DOI: 10.18441/ibam.24.2024.86.103-124

 

 

 

 

Género, raza e identidad en los personajes del cómic peruano

Gender, Race and Identity in the Characters of the Peruvian Comic

Carla Sagástegui

Pontificia Universidad Católica del Perú

csagast@pucp.edu.pe
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-2118-5529

Introducción

El tema de la identidad nacional, de una identidad nacional, de ser una sola nación estuvo claro para la clase política peruana del siglo xix, afianzada en las ideas racistas que decretaron la degeneración de la raza indígena y colocaron a los blancos europeos como el ideal. Este ideal abarcaba también el rol de la mujer como madre y esposa responsable de la crianza de ciudadanos comprometidos. Tras la derrota en la guerra con Chile y la confirmación de que los “indios” desconocían la peruanidad, se asumió su integración a la nación como un problema que convenía ser resuelto y que caracterizó los debates ideológicos en el Perú durante todo el siglo xx, al igual que en muchos otros países de la región herederos del sistema colonial español (Portocarrero 1992, 11-14). Ningún debate similar ocurrió con la integración de la mujer a la condición de peruanidad, la cual se daba por sentada para las mujeres mestizas y blancas. Sin embargo, durante el siglo xix, la integración de la mujer al ámbito público y laboral se mantuvo restringida al área cultural (Arning 2010) y recién el año 1955 se permitió que votaran aquellas que supieran leer y escribir, permitiendo una discreta presencia en el parlamento.

Hasta poco antes de finalizar el siglo xx, el Estado mantuvo a través de la escuela pública, la Iglesia y los medios de comunicación un modelo patriótico masculino, moderno y occidental, ajeno a las discusiones intelectuales y al movimiento migratorio masivo del campo a la ciudad, que impuso una identificación territorial en la que las razas y sus costumbres, representadas gráficamente de manera masculina, debían mantenerse en la región natural que les correspondía: blancos y negros en la costa, indios en la sierra y aborígenes en la selva. Esta tajante distinción distributiva tuvo su origen, de acuerdo con Cecilia Méndez (2011, 78-82), en la élite ilustrada limeña de finales del siglo xviii, gestora del periódico liberal Mercurio Peruano. Fue reforzada en mapas y textos escolares de geografía durante el siglo xix hasta ser divulgada por intelectuales como José Carlos Mariátegui al comenzar el siglo xx. Las historietas producidas a lo largo del siglo xx forman parte protagónica de la representación visual del indio, “en singular y masculino” (82), del blanco y del “selvático”, pues al estar interesadas en trasmitir una identidad nacional equiparable a la estadounidense, recurrirán a los estereotipos de género, raza y territorio para construirla.

Fig. 1: Mapa ilustrado de Perú de Belisario Mantilla [1940] (en Prieto 2018, s. p.).

La historieta peruana comenzó a producirse durante el apogeo de la litografía y el grabado en las revistas nacionales que surgieron después de la Guerra del Pacífico (1879-1883), durante el periodo conocido como la República aristocrática (1895-1919). Y empezó en manos de Aurora San Cristóval, quien, ante la carencia de una escuela de arte y menos aún para mujeres, fue formada por su padre, el consagrado ilustrador Evaristo San Cristóval. Ella publicó veinte historietas de manera ininterrumpida a lo largo de dos años en el Perú Artístico (1893-1895). Su trabajo como artista era una de las labores que las mujeres sí podían ejercer. Pero no tuvo discípulas. Desde que ella lo hiciera, ninguna mujer trabajó como historietista hasta 1978. Aurora (como ella firmaba) tomó los estilos de historieta utilizados en las publicaciones europeas, reproduciendo protagonistas blancos en tanto personajes tan “universales” como los escenarios en los que transcurrían los episodios de humor: el zoológico podría quedar tanto en Lima como en París y las mujeres no podían ser más que suegras o esposas. Hasta la primera década del siglo xx, se mantuvo en el Perú la gráfica europea como universal, pues aún no había surgido la asociación entre cómic e identidad nacional. Monos y Monadas (1905-1907) o Fray K. Bezón (1907-1910), fueron proyectos que integraron escritores como Abraham Valdelomar o Francisco Loayza. Las tres firmas más representativas que ilustraron los semanarios de la primera década del siglo xx fueron Chambón, Polar y Málaga Grenet, quienes crearon sus propios estilos y caricaturas políticas modernistas en esta joven historieta que se volcó a la sátira local. Esta única tendencia alejó a la historieta peruana de la tira cómica estadounidense, que optó, para el público en general, por la creación de nuevos mundos y protagonistas de ficción perennes a lo largo de infinitas aventuras, entre los que destacaron personajes femeninos como Krazy Kat, Nancy, Blondie o Anita la huerfanita.

Mientras el público adulto peruano consumía historietas de humor costumbrista y político, para el pequeño público infantil desde la publicación de la revista Figuritas (1912), centrada en las travesuras de niños de ficción, año a año surgía un nuevo proyecto de revista, sin lograr extender su vida más de cuatro números. La más probable explicación remite a las altas tasas de analfabetismo, las cuales coincidían con el porcentaje de la población rural. En 1940, aún el 65% de la población vivía y trabajaba en el campo, y el 35% no hablaba el castellano (Maguiña 2016, 19). Esta realidad impactó en la industria editorial peruana, la cual dependía de los propietarios de la prensa centrada en las ciudades más grandes del país, sobre todo en la capital. Sumada la convulsión, el cierre de las universidades y la represión política en la década de 1930 resultó casi imposible el sostenimiento del género en los medios.

El indio llega a la historieta

Durante el retorno a la democracia que logra el sector más moderno de los agroexportadores encabezado por Pedro Beltrán y el presidente Manuel Prado, se inicia la migración del campo a la ciudad, proceso que revierte las cifras de 1940, al punto que veinte años más tarde, recompone un Perú 60% urbano y 40% rural. A diferencia de migraciones anteriores para profesionales de clase media, en esta ocasión, la población indígena más pobre empezó a movilizarse, escapando de la violencia de hacendados, gamonales y empresas mineras. Pudo llegar a Lima con cierta facilidad gracias a la constancia, desde el oncenio del presidente Leguía hasta Prado, en la construcción de una red vial que llegaba hasta ciudades medianas de la sierra y la selva desde la capital (Maguiña 2016, 18). El atractivo de Lima en aquel entonces, a pesar de su racismo, no solo consistía en ser la ciudad que contaba con los servicios básicos de salud y educación pública, sino que contaba cada vez con más fábricas y demandaba mano de obra. Este breve boom industrial nació de la drástica reducción de exportación de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Como muchos productos eran imprescindibles, como el papel, el país se vio en la obligación de sustituir algunas de sus importaciones, al menos temporalmente. La creación de estas fábricas y el crecimiento de la industria textil en Lima abrieron una oportunidad laboral obrera sin precedentes, al punto que la reforma educativa de 1941 instauró los horarios vespertino y nocturno para permitirle a los trabajadores ir a la escuela al terminar su jornada.

Las mujeres migrantes también debían trabajar, pero la mayor parte de ellas no necesitaba leer y escribir, pues se dedicaban a labores de servidumbre doméstica en casas de mujeres de clase media y alta,1 o al pequeño comercio de alimentos en mercados y paraderos, donde importa más saber sumar y restar. Sus hijos varones sí o sí fueron al colegio, llevándose a cabo el proceso de “desindigenización” (Barrig 2001, 59; De la Cadena 2004, 16) que antecede al establecimiento del “cholo” y que, paradójicamente, pone desde Lima al modelo de la patriótica familia blanca norteamericana como un ideal que la identidad peruana debiera alcanzar (De la Cadena 2004, 28).

En medio de esa movilización sin precedentes, aparece la revista Palomilla (1940-1942) fundada por el académico y dramaturgo Guillermo Ugarte, creador del radio teatro infantil en el país y del primer comic book o chiste peruano. En el proyecto trabajaron Pedro Challe, Víctor Echegaray, Ricardo Marrufo y Demetrio Peralta. La revista tenía apoyo publicitario. Como bien la describe Mario Lucioni, era “entretenida, e inteligente, y supo ganarse a su público, en importante medida gracias a sus historietas” (1996, 56). Desde distintas ciudades del Perú, llegaban las ilustraciones que imitaban los diversos estilos de cómic norteamericanos: algunas artesanales, otras sumamente profesionales, caricaturas, trazos vanguardistas, otras con estilos realistas. Todos los protagonistas eran hombres, desde niños hasta adultos (Sagástegui 2021, 141). Los personajes traviesos estaban combinados, con la influencia de Alex Raymond, con los protagonistas de las historietas de aventuras. Tales eran los roles asignados a los niños peruanos que se mantuvieron en proyectos posteriores: o sus travesuras ponían en jaque las normas de convivencia, o su comportamiento era de una honestidad, valentía y empatía inigualables. El cuidado de las ediciones que abarcaba hasta la calidad de las anécdotas publicitarias da cuenta de la prioridad que dio Ugarte a la libertad creativa, logrando estimular a una generación de dibujantes que diez años más tarde transformaría el cómic peruano.

Fig. 2: Pedrito, el indiecito estudiante, de Demetrio Peralta (Palomilla [1941], en Reynoso 2021, 97).

En ese contexto, el artista vanguardista puneño Demetrio Peralta publica en la revista por entregas la historia de Pedrito, el indiecito estudiante, una historieta realista que retrata las aventuras de un niño indígena que queda huérfano al morir su madre y que migra primero a la ciudad y luego a Europa, gracias a los mentores que encuentra en el camino. Como señala Christian Reynoso (2021, 45), Pedrito cumple más un rol hegemónico que uno subalterno. Se trata de un ejemplo exitoso del “impulso educativo” que Gonzalo Portocarrero (2021, 38) describe como el programa de integración social que se construyó para homogenizar a la población a partir de la cultura del grupo blanco peruano, que occidentaliza la identidad y demanda la renuncia a la cultura indígena. No en vano la formación de Pedrito antes de dejar el país ha pasado por el profesor que le enseña a leer y escribir en castellano. Es el primer personaje indígena y migrante en la historieta peruana. Es la primera vez que una historieta comienza en una aldea de la puna peruana y dibuja con atención al paisaje andino hasta llegar a la ciudad. Desde que arriba a la capital, los personajes abarcan en las viñetas más atención que las calles, a la par que Pedrito se va volviendo cada vez más occidental, pero nunca blanco del todo. Un niño blanco tiene, como los personajes traviesos, la libertad de poder jugar hasta cruzar el límite de lo permitido, acto que no ocurre jamás en su vida narrada en la historieta. Pedrito no juega, no hace travesuras, no es Peyoyo, el “palomilla” vinculado al concepto principal de la revista y dibujado al estilo de Popeye. Salvo Pedrito, la apariencia blanca universal fue común a todos los personajes, incluyendo a los valientes héroes de guerra que libraban con ingenio batallas vestidos de soldados en países imaginarios. En 1950 aparece la revista Canillita, en la que no existe ningún personaje indígena, ninguna niña obediente, ninguna traviesa. Dibujantes de ambas revistas, todos hombres, pasarán al proyecto más ambicioso de historieta vinculado a la identidad nacional que se hubiese realizado hasta el momento: la creación de personajes 100% nacionales.

Las tres regiones naturales

Durante el gobierno dictatorial de Manuel A. Odría (1848-1956) las ciudades costeras empezaron a crecer de manera caótica. Ante la ausencia de viviendas y urbanizaciones para acogerla, la población indígena recurrió a las invasiones de zonas agrícolas que rodeaban las ciudades y a construcciones precarias en los barrios pobres y cerros aledaños. Se dio inicio al llamado “desborde popular” (Matos Mar 1986, 79-81). Esta incorporación forzada a la ciudad llegó a provocar desde caricaturas burlescas hasta absurdos proyectos de ley para prohibir la migración a Lima (Rodríguez 2019, 51-52). Los límites entre las tres regiones habían caído y la transformación hacia ser chola de la población costeña ya no se podía ocultar. Cholo fue el término con el que se designó al indio migrante, y pronto pasó a ser un complejo dispositivo de discriminación dentro del país, con el que toda peruana, todo peruano, al mismo tiempo que choleaba y era choleado, establecía jerarquías, superioridades e inferioridades. Aunque tremendamente limitante para los individuos, resultó “al mismo tiempo una forma de tener un orden social y preservarlo” (Twanama 2008, 103).

Beltrán, que manejó la economía del Perú durante cerca de treinta años en alianza con Estados Unidos y dueño del diario La Prensa, tuvo en claro que debía captar a este nuevo público cholo recién llegado a la ciudad. Con ese fin, publicó el primer tabloide, Última Hora, el año 1950. Tras algunos primeros intentos poco alentadores, encargó su conducción al joven Raúl Villarán, quien a los 22 años consiguió que fuese el primer diario con carátula escrita con lenguaje popular en el Perú (Gargurevich 2005, 30-32). Así se mantuvo por algunos años como el periódico con mayor circulación en el país. Hasta antes de Villarán, el diario contaba con una página de tiras cómicas norteamericanas y solo una tira peruana: “Sampietri” de Julio Fairlie (uno los jóvenes dibujantes de Palomilla). Su personaje era un limeño “criollo”, un galán muy ingenioso y seductor que trabajaba lo menos posible. De pronto, en la edición del 11 de setiembre de 1952, Sampietri invade las tiras cómicas “extranjeras” despidiendo al Pato Donald y a Buck Rogers. Y al día siguiente aparece por primera vez una página llena de “personajes 100% nacionales”.

Probablemente como resultado de la postura social del jefe de redacción, Efraín Ruiz Caro, fundador del Movimiento Social Progresista, resulta explícito el cuidado para que se viera representada la diversidad regional y racial del Perú, incluida una mujer. Con un nivel gráfico y narrativo profesional nunca antes alcanzado, cada tira estaba dedicada a una raza asociada a una región natural del país. Las tiras heroicas y ejemplares eran “La Cadena de oro” de Rubén Osorio y “Yasar del Amazonas” de Jorge Vera Castillo. La primera, con el nombre de su excepcional herramienta de lucha, estaba protagonizada por el héroe indígena llamado Juan Santos, dedicado a proteger de ladrones y otros delincuentes el patrimonio de las comunidades de la sierra. Sus aventuras quedaban restringidas (salvo en el capítulo de ciencia ficción y viaje a Marte) al territorio andino, la región natural a la que pertenecía y defendía. La segunda, incorporó a Yasar, primer héroe “selvático” en las aventuras también restringidas a su espacio territorial. Hasta ese momento y a pesar de las denuncias que ya se habían hecho públicas sobre la explotación del caucho y la semiesclavitud a la que fue sometida la población, el Estado peruano había considerado la Amazonia peruana como un territorio despoblado que debía ser colonizado. Los intentos tuvieron poca resonancia hasta que, en esta ocasión, la colonización fue considerada como prioridad para desviar el desborde migratorio de la costa hacia la selva, para lo cual era necesario incorporarla como región que faltaba occidentalizar.

Hegemónica sin duda, la costa, la región más moderna dio espacio a tres personajes: “Boquellanta”, de Hernán Bartra, protagonizada por un niño afro de poco intelecto enamorado de una rubia y víctima de sus propias travesuras; “Chabuca”, la primera mujer que aparece no en una historieta propiamente dicha, sino en una viñeta de humor, en un cartoon, que caricaturiza a una limeña blanca de clase media con fijación de conseguir marido; y el nuevo personaje que condensaba los estereotipos del desborde popular: “Serrucho”, de David Málaga, el campesino migrante que irrumpe en el territorio limeño (cuando debiera permanecer en la sierra, como su nombre lo indica)

Fig. 3: Campaña de lanzamiento de historietas peruanas publicada en Última Hora [1952] (en Sagástegui 2003, 32).

(Rodríguez 2019, 12). El humor de Serrucho surgía de la ridiculización por aparentar ser citadino, escuchando mambo y enloqueciendo por mujeres blancas y rubias, cuando sus costumbres rurales lo delataban en lo que respecta al territorio: confundía monumentos con deidades, subía y bajaba edificios como si fueran nevados. Su ignorancia y su nombre despectivo eran las principales provocaciones de risa.

Los roles masculinos quedaban nuevamente encasillados entre la transgresión y el heroísmo. Continuando con la tradición iniciada en Palomilla, la ilustración de los personajes heroicos seguía patrones realistas de acuerdo con los fenotipos raciales para el rostro y aseguraba los cuerpos musculosos para sus hazañas. A los traviesos correspondía la caricatura centrada en la personalidad como Sanpietri, que mantiene el peinado y bigote que lo delata en su rol de limeño vividor; pero a los personajes satíricos como Serrucho, Boquellanta y Chabuca se los reducía a estereotipos que hoy consideramos denigrantes: Boquellanta era un niño blackface, El pequeño Serrucho tenía los ojos escondidos bajo el chullo y una nariz aguileña gigante y Chabuca fue dibujada con un cuerpo de pin-up girl con el cual se fija el cuerpo tentador en las caricaturas de la prensa popular peruana.

La consolidación de las tres regiones fue el núcleo de la revista infantil Avanzada, el proyecto de identidad nacional para niñas y niños más ambicioso y duradero fundado por la Iglesia católica en 1953 y reutilizado por el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada hasta la década de 1970. El origen de la revista remite al papel de los misioneros en la integración de la “población selvícola”2, tarea que no había resultado nada fácil debido al genocidio indígena del Putumayo producido por la fiebre del caucho desde el año 1885. El presidente Nicolás de Piérola, al tanto de los informes que denunciaban los crímenes, encomendó el año 1898 a los misioneros católicos el establecer contacto con la población aborigen, pero los grupos étnicos decidieron refugiarse, con ánimo de romper todas las relaciones posibles. Esta desvinculación provocó que los misioneros a lo largo de las tres primeras décadas del siglo xx se distribuyeran por el territorio ofreciendo contacto, acompañando sus reclamos, formando líderes y fortaleciendo su organización política. Sin embargo, se trataba de una propuesta muy distinta a la del “impulso educativo” con la que el Estado pensaba lograría resolver la identidad de aquellos “peruanos”. Más acordes con ese programa se mostraron los misioneros evangélicos que llegaron al Perú con el Instituto Lingüístico de Verano (1946) y firmaron un convenio ya en el gobierno de Odría para hacerse cargo de su educación y la formación de sus profesores, primero como pastores locales para, posteriormente, educarlos en el Instituto Superior Pedagógico Bilingüe de Yarinacocha a partir del año 1952 (Espinosa 2018, 276). Ante este posicionamiento territorial, la Iglesia católica con el fin de reforzar la labor de sus misioneros, nombró en 1953 al jesuita Ricardo Durand Flórez al mando de las Obras Misionales Pontificias y la Cruzada Eucarística. Desde ese cargo creó la revista Avanzada, dirigida a todos los colegios oficiales y particulares de la república peruana de forma tal que promoviera la cultura católica misionera en las escuelas y sirviera para recabar donaciones para las misiones en la Amazonía.

Durante sus primeros años, la revista Avanzada se especializó en la presentación de etnias amazónicas con las que la Iglesia trabajaba, inscribiendo un discurso hegemónico nacionalista y compasivo e inevitablemente ambiguo ante el orden racista de la sociedad peruana, pues en las historietas fomentaba el igualitarismo, pero en el contenido subrayaba el carácter subalterno de los pueblos considerados como aborígenes que debían mantenerse cuidadosamente en su territorio. Con el apoyo eclesiástico y estatal, la revista contrató a los mejores dibujantes de Última Hora, Rubén Osorio y Hernán Bartra (ambos migrantes de la sierra y la selva respectivamente) y se acordó el lanzamiento de los personajes protagónicos de la revista: El Padre CEM, Coco, Vicuñín, Tacachito y sus mascotas. Cada uno representando la división territorial en tres regiones del país conocidas como costa, sierra y selva. Los tres niños están bajo la tutela del Padre CEM (Cruzada Eucarística Misional). Él, blanco y barbudo como en los tiempos de la conquista, apoya sus aventuras y vigila su conducta en cada aventura que culmina con premios que serán donados a las obras misionales. Los tres niños son inteligentes y solidarios, logrando siempre vencer las fechorías de los villanos Granito y Groucho (cuyos nombres aluden claramente al acné visto como un síntoma de malas costumbres y a un “Marx”). El niño que representa la costa, se llama Coco. Su pelo rubio alude a la costa desértica y su nombre a una palmera; su mascota es un perro, Sulky. Vestido con chullo y poncho, de ojos rasgados, Vicuñín lleva el nombre del dromedario que se encuentra en el escudo nacional. Su mascota es un loro llamado Flori, ave muy común en los valles de la sierra. Y Tacachito, bautizado mediante concurso como el tamal típico de la selva, de ojos pequeñitos, es acompañado por su mascota César, un mono. Las diferencias se diluyen en el compartir el tierno estilo de dibujo con forma de muñeco de inspiración disneyana. Las mascotas también hablan. Sulky, Flori y César protagonizan aventuras en cómics propios, pero también cuentan con una breve y ejemplar sección de cómic que incluye el mensaje del director. El protagonismo de estos personajes territoriales es tan grande y la hegemonía del más blanco y occidentalizado es tan manifiesta que por temporadas es Coco quien firma la editorial de la revista. Al igual que en Última Hora, el mundo es muy masculino y la mayor parte de discursos están dirigidos solo a los niños. La única mujer que aparece en todos esos años es Chelita, la niña ama de casa que se encarga del cuidado del centro en el que vive el Padre CEM. Como su papel no trasciende el saludar a los demás personajes, podría considerar que se le asigna un rol de escenario. Sin embargo, al final de la revista su personaje tiene una sección que sí protagoniza: la de recetas de cocina. Esta sección está acompañada de otra dedicada al bordado, las manualidades, y al cuidado de los hermanos menores que aún son bebés. Se mantiene, por tanto, el modelo de la educación para la maternidad establecido para las mujeres en el siglo xix.

Fig. 4: Revista Avanzada, n.º 142, julio, 1964 (Lima: Cruzada Eucarística Misional).

La revista llegó a su fin cuando el año 1968, después del golpe militar, el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada prohibió su venta en las escuelas. Pero reaparecería dos años después, cuando el general Juan Velasco Alvarado, cabeza del Gobierno Revolucionario, expropió el diario Expreso. Osorio y Bartra fueron convocados y publicaron las historietas de Coco, Vicuñín y Tacachito en la revista El Trome del diario en el año 1971, donde continuarán a lo largo de cincuenta ediciones. La tripartición territorial cobra un nuevo sentido bajo la revolucionaria misión de la revista: “colaborar, implantando en cualquier lugar del Perú, la justicia y la igualdad, combatiendo a los enemigos del pueblo” (1971, n.º 1: 2). Es así como el “amor y respeto por todo lo peruano” representa un nuevo nacionalismo que demuestra la presencia del Estado en las tres regiones naturales. Durante su uso para la educación política del “nuevo hombre” propuesto por Augusto Salazar Bondy en la reforma educativa, los discursos de los personajes se transformaron en largas explicaciones de los cambios sociopolíticos que decretaba el gobierno y sus aventuras, en juicios para sancionar a los hacendados que negaban el acceso a la educación de los campesinos. Los textos escolares de geografía publicados desde la década del 70 abandonaron la descripción del país en tres regiones y la reemplazaron con los ocho pisos altitudinales.

El cholo calato y el pueblo joven

“Campesinos” fue el nombre designado para reemplazar “indios” o “indígenas” desde que se decretó el año 1969 que el Día del Indio que fue instaurado el 24 de junio de 1930, se llamaría de ahí en adelante el Día del Campesino, tal como se celebra hasta la actualidad. Sin embargo, en Lima y las grandes ciudades, los indios migrantes habían sido llamados “cholos” desde el siglo xix. En su Diccionario de peruanismos (1884), Juan de Arona, seudónimo de Pedro Paz Soldán y Unanue, intenta distinguir cholo de indio afirmando “inequívoca y despectivamente” (Méndez 2011, 86):

Cholo: Una de las muchas castas que infestan el Perú; es el resultado del cruzamiento entre el blanco y el indio. El cholo es tan peculiar a la costa, como el indio a la sierra; y aunque uno y otro suelen encontrarse en una y otra, no están allí más que de paso, suspirando por alzar el vuelo; el indio por volverse a sus punas y a su llama, y el cholo por bajar a la costa, a ser diputado, magistrado o presidente de la República (Paz Soldán y Unanue, citado en Méndez 2011, 86).

En la década de 1960 la distribución de la población por razas había ya colapsado por la migración y tanto la academia como la prensa se enfocaron en la urbe costeña y el cholo. Más afín a la teoría de clases que el indigenismo, el momento que encarna el reconocimiento de que las urbes han ganado en tamaño e importancia se produjo durante la tensa Mesa redonda de Todas las Sangres realizada por el IEP el año 1964, cuando Aníbal Quijano instó a José María Arguedas a mirar al cholo contemporáneo que tuvo origen serrano pero que vive y trabaja, se refunda, en el territorio costeño.

El cholo ingresa al cómic peruano a través del diario El Comercio en una obra de historieta algo inusual hasta ese momento. Dibujada por el ilustrador de libros infantiles austriaco Víctor Honigman, fue construida según los guiones de Diodoros Kronos, seudónimo del filósofo peruano Francisco Miró Quesada Cantuarias, director del suplemento Dominical y del diario propiedad de su familia. Era el año 1957 y crea a El Super Cholo, un personaje súper fornido y seguro de sí mismo, capaz de realizar cualquier tarea física por los pueblos y ciudades del Perú. La popularidad del personaje fue tan sostenida que fue retomado y rediseñado por Antonio Negreiros en la década de 1980 y luego actualizado por Carlos Castellanos en la década de 1990 (Santivañez 2012). Francisco Miró Quesada, como pensador, estaba convencido de la existencia de una confusión en la noción de la identidad nacional que era central para su uso (Ballón 2000, 196-198). Lo que ocurría era que se entremezclaban tres conceptos distintos de identidad: el de los rasgos comunes compartidos por la mayoría de miembros de una comunidad, la existencia de rasgos que permitieran distinguir una comunidad de otras, y un tercer sentido referido a los rasgos ideales adjudicados a una comunidad. Desde esta perspectiva, Avanzada había respondido al tercer sentido, el de los rasgos ideales. Pero con El Super Cholo, si bien había algo de idealización, el aspecto protagónico era que compartía rasgos con una mayoría de peruanos que no dejaba de crecer. La caricatura de Honigman y los guiones de Kronos consiguieron que los rasgos indígenas remarcados provocaran mayor identificación que burla, pues el territorio recorrido en las viñetas y en la vida real era así de indio, así de cholo.

A pesar de la ejecución de la Reforma Agraria el año 1969, la población campesina continuó disminuyendo y siguió creciendo en tamaño y necesidad de atención la población chola que había migrado a las urbes. Así fue como en ámbitos tanto populares como académicos a través de la historieta, la recién fundada televisión, la literatura y las ciencias sociales, la visibilización del cholo consiguió ocultar la cada vez más cuestionada e incómoda división racial como base de la identidad nacional, al punto que la pregunta sobre raza del año 1940 desaparece del censo de 1961 y para el año 1972 ya no se pregunta por etnicidad como cultura, sino tan solo por la lengua materna (Valdivia 2012, 3).

El cholo sacaba a la luz la pobreza de un sector de la población que carecía de condiciones básicas de alimentación y vivienda en medio de las reformas que los militares consideraban que darían fin a las brechas e injusticias del país. Por esa razón, una de las invasiones en los extremos de Lima fue atendida directamente por el general Velasco, quien aprovechó para proponer una reubicación planificada en el año 1971 en una zona desértica al sur de Lima, dando vida al pueblo joven Villa El Salvador. Desde ese entonces, la casa rudimentaria, hecha de esteras en el árido desierto costeño se tornará en el ícono de la pobreza de todo el Perú.

Fig. 5: El Super Cholo, 1957. El Suplemento Dominical (El Comercio, Lima, p. 12).

Juan Acevedo fue el historietista precursor del cambio en la identidad peruana de sus personajes y creador del Cuy (1977), que empezó como una versión chola del famoso ratón Mickey pero que, por ser roedor peruano, no llevaba ropa. Era un cholo calato que vivía lleno de dudas políticas, sentimentales y existenciales. Es el personaje de historieta que mayor vigencia ha tenido en el país debido a sus atinadas reflexiones hasta el día de hoy. Sin embargo, no aparece vinculado a ningún territorio del país, solo al tiempo presente. Son otras las obras de Acevedo en las que el espacio es más protagónico. En la representación de la capital, la casa de esteras, el hogar refugio de los pobres en la toma de tierras para poder asentarse, resulta el recurso gráfico más tangible para ilustrar la desigualdad de clase limeña. Está presente la estera desde Ciudad de los Reyes (1978) hasta Luchín González (1988). Pero es en la historieta para niños Piolita (1978) que su precariedad llega a dar fundamento al paisaje en una obra que fue resultado de su trabajo en Villa el Salvador: el intento de un pueblo joven planificado a donde se movilizaron miles de tomadores de tierra obligados por la pobreza. Contemporáneo a Acevedo, Alfredo Marcos en los años 80 encuentra también en las esteras el territorio que habitan Los Calatos (1980), una familia de cholos cuya pobreza no les permite siquiera tener ropa pero que los mantiene al tanto de la conducta y decisiones de los políticos que los gobiernan. Comparten su fenotipo con las sirvientas, sumamente críticas con el racismo, de Las viejas pitucas (1978): la caricatura muestra pequeños a los personajes, panzones y con una gran nariz que recuerda la de Serrucho.

Fig. 6: Los Calatos, s. d. (en Villar 2016, 131).

El protagonismo de Acevedo y Marcos en esa década, son muestra de cómo el humor político limeño y la pobreza costeña empiezan a volverse hegemónicos, mientras que en la sierra sur del Perú se estaba librando el Conflicto Armado Interno, que bajo las estrategias terroristas del Partido Comunista Sendero Luminoso y del Estado peruano, causó la muerte y desaparición de cerca de 60.000 personas. El 75% de las víctimas hablaban quechua o asháninca, aimara u otra lengua nativa, viviendo en zonas de la sierra y de la selva de difícil acceso y en condiciones de extrema pobreza (Comisión de la Verdad y Reconciliación 2013, 8). El conflicto armado trajo de vuelta, junto con el siglo xxi, reflexiones necesarias acerca del racismo y la etnicidad. El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación remarcó la violencia de Sendero Luminoso contra los pueblos quechua y asháninka, así como los abusos cometidos por las fuerzas policiales y armadas, todos cargados de un profundo desprecio étnico y racial. En ese marco, ser indio o serrano era condición para ser terrorista, de manera que cuando las zonas pobladas de indígenas se decretaban zonas rojas se justificaban las masacres, que, por ocurrir en zonas alejadas rurales, no fueron sentidas como propias por el resto del país (Robin 2017).

Fig. 7: Los Calatos, s. d. (en Villar 2016, 133).

La chola postconflicto armado

La exploración plástica de historietistas como Juan Acevedo y Alfredo Marcos abrieron el paso en el nuevo milenio a una generación contracultural, concentrada en un arte gráfico sofisticado de contenido político y existencial que lejos de la prensa encontró en concursos, revistas, fanzines y editoriales independientes el mejor medio para desarrollarse como una de las manifestaciones artísticas del país con mayor reconocimiento en el presente siglo. De sus integrantes, Jesús Cossio recibió el año 2003 junto con Luis Rossell y Alfredo Villar la beca Rockefeller para representar a través del cómic los relatos que componen la memoria propuesta por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en su Informe Final. Identificado con la obra de Joe Sacco, el primer resultado de este trabajo fue el cómic documental Rupay: historias de la violencia política en Perú, 1980-1984, publicado el año 2008 por Contracultura, la primera editorial peruana independiente de historieta. Conformado por trece historias, el cómic narra cronológicamente las principales acciones provocadas por Sendero y el Estado durante el gobierno de Fernando Belaúnde. Rupay le permite desarrollar una metodología de investigación y una crónica propia capaz de poner en escena las noticias sobre los acontecimientos más violentos del conflicto armado. Dos años después, el año 2010, Cossio escribe y dibuja ya solo Barbarie: cómics sobre violencia política en el Perú, 1985-1990. Publicado también bajo el sello de editorial Contracultura y con el apoyo de Carlos Iván Degregori, pensador peruano especializado en la memoria del conflicto armado, el libro plantea una gráfica notoriamente distinta a la de Rupay pues se ficcionalizan los acontecimientos, de tal forma que sus lectores tomamos conciencia de lo vivido en lugar de leer una descripción informativa de lo acontecido. Estamos en sus pueblos, entre sus montañas, dentro del cuartel. En ambos textos, el paisaje ayacuchano, el territorio andino y la población campesina retorna a la historieta, pero no para entretenernos, sino para estremecer nuestra memoria; no obstante, el racismo subrayado por la CVR, en los cómics de Cossio el fenotipo de los personajes es el mismo, cholos, blancos o indígenas, hombres y mujeres están supeditados al estilo del autor. Si algo los distingue es la pobreza, la ropa y el uniforme, no la raza.

Mantener velado el racismo, negarlo o considerarlo superado ha sido la reacción de los sectores (partidos políticos, fuerzas armadas, etc.) que se opusieron al Informe Final de la CVR, que niegan que se haya tratado de un conflicto armado y que exigen sea reducido a un listado de acciones insurgentes cometidas por un grupo terrorista, vencido efectivamente por las fuerzas armadas bajo el liderazgo del presidente Alberto Fujimori. También niegan los abusos físicos y sexuales cometidos por Sendero Luminoso y el Estado contra las mujeres campesinas. No hay historieta que haya dado cuenta del horror que sufrieron. Por otro lado, las historietistas profesionales han concentrado su empeño en narrar historias de mujeres urbanas, relatos autobiográficos y experimentaciones plásticas y líricas donde el racismo no ha encontrado protagonismo.

En ese contexto, en el formato editorial hegemónico vinculado a la prensa que importa cómics de superhéroes de Marvel y DC, se han mantenido proyectos de cómic más convencionales de acuerdo con la tradición estadounidense, como el cómic de entretenimiento para adolescentes y adultos, La Chola Power de Martín Espinoza y César Santivañez (2015), que forma parte de la reivindicación de la categoría chola como equivalente a un mestizaje distintivo, atributo que dota de poder a la mujer peruana y que idealmente llena de orgullo patrio a la población. Al ser presentada gráficamente la historieta y particularmente la protagonista como equivalente a los héroes con superpoderes del cómic estadounidense, podemos constatar que el incansable anhelo de la historieta peruana de los años cincuenta sigue vigente: contar (algún día) con modelos patrióticos tan grandes como las producidas por el país más poderoso. La Chola Power busca llenar ese insaciable complejo de nacionalismo. El resultado fue una forzada combinación entre la mitología prehispánica de la zona de los valles de Lima, Ica y Junín, una versión ucrónica (Ballón 2000, 189) que cuenta de manera distorsionada el Conflicto Armado Interno, y los poderes de una joven mujer chola contemporánea. El resultado es que el cómic “devela” como el conflicto fue en realidad una guerra entre los dioses en la lógica de superhéroes: El villano es el dios prehispánico Pachacamac que desatará el Apocalipsis. La divinidad que lo vencerá se encarna en esta ocasión en Chola Power, quien gracias a sus poderes descubre que Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso estaba en realidad coludido con Vladimiro Montesinos, corrupto y perverso asesor del dictador Alberto Fujimori. En el cómic (y no en la realidad histórica) puestos de acuerdo ambos en apoyar el apocalipsis de Pachacamac, les dicen a los campesinos de la comunidad de Uchuraccay que maten a los periodistas, aludiendo al caso emblemático muy mal investigado por la comisión que encabezó Mario Vargas Llosa sobre la terrible muerte de un grupo de periodistas a manos de comuneros que siguieron órdenes militares. Es por ello que la alianza entre Montesinos y Guzmán en La Chola Power distorsiona por completo la historia del conflicto. Su enfrentamiento contra Pachacamac, el dios al que sirven los villanos, se produce en medio de la ciudad de Lima representada de manera monumental: el Museo nacional de arqueología, el cementerio Presbítero Maestro, la plaza San Martín. Los monumentos enumerados tienen en común haberse erigido durante el centenario de la independencia del Perú al comenzar el siglo xx como símbolo de ideales de una nueva nación que hubiese preferido que la migración de la población indígena a la costa y a la capital no se hubiera dado nunca para mantener a los blancos, a los serranos y a los aborígenes en su sitio. No en vano Pierre Nora consideraba los monumentos como un destructor de la memoria, entendiendo la memoria como sospechosa para la historia “cuya misión es destruirla y rechazarla” (Moscoso 2022).

Fig. 8: La Chola Power, 2015, carátula del n.º 5, “Nuestros muertos” (Lima: Perú21).

Chola Power vence a Pachacamac en el río Rímac. La pelea entre ambos se da en quechua. Cuando el uso del quechua en un cómic debiera ser una reivindicación de la cultura andina, al mismo tiempo se distorsionan los acontecimientos y se pierde el sentido del conflicto armado, sus rupturas y consecuencias.

Conclusiones

En esta sucinta revisión histórica se han seleccionado las historietas peruanas de más larga existencia vinculadas explícitamente con la identidad nacional. Con ciertas excepciones, todas han estado dirigidas a un público infantil o familiar. De cierta manera han formado parte del impulso educativo que surgió en el siglo xx como un programa con el que se buscó educar y occidentalizar a los niños indígenas y cholos peruanos.

En todas ellas se observó que la identificación entre raza y territorio impuesta por la élite ilustrada limeña desde finales del siglo xviii, quedó representada en dos narrativas: aquellas protagonizadas por un personaje de perfil heroico y ejemplar, y las de ridiculizadoras acciones que merecen castigo o desprecio. La opción por una u otra tomada por sus creadores respondería a la postura ideológica de los medios en las que fueron publicadas.

Sus tramas han tenido como protagonistas a hombres y en momentos muy excepcionales a mujeres. Hasta el momento, solo La Chola Power ha sido una historieta, realizada por hombres, que ha combinado el ser mujer con la condición racial en el género de aventuras heroicas. Es decir, se trata de una mujer ejemplar. En el caso de los personajes masculinos, los roles asignados han sido los de niño héroe y niño travieso; mientras que las mujeres han sido reducidas a personajes secundarios vinculados al matrimonio, el cuidado y la maternidad desde la infancia. La ilustración fenotípica ha dependido también del tipo de trama: realista y de cuerpos idealizados en los casos heroicos y caricaturesca en los personajes traviesos o satíricos.

La revisión nos ha mostrado un cambio en los discursos hegemónicos que se produjeron en el proceso de pasar de un país rural a uno urbano: la prolongada fijación entre la identidad racial y las tres regiones naturales llegó a su fin cuando el personaje cholo hace su aparición haciendo hincapié en la pobreza y la diferencia de clases. Si bien el cholo borra las diferencias entre las razas, mantiene su vínculo original con ser costeño. De esta manera la pobreza peruana termina siendo representada por la pobreza costeña, resumida en la casa de esteras y en la condición de absoluta desnudez. Posteriormente, el universal masculino y la identidad racial quedan trastocados al ser mujer y ser chola las condiciones para ser no solo héroe, sino superhéroe. Su territorio ya no es tampoco una región natural, sino una urbe en la que los monumentos son readaptados en un argumento ucrónico que cambia los acontecimientos históricos, casualmente los acontecimientos que han encarnado con crudeza los extremos al que el racismo peruano ha podido llegar.

El fanzine y la narrativa gráfica contemporánea se consolidaron al culminar la guerra entre Sendero Luminoso y el Estado peruano, tema que los autores hombres desarrollaron como acontecimiento histórico, y que, por tener carácter de denuncia, fue una temática que cumplió con una función contraria a la de ser una fuente de identidad nacional. En el caso de las autoras mujeres contemporáneas, la identidad peruana es un tema que ha sido reemplazado por la identidad de género, dando prioridad a los trabajos de autoficción y reflexión sobre la condición de ser mujer.

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Fecha de recepción: 11.10.2022
Versión reelaborada: 28.03.2023
Fecha de aprobación: 22.05.2023


 

 

 

1 Como subraya la historiadora Cecilia Méndez, para el historiador peruano Alberto Flores Galindo (1997), la clave del racismo se encontraba en la servidumbre doméstica, prolongación del servicio que los campesinos, hombres y mujeres, realizaban en la casa-hacienda. Fue consecuencia de la abolición de la esclavitud a mediados del siglo xix y del bienestar económico causado por los ingresos del guano. De esta manera, se institucionalizó entre las familias pudientes sacar a niñas, niños y jóvenes quechua hablantes de zonas andinas, llamados “cholitos” para que cumplieran estas funciones, incluso con la complicidad de autoridades (Méndez 2011, 59).

2 Tal el término utilizado en los censos nacionales hasta el año 1981.