DOI: 10.18441/ibam.24.2024.87.61-80
María Luisa Bellido Gant
Universidad de Granada, España
mbellido@ugr.es
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-9198-2446
Uno de los componentes fundamentales de la construcción de una modernidad propia en los países latinoamericanos fue, como en otras latitudes, el rescate, puesta en valor y reinterpretación de formas y lenguajes del pasado. Este proceso, en aquellos inicios del siglo xx, abarcó los dos periodos pretéritos previos a la emancipación, es decir el precolombino y el colonial, cuyas reformulaciones sirvieron para pensar en la posibilidad de constituir un “arte americano” con raíces autóctonas y tomar así un rumbo diferente a los lineamientos marcados desde Europa.
Este ensayo se refiere al arte precolombino, el cual, desde finales del siglo xviii y sobre todo en el xix, había experimentado un marcado auge a través de la labor de viajeros, particulares o vinculados a instituciones, quienes, primero por vía del dibujo y la litografía, y más adelante por medio de la fotografía, habían consolidado y multiplicado un amplio repertorio de referencias, la mayor parte desconocidas hasta entonces (Schávelzon y Tomasi 2005, 110-132). A este proceso de registro sobrevendría la aplicación de los lenguajes “rescatados” en obras de nuevo cuño, sobre todo en la arquitectura y en algunos monumentos conmemorativos (Gutiérrez 2002).
Pero además todo ese proceso se acompañó de un ingente acopio de piezas prehispánicas, muchas de ellas adquiridas, otras expoliadas sin más, que fueron derivándose hacia colecciones foráneas, especialmente de ciertos países de Europa y de Estados Unidos. De forma paralela, surgieron instituciones museísticas y colecciones privadas en territorio latinoamericano, que permitieron el afianzamiento de acervos locales, a la par que el fortalecimiento de conciencias identitarias nacionales (Bedoya 2021). Paulatinamente, y más aún entrado el siglo xx, nuevos actores se sumarían a estas iniciativas. Un número importante de las instituciones que reseñaremos en este ensayo las hemos podido visitar personalmente en repetidas ocasiones desde 2001 hasta 2019.
La pasión despertada por el arte precolombino fue in crescendo. Así como fue motivo de exposiciones en centros neurálgicos de relevancia (como la recordada exposición Les Arts Anciens de L’Amérique en París, en 1928), aquellas musealizaciones y la formación de colecciones públicas y privadas pasaron a convertirse en algo cada vez más normal. Con el mercado ávido y en ebullición, las falsificaciones estuvieron a la orden del día. En sus memorias, el artista peruano Fernando de Szyszlo (2017, 63) contaba que su compatriota Sérvulo Gutiérrez le había confesado que era autor de buena parte de las “cerámicas prehispánicas” de la colección Wasserman-San Blas, de Buenos Aires, cuyo lujoso catálogo se publicó en 1938 (Wasserman y Lehmann 1938), año en que –aunque no tenga vinculación directa– en Nueva York, Robert Goldwater publicaba su paradigmático libro Primitivism in Modern Painting (Goldwater 1938), abordando el influjo de los ancestralismos en el arte contemporáneo. Solo cinco años antes se había celebrado en esa ciudad, en el MoMA, la exposición American Sources of Modern Art (1933) en donde confluyeron obras de arte prehispánico pertenecientes a colecciones estadounidenses, obras de artistas mexicanos contemporáneos y otras de artistas estadounidenses del momento cuyas temáticas y estéticas eran deudoras de lo mexicano.
Ya en esos años se había vuelto práctica habitual, por parte de los artistas americanos de vanguardia, el conformar también sus colecciones privadas, caracterizadas por lo general por la confluencia de objetos precolombinos con piezas de arte popular y de arte contemporáneo, siendo estas últimas bien sus propias obras, bien las de compañeros artistas con quienes ejercían intercambio. Muchas de estas colecciones –y lo sabemos por fotografías que se conservaron o por testimonios textuales– estaban habitualmente montadas en el salón de los hogares de los artistas, cuya estética se aproximaba al carácter ideal de un anticuario ordenado, compuesto por piezas selectas y de más alto precio. Cuando esos acervos, por el contrario, se situaban en los talleres u otros lugares de trabajo privados del artista, se parecían a las almonedas de ocasión: muchas cosas, revueltas y desordenadas, y de bajo precio.
Muchas de estas colecciones que pertenecieron a artistas han sido convertidas, por ellos mismos o por sus sucesores, en museos. Inclusive, y ya a nivel global, las colecciones de arte primitivo pertenecientes a artistas han sido objeto de exposiciones específicas como la pionera Arts primitifs dans les ateliers d’artistes, celebrada en el Musée de l’Homme, en el Trocadero (París), en 1967. En la misma, además de reflejar esos ámbitos de trabajo, se hacía hincapié en la huella que esos acervos habían dejado en la producción plástica de esos artistas.
En las páginas que siguen queremos referirnos a un conjunto de estas instituciones, analizando su origen, sus colecciones, sus vicisitudes. Para un mejor orden hemos decidido generar distintas agrupaciones, no estancas, sino plausibles de ser organizadas también de otras maneras. Dada la versatilidad de dichas entidades, sus características particulares, sus variadas geografías y circunstancias, consideramos que una buena estructuración era la de agrupar artistas que tuvieran puntos en común, ya sea por época, por disciplina o por lazos estéticos convergentes. Somos muy conscientes de que se trata de una posible aproximación, entre otras muchas, a un universo muy variado y complejo.
Una de las facetas más singulares de las vanguardias históricas americanas radicó en el rescate de ancestralismos indígenas en general, y precolombinos en particular. Debemos aclarar que no todas estas manifestaciones (y artistas) pueden considerarse estrictamente “vanguardistas” (a pesar de la ambigüedad del término). Quizás convenga ubicarnos bajo un paraguas más amplio, el de la “modernidad”.
En Sudamérica, el indigenismo convocó a un número importante de artistas y consolidó un género que se convirtió en ejemplo de “lo americano” en la plástica. Los artistas que formaron parte de esta opción gozaron de prestigio social sobre todo entre los años 30 y 40, consolidación que les proporcionó un buen status económico y, como consecuencia de ello, la posibilidad de disponer de grandes espacios para residencia y taller, hoy convertidos en museos. Los casos en este sentido son abundantes.
Comenzaremos nuestra andadura con el Museo de Julián de la Herrería, pintor y ceramista paraguayo perfeccionado en la fábrica de Manises (Valencia) y autor de numerosas obras con impronta de tinte precolombinista, en especial entre los años 20 y 30 (Blanco Conde 2020 y 2022). En cuestiones de pintura fue fundamentalmente paisajista, dedicándose asimismo al ensayo. En esta faceta destacó más su esposa Josefina Plá, procedente de Canarias, la más importante historiadora del arte paraguayo a lo largo del siglo xx.
Este museo, en la ciudad de Asunción, se originó a raíz de la donación que hizo su esposa a España, en 1989, de 400 obras que acabaron constituyendo el Espacio “Josefina & Julián” que se inauguró en 2016. Refleja en sus salas uno de los gustos principales del matrimonio como fue el arte popular, tema en el que la capital paraguaya cuenta con una de las instituciones más insignes: el Museo del Barro (Escobar 2007). Este gusto por las creaciones populares es una constante, como mencionaremos a lo largo de este texto, en el gusto de los artistas latinoamericanos, quienes contextualizaron en sus propios talleres y residencias este género de piezas con sus propias obras o las de otros artistas, fundamentalmente adquiridas por intercambio.
Podemos continuar el recorrido con dos casas-museo de escultores, la del argentino Luis Perlotti (fig. 1) y la del colombiano Rómulo Rozo, de realidades muy distintas en cuanto a funcionamiento, al estar la primera, desde hace varios años, dentro del sistema oficial de museos de la ciudad de Buenos Aires, y haber funcionado la segunda, hasta fechas recientes, más como un museo privado y no siempre accesible. Perlotti, quizá el escultor más prolífico de Argentina durante el siglo xx (aunque curiosamente su fortuna historiográfica en la actualidad es inversamente proporcional al reconocimiento que tuvo en su época) tiene su casa-museo en el barrio de Caballito donada a la ciudad en 1969. El edificio en sí es producto de una remodelación llevada a cabo entre 2003 y 2008 por el prestigioso arquitecto Mario Roberto Álvarez. La obra más personal de Perlotti, ejecutada en piedra, yeso, bronce, cerámica y madera, está marcada por su inclinación indianista,1 por la representación de los tipos costumbristas de Cuzco y su región, además de mobiliario neoprehispánico (Foglia 1963). Al museo se ha unido el espacio denominado taller Ferraro-Battisti, gracias a la donación de los artistas Lidia Battisti y Juan Carlos Ferraro.
Fuera de lo expuesto de manera habitual, en el almacén, ubicado en uno de los espacios principales de su taller y al que tuvimos acceso en 2018 durante nuestra segunda visita al espacio, se conservan numerosas obras de cuño ornamental y americanista.
Justamente, en esta última faceta, la obra de Perlotti se vincula con la del colombiano Rómulo Rozo, formado en Bogotá y perfeccionado en Madrid y París a mediados de los años 20, que fue el autor de la decoración escultórica del pabellón colombiano en la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1929 (Graciani García 2014). En 1932 se instaló de manera definitiva en México, haciéndolo entre 1940 y 1964, año de su fallecimiento, en Mérida (Yucatán) (Padilla Peñuela 2019). En esta ciudad, en la que fue su casa, se habilitó un museo (hoy dependiente de la Universidad Autónoma de Yucatán) que conserva las obras que se resguardaron en la casa familiar. Rozo, que en 1923 salió de Colombia y ya no regresó, es, no obstante, reconocido como el principal escultor del país hasta la aparición en escena de Edgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar, ya en los años 50. Su escultura de la mítica diosa indígena Bachué, una invención iconográfica suya, no solamente presidió la fuente principal en el citado pabellón de 1929, sino que también dio nombre a uno de los principales movimientos artísticos colombianos de los años 30 (Pineda García 2014) (Gutiérrez Viñuales 2015).
Al citado grupo Bachué, y con un papel clave a nivel ideológico y plástico, perteneció el pintor y escultor Luis Alberto Acuña, creador de un universo indígena singular, más volcado en lo mitológico que en el costumbrismo al uso. Esta faceta quedó expresada en numerosos óleos y murales como el de grandes dimensiones que se encuentra en el hall del bogotano Hotel Tequendama o los propios de su casa-museo en Villa de Leyva (fig. 2), una vivienda de origen virreinal, remodelada por el propio artista, en la cual se exponen sus creaciones pictóricas y escultóricas, además de artes populares y precolombinas. El museo se creó en 1976, junto a la plaza principal de la localidad, y alberga pinturas, esculturas, frisos, fósiles y objetos arqueológicos y artesanales que responden al gusto coleccionista del artista. Como dato, es significativo que en las cartelas del museo, las fichas técnicas de las obras con acompañadas por siluetas con distintas figuras prehispánicas.
Acuña fue además ensayista de arte, tanto en cuestiones de arte indígena como de arte colonial, y restaurador (a veces más bien “repintador”) de las pinturas de la Casa del Fundador y de la Casa de Juan de Vargas en Tunja.
También en Colombia, pero en Medellín, encontramos el Museo Pedro Nel Gómez (fig. 3), que reúne las producciones de este pintor costumbrista y de amplia labor muralista en su ciudad. El museo se creó en 1975 aunque su función museística convivió con la de ser vivienda habitual del creador hasta su muerte. Cuenta con trece salas de exhibición en las que se alternan, en exposiciones temporales, las obras que conforman la colección: óleos, acuarelas, pasteles, dibujos, esculturas, además de material complementario como libros, cartas, fotografías y documentos. El museo recibió la declaratoria de Bien de Interés Cultural de la ciudad, y sus murales, la de Bien de Interés de la Nación.
La edificación fue diseñada por el propio artista como su casa familiar y taller, con un estilo evocador del art déco, en donde no faltan pavimentos con modernos diseños suyos de raíz amerindia. Su ubicación se debe en buena medida a la italiana Giuliana Scalaberni, esposa del pintor, quien eligió el emplazamiento en una colina del barrio de Aranjuez, a la que comparaba con las de su lugar de origen en Florencia. Al respecto de dicha comuna, nos parece importante hacer notar la existencia de un proceso que podríamos denominar como de “adopción”, por parte de los vecinos, de las producciones artísticas de Pedro Nel Gómez a través de la localización, en varios edificios del lugar, de grandes reproducciones de sus murales y óleos.
En Quito (Ecuador), en los museos de los dos pintores indigenistas de mayor reconocimiento en el país, Eduardo Kingman y Oswaldo Guayasamín (Bellido Gant 2015), conviven sus propias obras con las de algunos compañeros de generación, y lo que vemos en ambos es una constante en las casas de los artistas latinoamericanos activos en el siglo xx: arte popular y arte precolombino, que, en la museografía de los espacios, se mezclan en perfecto diálogo.
El Museo Kingman, inaugurado en 2002, se ubica en la vivienda original donde el creador vivió durante 30 años. Tras su muerte, sus herederos decidieron convertirla en casa-museo con nueve salas que exhiben obras del artista en varias técnicas y temáticas: 30 óleos, 50 plumillas y 28 acuarelas, junto a obras coloniales, mobiliario antiguo y pinturas de importantes artistas ecuatorianos y extranjeros.
En cuanto a Guayasamín, hay que destacar el conjunto conformado por su casa-museo y la “Capilla del Hombre”. En el primer caso se trata de su propia vivienda, construida entre 1976 y 1979, y lugar de residencia hasta su muerte en 1999. Estaba adaptada a los objetivos y las necesidades del artista, como los espacios para poder pintar sus obras de grandes formatos. Destaca su colección de arte precolombino con piezas de varias culturas aborígenes (valdivia, chorrera, tolita o jama coaque, entre otras), registradas en el inventario del Patrimonio Cultural Ecuatoriano.
La “Capilla del Hombre” (fig. 4) es el proyecto más personal de Guayasamín. Fue concebido en 1985 por Luis Felipe Suárez Williams, pero la construcción empezó en 1995 y se terminó en 2002 gracias a las dotaciones económicas dejadas por el propio Guayasamín antes de su fallecimiento (1999), y de entidades de Ecuador, Chile, Bolivia y Venezuela, además de la solidaridad de artistas y músicos. Está formado por tres edificaciones, en las que Guayasamín pintó un conjunto de murales como la Mujer pájaro y Muro inca, la Familia, Condenados de la Tierra, Autorretrato de Guayasamín y Lágrimas de sangre, entre otros. Junto a estos espacios se ha incorporado recientemente un museo de sitio con 13 tumbas prehispánicas. La Unesco declaró este espacio como Proyecto Prioritario para la Cultura, y el Gobierno del Ecuador lo declaró Patrimonio Nacional.
Son varias las figuras del indianismo andino (Ecuador, Perú y Bolivia) cuya obra se expone habitualmente en sus casas-museo. Señalaremos aquí, en primer lugar, otra de la capital ecuatoriana, la de Camilo Egas, fundada en 1980 en un inmueble colonial del siglo xviii, de construcción mixta, adobe, paredes gruesas, balcones y patio interior, ubicado en el centro histórico de Quito, que conserva buena parte de sus obras, en especial óleos y dibujos. Además de su producción indianista, caracterizada en varios casos por una visión simbolista y estéticamente reivindicativa del indio, Egas produjo una recordada serie de obras vinculadas a la Guerra Civil española.
Pasando al Perú, en el limeño distrito de Pueblo Libre, se halla la casa-museo de la pintora Julia Codesido (Falcón 1987), discípula de la principal figura del género en el país, José Sabogal. Este museo, inaugurado en 1976, ocupa la casa donde vivía la pintora, ambientada en su momento por el propio Sabogal, y rodeada de jardines. Entre los espacios se cuenta el taller en el que Codesido dedicó muchas horas a la pintura.
De los epígonos de Sabogal, Codesido supo evolucionar su lenguaje plástico hacia una mayor síntesis y modernidad, además de destacar en el diseño gráfico: a ella le cupo una de las cubiertas más importantes de la vanguardia latinoamericana, un diseño de cuño indígena que roza la abstracción: la de la primera edición de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) de José Carlos Mariátegui, propulsor de la emblemática revista Amauta en la que Codesido colaboró asiduamente (Sciorra 2013).
En línea similar a la obra y el pensamiento de Camilo Egas en Quito y José Sabogal en Lima, podemos encontrar en La Paz a Cecilio Guzmán de Rojas, cuyo indigenismo estuvo suavizado, sobre todo a finales de los años 20, por un simbolismo aprehendido junto al cordobés Julio Romero de Torres en Madrid, que determinó buena parte de sus obras de esos años, como el cuadro El triunfo de la naturaleza (1928). Podemos destacar asimismo la obra de David Crespo Gastelú, de la misma generación, y también vinculado con el indianismo. Las casas de Guzmán de Rojas, inaugurada como museo en 1999, y de Crespo Gastelú, junto a la de la escultora Marina Núñez del Prado, de quien hablaremos más adelante, constituyen un sólido ejemplo de museos reivindicativos de la presencia de lo indígena en la plástica contemporánea, que conservan buenas colecciones en sus salas.
Los dos primeros museos que citaremos en este apartado, y a los cuales analizaremos más bien a manera de contexto que por sus implicancias precolombinistas, son obra del arquitecto Juan O’Gorman y constituyen los primeros ejemplos de arquitectura funcionalista mexicana (Rodríguez Prampolini 1983): una casa que construye en 1929 y que destinaría a la renta, sin llegar a habitarla, y la colindante Casa-Estudio de Diego Rivera y Frida Kahlo (1932), en las que queda patente el influjo de Le Corbusier, aunque con el añadido autóctono del uso de colores fuertes y la nota paisajística (un aspecto que también era esencial para el suizo) resuelta con notas mexicanas, en especial la verja de cactus. Ambos conjuntos se sitúan en San Ángel, dentro de la Ciudad de México, y especialmente el taller de Diego Rivera destaca por su escenificación, manteniendo el espacio con el amplio ventanal (el pan de verre corbusierano) y varias de las obras y objetos colocados de la misma manera que el pintor los había dejado a su muerte en 1957. En cuanto a la primera de las casas mencionadas, fue adquirida por el Instituto Nacional de Bellas Artes en 2011 y luego restaurada, poniendo así en valor su significación dentro de la arquitectura mexicana contemporánea.
Dentro del sesgo que nos atañe, Diego Rivera ejercería labores como arquitecto a partir de los años 40 para construir el colosal Anahuacalli (Bellido Gant 2007). El museo diseñado en 1953 (fig. 5) y que concibió para albergar su extensa colección de arte prehispánico se inspira en la arquitectura teotihuacana e imita un teocali que significa “casa de los dioses”. Se construyó con piedra volcánica y elementos arquitectónicos indígenas. Rivera siguió aquí pautas neoprecolombinas, pero no tanto (salvo algunos elementos interiores) con respecto a la ornamentación, sino fundamentalmente en el concepto edilicio y tectónico, al utilizar para su edificación piedra volcánica procedente de la erupción del volcán Xitle. Alejado del centro de la Ciudad de México (que en realidad, como casi todas las grandes capitales latinoamericanas, es una urbe con varios “centros”), el museo seguía en construcción al morir Diego Rivera, por lo que su hija, Ruth Rivera, junto con el arquitecto Juan O’Gorman terminaron este proyecto en 1963 con la ayuda financiera de Dolores Olmedo. Las colecciones que se encuentran en el museo están compuestas por piezas precolombinas y más de 2500 piezas de arte popular originarias de Guanajuato, Oaxaca, Morelos, Zacatecas, Chiapas, Puebla y Veracruz.
Mexicanos, y vinculados también al muralismo, fueron Frida Kahlo, Olga Costa y José Chávez Morado, siendo este último el más destacado en esa faceta en la que sobresalió su amplio programa mural desarrollado en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato. Justamente en las afueras esta ciudad está la casa-museo del matrimonio Costa y Chávez Morado (fig. 6), que repite un esquema que ya vamos viendo como habitual en los creadores de este periodo central del siglo xx: residencia, taller, obras propias, piezas prehispánicas y arte popular. El museo se encuentra ubicado en una finca que forma parte de una hacienda construida en el siglo xvii, en la que vivieron los artistas. Estos donaron este inmueble junto con sus colecciones al Gobierno del Estado, que inauguró el museo en 1993. Las colecciones del museo están compuestas por textiles, muebles, objetos varios de cerámica, vidrio, estofados, retablos, máscaras, etc. Además contiene una importante colección de más de 500 piezas prehispánicas y las obras José Chávez Morado y Olga Costa, así como de destacados artistas nacionales e internacionales.
Algo similar encontramos con respecto a Frida Kahlo y su visitadísima “Casa Azul” de Coyoacán, un lugar que ya se hace dificultoso disfrutar, ante la interminable cola de turistas, al haberse convertido la casa-museo en un lugar de peregrinación obligada e inevitable (Trujillo Soto 2012). Construida por su padre Guillermo Kahlo en 1904, la casa responde al modelo tradicional de principios del siglo xx, aunque su imagen actual se la debemos a Diego y Frida, que le imprimieron su color característico y su decoración. En 1958, de acuerdo con la voluntad de Diego Rivera, se convirtió en museo.
En apartados anteriores hemos hecho referencia a la labor de algunos escultores de la modernidad latinoamericana (Luis Perlotti, Rómulo Rozo, Luis Alberto Acuña) a quienes vinculamos específicamente a los temas de indigenismo y al diseño de raíz ancestral, aunque su obra y sus casas-museo son plausibles de abordarse desde otras de las atalayas propuestas en este ensayo. Sucede algo similar con la boliviana Marina Núñez del Prado, la húngara (afincada en Argentina) Magda Frank o la chilena Marta Colvin quienes podrían insertarse en lecturas anteriores, aunque hemos preferido que figuren en este apartado dedicado a mujeres escultoras de la modernidad.
Marina Núñez del Prado destacó fundamentalmente en el tallado de la piedra, aproximándose a temáticas andinas y a la figura de la mujer como referente. Dotada de una notable capacidad para acabados pulidos, lo que la vinculó con algunas obras del inglés Henry Moore –otro apasionado por el arte prehispánico y en especial por el chac-mool de los mayas– dos conjuntos importantes de obras de Marina se conservan en sus dos museos, uno en Lima y otro en La Paz. El primero de ellos, establecido en un caserón neocolonial en el barrio limeño de San Isidro, en el que vivió a partir de la década de 1970, es un ejemplo de museo activo por las exposiciones y actividades que organiza.
En 1973, la escultora y su esposo, el escritor peruano Jorge Falcón, compraron la casa que funciona actualmente como museo. En 1984 crearon la Fundación Marina Núñez del Prado de Falcón y en 2000 el Instituto Nacional de Cultura, mediante Resolución Directoral, declaró monumento histórico al inmueble. Gracias a un Contrato de Comodato entre la Fundación y la Municipalidad de San Isidro, firmado en 2008, se salvaguardó la casa, su colección de obras de arte y el fondo documental.
El museo alberga numerosas obras de la artista, así como su colección de arte popular y dibujos, documentos y acuarelas dedicados por sus amigos indigenistas como los peruanos Julia Codesido, Mariano Fuentes Lira, Alejandro González Trujillo Apu-Rimak y el boliviano Gil Imaná; así como los trabajos de su hermana Nilda, reconocida joyera que derivó las técnicas de la orfebrería hacia la pintura y la confección de trabajos peculiares, entre ornamentales y sacros.
La Casa-Museo de Marina Núñez del Prado en La Paz (Bolivia), que resguarda un acervo que supera el millar, y con contenidos similares al de Lima (esculturas propias, joyas y medallas de su hermana Nilda, varias piezas de arte contemporáneo latinoamericano, artes populares y piezas precolombinas) estuvo en manos privadas hasta fechas recientes, y la falta de medios para su subsistencia hizo que estuviese cerrado durante muchos años. En 2019 pasó a la jurisdicción de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia, institución que, además de haber realizado un completo inventario de la colección está en plena restauración y ampliación del edificio, para volver a abrir al público tan significativo museo.
Entre las mujeres escultoras de filiación americanista, destaca sin duda Magda Frank (Perazzo et al. 2010), que vivió sus últimos años en Buenos Aires, ciudad en la que falleció. Habiendo perdido buena parte de su familia en campos de concentración nazis, vivió más de 25 años en Francia pero viajó en varias ocasiones a Argentina y allí fijó su residencia definitiva en la década del 90. Más reconocida en Europa, con varias esculturas abstractas y monumentales sobre todo en ciudades francesas, el taller de Magda Frank (fig. 7), a su fallecimiento, quedó en manos de Tulio Andreussi, quien cuida el espacio y los centenares de obras que dejó, tanto escultóricas como dibujos. Andreussi añadió una dimensión más al museo, al integrar un amplio conjunto de obras de José Fioravanti, destacado escultor argentino del siglo xx. En la actualidad, la obra de Frank se halla inmersa en un proceso de sólida revalorización, especialmente por la muestra de sus obras que se organizó durante 2022 en el Museo de Arte de Tigre (MAT), en la provincia de Buenos Aires, y su posterior inclusión en la exposición Antes de América. Fuentes originarias en la cultura moderna en la Fundación Juan March, en Madrid (2023-2024).
Dentro de este mismo apartado mencionaremos también a la escultora chilena Marta Colvin cuyo museo, inaugurado en julio de 2011, y dependiente de la Universidad del Bío Bío (Schultz 1993) en el Campus Fernando May en Chillán (Chile), se ubica en una zona próxima a donde la escultora vivió parte de su vida. En este emplazamiento se puede visitar el museo con una selección de obras de la artista entre esculturas, bocetos y grabados y el conocido como “Parque de las Esculturas”. En sus obras, marcadas fundamentalmente por la talla de piedra y madera, destaca la impronta de las tradiciones precolombinas altiplánicas como asimismo la de Henry Moore.-
Al hacerse un recorrido por los artistas de la modernidad americana cuya obra y pensamiento artístico se vinculan al arte precolombino es inevitable mencionar el magisterio del uruguayo Joaquín Torres García. Enrolado en tendencias constructivistas europeas vigentes en la década del 20, será un impacto mayúsculo para él haber asistido a la exposición Les Arts Anciens de L’Amérique en París, en 1928. Tras su regreso a Montevideo en 1934, y la fundación, al año siguiente, de la Asociación de Arte Constructivo (germen de lo que luego sería el Taller Torres García, a partir de 1942), agrupó en torno de sí a un conjunto de artistas en formación, en buena medida concientizados del valor estético de las antiguas culturas andinas. En ese ámbito de debate y producción, surgirán artistas que, no solamente incentivados por el maestro, harán varios viajes a los conjuntos arqueológicos de Bolivia y Perú, sino que también iniciarán sus propias colecciones de arte precolombino.
Entre los discípulos que tomaron esta senda se halla José Gurvich, con presencia museística en la capital uruguaya (Bellido Gant 2008), a pocos metros justamente del Museo Torres García. Otros artistas vinculados al taller cuentan con espacios físicos o virtuales en Montevideo, como es el caso de la Fundación Francisco Matto o la Casa-Museo del ceramista Josep Collell. De los alumnos de Torres García, Matto es quien conformó la mejor colección de arte precolombino, la cual publicó a través de un catálogo editado en 1964, con prólogo de la escritora Esther de Cáceres.
En lo que respecta al Museo Gurvich, creado en 2005 en el centro histórico de Montevideo, destacan óleos constructivistas, con la variable propia de dicho artista, sus temáticas de kibutz israelíes, además de varias y delicadas piezas de cerámica que evidencian el influjo en su obra de las culturas precolombinas y del arte popular. A finales de 2013 el museo comunicó un cierre temporal y abandonó su sitio original para reabrir en 2015 en una nueva sede. El edificio, rehabilitado por Rafael Lorente cuenta con 900 m² divididos en seis plantas (el original tenía solo tres) y está previsto que las tres superiores alberguen obras contemporáneas para que la producción de Gurvich dialogue con nuevas creaciones.
En una dimensión plástica diferente, la corriente artística llamada “ancestralismo”, aplicada por lo general a los países andinos, transpone las raíces precolombinas y las integra en un lenguaje plástico occidental moderno: por ello se la suele considerar como un arte mestizo. El ancestralismo fue una alternativa que tomó fuerza sobre todo a partir de finales de los años 50 y supuso una respuesta plástica y estética a la crítica occidental, que tendía a considerar el arte de América Latina como artesanía, exotismo o como simple copia de lo que se hacía en Europa o Estados Unidos. En Europa, este término, vinculado a Latinoamérica fue utilizado por autoras como Isabel Rith-Magni (Rith-Magni 1994) (AA.VV. 2012).
Figura seminal de esta corriente es sin duda el mexicano Rufino Tamayo, uno de los primeros en romper los esquemas y buscar lenguajes diferentes a los marcados por el muralismo mexicano (Gutiérrez Viñuales y Bellido Gant 2005), una auténtica “dictadura plástica” como podemos deducir de la conocida frase de Siqueiros “no hay más ruta que la nuestra”.
Rufino Tamayo (Coffey et al. 2007) encontró un nuevo camino cuyo origen se remonta a los años 20 y a su trabajo como dibujante en el Departamento Etnográfico del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía (1921-1926). El contacto con piezas de arte prehispánico comienza a condicionarlo, y será también un impacto decisivo el encuentro directo con el Guernica de Picasso en la Feria Universal de Nueva York de 1939 (Murga 2013), que determinará el cariz de varias de sus obras de los años 40. Consolidará un lenguaje propio y alcanzará amplio reconocimiento internacional.
Dos museos que llevan su nombre conservan y difunden la memoria estética de Tamayo: uno, de arte moderno, se sitúa en el Bosque de Chapultepec, a pocos metros del Museo Nacional de Antropología (donde en la entrada está ubicada su Dualidad, un enorme lienzo de 12 x 3,5 m) y del Museo de Arte Moderno; el mismo exhibe pinturas suyas y de varios artistas mexicanos, latinoamericanos y europeos. Se inauguró en 1981 en un edificio con un diseño contemporáneo que dialoga con el entorno gracias a su forma piramidal, lo que remite a la herencia arquitectónica prehispánica. El edificio se integra al terreno que lo rodea gracias a una estructura de varios niveles que lo hacen casi invisible dentro del espacio urbano.
La colección del museo se divide en dos conjuntos: el fondo moderno, reunido por Olga y Rufino Tamayo, y un fondo contemporáneo que surgió en la década de 1990 y que sigue creciendo, gracias a donaciones de artistas que han expuesto en el museo y a obras creadas ex profeso.
El segundo museo, este de arte prehispánico –conjunto también reunido por el propio Tamayo– se halla en su ciudad natal, Oaxaca. Inaugurado en 1974 en un edificio de época colonial cedido por el Gobierno del Estado y organizado museográficamente por Fernando Gamboa, alberga la importante colección de arte prehispánico del artista, que ha sabido adaptar las piezas a la propia estructura del inmueble y donde el color tiene un papel destacado. Está formada por más de 1000 piezas ubicadas en cinco salas, pertenecientes a todas las culturas originarias que habitaron el territorio de lo que hoy es México.
La huella colorista y ancestral de Tamayo se haría sentir en otros ámbitos del continente, y en varios países destacarían artistas que supieron crear universos propios y singulares; es el caso del peruano Fernando de Szyszlo, fallecido en 2017 con 92 años de edad, y del que esperamos tenga pronto su museo en Lima, aunque algunas de sus obras más representativas fueron donadas por el propio autor y por sus descendientes al Museo de Arte de Lima (MALI). Otros de la misma línea ya lo tienen: aunque en sentido estricto no se trate de un museo, Elmar Rojas abrió en Guatemala un espacio propio de exhibición y venta, localizado en una céntrica galería comercial, que visitamos con él en septiembre de 2011; Rojas falleció en febrero de 2018.
En Quito, otro artista destacado dentro de este recorrido es Oswaldo Viteri (Barnitz 2001), que convirtió a su propia casa, con determinados horarios, en un espacio abierto como museo. La de Viteri es una de las mejores colecciones de arte del país, con piezas antiguas, coloniales, de arte popular, siglo xix y contemporáneas, que en varias ocasiones hemos visto en exposiciones internacionales, como la de “Arte en Iberoamérica” comisariada por Dawn Ades y exhibida en el Palacio de Velázquez de Madrid en 1989.
En la ciudad de Trujillo, en el norte de Perú, está abierta la casa-taller de Gerardo Chávez, aún en activo, destacado artista cuya Fundación se estableció allí en 2006. Su visión expresionista lo vincula a varios de los artistas mencionados en este apartado: simbología ancestralista próxima a Tábara –también con Fundación, en Guayaquil– o Toledo, y realismo social en relación con la obra de Cuevas o Borges. La Fundación Gerardo Chávez gestiona y tutela el Museo del Juguete y un Museo de Arte Moderno con obras de artistas peruanos y latinoamericanos, espacios que reflejan el constante diálogo entre lo erudito y lo popular, términos estos que utilizamos de manera genérica.
Finalmente queremos mencionar el caso del argentino Nicolás García Uriburu y la Fundación que lleva su nombre, dedicada al estudio de los pueblos originarios de América y cuya colección de arte precolombino fue cedida al Museo Histórico Nacional. También al colombiano Edgar Negret y su museo en Popayán, con dos colecciones formadas por obras de su autoría y el Museo Iberoamericano de Arte Moderno de Popayán, MIAMP con piezas de artistas colombianos e iberoamericanos comprendidos entre 1940 y 1990. Y finalmente, al cubano Felipe Orlando y su Museo de Arte Precolombino en la ciudad de Benalmádena, Málaga (España), que pone en valor el interés de este artista por los estudios de antropología y la transculturación africana en América, en concreto en Venezuela. El museo inaugurado en 1970 expone piezas de artesanía de México, Perú, Nicaragua, Colombia y Ecuador.
A manera de cierre de este ensayo, no tenemos como objetivo el hacer una síntesis del recuento y organización de los museos de artistas que hemos citado y analizado en el mismo, sino fundamentalmente el de poner nuevamente el acento en el valor de estas instituciones, más allá, a veces, de las dificultades para su subsistencia –sobre todo cuando se trata de gestiones privadas (aunque no siempre)–.
Asimismo, al tratarse por lo general de instituciones pertenecientes a una misma naturaleza, es decir, nacidas de la pasión coleccionista de artistas contemporáneos, son plausibles de ser estudiadas en conjunto y bajo ideas vinculantes. Se trata de creadores que han conformado sus pequeños ecosistemas de identidad superponiendo y haciendo convivir en un mismo espacio obras de su producción, las de sus colegas, objetos de arte precolombino y de arte popular, en casos piezas de culturas africanas y oceánicas. Por estas características pasan a formar parte de una misma tipología museística.
Sin perder la conciencia de que los casos incluidos en este estudio son solamente una parte dentro de un conjunto muchísimo mayor, con ejemplos que perfectamente podrían haberse integrado a este relato, consideramos que una buena derivación para el mismo, a manera de investigación aplicada, sería la de propender a la creación de una red abierta de casas-museos de artistas coleccionistas latinoamericanos, y de una manera más específica, aquellas que conservan la impronta de lo precolombino. Sería una excelente iniciativa para fortalecer al conjunto y a las partes, y dar a conocer, como hemos intentado hacer aquí, la existencia de estas entidades.
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Fecha de recepción: 21.11.2022
Versión reelaborada: 12.06.2024
Fecha de aceptación: 19.07.2024
1 Es importante establecer una diferenciación entre el “indigenismo” y el “indianismo”, el primero se refiere más a un carácter reivindicativo de tintes sociales, mientras que el segundo se inclina más hacia una exaltación meramente esteticista del indio.
Iberoamericana, XXIV, 87 (2024), 61-80