se identifica aquí con las fuerzas de la naturaleza y la composición del texto se describe como un encuentro en el que la autora trata con dificultad de dominar el lenguaje. De este fragmento se deduce que, para la mujer creadora, el poema surge de un instinto animal que no puede ser controlado mediante la técnica, por lo que el prólogo, en apariencia laudatorio, no concede a Champourcin la autoridad que, por lo general, este tipo de paratextos tiene como objeto garantizar (Genette 2001, 168-169). La propia escritora expresó cierto asombro ante los comentarios del maestro, puesto que, en sus palabras, “no elogiaba en realidad mi obra, cosa que suele ser de cajón, sino que me ‘retrataba’ a su manera, dando lugar a bromas y chistes de las amistades, ya que pocos me veían con ese ‘halo infernal’ con que allí aparezco” (Champourcin 1981, 28). La fidelidad de Champourcin al maestro –a pesar de sus desafortunadas impresiones– revela hasta qué punto la aceptación masculina se convierte en un requisito que las autoras consideran indispensable para alcanzar cierto reconocimiento, y, en efecto, como se comprobará a continuación, su condición de discípula le permitirá adquirir una visibilidad poco frecuente entre las escritoras del primer tercio de siglo.
En 1934, Ernestina de Champourcin y Josefina de la Torre se convierten en las dos únicas mujeres incluidas en Poesía española. Antología (Contemporáneos), la reedición ampliada de la muestra que Gerardo Diego había publicado en 1932 bajo el título Poesía española. Antología (1915-1931). Hasta entonces, era frecuente que las obras escritas por mujeres se organizaran en este tipo de selecciones en un espacio separado de la producción masculina, de modo que, si bien desde mediados del siglo xix se había ofrecido una cierta visibilidad a las autoras en estas nóminas (Fernández Menéndez 2021, 240), se vetaba su entrada a aquellos volúmenes en los que primaba el “espacio lingüístico-nacional”, el “periodológico-epocal” o el “de grupo” (Rábade Villar 2004, 63). A este respecto, aunque se ha señalado que la Antología de la poesía española e hispanoamericana (1934), de Federico de Onís, podría haber inspirado a Gerardo Diego para incluir a dos mujeres en la segunda edición (Soria Olmedo 1982, 52), Onís (1934, 893-953) también optaba por recoger a poetas como Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni o Gabriela Mistral en una sección titulada “Poesía femenina” y separada del resto.
Como es bien sabido, en el breve recorrido cronológico presentado en 1932 por Gerardo Diego en Poesía española. Antología (1915-1931), Juan Ramón Jiménez –como Unamuno, Valle-Inclán, Manuel Machado y Antonio Machado– se situaba al comienzo de la nómina, de modo que se establecía una relación de continuidad entre los grandes nombres ya reconocidos del Modernismo hispánico –faceta que se acentuará al añadir a Rubén Darío en la colección ampliada de 1934– y los creadores reunidos en torno a la Residencia de Estudiantes que protagonizarán la primera edición (Prieto de Paula 2016, 557). Sin embargo, a comienzos de los años treinta, el magisterio de Juan Ramón Jiménez sobre las tendencias más innovadoras del campo poético español había llegado a su fin (Maurer 1994; Ciplijauskaité 1996). Aunque, a lo largo de la década anterior, el escritor de Moguer había ejercido una importante “función tutorial” (Prieto de Paula 2016, 558) sobre la nueva literatura promocionando sus primeras obras en revistas como Índice o Ley, su popularidad habría decrecido con el viraje de algunos de sus tutelados hacia el surrealismo y, posteriormente, hacia la poesía rehumanizada (Cano Ballesta 1972, 84).
La antología revelaba así la superación de la estética modernista por parte de los jóvenes creadores y legitimaba su lugar de pleno derecho en la misma tradición que los maestros del fin de siglo, algo que supuso que el propio Juan Ramón Jiménez, ofendido por compartir las páginas del volumen con quienes carecían de una trayectoria consolidada y se habían separado de sus enseñanzas, decidiera no aparecer en el volumen de 1934 (Morelli 1997, 94-95). Por tanto, la estructura del conjunto otorgaba una gran importancia a las relaciones de influencia como vertebradoras de la historia literaria, algo que hubo de ser crucial para la inclusión de Champourcin. De hecho, en las reseñas y cartas recogidas por Gabriele Morelli (1997, 326-343), queda manifestada su solidaridad con Juan Ramón Jiménez cuando este rechaza aparecer en la reedición del texto.
En este sentido, la misiva que Pedro Salinas le dirige a Jorge Guillén el 17 de marzo de 1934 refleja hasta qué punto Champourcin se ha insertado en el grupo capitaneado por Jiménez. En ella, Salinas informa de que la negativa de Juan Ramón Jiménez a participar en la reedición ha motivado a poetas de su entorno a no hacerlo tampoco en su apoyo: “Como yo suponía hay ya alguno, Cernuda, Ernestina, Domenchina, que se aprestan a la huelga de solidaridad y se niegan a figurar, ellos también” (Salinas en Morelli 1997, 96). Por un lado, aunque Salinas opta por emplear el nombre de pila para referirse a la única mujer entre los mencionados, no otorga aquí un trato diferencial a Champourcin con respecto al resto de los desertores del segundo proyecto antológico de Diego; por otro, si bien sabemos que, finalmente, la escritora apareció en el volumen, esta defensa absoluta del poeta –incluso cuando podría significar quedar excluida del conjunto– pone de relieve su voluntad de pertenecer al círculo de Jiménez.
El que unos días más tarde, el 29 de marzo de 1934, Juan Ramón Jiménez reitere en El Heraldo de Madrid su voluntad de no ser incluido y lamente la ausencia, en la edición de 1932, de Ernestina de Champourcin, Ramón de Basterra, Juan José Domenchina y Antonio Espina (Jiménez en Morelli 1997, 96) confirma la adhesión de la escritora a un grupo poético formado en su mayoría por hombres. De este modo, a pesar de que otras poetas habían establecido vínculos con Juan Ramón Jiménez –como revela el hecho de que el escritor recibiera elogiosamente los primeros poemas de Carmen Conde6 o que prologara los libros Vida a vida (1932), de Concha Méndez, y Bosque sin salida (1934), de María Luisa Muñoz de Buendía (Plaza Agudo 2012)–, el caso de Ernestina de Champourcin se concibe en los documentos recogidos por Morelli como una excepción, lo que permite a la autora entrar a formar parte de la nómina.
La referencia al maestro se convierte, pues, en una efectiva estrategia de autorrepresentación autorial a la que Champourcin recurrirá de nuevo en la poética que Gerardo Diego le encarga para la antología, puesto que, en ella, no dudará en insistir en su fidelidad al escritor (Fernández Menéndez 2019, 130): “no quiero finalizar estas líneas sin expresar un sentimiento concreto: el que me produce la voluntaria ausencia en esta Antología, de Juan Ramón Jiménez, nuestro gran poeta y maestro” (Champourcin en Diego 1934, 484-485). Esta aseveración afianzaba el lugar de la poeta como sucesora de una de las figuras centrales del Modernismo hispánico y justificaba su inclusión en un conjunto que pasaba por alto a creadoras tan activas en el contexto intelectual de los años treinta como Concha Méndez (Mainer 1990; Mainer 2010, 525; Alonso Valero 2016, 102). En consecuencia, a pesar de que, como vislumbró Andrew P. Debicki (1988, 48), a la larga, la relación discipular pudo repercutir negativamente en la recepción de Champourcin –a quien la crítica habría considerado en ocasiones una mera imitadora de Jiménez–, no cabe duda de que en los años anteriores a la Guerra Civil la mención del maestro fue crucial en su presentación pública.
De este modo, los gustos literarios resultaron fundamentales para que las instituciones y agentes encargados de otorgar el reconocimiento advirtieran la necesidad de incorporar excepcionalmente a las mujeres en las nóminas que, con el tiempo, contribuyen a definir el canon. Demostrar haber leído bien –romper con la maldición de las “malas lectoras” (Catelli 1995)– le garantiza a Champourcin el prestigio requerido para ser incluida en la antología, lo que evidencia hasta qué punto los principios de selección no dependen tanto del mérito de los textos incluidos como de que los nombres escogidos representen un todo coherente amparado por la firma del antólogo (Ruiz Casanova 2007, 23).
Ahora bien, aunque la lectura se convierte en una forma de “mascarada” que permite a las mujeres entrar en los círculos masculinos de prestigio, no debe pasarse por alto que Champourcin estableció vínculos con otras poetas contemporáneas que también se presentaron como discípulas de Juan Ramón Jiménez, ni que, en la primera etapa de su trayectoria, la escritora alavesa entabló un fructífero diálogo con la obra de las románticas y las modernistas latinoamericanas, puesto que este interés demuestra que su indagación en la historia literaria de los siglos xix y xx no se limitó a los textos firmados por hombres. En este sentido, estudiar cómo se representa la influencia fuera del texto literario en el caso de las autoras exige preguntarse asimismo por los lazos establecidos con las predecesoras y coetáneas.
Al mismo tiempo que se presenta como legítima heredera de la tradición modernista hispánica, Ernestina de Champourcin no desatiende las alianzas con sus contemporáneas, una actitud que evidencia su posición “revisionista” (Rich 1972) y que se manifiesta tempranamente en las cartas a Carmen Conde. En una de las primeras misivas conservadas, fechada el 20 de diciembre de 1927, expresa su admiración por Juan Ramón Jiménez y le pide a Carmen Conde que le hable “de sus proyectos y preferencias literarias, a ver si en ellas coincidimos como sospecho” (Champourcin y Conde 2007, 58). Cinco días más tarde, la respuesta confirma las lecturas compartidas, ya que Conde no vacila al defender la influencia del poeta de Moguer en su propia obra: “Conocí a Juan Ramón por Platero, después por sus versos sin tiempo ni espacio; en Dios. Varié de ideal literario, por él. Buscaba un camino, dentro de mí, para mí, y lo hallé en él” (59). Estas palabras revelan que, como apunta Rosa Fernández Urtasun (2007, 29) en el prólogo a la edición del epistolario, la lectura del maestro constituye un importante estímulo para que las autoras se encaminen hacia la conquista de una voz propia de acuerdo con una particular práctica de “misreading” (Bloom 1975) destinada no tanto a la superación del referente como a garantizar la circulación de su literatura en el mismo contexto cultural en el que se presentan como lectoras.7
Tan solo ocho meses después, Champourcin confiesa haber cedido a Jiménez algunas de las cartas enviadas por su amiga con la finalidad de que el poeta aprecie la calidad de su prosa (Champourcin y Conde 2007, 155). Si bien someter los textos al escrutinio del maestro revela una necesidad de validación que se apreciará todavía en el citado La ardilla y la rosa, donde la escritora alavesa recuerda “lo que suponía para cualquier aprendiza de poeta, pintora o escultora saberse elogiada, escuchada y atendida por el poeta” (Champourcin 1981, 25), no es menos cierto que esta práctica esconde, a su vez, un intento de promocionar la literatura de sus contemporáneas entre quienes ocupan una posición privilegiada en el campo cultural del primer tercio de siglo. Las escritoras no encuentran únicamente en Jiménez a un precursor que contribuirá, en palabras de Conde, a definir su “ideal literario”, sino, además, una llave de acceso a espacios editoriales, revistas y antologías que, como se comprobó en el apartado previo, les garantizarán alcanzar una notable visibilidad en los años previos a la Guerra Civil.
En efecto, en el ya citado La ardilla y la rosa, Champourcin destacará también a Juan Ramón Jiménez por su apoyo a las jóvenes escritoras en sus primeros pasos en la sociedad literaria madrileña:
Las mujeres en esa época escribían poco, apenas nada. Y de pronto ven la luz pública junto a En silencio…, mi modesta colección de poemas, Sembrad…, de Cristina de Arteaga, y Poesías, de María Teresa Roca Tagores. Esto pertenece a la chismografía madrileña, pero tiene cierta gracia, sobre todo por su relieve en los cotarros masculinos. Según ellos, aquellos libros no podían ser nuestros: éramos mujeres. (Champourcin 1981, 12)
Este interés por apoyar a sus compañeras era manifiesto ya mucho antes, en el mismo epistolario con Carmen Conde, donde Champourcin expresa una notable inquietud por participar en el asociacionismo femenino en auge a finales de la década de los años veinte, lo que revela que, para la poeta, no se trata solo de insertarse en tanto que excepción en la tradición dominante de la que, de antemano, se sabe excluida, sino de poner en cuestión los requisitos de entrada con el fin de que las mujeres se conviertan en sujetos susceptibles de formar parte de la historia literaria.
A este respecto, en una carta a Carmen Conde, fechada el 20 de enero de 1928, la autora alavesa ofrece un valioso testimonio de la inquietud por la falta de precursoras y contemporáneas en España. Admira de Juana de Ibarbourou y Delmira Agustini el que “nuestras hermanas de América, más valientes que las españolas se confían al papel en todo momento, incluso algunas, y esto ya es deplorable, que no tienen nada interesante que decir” (Champourcin y Conde 2007, 60). Latinoamérica se describe como un terreno más fértil para la escritura femenina, puesto que, como denuncia Champourcin, allí, las creadoras poseen incluso una confianza excesiva que fomenta la publicación de obras de una escasa calidad. Por supuesto, no es este el caso de las dos escritoras uruguayas mencionadas, que se presentan como los modelos de los que las españolas carecen en su país.
En 1929, en el artículo “3 proyecciones”, publicado en la revista Síntesis de Buenos Aires, Champourcin volverá sobre el importante papel de las creadoras del continente americano en su aproximación al estado de la poesía de autoría femenina en España a través de unas breves semblanzas de Rosa Chacel, Josefina de la Torre, Concha Méndez, Clemencia Miró y Carmen Conde: “Nuestras hermanas de América rompieron a cantar con Delmira Agustini; su voz apasionada fue la primera en resonar personal y valiente, segura de sí” (Champourcin 2001, 84). Este comentario evidencia los complejos vínculos con sus precursoras (Plaza Agudo 2011, 467), puesto que se reivindicará la obra de sus contemporáneas como superación de la de las poetas decimonónicas españolas, al afirmar que “del esfumado pastel romántico o la recia aguafuerte monacal, vamos a caer en el presente” (Champourcin 2001, 82). Y es que, aunque Champourcin valorará positivamente el papel desempeñado en su tiempo por mujeres como Gertrudis Gómez de Avellaneda, considerará que la anterior habría supuesto una mera etapa de transición hacia la conquista de una voz propia liberada ya de las marcas de la feminidad:
Bien estuvo la delirante embriaguez de nuestras próximas predecesoras. Había que exaltar la voz femenina, libertarla hasta la máxima ilimitación. Debíamos hablar muy alto, gritar en todos los vientos hasta borrar definitivamente el viejo y desacreditado tópico que nos presta un alma tímida, reconcentrada, temiendo el eco de sus propias vibraciones. Hemos conquistado nuestra voz (82-83).
Tras la “conquista” a la que se refiere la poeta alavesa, no queda sino modular la afectación de las predecesoras de acuerdo con un “revisionismo” (Rich 1972) que ha asimilado el legado previo, porque, en sus palabras, “la novísima generación femenina, nuestras moins de trente ans, hacen sus primeras armas mejor equilibradas, fuertes de experiencia sembrada por las plumas de sus precursoras” (Champourcin 2001, 84). De nuevo, se trata de anclar la propia obra en una tradición conocida, de la que, sin embargo, es preciso diferenciarse si se pretende alcanzar una singularidad de la que dependerá el reconocimiento (Schaeffer 2016, 250).
De lo expuesto se deduce que, en una primera etapa de su trayectoria, Champourcin opta por apropiarse de la poética dominante masculina sin por ello dejar de subrayar su deuda con una tradición femenina precedente que ha permitido avanzar hacia la conquista de una voz. De hecho, es justamente el alejamiento con respecto a las románticas lo que permite afirmar que las jóvenes autoras “no se llaman poetisas. Los críticos y ellas mismas rechazan ese nombre. Son únicamente poetas, como sus colegas masculinos, poetas, claro está, buenos o malos, igual que ellos” (Champourcin 2001, 84).8 En consecuencia, se decide asumir la invasión de un espacio creativo del que las mujeres habían sido apartadas en la centuria previa y, de este modo, se cuestiona la identidad de género normativa (Quance 2011, 257).
Un año antes, la escritora mantenía una postura similar en la entrevista concedida a César M. Arconada para La Gaceta Literaria al expresar la necesidad de diferenciar su obra –pero también la de sus contemporáneas– de la mal llamada poesía femenina:
—¿No cree usted que la poesía, por razones de sensibilidad, está más cerca de la mujer que del hombre?
Ernestina protesta: —De ninguna manera. Los hombres son tan accesibles como nosotras a la emoción poética. Pero hay, tal vez, un género de verso al que nunca llamaré poesía; verso empachoso y sensiblero, que han cultivado algunas “soi-disant” poetas femeninos. Cierto público, ignorante y fácil de contentar, se deleita con los sollozos y los suspiros rimados de esas pseudopoetisas, extasiándose ante las delicadezas del alma femenina y otorgándonos una supremacía que no nos interesa. La auténtica poesía no prefiere al hombre ni a la mujer. Prefiere, sencillamente, al Poeta (Arconada 1928, 1).
Al emplear un femenino plural (“no nos interesa”) para diferenciarse de las “poetas femeninos”, Champourcin asume con naturalidad lo que para el interlocutor no es aún tan obvio: que sus contemporáneas no escriben una poesía destinada a un público “ignorante y fácil de contentar”, sino que constituyen agentes activos en el campo poético con determinados intereses de visibilidad y promoción, y que, por tanto, sus obras han de ser recibidas de acuerdo con el principio de que la poesía no ha de estar marcada por el sexo de su autor/a. De este modo, el rechazo a una poesía sentimental, destinada a un público de masas y atribuida, por lo general, a las mujeres, se convierte en la única vía para legitimar su obra y explica por qué la lectura se convierte también en una forma de “mascarada” (Rivière 2019) que permite vencer tópicos como los de Arconada.
Si bien esto supone aceptar el modelo patriarcal, al mismo tiempo, demuestra que la necesidad de validación del maestro –fundamental, como apuntó Rivière, para insertarse en un campo literario en el que las escritoras estaban sometidas a sospechas de emasculación– no significó en la primera etapa de la trayectoria de Ernestina de Champourcin una voluntad de autoproclamarse como excepción entre las de su sexo, sino que la admiración expresada por Juan Ramón Jiménez estuvo acompañada de la creencia en que, a finales de los años veinte, existía un nuevo horizonte para la recepción de su literatura y la de sus contemporáneas en el contexto hispánico.
A lo largo de estas páginas se ha abordado la influencia literaria atendiendo a su repercusión en la identidad autorial de las escritoras y a la inserción de su obra en una tradición predominantemente masculina. De este modo, se ha demostrado que la insistencia en el magisterio de Juan Ramón Jiménez constituyó para Ernestina de Champourcin un eficaz mecanismo de autorrepresentación en la primera etapa de su trayectoria, ya que la referencia a una figura central del Modernismo hispánico como su principal mentor le permitió lograr que su obra no fuera interpretada únicamente como representativa de la producción femenina. No obstante, su defensa de las mujeres no solo como escritoras sino también como lectoras autorizadas implicó asimismo una reflexión en torno a los textos de autoría femenina y al establecimiento de redes con contemporáneas como Carmen Conde.
Por esta razón, como planteaban Faderman (1978) y Gilbert y Gubar (1998), Champourcin no limitó el papel de precursores a los varones, sino que, al distanciarse del legado de las románticas demostró contar en el contexto iberoamericano con predecesoras dignas de ser tenidas en cuenta en la conquista de una voz propia. En consecuencia, el análisis de la lectura como “mascarada” (Rivière 2019) –esto es, como una parte constitutiva de la identidad autorial y de género de las escritoras– no solo ha contribuido a iluminar las relaciones de las creadoras culturales con aquellas figuras que se han señalado como pilares del canon poético contemporáneo, sino que ha permitido advertir una voluntad revisionista con respecto a las obras escritas por mujeres que será desarrollada teóricamente décadas más tarde por la crítica literaria feminista.
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Fecha de recepción: 22.07.2022
Fecha de aceptación: 9.10.2023
1 La crítica llevada a cabo desde los estudios feministas a la teoría de Harold Bloom motivó que, décadas más tarde, en El canon occidental (1994), el profesor de Yale señalara que “las mujeres de mayor fuerza poética, Safo y Emily Dickinson, son incluso agonistas más feroces que los hombres” (Bloom 2015, 44), un planteamiento que, sin embargo, no ofrece respuesta a la problemática relación entre autoras como Dickinson y la tradición hegemónica.
2 La influencia de Juan Ramón Jiménez en la “poesía pura” de Ernestina de Champourcin ha sido abordada por Ascunce Arrieta (2006, 107-108) y el surgimiento del magisterio ha merecido la atención de Landeira (2005). Para la relación de Champourcin con Juan Ramón Jiménez en una etapa tardía de su trayectoria, véase Villar (2006, 246-247).
3 De acuerdo con la definición de Gérard Genette, “es epitexto todo elemento paratextual que no se encuentra materialmente anexado al texto mismo en el mismo volumen, sino que circula en cierto modo al aire libre, en un espacio físico y social virtualmente ilimitado” (2001, 295). Entre otros, pueden considerarse epitextos las entrevistas, los epistolarios, las conferencias o los diarios íntimos.
4 En el epistolario entre Ernestina de Champourcin y Carmen Conde editado por Rosa Fernández Urtasun se recogen cartas escritas entre 1927 y 1995, pero, a partir de 1931, la correspondencia entre ambas se espaciará notablemente, de modo que esta primera etapa constituye la de mayor riqueza documental. Para un estudio del epistolario véanse, respectivamente, Fernández Urtasun (2006) y Gómez Sobrino (2017).
5 Tal y como se documenta en La ardilla y la rosa (Juan Ramón en mi memoria), “el poeta andaba entonces con una de sus frecuentes depresiones, y aunque había accedido a mi deseo de facilitarme unas líneas como pórtico o preliminar de mis poemas, estas no llegaban nunca. Yo me pasaba el tiempo espiando el sonido del timbre de la puerta interior, la de servicio, esperando que llegara la doncella de los Jiménez con el escrito en cuestión. […] Por fin un día llegó lo que Juan Ramón llamaba caricatura lírica, escrita de su puño y letra, esa letra suya que aún hoy cuesta tanto trabajo descifrar” (Champourcin 1981, 28).
6 Así lo demuestran las cartas que Juan Ramón Jiménez dirigió a Carmen Conde, custodiadas en el Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver Belmás y reproducidas por Fernández Hernández (1998, 90). En ellas se elogia la poesía de Carmen Conde y se agradece el envío de unos poemas para publicar en la revista Ley.
7 Ernestina de Champourcin recordará el vínculo forjado entre ambas poetas a través de la lectura del maestro: “me vienen a la memoria los ratos que pasamos Carmen y yo en su estrecho y modestísimo cuarto de la Residencia de Señoritas, mirando a los pájaros en los árboles del jardín y recitando llenas de entusiasmo aquello de ‘Cantan, cantan,/¿dónde cantan los pájaros que cantan?’” (Champourcin 1981, 32).
8 En 1975, la autora concede una entrevista a Arturo del Villar para La Estafeta Literaria en la que, al ser preguntada sobre si acepta la palabra poetisa, ofrecerá una argumentación más matizada contra el término: “No me gusta nada, y peleé mucho en aquella época para que no se empleara. Entonces tenía unas resonancias extrañas, desde que Unamuno dijo de algunos poetas jóvenes: ‘Poetas no, poetisos, poetisos”. Pero tampoco me gusta que se diga la poeta, como suele hacerse. No sé, nunca se me ocurrió pensar cómo debe llamarse correctamente a una mujer que escribe versos. Digamos poetisa” (Villar 1975, 12).