DOI: 10.18441/ibam.24.2024.86.241-260
María Pía Méndez Mateluna / Nicolás Corvera / Romina Novoa Ocares / Joaquim Giannotti / Arlette Martínez Ossa / Natalia Testa
La diversidad de las realidades de la infancia en América Latina es amplia, pero si hay algo que lamentablemente se repite en la variedad de esas experiencias, es la vulneración de derechos a la que muchas niñas, niños, y niñes se enfrentan. Las sociedades que habitamos y los sistemas políticos que hemos construido continúan siendo adulto-céntricos, lo que se traduce en estructuras e instituciones que no logran poner el foco en el interés superior de la niñez para sus acciones. La mayor parte de los países de la región están suscritos a la “Convención Sobre los Derechos del Niño” desde hace décadas, sin embargo, esta misma región aún detenta altas cifras de trabajo infantil, explotación sexual comercial, trata de personas, violencia intrafamiliar, entre otras graves vulneraciones de derechos. A su vez, se limita el involucramiento de la infancia en los procesos de toma de decisiones, lo que les invisibiliza y disminuye su capacidad de autonomía. Similarmente, los procesos de adopción que debiesen de promover garantías y restitución de derechos a las infancias más vulnerables, en muchos casos, tienden a demorar en demasía y a contar con poco apoyo de las instituciones políticas.
Existen diversas medidas e iniciativas globales para hacer frente a estas problemáticas que tienen distintos grados de efectividad y alcance. En este escrito queremos explorar brevemente la realidad de las vulneraciones de derechos de la infancia en la región, y en particular, buscamos identificar los desafíos pendientes específicamente en torno al trabajo infantil y la migración, la participación ciudadana de la infancia, y la adopción. La intención es contribuir no solo a darles visibilidad, sino que también, a promover un avance hacia abordajes menos adulto-céntricos.
Cada uno de los artículos incluidos en este dossier discute aristas distintas de las vulneraciones a los derechos que impactan a las infancias latinoamericanas, por lo que el enfoque de derechos se encuentra a la base de los análisis. Enfatizamos que el modo de avanzar es siempre a partir del reconocimiento de niñas, niñes, y niños como sujetos de derecho, en lugar de verles solo como objeto de protección.
Nicolás Corvera analiza las debilidades del concepto de democracia como actualmente se entiende cuando queremos aplicarlo a la infancia y adolescencia. El autor presenta argumentos para sostener que disminuir la edad de votación, y promover y ampliar mecanismos participativos independientes de la mayoría de edad son absolutamente necesarios para incorporarles a la democracia. A su vez, Romina Novoa arguye que la participación de la infancia y adolescencia es un derecho humano que debe estar garantizado por el Estado. Pero en su caso, la autora se enfoca en explicar que no podemos avanzar en ello sin entregarles previamente la información necesaria para su involucramiento, en un lenguaje simple y claro. Sostiene que el gran desafío para quienes diseñan, implementan, y evalúan políticas para ese fin es el de avanzar de modo paralelo y no reactivo a las nuevas tecnologías.
Junto con la falta de inclusión y participación de las infancias en lo político, hay problemas en términos de cómo se implementa la protección de sus derechos a partir del interés superior de la niñez. Joaquim Giannotti, explora un modo de argüir por un proceso de adopción que refleje ese interés superior, por medio de una reflexión filosófica que eleva a la adopción al nivel de un deber moral. El autor dice que, si lo considerásemos de esa forma, podríamos atender a un algo tan importante como es el cuidado de la identidad de la niñez susceptible de adopción, lo que hoy en día no se refleja en los procesos. Arlette Martínez y Natalia Testa también discuten la importancia de la garantía de derechos de la infancia. En su artículo exploran la transferencia del Estado de su responsabilidad en el cuidado a lo privado, y como ello ha forzado a mujeres, niñas y adolescente a asumir esas tareas, lo que contribuye a perpetuar el ciclo de pobreza. La respuesta a esta problemática, señalan, debe poner un énfasis especial en la intersección de factores como la migración, las desigualdades de género, y el trabajo infantil.
El desafío entonces consiste, como concluyen aquí los artículos, en no rehuir la complejidad de las problemáticas para abordarlas, sino que hacerles frente con mecanismos variados que busquen mejorar, o de plano, cambiar las regulaciones e instituciones existentes. La academia, por su parte, juega un rol muy relevante para entregar un marco de análisis que permita innovar aplicando el enfoque de derechos. A su vez, necesitamos involucrar a la ciudadanía para hacerles parte del cambio social, político y cultural que significa alejarnos del adulto-centrismo al que estamos acostumbradas.
Confiamos en que la lectura multidisciplinar que ofrecemos aquí puede aportar desde las herramientas que ofrecen distintas disciplinas –la sociología, ciencia política, y la filosofía en este caso– para pensar de manera creativa en soluciones nuevas a problemas complejos.
María Pía Méndez Mateluna
A lo largo y ancho de prácticamente todo el mundo, la democracia ha llegado a ser uno de los sistemas de gobierno más representativos de la modernidad, expandiéndose a través de principios como la soberanía popular y la igualdad ante la ley, y donde el derecho a voto aparece como su principal mecanismo. Este último, ha tenido un desigual acceso en una historia marcada por largas luchas sociales y al cual distintos grupos de la sociedad han podido incorporarse luego de exclusiones basadas en variables socioeconómicas, raciales o de género. De todos esos grupos, hay uno que aún permanece fuera, no solo del voto, sino que del ejercicio y participación democrática en general: las niñas, niños y adolescentes. Este grupo, formado por todas aquellas personas menores de 18 años, es demográficamente significativo. De acuerdo a un reporte del año 2020 efectuado por el Pew Research Centre de las Naciones Unidas, representa aproximadamente una cuarta parte de la población mundial. Esta constatación resulta preocupante a la hora de evaluar el estado actual de las democracias, ya que, salvo contadas excepciones, tanto el voto como varios otros derechos políticos y ciudadanos siguen estando condicionados a la mayoría de edad.
Al abordar el concepto de la democracia en relación con la niñez, y luego de asumir que el derecho a voto –en general– solo puede ser ejercido por las y los adultos, cabe preguntarse entonces ¿qué instancias o mecanismos, que no dependan de la mayoría de edad, ofrecen las democracias actuales para la participación política de niñas, niños y adolescentes? Dichas instancias son difíciles de encontrar, ya que no están presentes en nuestra vivencia cotidiana de la democracia, fuertemente dependiente de los procesos electorales como su máxima expresión. Si hoy preguntáramos aleatoriamente a personas adultas si alguna vez participaron de alguna instancia democrática antes de cumplir la mayoría de edad, la inmensa mayoría diría que no, y quienes dijeran que sí, probablemente sea porque lo hayan hecho en alguna actividad de carácter simbólico.
La pregunta antes planteada habla de participación política (y no de participación a secas) ya que, siguiendo con los postulados de la Sociología de la Infancia, aquí entendemos a niñas, niños y adolescentes como sujetos políticos con capacidad de agencia, en tanto influyen y son influidos por todas las estructuras y procesos propios de la organización política de la sociedad, lo que a su vez implica que son transversalmente afectados por fenómenos históricos, culturales, sociales y económicos, tal como sucede con la vida de las personas adultas. Por todo esto, este breve artículo entrega un análisis de las debilidades que tiene el concepto actual de democracia a la hora de ser aplicado a la niñez y a la adolescencia. Seguidamente, se presentan argumentos para defender que tanto la disminución de la edad de votación, como la ampliación de mecanismos participativos que no dependan de la mayoría de edad, son totalmente necesarios para que la democracia incorpore a este grupo.
Al intentar definir el concepto de democracia sucede algo contradictorio. Por una parte, se trata de un concepto de fácil acceso y comprensión, donde la mayoría de las personas tiene una idea general sobre su significado. Sin embargo, por otra parte, llegar a una definición conceptual que establezca sus alcances y límites no resulta fácil, generando múltiples y confusos debates. Lo que es claro, es que en general, la mayoría de las definiciones describen a la democracia como un sistema de organización política que tiene que ver con principios como la soberanía popular, la distribución del poder, la igualdad, la ciudadanía y los derechos políticos, siendo el derecho a sufragio su condición mínima y fundamental.
La sola mención de estas ideas nos sumerge en un terreno pantanoso cuando se trata de establecer la relación que existe entre la democracia, la niñez y la adolescencia, ya que se trata de definiciones teóricas que no logran reflejarse en la realidad, hecho que ocurre principalmente por la mantención del límite de la edad como condición para la participación democrática y el acceso a la ciudadanía. Los problemas conceptuales en las definiciones de la democracia aparecen en los mismos conceptos que se utilizan para describirla. Cuando se afirma que la democracia es el gobierno del pueblo (principio de la soberanía popular), habría que preguntarse qué tipo de pueblo y por quiénes está conformado. No es difícil suponer que el pueblo utilizado en las definiciones hace referencia a una comunidad política que participa activamente en la toma de decisiones de un determinado territorio, condición que no es aplicable a la niñez y la adolescencia. Vale decir, en democracia, el gobierno del pueblo es, en realidad, el gobierno del pueblo adulto. En ese mismo sentido, cuando se habla de soberanía popular, las niñas, niños y adolescentes tampoco parecen estar implicados, ya que la idea de soberanía tiene que ver con el ejercicio del poder, del cual sabemos que no forman parte. Además, en los sistemas democráticos el pueblo ejerce su soberanía principalmente a través del voto, el cual depende de la edad. En otras palabras, en democracia, la soberanía del pueblo es, en realidad, la soberanía del pueblo adulto.
Con respecto a la igualdad, una de sus manifestaciones más claras se encuentra en las elecciones, que es el momento político en el que todas las ciudadanas y ciudadanos valen lo mismo, independiente de variables como su clase social, origen, género o pertenencia a alguna minoría. Esto, a excepción de la edad, la última variable de la democracia. La extendida idea de que cada persona es igual a un voto, habría que precisarla diciendo que, en democracia, cada persona adulta, es igual a un voto adulto. Es más, se suele hablar de sufragio universal, entendido como aquel en que todas y todos, sin distinción alguna, pueden ejercer su derecho a voto. Pero tal como en los ejemplos anteriores, el concepto suena mejor a como realmente funciona. El sufragio universal no es universal, es universalmente adulto. Por otra parte, la ciudadanía es otro aspecto que entra en conflicto con la niñez y la adolescencia, ya que, en general, en las legislaciones esta se adquiere al cumplir la mayoría de edad, y con ella, se adquieren derechos políticos tales como el derecho a sufragar, a elegir representantes, o a ser parte de un gobierno. En ese sentido, jurídicamente hablando, las niñas, niños y adolescentes tampoco son ciudadanas ni ciudadanos.
La marcada dependencia entre el ejercicio de la democracia y la mayoría de edad, tanto para el derecho a sufragio como para la adquisición de la ciudadanía plena, se convierte en una atadura excluyente que impide la participación de la niñez y la adolescencia en la sociedad. Lo anterior, permite concluir que la democracia esta marcadamente conceptualizada desde un punto de vista adultocéntrico. Con estas limitaciones, lo que ocurre es que la dimensión política de las niñas, niños y adolescentes se está desplazando hacia el futuro, cuando sean adultos, quedando abierta la pregunta sobre qué categoría política, social y ciudadana tienen mientras tanto llegue ese momento.
En este escenario, si las democracias actuales quieren fomentar y facilitar la participación política de niñas, niños y adolescentes, superando los límites impuestos por la mayoría de edad, aparecen a lo menos dos opciones. La primera, es disminuir la edad de votación en las elecciones, situación que ya ha empezado a ocurrir en algunos pocos países. La segunda opción, es fortalecer, implementar y diseñar instancias y mecanismos democráticos de participación política infantil que no dependan de la mayoría de edad. Ambas opciones, lejos de ser excluyentes, son plenamente complementarias.
Aunque la participación política no debería reducirse ni agotarse en el derecho a voto, en la práctica hay una profunda ausencia y desconocimiento de mecanismos alternativos de participación democrática que salgan del ámbito de los procesos eleccionarios, reduciendo el ejercicio de la democracia a marcar un voto cada varios años, y contribuyendo a la lejanía de la población con la política. Sin embargo, y a pesar de estas debilidades, las personas adultas (a diferencia de las niñas, niños y adolescentes) tienen en el voto, a fin de cuentas, un mecanismo formal y vinculante de participación. Dicho lazo, es producido porque las candidatas y candidatos que aspiran a ser representantes requieren necesariamente del voto de las y los potenciales representados, y para conseguirlo, se ven en la obligación de escuchar sus demandas, y así generar un compromiso a través de sus promesas de campaña. Aunque este compromiso no sea obligatorio, y a que las y los votantes no podrán remover a sus representantes hasta completar su período, sí podrán dar su voto en contra en una próxima elección cuando estos no cumplan con sus compromisos y deberes, lo que además afectará sus posibilidades de optar a cualquier otro cargo político.
Aunque solo sea por una cuestión de estrategia electoral, el hecho de que las y los electores tengan demandas que resolver, y que a su vez haya candidatas y candidatos que buscan ser sus representantes, hace que ambos actores se busquen recíprocamente, estableciendo un compromiso y un vínculo político. Contrariamente, y dado que las y los menores de edad no votan, las y los candidatos no tienen ninguna necesidad de escucharlas ni escucharlos, y por consiguiente, no se establece ningún tipo de compromiso, configurándose un círculo vicioso que tiene como consecuencia su invisibilización. Esto podría cambiar, en parte, si el electorado adulto tuviera a la niñez en su lista de prioridades, y exigiera a las y los candidatos y representantes que la incluyeran en su agenda política, pero esto tampoco ocurre. La exclusión de la niñez no es solo un asunto del mundo político, sino que del mundo adulto en general.
Si bien el voto no es la única razón (ni la más importante) que determina que la niñas, niños y adolescentes queden fuera de la democracia, no se puede desconocer que privarlas y privarlos de este derecho contribuye de forma significativa a su exclusión, por lo que disminuir la edad de votación puede ayudar a reducirla, situación que ya ocurre en algunos países. En esa línea, la decisión de un país de disminuir la edad de votación no es un asunto dicotómico de blancos y negros (votar o no votar), ya que hay diferentes maneras de implementarla. Por ejemplo, en Alemania se puede votar desde los 16 años, pero solo en algunos estados; en Israel, se puede votar a partir de los 17 años, pero solo en elecciones locales; en Escocia, las personas de 16 y 17 años pueden votar en las elecciones parlamentarias; y en Islandia, en 2010, niñas y niños de distintas edades participaron de forma incidente en el proceso de redacción de una nueva constitución. En Sudamérica, países como Brasil, Argentina y Ecuador permiten el voto a partir de los 16 años, aunque de forma voluntaria.
Bajo mi perspectiva, las consultas ciudadanas a nivel local son una de las instancias de democracia directa más pertinentes y efectivas que pueden ser usadas para la participación infantil, ya que con sus votos, niñas, niños y adolescentes pueden manifestarse por temáticas (más que por personas) significativas para ellas y ellos. Sobre todo, si se implementan a nivel municipal, una escala territorial más pequeña que experimentan de forma cotidiana y sobre la que tienen opiniones e ideas, las que pueden contribuir, por ejemplo, al mejoramiento de los espacios públicos que usan habitualmente. Por lo demás, no se necesita tener desarrollada una racionalidad adulta –como muchos argumentan en contra del voto infantil– para manifestarse sobre aspectos como el medio ambiente, la seguridad o las plazas.
A pesar de estos beneficios, no se puede desconocer que siempre será complejo determinar la edad a partir de la cual se puede votar, que sea cual sea, siempre dejará a un grupo de niñas y niños fuera. No obstante, ampliar los márgenes de votación contribuye, de todos modos, a que las democracias sean más participativas y representativas. En ese sentido, las distintas modalidades creativas de diseño e implementación que pueden adquirir las mencionadas consultas ciudadanas –por ejemplo, incorporando lenguajes no verbales– podrían hacer que alcancen a edades muy por debajo del límite de los 16 años, que es el que más se ha utilizado para la participación en elecciones.
Además de la ampliación del derecho a voto, una tarea esencial de un sistema democrático que aspire a representar a todos los grupos presentes en la sociedad es ser capaz de ofrecer instancias de participación que no dependan de la mayoría de edad. Para lograrlo, es relevante que estos nuevos mecanismos no caigan en participaciones meramente simbólicas (situación que ocurre con mucha frecuencia en el caso de la niñez y la adolescencia), apostando por una participación incidente y vinculante.
Algunos ejemplos de participación ciudadana de niñas, niños y adolescentes son los consejos, cabildos y asambleas a nivel local o de barrio, las instancias de diálogo al interior de las escuelas, actividades en espacios públicos, encuestas a través de internet, etc. En un nivel más político y más similar al mundo adulto, se encuentran los consejos infantiles asesores de organismos públicos, o los parlamentos infantiles que han sido implementados en decenas de países. Del mismo modo, se puede pensar con creatividad en nuevas maneras de participación que promuevan múltiples y diversas formas de expresión. Además, todas estas opciones tienen el beneficio de que pueden incorporar componentes deliberativos –que no están presentes en el voto– que se pueden traducir en instancias de conversación, debate y acuerdos. Extender el ejercicio de la democracia más allá del sufragio también puede resultar beneficioso para todas las personas adultas que están decepcionadas de la política tradicional. Esto permite pensar en mecanismos que incorporen el diálogo intergeneracional como eje del ejercicio de la democracia, lo cual puede producir una apertura hacia otros grupos excluidos por edad, como el caso de las y los adultos mayores.
A modo de cierre, en este artículo se ha podido observar que los conceptos frecuentemente utilizados para definir a la democracia (pueblo, soberanía, igualdad, ciudadanía, sufragio), a pesar de que inducen a pensar en una democracia universal para todas y todos, no son aplicables a niñas, niños y adolescentes. Uno de los factores que más limitan la participación de este grupo es la marcada dependencia de los sistemas democráticos con la mayoría de edad, la que impide tanto el derecho a voto como la ciudadanía plena. Así mismo, las democracias modernas tampoco se han caracterizado por ofrecer formas de participación alternativas, configurando un sistema político creado y pensado por y para adultos. Por todo lo anterior, aquí se ha propuesto que tanto la disminución de la edad de votación, como el fortalecimiento de mecanismos de participación que no dependan de la mayoría de edad, son sumamente necesarios para que niñas, niños y adolescentes puedan participar activamente de la democracia de la que forman parte.
Nicolás Corvera
Ser niño, niña y adolescente es un proceso dinámico, donde las cosas que vivieron nuestros padres no son como las que vivimos nosotros y serán aún más distintas de las que vivirán nuestros hijos e hijas. En este sentido, la información con las que niños, niñas y adolescentes cuenta hoy en día para desenvolverse en la sociedad es inmediata y está disponible rápidamente, sin mediadores que puedan chequear si ésta es real, exagerada o derechamente falsa.
La participación de niños, niñas y adolescentes es un derecho humano que el Estado y todos sus dispositivos deben garantizar de manera efectiva. Para ello es necesario que la información previa a la participación este en un lenguaje claro y simple. Esto es determinante para cambiar la cultura adultocentrista y pasar, en la práctica, de un paradigma de objetos de protección a su reconocimiento como sujetos de derechos.
Entonces, ¿es posible la participación efectiva de niños, niñas y adolescentes sin información? La respuesta es un rotundo no, ya que es un derecho y a la vez una herramienta para exigir otros derechos y promover la rendición de cuentas.
La Convención sobre los Derechos del Niño (disponible en: https://www.un.org/es/events/childrenday/pdf/derechos.pdf) reconoce en su artículo 17 el derecho de los niños, niñas y adolescentes a acceder a la información y destaca el rol que tienen los medios de comunicación en este objetivo. Además, señala que los Estados Partes “velarán por que el niño tenga acceso a información y material de diversas fuentes nacionales e internacionales, en especial la información y el material que tengan por finalidad promover su bienestar social, espiritual y moral y su salud física y mental”.
En palabras simples, los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a la información en los temas que les interesen, expresando su opinión sobre estos libremente. Esto considera como un mínimo que los niños, niñas y adolescentes conozcan sus derechos e implica que tengan toda la información necesaria, en un formato pertinente según su edad y desarrollo cognitivo.
Lo anterior es una condición necesaria para que las niñeces y las adolescencias puedan expresarse libremente y ser escuchados, participando en espacios sociales, judiciales y/o administrativos. Este considera otro desafío, equilibrar la necesidad del Estado de generar espacios de participación en contextos rígidos y procedimentales con contar con profesionales que sepan utilizar metodologías participativas y cuenten con los recursos materiales e inmateriales para realizarlos. En este artículo me voy a centrar en el caso chileno, pero los desafíos que identifico también se pueden hacer extensivos a otros países de la región.
Uno de los desafíos que tiene el Estado chileno es fortalecer a los Consejos Consultivos Comunales que dependieron por muchos años de las Oficinas de Protección de Derechos (OPD) que paulatinamente pasaran a depender de las Oficinas Locales de Niñez (OLN), que son parte de la nueva institucionalidad que trae consigo la promulgación de la Ley 21.430 sobre Garantías y Protección Integral de los Derechos de la Niñez (disponible en https://www.bcn.cl/leychile/navegar?idNorma=1173643).
En un estudio realizado por la Subsecretaría de la Niñez en noviembre del año 2022 se encuestaron a 328 de 346 encargados/as de los Consejos Consultivos Comunales de niños, niñas y adolescentes. Los resultados mostraron que en un 60% de las comunas existen y se encuentran activos, integrados principalmente por más de 10 integrantes (53%) y entre 5 y 10 integrantes (42%), siendo elegida la directiva por su pares en un 69%. Los encuestados señalan que los apoyos más necesarios para el fortalecimiento de estos Consejos son mayores recursos humanos y financieros (50%), jornadas de formación con expertos (25%), retroalimentación con experiencias exitosas (12%), documentos como guías y orientaciones (8%) e infraestructura adecuada (2%) (Información no publicada).
Por otro lado, en octubre del año 2023 se realizó la primera sesión del Consejo Consultivo Nacional, que es otra institucionalidad creada por la Ley 21.430 sobre Garantías y Protección Integral de los Derechos de la Niñez y viene a fortalecer la participación efectiva de niños, niñas y adolescentes asesorando directamente al Presidente de la República en los temas que les afectan.
Es efectivo que durante los últimos años, con dificultades como la pandemia y el “estallido social” (este concepto hace referencia a la serie de masivas manifestaciones que ocurrieron en Chile principalmente entre octubre de 2019 a marzo de 2020. Estas surgieron a partir de un alza en la tarifa del transporte público, pero las demandas se ampliaron y reflejaban un descontento generalizado por el alto costo de la vida, bajas pensiones, y un rechazo a la clase política), se ha avanzado en el fortalecimiento y creación de espacios de participación sin embargo, ¿son estos pertinentes para los niños, niñas y adolescentes?, ¿la información que se les entrega para la participación es coherente en forma y fondo para los participantes? Y, por último, ¿está el Estado actualizado en los formatos para la participación y la entrega de información?
Para responder estas preguntas se debe conocer cómo y qué están haciendo los niños, niñas y adolescentes. En el caso de los niños y niñas menores de 5 años un 73% no es dueño/a de un dispositivo, un 16% tiene una tablet o ipad y un 12% cuenta con un smartphone. De los niños y niñas entre 6 a 12 años un 46% tiene un smartphone, un 32% tiene una tablet o ipad y un 31% tiene un computador portátil o de escritorio. Por último, de los y las adolescentes de 13 a 17 años un 85% tiene un smartphone, un 69% un computador portátil o de escritorio y un 35% una consola de video juegos (información disponible https://cntv.cl/estudios-y-estadisticas/estudios/#:~:text=Ni%C3%B1os%20y%20Ni%C3%B1as.%C2%A0%20Relaci%C3%B3n%20con%20las%20Pantallas).
Específicamente sobre su uso, la Radiografía Digital de VTR del año 2022 señala que un 50% de los adolescentes entre 13 y 17 años pasa más de cuatro horas al día conectado a internet, un 29% lo hace entre dos y cuatro horas, un 16% entre una y dos horas al día, y solo el 5% se expone a internet menos de una hora al día. Para los niños y niñas entre 8 y 12 años, un 30% pasa más de cuatro horas al día conectado a internet, otro 30% entre dos y cuatro horas, un 34% entre una y dos horas al día y solo el 7% pasa menos de una hora (más detalles en https://www.defensorianinez.cl/wp-content/uploads/2022/02/Informe-Radiograf%C3%ADa-digital-VTR-Enero-2022.pdf).
Los datos anteriormente mencionados demuestran la magnitud del uso de dispositivos móviles y el consecuente acceso a internet que tienen los niños, niñas y adolescentes. La percepción de que su desarrollo social tambien se realiza en el terreno virtual no es solamente una intuición, sino que esta asumido por padres, madres, cuidadores y por sobre todo el Estado y la sociedad en general.
Por ello es que se han desarrollado acciones desde el poder ejecutivo para que tambien en este espacio los derechos de niños, niñas y adolescentes estén protegidos. La Política Nacional de Niñez y Adolescencia 2015-2025 (más detalles en https://biblioteca.digital.gob.cl/server/api/core/bitstreams/cb7eac16-0863-4eae-9bc3-2105994bd9ed/content) cuenta con un área estratégica de “formación integral e inclusiva” que busca, entre otros objetivos, “Promover que los niños, niñas y adolescentes, ejerzan en un entorno seguro las tecnologías de la información y comunicación para el ejercicio pleno de sus derechos digitales, avanzando hacia el acceso equitativo e inclusivo de herramientas tecnológicas”. Lamentablemente, según el Observatorio de Derechos de la Defensoría de la Niñez este compromiso ha sido cumplido parcialmente en relación al aumento de acceso a las tecnologías de la información en el hogar y sin avances medibles en el compromiso de aumentar el conocimiento de derechos de niños, niñas y adolescentes en ellos y ellas (más información en https://observatorio.defensorianinez.cl/wp-content/uploads/2024/02/Informe-de-resultados-de-Plan-de-Accion-de-Ninez-y-Adolescencia.pdf).
Haciéndose cargo de esta realidad, aún poco investigada, el Comité de los Derechos del Niño en marzo del año 2021 publicó la Observación General n.º 25 relativa a los derechos de los niños en relación al entorno digital (véase https://documents.un.org/doc/undoc/gen/g21/053/46/pdf/g2105346.pdf?token=UIK2rlG8dPs3I2FHjE&fe=true). Es clave indicar que los niños y niñas consultados señalaron que las tecnologías digitales son esenciales para su vida actual y su futuro, por ejemplo señalaron: “Por medio de la tecnología digital, podemos obtener información de todas partes del mundo”; “me permitió conocer aspectos importantes de mi propia identificación personal”; “Cuando estás triste, Internet puede ayudarte a ver cosas que te alegran”.
Entonces, hacer mención solamente a los medios de comunicación como lo hace la Convención sobre los Derechos del Niño es limitar el ejercicio de los derechos de niños, niñas y adolescentes a espacios que no habitan de manera tan frecuente como lo son los entornos digitales. Estos entornos están en constante evolución y expansión y abarca las tecnologías de la información y las comunicaciones, incluidas las redes, los contenidos, los servicios y las aplicaciones digitales, los dispositivos y entornos conectados, la realidad virtual y aumentada, la inteligencia artificial, la robótica, los sistemas automatizados, los algoritmos y el análisis de datos, la biometría y la tecnología de implantes.
Así como ofrece nuevas oportunidades para hacer efectivos los derechos de niños, niñas y adolescentes también plantea riesgos que tanto el Estado como padres, madres o cuidadores y todo garante de derechos debe considerar para su protección. Es así como los propios niños y niñas consultados señalan que “Nos gustaría que el gobierno, las empresas de tecnología y los maestros nos ayudaran a gestionar la información no fiable en línea.”; “Me gustaría conocer mejor lo que ocurre realmente con mis datos... ¿Por qué y de qué forma se reúnen?”; “Me... preocupa que se difundan mis datos”, planteándose así no solo como un derecho, sino también una necesidad.
La familia, la comunidad y el Estado, en este contexto, deben garantizar que ellos y ellas puedan buscar, recibir y difundir información según sus intereses e ideas por distintos medios atendiendo siempre a su interés superior, cuidando que se respeten sus derechos y donde no existan conductas de riesgo o violentas considerando siempre la opinión de los niños, niñas y adolescentes según su madurez y edad.
El mayor desafío para quienes diseñan, implementan y evalúan las políticas públicas de niñeces y adolescencias es avanzar de manera paralela y no reactiva a las nuevas tecnologías. La demora en implementar acciones de promoción, difusión y protección del derecho a la información de niños, niñas y adolescentes es un imperativo para participación efectiva así como para el conocimiento y efectivización de sus derechos por parte de los propios niños, niñas y adolescentes.
El cambio del enfoque adultocentrista de las políticas públicas debe considerar como un mínimo garantizado la entrega de información en formatos que vayan acorde a la edad de ellos y ellas. Con eso resuelto se puede realmente fortalecer instancias de participación efectiva ya sea presenciales, remotas o digitales. Finalmente, como señaló Jean Jacques Rousseau, “la infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras”.
Romina Novoa Ocares
Caracterizar el comportamiento de una persona como correcto o incorrecto es un aspecto prevalente y familiar de nuestra vida cotidiana. Incluye, por mencionar algunos ejemplos, nuestra elección de comida, la ropa que compramos, y nuestras relaciones con amistades y familiares. El tema de la adopción me parece, no está exento de consideraciones morales.
Filósofas morales y filósofas éticas están en desacuerdo acerca de lo que moralmente debemos hacer (a lo largo del artículo utilizaré el femenino como neutro a fin de visibilizar la exclusión de mujeres y disidencias del uso común del lenguaje). No obstante, un principio moral plausible es que, si podemos proteger a otras personas de un daño serio o de sufrimiento a un bajo costo personal, tenemos la obligación moral de hacerlo. No es controversial que moralmente debemos salvar a una niña que se está ahogando si nuestra acción no significa más que terminar con ropas mojadas. Pero es más complicado decir precisamente dónde termina el rango de ese deber. Este principio tiene profundas implicaciones morales y prácticas acerca de la decisión de adoptar o no adoptar.
Daniel Friedrich, en su texto de 2013, sostuvo que podemos presentar un caso persuasivo a favor del deber de adoptar usando este mismo principio moral. Niñas sin cuidado parental están en riesgo de daños serios. Si podemos proteger a estas niñas adoptándolas a bajo costo personal, moralmente deberíamos hacerlo. Por supuesto, el calificativo ‘a bajo costo personal’ juega un rol crucial al evaluar si una persona tiene tal deber de adoptar. Pero supón que estás convencida de que existe algo como el deber de adoptar y que algunas personas sí lo tienen.
En este artículo, quiero decir solo lo suficiente para persuadir a la lectora de que avalar el deber de adoptar exige revisiones importantes a la implementación de derechos de la infancia, particularmente con respecto a leyes y regulaciones que rigen el proceso de adopción. Quienes se desempeñan como Policymakers deberían validar más la idea de que el interés superior de niñas y adolescentes como sujetos de derechos, es siempre lo primero y más importante en el proceso de adopción. Para ello, sugiero que poner mayor atención a la interacción entre el deber de adoptar y la Convención sobre los Derechos del Niño puede revelar maneras de promover mejor el interés superior de las niñas. Para hacer las cosas más concretas, me enfoco en la adopción en Chile. Pero la discusión puede extenderse a otros países que comparten normas judiciales similares, particularmente los suscritos a la Convención sobre los Derechos del Niño.
Como en otros países, el trámite de adopción en Chile es largo y difícil. Según el Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia, el tiempo promedio (asumiendo que los documentos necesarios estén en orden) entre que las personas que solicitan la adopción son evaluadas como idóneas e ingresadas al registro, hasta que se les considere una alternativa de familia para una niña es de 12 a 18 meses.
Hay un acuerdo transversal al espectro político de que deben realizarse modificaciones para hacer más expeditos los procedimientos de adopción, que en Chile están principalmente regidos por la Ley 19.620. El deber de adoptar pone presión adicional hacia facilitar el proceso de adopción. Si creemos en el principio, tenemos razones morales para crear un ambiente legislativo que facilite el cumplimiento del deber de adoptar. Al mismo tiempo, no hacerlo significa ser objeto de culpa moral, es decir, que tenemos una responsabilidad compartida en generar las condiciones y de no contribuir a ello, estamos también haciendo algo incorrecto.
Una implementación legislativa adecuada del deber de adoptar no debería desatender los derechos de las niñas y adolescentes susceptibles de adopción. Es de hecho muy plausible que cualquiera sea la mejor implementación judicial, el deber de adoptar no debería violar los derechos de la niñez. Un cambio crucial para garantizar sus derechos a lo largo del proceso de adopción es que se pudiese unificar y explicitar lo que significa –y por tanto implica– la noción de ‘interés superior de la adoptada’.
La ley chilena enfatiza la significancia del interés superior de la adoptada. Lamentablemente, no existe una definición sobre qué se debe entender por este principio ni tampoco se establecen directrices respecto de su aplicación. UNICEF Chile recientemente diseñó una Guía para la evaluación y determinación del interés superior del niño (Disponible en: https://www.unicef.org/chile/informes/guia-para-la-evaluacion-y-determinacion-del-interes-superior-del-nino). Esta es una herramienta práctica extremadamente importante para promover la evaluación y determinación del principio de Interés Superior en casos judiciales concretos. Pero la ley no impone (aún) el uso de la Guía como un requisito, por lo que su uso queda a discreción de las profesionales del Poder Judicial. No parece tan rebuscado que el deber de adoptar nos induzca a ser aún más cuidadosas con no violar el interés superior de la adoptada. Y si la Guía puede ayudar a hacerlo, entonces se puede sostener que debería haber una inclusión explícita de una formulación más específica del interés superior de las niñas según los tres componentes que en ella se expresan, en texto UNICEF Chile 2022: a derecho sustantivo, a principio jurídico interpretativo, y a norma de procedimiento. La Guía está normativamente influenciada por la Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989, suscrita por el Gobierno de Chile el 26 de enero de 1990. Algunas ideas de las plasmadas en artículos de la Convención deberían estar implementadas de manera más prominente y perspicua en las normas relevantes.
Por otro lado, el deber de adoptar requiere dar una atención especial al concepto de ‘identidad’ de la adoptada. La Convención es poco clara al respecto. En el contexto de este documento se podría sostener que la identidad de la niña incluye características como el sexo, la orientación sexual, el origen nacional, la religión y las creencias, la identidad cultural y la personalidad. Pero la identidad de las niñas no es solo cuestión de esas características. Es muy plausible argüir que las niñas forman su identidad de manera relacional, y que por tanto la relación con la familia juega un rol crucial en darle forma. En el caso de la adopción, se necesita un cuidado especial ya que las niñas adoptadas están inevitablemente formadas por su conexión tanto con la familia adoptiva como con la de origen. Aunque establece su compromiso con preservar la identidad de las niñas, la Convención no especifica ninguna obligación particular de ayudar a cultivar la identidad distintiva de las niñas en las circunstancias de adopción. La ley tampoco lo hace. Uno podría pensar que poner atención acerca de la identidad de las niñas adoptadas cabe dentro del interés superior de la adoptada. No obstante, incluso si esto es cierto, la cuestión de clarificar la atención especial que uno debiese poner para el caso de la identidad de las niñas adoptadas permanece. Decisiones al respecto quedan hoy a discreción de las profesionales del Poder Judicial. Pero una formulación más precisa y explícita beneficiaría tanto a la familia adoptiva como a las adoptadas.
Hablando de identidad, es importante destacar que hay otro aspecto poco enfatizado tanto en la Convención como en la ley. Estos documentos se beneficiarían de una atención especial en el caso de que las niñas susceptibles de adopción sean vulnerables a experimentar discriminación de género. Esto no quiere decir que todas las niñas no tienen una especial necesidad de protección ante la discriminación de género. El punto, en cambio, es que las regulaciones de adopción debiesen dejar en claro qué tipo de obligaciones y compromisos deben tener quienes adoptan respecto de estos temas, dado el contexto previo de las niñas adoptadas. Quizás, debiésemos dejar este tema delicado al Servicio Nacional de Protección especializada a la Niñez y Adolescencia y a los talleres formativos posteriores a la adopción o a otro tipo de intervenciones. Pero, si queremos avalar de manera respetable el deber de adoptar, y si queremos proteger la identidad especial de las niñas adoptadas, más valdría incluir compromisos y obligaciones explícitas de la familia y las instituciones de adopción en documentos judiciales.
No me parece sorprendente que, si queremos cumplir con el deber de adoptar sin violar los derechos de la niñez, tiene que haber al menos una apertura hacia hacer inversiones sustantivas en términos de mejorar estructuras, recursos, e instituciones que puedan salvaguardar el interés superior de la adoptada –tanto pre como post adopción. Considerar el deber de adoptar, creo, nos da razones morales para justificar esas inversiones.
En este escrito me enfoqué en Chile, donde la pandemia y los procesos burocráticos probablemente contribuyeron a una reciente disminución del 45% en las adopciones. El ambiente legislativo poco amigable empuja a las familias de origen que no son capaces de cuidar de sus niñas a buscar medios ilegales o no confiables. En el intertanto, cientos de niñas siguen en la necesidad urgente de tener una familia amorosa que no solo pueda satisfacer sus necesidades básicas, pero que pueda también ayudarles a superar los traumas físicos, psicológicos, y emocionales de sus años iniciales. Las consideraciones que presenté se extienden a otras regiones de Latinoamérica, y por supuesto, a otros países. Tomarse en serio el deber de adoptar requiere que, especialmente las policymakers reformulen y reconsideren las regulaciones y leyes relativas a la adopción.
Concluyo con una nota optimista. En octubre de 2023, la ministra de Desarrollo Social y Familia, Javiera Toro, anunció importantes cambios en el sistema de adopción en Chile, que comienzan a efectuarse en la región de Coquimbo. Las modificaciones anunciadas incluyen la unificación de los procesos de sistemas para adoptar o ser familia de acogida, la evaluación requerida para iniciar el proceso de adopción que pasará a ser gratuita, y el uso de una evaluación estándar creada por la Fundación América por la Infancia, junto a expertas internacionales, y validada por la Universidad Católica. La esperanza es que estas modificaciones acorten los tiempos iniciales de evaluación. Estos cambios son significativos y muy bienvenidos. Concuerdo con la Directora del Servicio de Protección Especializada, Gabriela Muñoz, en que el sistema nuevo que se propone impulsará un muy necesario ‘cambio de paradigma para avanzar a paso cierto en una política pública que pone el foco en restituir el derecho a vivir en familia de los niños, niñas y adolescentes que son atendidos por el servicio’. El éxito crucial de este nuevo paradigma exige destacar y articular de manera clara y rigurosa el interés superior de la niñez.
Joaquim Giannotti
Se ha demostrado que todas las sociedades requieren de sistemas de cuidados integrales que permitan la reproducción de la vida individual y colectiva. Esto, en términos generales, implica la provisión de labores físicas, mentales y emocionales necesarias para la crianza de niñas, niños y adolescentes, atención de personas dependientes y el mantenimiento de las familias. Sin embargo, transformaciones recientes han puesto de relieve una incapacidad social y política de asegurar el bienestar de la población en este ámbito, propiciando la denominada crisis de los cuidados.
Esta crisis corresponde a un fenómeno global y multicausal vinculado al aumento del empleo de las mujeres, los cambios en la composición de los hogares, un rápido envejecimiento de la población, así como la restricción de políticas fiscales y sociales relacionadas. Al respecto, el Estado ha asumido un rol pasivo traspasando la responsabilidad a las familias. De hecho, dichos cambios no han venido aparejados de ajustes ni de una reconfiguración de las tareas de cuidado, perpetuando que las responsabilidades y los costos asociados se mantengan en el ámbito privado. En consecuencia, las dinámicas de cuidado que se establecen a través de relaciones familiares, de amistad, comunitarias o laborales han sufrido desgastes y, en algunos casos, se han vuelto insostenibles a largo plazo.
Uno de los retos demográficos que ha experimentado un aumento importante en el último tiempo es el de la monoparentalidad, entendida como la situación en la que solo un adulto o adulta convive y cría en soledad al menos a una niña, niño o adolescente. En general, esta configuración es asumida por las mujeres que centralizan en sí mismas las responsabilidades de (re)producción, consumo y distribución de los bienes de la familia (en adelante monomarentalidad). Si bien el aumento del nivel educativo y el incremento de la participación de las mujeres en el mercado laboral ha mejorado significativamente la capacidad de los países para generar riqueza y disminuir la pobreza, para el caso de los hogares monomarentales es diferente. Estos hogares se caracterizan por enfrentar dificultades para generar recursos y mantener la organización familiar debido a los desafíos asociados a la conciliación entre el trabajo dentro y fuera del hogar.
Sin duda la conciliación entre vida laboral y familiar es uno de los grandes problemas que deben enfrentar las sociedades y en particular las familias lideradas por una mujer. En situaciones en las que no hay adultos disponibles para cuidar, así como hogares en los que no se disponen de ingresos suficientes para contratar a una trabajadora doméstica que cumpla estos roles, se propicia un entorno que promueve que las niñas, niños y adolescentes asuman esa responsabilidad. En principio, esto contribuye a la dinámica familiar y ha sido considerado como una alternativa que facilita el aprendizaje de conceptos como la responsabilidad y la cooperación, al tiempo que se cree que proporciona protección. No obstante, existe un amplio desconocimiento respecto de los riesgos tanto físicos como psicológicos asociados a las actividades de cuidado.
Estas tareas, tanto para adultos como, en mayor medida, para niños, niñas y adolescentes, limitan el tiempo disponible para el descanso y la recreación. Asimismo, impactan negativamente en el acceso a la educación. Cuando las niñas, niños y adolescentes asumen mayores responsabilidades domésticas, aumenta significativamente la probabilidad de que se incrementen las tasas de exclusión escolar. Por supuesto, la exclusión escolar no es un evento sin consecuencias en la vida de las personas y mucho menos en el caso de las mujeres. Bajos niveles educativos implican mayores obstáculos para ingresar al mercado laboral y aumentan el riesgo de exclusión social, lo que contribuye a mantener el ciclo de pobreza.
La división sexual del trabajo no es ajena a la realidad de las infancias y las adolescencias. En tal sentido, es posible observar que las actividades de cuidado también son realizadas mayoritariamente por niñas y adolescentes mujeres, mientras que los niños y adolescentes varones se involucran en el mundo del trabajo remunerado (agricultura, construcción y pesca). Aunque ambos escenarios son perjudiciales y constituyen una vulneración de sus derechos, es posible presumir que, por la invisibilización de este tipo de labores relegadas al ámbito privado, y producto de la perpetuación de los roles de género, las niñas y las adolescentes tendrán menos posibilidades de estudiar y acceder en el futuro a oportunidades laborales formales que le permitan alcanzar un mayor bienestar económico. Esto también aumenta la probabilidad de que sus futuras generaciones enfrenten las mismas dificultades.
Dado que no existe un empleador, las labores domésticas en el propio hogar por sí solas no han sido consideradas como trabajo infantil según la definición convencional establecida en la norma internacional. Sin embargo, la clasificación de estas actividades como peligrosas depende de la cantidad de horas dedicadas a ellas. No deja de ser preocupante el testimonio de niñas, niños y adolescentes acerca de la distribución de su tiempo cuando relatan situaciones en las que evidentemente el estudio, recreación y descanso pasan a segundo plano. Es alarmante la cantidad de adolescentes que se ven obligadas a encargarse de la gestión de comidas, asistir a adultos mayores y asumir responsabilidades de cuidado desde una temprana edad. En este sentido, surge la interrogante sobre cómo se pueden desvincular los roles de género de las labores de cuidado, especialmente cuando desde la infancia las mujeres son forzadas a asumir este tipo de responsabilidades. Al mismo tiempo, es crucial reflexionar sobre la peligrosidad inherente a estas actividades. ¿Es posible afirmar que la carga mental asociada al cuidado de una persona con dependencia severa no representa un riesgo para las niñas y las adolescentes a cargo?
La reflexión sobre la carga asociada a las responsabilidades de cuidado cobra mayor relevancia en el contexto de las familias migrantes monomarentales. Cada vez más mujeres consideran la migración como una alternativa para asegurar el bienestar de sus familias. Esto se refleja en que un número significativo de mujeres optan por migrar solas en lugar de acompañar a sus parejas, constituyendo una parte importante de los flujos migratorios. Esta dinámica añade una capa adicional de complejidad a la situación vinculada a la crisis de los cuidados. Se ha constatado que, en los países de destino, las mujeres migrantes enfrentan obstáculos más acentuados que los hombres migrantes al intentar integrarse en el mercado laboral. Además de la discriminación de género, se ven afectadas por otras formas de discriminación –como la racial, étnica y económica– entrelazándose, reproduciendo y fortaleciendo, patrones discriminatorios preexistentes. Como resultado, las mujeres migrantes suelen concentrarse en un conjunto limitado de ocupaciones, como el trabajo doméstico y el cuidado de personas, que perpetúan los roles de género convencionales, así como en otras ocupaciones dentro de la economía informal.
Las circunstancias mencionadas se acentúan especialmente en las mujeres migrantes que se encuentran en situación migratoria irregular las que suelen quedar excluidas por completo de la protección social. Incluso en contextos donde el acceso a ciertos servicios está garantizado, estas mujeres deciden no vincularse con el Estado por temor a posibles repercusiones debido a su condición migratoria, poniendo en riesgo su propio bienestar y también el de las personas a su cargo, especialmente los niños, niñas y adolescentes, quienes a menudo ven comprometidos sus derechos a la educación y la salud.
Por su parte, la inexistencia de redes de apoyo que faciliten la armonización entre la vida laboral y personal también representa un desafío considerable. Son muchas las mujeres que al migrar dejan atrás sus redes familiares y carecen de recursos para acceder a servicios en los países de destino, lo que implica que deban asumir la mayor parte de las responsabilidades de cuidado. Como resultado, se ven obligadas a adaptar sus horarios laborales a los períodos en que sus hijas e hijos asisten a centros de cuidado infantil o colegios, condicionando así los tipos de empleo a los que pueden acceder.
En un contexto en que los Estados no aseguran la provisión de servicios de cuidados y en sociedades en que persisten normas de género arraigadas, estas familias se enfrentan a una mayor carga de responsabilidades de cuidado. La falta de políticas y servicios adecuados y el apoyo a las familias migrantes hace que las mujeres, así como las niñas y adolescentes, sean las principales responsables de las tareas domésticas y de cuidado dentro de sus hogares.
Esto no solo impacta negativamente en su salud y bienestar, sino que también limita las oportunidades de desarrollo, mermando el anhelo de alcanzar un mejor bienestar a través de la migración. De hecho, se ha demostrado que la desigualdad de las familias migrantes está determinada en gran parte por el lugar de la ‘generación migrante’ que ocupan.
Particularmente, las niñas, niños y adolescentes migrantes de la primera generación se vinculan con menos personas y sus padres tienen menos redes de apoyo que asistan la crianza. En ese sentido, y considerado el contexto de crecientes flujos de movilidad humana resulta preocupante que los Estados no cuenten con políticas destinadas a la sociabilización de los cuidados que prevengan la vulneración de derechos de este grupo de la población.
La migración y la protección social son derechos humanos que en su conjunto debieran estar garantizados. Es deber de los países de origen, tránsito y destino proporcionar respuestas adecuadas a las miles de niñas, niños y adolescentes que huyen de la pobreza, la violencia o la falta de acceso a la educación y servicios básicos como la salud. Sin excepción, los Estados tienen la responsabilidad de garantizar el bienestar físico y emocional de todas las niñas y niños migrantes, así como asegurar su permanencia junto a sus familias en condiciones de seguridad y dignidad, respetando siempre su interés superior. La búsqueda de infancias y adolescencias plenas, la consecución de la igualdad de género y la lucha contra la pobreza también requieren abordar la crisis de los cuidados desde una perspectiva centrada en la movilidad humana.
La transferencia del Estado de su responsabilidad en el cuidado hacia el ámbito privado ha impactado directamente en los roles tradicionales de género, forzando a mujeres, niñas y adolescentes a asumir estas tareas. Esta transferencia ha contribuido significativamente a la perpetuación del ciclo de pobreza, especialmente en hogares monomarentales y liderados por una mujer migrante, donde la falta de recursos económicos ha obligado a las niñas a participar tempranamente en las labores de cuidado.
La respuesta debe ser integral. No es factible abordar la problemática sin tomar en cuenta la interrelación e intersección con otros factores como las desigualdades de género, la migración y el trabajo infantil. La necesidad de contar con información y generar conocimiento, así como también de sensibilizar y concientizar se vuelve un elemento clave para propiciar cambios culturales y prevenir que más niñas y adolescentes sigan ejerciendo estas labores.
En ese sentido, las políticas públicas debieran apuntar a implementar medidas que promuevan la igualdad de género y la protección de los derechos, garantizando su acceso a la educación, el apoyo psicosocial y la creación de oportunidades laborales inclusivas para las y los adultos responsables que les permitan desarrollarse plenamente y alcanzar su máximo potencial.
Es fundamental establecer sistemas de monitoreo y evaluación para asegurar que estas políticas sean efectivas y se ajusten a las necesidades específicas de cada comunidad. Para ello, el diálogo social es esencial y debiese incorporar la participación activa de empleadores, sindicatos, organizaciones de la sociedad civil y otros actores relevantes vinculados al mundo del trabajo y las migraciones. La promoción de alianzas público-privadas que involucren a empresas, gobiernos locales, organizaciones no gubernamentales y agencias internacionales para desarrollar iniciativas conjuntas que aborden las causas subyacentes del trabajo infantil también adquiere relevancia para abordar este problema multicausal.
Finalmente, es crucial abordar la crisis de los cuidados con una visión más amplia y holística. No podemos pasar por alto la situación de las niñas y adolescentes migrantes, quienes enfrentan una alta vulnerabilidad y ven comprometido su desarrollo, oportunidades y bienestar debido a la falta de responsabilidad de la sociedad y del Estado en relación con los roles de cuidado que nos conciernen a todas y todos. Es importante reconocer que estas jóvenes están expuestas a riesgos adicionales, como la explotación laboral, el abuso y la discriminación, lo que exacerba aún más su situación de vulnerabilidad. Por lo tanto, es fundamental implementar políticas y programas integrales que aborden las necesidades específicas de las poblaciones vulnerables, garantizando su protección, acceso a servicios básicos y oportunidades de desarrollo.
Arlette Martínez Ossa /Natalia Testa