DOI: 10.18441/ibam.24.2024.87.81-103
Rodrigo Gutiérrez Viñuales
Universidad de Granada, España
rgutierr@ugr.es
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-8963-9251
Desde finales del siglo xviii y principios del xix, en consonancia con los tiempos y motivaciones de la Ilustración, y en especial en lo que atañe a la indagación acerca de los orígenes de las sociedades y las culturas, como asimismo al interés creciente en la formación o consolidación de colecciones de objetos y de obras de arte “no occidentales”, va a ir afianzándose un proceso caracterizado por la realización de expediciones hacia conjuntos arqueológicos americanos, con el fin de estudiar y registrar monumentos y objetos precolombinos. El mismo dará origen no solamente a una fiebre por la adquisición, lícita o ilícita, de sustanciosos conjuntos de piezas precolombinas que van a transitar desde sus lugares de origen hacia instituciones europeas y norteamericanas fundamentalmente, sino también al desarrollo de un gusto, muy propio del xix, como fue la reinterpretación en clave contemporánea de las formas y los lenguajes de las culturas del pasado, el que hará eclosión en la centuria siguiente (Gutiérrez, Fontán y Toledo 2023).
Al analizar la arquitectura en la segunda mitad del xix, salta a la vista una incipiente y luego continua pulsión por construir en “estilo neoprehispánico”. Al respecto de ello hemos analizado en trabajos anteriores su imbricación en lo edilicio, como asimismo en lo escultórico (Gutiérrez 2002; 2004, 467-506).
Entrado el siglo xx, el fenómeno se intensificará e integrará a otras disciplinas. La crisis social desencadenada en Inglaterra por la llamada segunda revolución industrial había engendrado experiencias tan salientes como el llamado art & crafts, y la recuperación, propiciada fundamentalmente por William Morris, de prácticas artesanales que evocaban sistemas del medioevo. La radiación de art & crafts derivará en la consolidación o el surgimiento de numerosas escuelas de artes y oficios a nivel internacional, y, en el caso que nos ocupa especialmente, en varios países americanos. Estas instituciones van a potenciar dentro de sus aulas, la enseñanza y la producción de mobiliario, textiles, objetos cerámicos, todo tipo de diseños, y otros emprendimientos que, en buena medida, van a entroncar con las fórmulas precolombinas que iban adquiriendo cada vez un mayor auge (Gutiérrez 2023). Este suceso que ubicamos fundamentalmente en la segunda década del siglo xx y especialmente en el decenio siguiente, se va a ver fortalecido ideológicamente por la conceptualización que se hace respecto de la Primera Guerra mundial en tanto reflejo de la crisis del modelo cultural europeo que hasta el momento se asumía casi como un dogma. A ello acompañará el desarrollo de una pedagogía específica sustentada en la enseñanza del dibujo en las escuelas a partir de las formas y los lenguajes del arte precolombino y de algunas culturas indígenas vivas. El teatro, la danza, la música y más adelante el cine se sumarían a este proceso de una manera decidida.
Si bien todo esto tuvo su epicentro en las ciudades americanas, no es menos cierto que la fascinación y la influencia alcanzarían a otras geografías. El caso de París, en tanto usina irradiadora de una supuesta “cultura universal” que, para esos años, estaba atravesada por fórmulas provenientes de distintas latitudes, y con un especial acento en las llamadas “artes primitivas”, va a ser clarificador. La presencia de reminiscencias amerindias en obras producidas en la capital francesa en los años centrales de la década del 20, con el punto de eclosión que significó la “Exposition Internationale des Arts Décoratifs et Industriels Modernes” de 1925, va a ser una constante, que se reforzará en 1928 con la realización de la recordada exposición Les arts anciens de L’Amérique, en torno a la cual orbitaron artistas de vanguardia como Man Ray o Tristan Tzara (Vaudry 2020). Va a marcar también, como referiremos más adelante, un punto de inflexión en el pensamiento y la producción del uruguayo Joaquín Torres García, artista que operaría alternativamente entre las corrientes de vanguardia europeas y las americanas, en este caso tras su retorno a Montevideo en 1934.
En el proceso de regeneracionismo artístico, además de las citadas “artes primitivas”, debemos señalar también el papel preponderante de las artes populares, relevadas y revalorizadas por artistas de la modernidad y la vanguardia. Exposiciones de arte popular como la que se realizó en México en 1921 con motivo del Centenario de la independencia, en la cual estuvieron implicados artistas como Roberto Montenegro o Jorge Enciso, muestra coincidente con la publicación de los dos tomos sobre Las artes populares en México a cargo de Gerardo Murillo, el Dr. Atl, son ejemplificadores del inicio de una seducción que entroncó con una fase de adopción de “lo popular” por parte de las élites culturales (Garduño 2010).
Se multiplicaron las publicaciones referidas al tema, e inclusive fue habitual la musealización de obras de arte popular (y también de piezas precolombinas) por parte de algunos artistas, ubicándolas en el mismo espacio que sus propias obras de producción contemporánea, como una manera de imbricar sus creaciones dentro de las tradiciones del país. Valga decir que prácticas similares estaban en el horizonte de los surrealistas, pudiendo citarse el caso de la exposición de Yves Tanguy & Objets d’Amérique en la Galerie Surréaliste de París, en 1927, o inclusive el de la Exposición Internacional del Surrealismo celebrada en México, en 1940, en la Galería de Arte Mexicano creada por Inés Amor, muestra en la cual se incluyeron piezas precolombinas de la colección de Diego Rivera, objetos de Nueva Guinea de la de Wolfgang Paalen, máscaras y otros objetos étnicos mexicanos.
En el Museum of Modern Art de Nueva York, fundado en 1929, en 1933, se llevará a cabo la exposición American Sources of Modern Art, que integraba obras de artistas contemporáneos mexicanos y de artistas de Estados Unidos que trabajaban temáticas del país vecino, como asimismo piezas precolombinas pertenecientes a colecciones estadounidenses; todo ello coexistía en el mismo espacio expositivo como pueden verse en las fotos conservadas en los archivos de la institución.
Justamente el MoMA, que durante esa década y la siguiente va a consolidar una importante colección de arte latinoamericano, forjada en buena medida a través de donaciones privadas, va a organizar en 1941 una muy significativa exposición: Indian Art of the United States. Esta muestra la tomaremos como paradigma del inicio de una práctica intensa aunque relativamente corta dentro de la llamada Escuela de Nueva York sustentada en la reformulación de convenciones y signos de culturas indígenas, periclitadas o vigentes. Estas últimas, al contrario de lo que sucedía con las precolombinas, sí permitían un acercamiento al espíritu que las motivaba. De ello hablaremos también en este ensayo.
De ese “neoprehistoricismo” de los 40, enlazado a pautas del surrealismo y de la abstracción, quedaría teñida una vía del arte “ancestralista” que se extendería hasta bien entrados los años 60 e inclusive se prolongará en algunos casos hasta la actualidad, dentro de ese permanente revisionismo fomentado en los cauces de la llamada posmodernidad. En este ensayo la erigimos en uno de los ejes principales, y, ante la natural imposibilidad de un análisis exhaustivo, la sugerimos como uno de los temas que aún tiene mucho recorrido que ofrecer a través de la investigación y la reflexión.
El clima de primitivismo fortalecido en la Europa de principios del siglo xx, va a llevar a que numerosas pautas ancestralistas sean asumidas por artistas actuantes mayoritariamente en el tiempo de las llamadas vanguardias históricas. Habiendo adquirido suficiente fortuna la idea de proyectar el futuro sustentándose en el pasado, los artistas americanos transitaron, con muy pocas excepciones y de una manera u otra, por sus propios “primitivismos”: el precolombinismo, otros indigenismos, o, como en el caso de las vanguardias brasileña y cubana, en las sendas de la negritud. Bien podría señalarse, tomando como premisa el conocido paradigma de Oswald de Andrade, que el precolombinismo fungió a modo de “auto-antropofagia”: se trataba de absorber algo que, si bien se aceptaba como propio, no dejaba de ser también ajeno sobre todo por el tiempo transcurrido, y, por ende, el ocultamiento de sus conceptos significantes. Y de esa convergencia entre formas del pasado y espíritu moderno, surgiría un nuevo producto. Indudablemente esas convicciones y praxis ejercieron de verdaderos laboratorios para asumir una vanguardia genuinamente americana, producto del eslabonamiento de la modernidad y la tradición.
Al hilo de esta idea nos surgió otro pensamiento, que en realidad es un reforzamiento teórico de lo anterior: el arqueologismo en Europa y Estados Unidos era geográficamente excéntrico, no occidental. Para los latinoamericanos era excéntrico en lo cultural, algo desconocido, que había que estudiar y conocer, pero no lo era en lo geográfico. La acción consistió en recuperar lo precolombino como parte integrante de una cultura moderna, capaz de construir o inventar una continuidad para ser proyectada al futuro. Esa reunión de lo geográfico (que ya estaba implícito) con lo cultural recuperado fue uno de los grandes aportes de aquella generación de las primeras décadas del siglo. Y aquellos artistas dejaron trazados lineamientos que, bajo distintas formas y a través de distintos caminos, hoy continúan vigentes. Pero es necesario matizar: lo que se efectúa es una recuperación sobre todo en lo formal, al presentarse como una utopía la posibilidad de dilucidar los significantes conceptuales originales.
Así pues, algunas de las reflexiones de este ensayo parten de ideas que sostenemos en cuanto a que los artistas precolombinistas sentían que a través de sus obras creaban una empatía, una ligazón, una intimidad, con los anónimos creadores del pasado, conectándose con ellos a través del tiempo. Al “visitar” a los ancestros, generaban una complicidad que les permitía actuar en un plano superior, de ciertos tintes sagrados. No es menor la injerencia del mito del “llamado de la tierra” que decían sentir estos artífices, algo por otro lado muy propio de la modernidad, vinculándose entonces a corrientes reivindicativas de la “identidad nacional y americana”. Estas vías englobaban tanto a los precolombinismos como a los indigenismos en sus diferentes facetas, pero también al paisaje y las costumbres, géneros primordiales en ese escenario.
Este proceso de fijación en las artes “primitivas” propias, como es sabido, no es solamente privativo de los americanos: también en la época de la Primera Guerra Mundial lo experimentan varios europeos, pero no desde lo puramente formal como había sido lo habitual, sino buscando esencias, contraponiéndolas al colapso de la cultura occidental, la cual rechazaban. Se abre claramente un espacio de legitimación para las culturas alternativas. Podríamos ejemplificarlo:
Después de su llegada a París en 1921, el compromiso de Man Ray con las artes de las Américas correspondió al interés en las culturas no occidentales expresadas en las ideas y prácticas de los movimientos Dada y Surrealista con los que estuvo activamente involucrado. A diferencia de la apreciación de la generación anterior de los objetos indígenas principalmente por su forma estética, estos movimientos de vanguardia se involucraron con tales objetos y las culturas de las cuales vinieron por razones políticas radicales. Para ellos, un rechazo total de los valores occidentales fue la única respuesta aceptable a la locura de la Primera Guerra Mundial, que en nombre de la civilización fue responsable de la matanza y la degradación de la vida humana en una escala sin precedentes. Como lo han revelado los estudios de las últimas décadas, el giro de las vanguardias hacia las culturas indígenas en busca de alternativas también fue guiado por la percepción de estas sociedades y sus artes como más auténticas y elementales, supuestamente no contaminadas por la corrupción occidental (Grossman 2008, 119; trad. del autor).
Nos resulta clarificador este juicio de Wendy Grossman porque es demostrativo de una doble dirección del asunto en los años de la gran guerra: por un lado, para los americanos, esta es disparadora de una mirada hacia adentro, introspectiva y hacia las raíces de lo propio; por otra, para los europeos, el camino para contrarrestar esa “corrupción occidental”.
En este escenario, Grossman alude a los surrealistas:
En su lugar, recurrieron a las artes indígenas de los mares del sur y las Américas, percibiendo en estas culturas una esencia espiritual, vital y un encanto mágico similar a sus propias aspiraciones artísticas. Su preocupación por lo inconsciente y la fascinación por los sueños, los mitos, los rituales, el animismo y lo oculto, los atrajo hacia estos objetos, cuyo poder buscaban canalizar (Grossman 2008, 120; trad. del autor).
No obstante, esa atracción por los objetos primitivos y esas percepciones, no evitaban la insalvable ruptura de continuidad en cuanto a los significados de origen, provocando, entre otras consecuencias, una incondicional apertura hacia la invención. Podemos remitir aquí a algunas reflexiones de Enrique Andrés Ruiz (2007) y María Bolaños (2007), autores que nos han servido de referencia en varios de los contextos abordados. Cuando se centran en reflejar la interpretación de aquellos pasados tan lejanos que acometen los artistas contemporáneos, no dejan de recalcar con fuerza el papel jugado por la imaginación de estos y la asunción de una libertad creativa rayana con la fantasía. “Ya era tanta la lejanía –leemos a Ruiz– de aquel fabuloso pasado imaginario que todo, en realidad, podía ser invención a capricho del artista, sobre la que ya no pesaban las determinaciones de ninguna naturaleza universal” (Ruiz 2007, 28). En el caso de Bolaños, al hablar de la analogía arte del pasado-arte contemporáneo, dice que esta
–sea de la variedad que sea: arte tribal africano, paleolítico, precolombino, asirio, maorí o prerromano– está construida sobre una ilusión, en un pasado más imaginado que real, en una prehistoria ‘fantasma’, como habría dicho Leiris, que procede no tanto del conocimiento de una determinada región de la Tierra o de un periodo histórico, como de un fantaseo sobre ámbitos remotos y exóticos, solo existente en los ojos (Bolaños 2007, 99) [de los artistas que apuntaron hacia esos derroteros (añadido del autor)].
Y continúa, ahondando en estas cuestiones, dando en el clavo acerca del carácter conceptual de varias de las creaciones primitivistas confeccionadas por jóvenes artistas europeos:
Lo que sucedió fue más bien que la “mirada” de los artistas más jóvenes encontró en esas artes primeras incitantes inspiraciones estéticas que sacaban a esos materiales del ámbito de la curiosidad o del dominio científico con que habían sido consideradas siempre y los ascendía a la categoría del Arte... Hasta entonces, el interés que despertaban estos materiales arqueológicos era puramente histórico o etnológico, carente de toda valoración artística. [...]. Pero casi ninguno de ellos apenas manifiesta algún interés erudito o científico... Más aún, intuían que la ignorancia etnológica o histórica era la premisa obligada de su sincero disfrute estético. Porque, en realidad, la función que van a cumplir estas artes originarias va a ser la de servir de catalizador que ayuda a los artistas evadirse de la tradición, a desplazar el centro de la estética tradicional a una periferia ignota... Era, en suma, un camino directo para formular sus ideales independientes (Bolaños 2007, 100 y 102).
Como recordaba Tricia Laughlin Bloom,
en junio de 1920, unos meses antes de la llegada de Torres García a Nueva York, la Sociedad de Artistas Independientes expuso el trabajo de acuarelistas Pueblo junto a otros artistas contemporáneos, una instancia sin precedentes del arte nativo americano presentado como bellas artes más que como antropología. Los artistas Pueblo fueron acogidos con entusiasmo por el mundo del arte de Nueva York. Holger Cahill, por ejemplo, escribió que las pinturas de Pueblo ‘marcan el nacimiento de un nuevo arte en América’. En el otro extremo del país, en Nuevo México, los artistas modernos se comprometieron con las culturas Pueblo en las colonias de artistas de Santa Fe y Taos que habían surgido en 1920 (Laughlin Bloom 2010, 62-63; trad. del autor).
Varias exposiciones a ambos lados del Atlántico, entre los años 20 y 30, no solamente concitaron la atención del público en general, sino que también situaron a las artes amerindias dentro de la cultura estadounidense hegemónica.
Esta realidad, establecida en los centros dominantes, también era práctica habitual en otros países americanos como pudimos ver respecto de la exposición de artes populares realizada en México en 1921, citada anteriormente, la que vino a sumarse a un proceso en el cual la creación, en 1913, de las Escuelas de Pintura al Aire Libre (con Alfredo Ramos Martínez) había sido un hito fundamental, como lo sería, ya en los 20, la difusión de lo popular a través de revistas como Mexican Folkways o Forma, o el establecimiento, a partir de la acción de Gabriel Fernández Ledesma y Guillermo Ruiz, de la Escuela de Talla Directa en 1927.
Volviendo a Torres García, Tricia Laughlin Bloom (1020, 67) recuerda que durante sus años neoyorquinos se asoció con uno de los personajes fundamentales en cuanto al impulso del arte moderno en la ciudad, Walter Pach, así como con John Graham y otros agentes activamente involucrados con el naciente movimiento de arte indio a principios de la década de 1920. Con toda probabilidad, hubo un intercambio de ideas entre Torres García y aquellos promoviendo el arte nativo americano en Nueva York.
Párrafos atrás hicimos alusión a la exposición de arte precolombino Les arts anciens de L’Amérique, realizada en París en 1928. Esta muestra marcaría, para ciertos vanguardistas, un antes y un después. Torres García la visitaría con asiduidad y no tardaría en comenzar su proceso hacia lo que denominaría “Universalismo constructivo” –título de su emblemático e influyente libro de 1944–, uniendo las bases de su práctica constructivista europea con el espíritu ancestral americanista de la geometría y el signo de raigambre precolombina. A su regreso a Montevideo en 1934 y la ulterior fundación de la Asociación de Arte Constructivo (1935) y del Taller Torres García (1942), ámbitos en los que tantos artistas se formaron directa o indirectamente, daría un nuevo rumbo al “precolombinismo” al apartarse de lo meramente decorativo y formal para indagar a fondo en el sentido y significación del arte prehispánico, combinándolo por veces con signos de raíz moderna, creados a partir de referentes reconocibles o como simples invenciones simbólicas (Díaz 2023) (fig. 1).
No debe extrañarnos el carácter “pasatista” de Torres García, en tanto en su obra de juventud, el clacisismo y el mediterraneísmo fueron protagonistas centrales, en el contexto del Noucentisme catalán, en fechas en que Eugenio D’Ors, al tratar la obra del escultor José Clará, no dudaba en hablar ya de “la disciplinada fortaleza de los arquetipos antiguos y eternos” (D’Ors 1910, 236). En el contexto del Taller Torres García se va a generar un caldo de cultivo muy propicio, más como proyecto colectivo que como mandato unidireccional desde el maestro hacia sus discípulos, para el estudio y reelaboración en obra contemporánea del arte precolombino. Fuera del Uruguay, el influjo de Torres García alcanzaría a los movimientos geométricos de Buenos Aires de mediados de los años 40, más adelante en ese mismo país a Alberto Delmonte y sus epígonos, hoy aún en funcionamiento bajo el rótulo de Taller del Sur; en Ecuador impactará en artistas como Estuardo Maldonado y Enrique Tábara, con varias obras torregarciescas a finales de los 50 y principios de los 60.
La búsqueda de Joaquín Torres García, en el sentido de bucear más allá de las puras formas, en el espacio de lo mágico, lo mítico, lo simbólico, la significación, en definitiva, del espíritu inmanente del arte precolombino, va a estar en sintonía con las de los surrealistas respecto de las artes de Oceanía, América y los esquimales: indagar en las ilimitadas potencialidades del inconsciente. Esto está también presente en los expresionistas abstractos y su “primitivismo”-arcaísmo, y en los ancestralistas americanos que vendrán después.
Hay dos hechos que coexisten prácticamente en el tiempo, ambos producidos en el Museum of Modern Art de Nueva York, como son las exposiciones 20 siglos de arte mexicano (1940) e Indian Art of the United States (1941). La primera de ellas, una muestra conformada por arte precolombino, arte colonial, artes populares y arte contemporáneo, marca un punto culminante en la valoración del arte mexicano en los Estados Unidos. México, y en especial el muralismo con su carga simbólica y dimensiones épicas, venía siendo un faro tanto para las nuevas lecturas sobre el arte moderno (no en vano estaba, junto al arte de Estados Unidos, en la avanzada de los famosos torpedos de Alfred J. Barr), como asimismo para nuevas generaciones de artistas del país del norte. Este paradigma pronto habrá de cambiar, produciéndose un giro que se hará aún más significativo al final de la Segunda Guerra Mundial, con el cual las propuestas del realismo social a la manera mexicana van a caer en desgracia desde las nuevas ópticas promovidas desde Estados Unidos.
Justamente, un giro de tuerca va a darse en torno a la segunda de las exposiciones citadas, es decir, Indian Art of the United States. Se producirá allí un claro viraje hacia otras concepciones del “primitivismo”, más enraizadas con las prácticas de Picasso, Klee y otros europeos, y en especial con ciertas vertientes del surrealismo (Varnedoe 1984, 615), movimiento que otorgaba un gran valor a las imágenes y las experiencias de los sueños surgidos del subconsciente. Las pictografías de los nativos americanos tenían un origen similar, onírico, lo cual quedaba expresado en sus manifestaciones artísticas, expuestas, a la vez que producidas, en la mencionada exhibición en el MoMA.
Hemos de señalar, como añadido a la señalada importancia de la exploración y expansión del inconsciente, que, en los artistas contemporáneos, la mirada introspectiva, hacia sus más recónditos “interiores”, estaba vinculada no solamente a pautas del surrealismo sino también era algo intrínseco al clima de eclipse cultural que se estaba viviendo debido a la guerra. Aquí no prevalecía pues tanto la “forma” como sí lo espiritual: por lo general no había una traslación específica de lenguajes “arcaicos” sino más bien algo de lo que hablaba justamente Varnedoe: el “ambiente”. En esta senda estaban ya actuando, en el sur, en lo práctico y lo teórico, Joaquín Torres García y sus discípulos, imbricando la tradición constructiva que el maestro había adquirido en Europa, con las raíces precolombinas. La reinterpretación, o directamente la invención del signo, se incardinaría pronto con las corrientes informalistas, y estaría en el germen del expresionismo abstracto.
La mencionada mirada introspectiva, que podríamos calificar como una nueva experiencia tras la producida en los años de los “centenarios” y el estallido de la primera guerra, será un suceso de carácter continental, en el cual la atención y la apropiación de elementos de culturas originarias estarán a la orden del día. A los flamantes procesos de “redescubrimiento” se sumarían pronto, entre otros aspectos, la labor de nuevos artistas viajeros, en sintonía con los del siglo xix, pero ahora con cámara fotográfica al hombro y, en el horizonte, con el objetivo de publicitar sus capturas y hallazgos en medios de amplia difusión o, si se diera el caso, en fotolibros.
En línea con lo señalado, el regreso a los orígenes, o “viaje a la semilla” (Huici 2000) sería un elemento en común entre ambas contiendas, estimulado por el interés de bucear en los orígenes para recomenzar el camino. En el caso de Estados Unidos también planeaba el deseo de retorno a una “nueva normalidad” (robándonos un término actual) tras la “gran depresión” de los años 30. En cuanto a la América Latina, perdido el “centro” (París), se abría la posibilidad, o el desafío, para construir algo nuevo. Nueva York tardará aún un tiempo –prácticamente hasta los años 60– en convertirse en verdadera referencia artística para los creadores latinoamericanos, que se movieron entre los intentos de independización estética y conceptual (no necesariamente sujeta a la idea de la identidad) y nuevos acercamientos a la capital francesa una vez superadas las consecuencias de la Segunda Guerra. Esto tiene su explicación en el hecho de que París, aun con los reveses que supuso la conflagración, nunca perdió en la memoria de los latinoamericanos su papel de faro orientador y de destino obligado para los artistas en formación.
Así como existió un ancestralismo respecto de lo precolombino, también lo hubo respecto de culturas aborígenes contemporáneas, por lo que inclusive sería oportuno utilizar términos como “amerindio” o inclusive “indoamericano” como conceptos más abarcadores. Como experiencias americanas anteriores podríamos señalar la labor de artistas como el estadounidense Marsden Hartley y sus búsquedas plásticas inspiradas en el arte indígena de su país, ya en la segunda década de la centuria, como asimismo el llamado “estilo marajoara” en el Brasil de los años 20 y 30 (Bueno Godoy 2013; 2018; 2023). En el Caribe se daría un “redescubrimiento” del arte taíno (Pérez 2023), como en Perú y Ecuador de lo amazónico, y así sucesivamente en otros territorios continentales.
El caso del expresionismo abstracto estadounidense es claro en ese sentido, al incidir en el mismo referentes no solamente de lo arcaico (petroglifos, pinturas de cuevas, etc.) sino también referentes de culturas vivas (hopi kachinas, esquimales, navajos) (para estos temas, véase Antón 2021; 2023). La trayectoria de Jackson Pollock es evidente en el sentido señalado: en 1941, en la exposición Indian Art of the United States en el MoMA, queda fascinado por la acción in situ de indios navajos haciendo sus pinturas sobre arena en el suelo. Ya en ese año hace obras como Magic mirror (1941) donde mezcla arena con óleo, e inicia una senda en la que destacan sus evocaciones de mitos y arquetipos arcaicos. Más adelante (1944-1945) virará hacia la idea de trabajar directamente sobre un lienzo colocado en el piso, aplicando la técnica del dripping, vinculada al automatismo propugnado por el surrealismo a la vez que sumado el magisterio de David Alfaro Siqueiros recibido de forma directa a mediados de los años 30, de tal manera que se convirtiera en una expresión brotada del subconsciente. En todo ello, claro está, subyace la idea de la acción artística como ritual casi religioso, lo que lo vuelve a conectar con las prácticas de los “American Indians”.
Kirk Varnedoe al referirse a Pollock y a otros artistas de su generación como Adolph Gottlieb, Franz Kline o Mark Tobey, entre muchos otros, hablaba de “evocations of cave writing” y de una evidente fascinación por mitos, arquetipos, signos totémicos y caligráficos presentes en la pintura de estos creadores (Varnedoe 1984, 627).
Para muchos artistas estadounidenses estancados en un callejón sin salida alrededor de 1940, el primitivismo, en un sentido muy amplio, ofreció la solución a un enigma enredado. ¿Qué base podría encontrarse para un nuevo arte que no fuera ni derivado ni provincial, que fuera individual pero universal, libre de hipocresía y canon pero absoluto? Varios de estos artistas encontraron su respuesta en una forma de lo primitivo que era más un ambiente que un estilo distinto: una amplia gama de imágenes y títulos que evocaban menos el arte tribal que los orígenes de la historia natural y humana (Varnedoe 1984, 615; trad. del autor).
Nos parece importante decir también que en varios casos las referencias o aparentes motivos de inspiración no se hacen explícitos en la propia obra, y hasta se recurre al título para crear un clima de sugestión para el espectador. Pensamos, por caso, en el abstracto The Beginning (1946) de Barnett Newman: en la catalogación realizada por el Art Institute of Chicago, institución propietaria de la obra, se alude a “una especie de niebla primordial” y se afirma que, “aunque sus obras parecen centrarse en gran medida en las cualidades formales de la pintura, insistió en que poseían un significado simbólico. Este significado nunca fue explícito, pero a menudo aludió a él en los títulos de sus obras, como con The Beginning”.1 O también en Genetic Moment (1947), el cual tampoco presentaba referencias explícitas a lo arcaico sino “ambientaciones” primitivistas, sugestiones, evocaciones (fig. 2).
No es menor, para nuestro recorrido, el hecho de que Barnett Newman hubiera organizado en 1944 la exposición Pre-Columbian Stone Sculpture en la neoyorquina Wakefield Gallery. En 1947 prologaría el catálogo de otra exhibición en la misma ciudad, The Ideographic Picture, en la Betty Parsons Gallery, en la que él mismo participaba junto a Hans Hofmann, Pietro Lazzari, Boris Margo, Ad Reinhardt, Mark Rothko, Theodoros Stamos y Clifford Still. Afirmaba en esas líneas de presentación, refiriéndose a los artistas kwakiutl, de la actual Canadá y las formas abstractas que utilizaban,
todo su lenguaje plástico, estaba dirigido por una voluntad ritualista de comprensión metafísica… Para él, una forma era algo vivo, un vehículo para un pensamiento-complejo abstracto, un portador de los sentimientos asombrosos que sentía ante el terror de lo incognoscible. La forma abstracta era, por lo tanto, más real que una “abstracción” formal de un hecho visual, con su insinuación de una naturaleza ya conocida. Tampoco fue una ilusión purista con su sobrecarga de trucos pseudocientíficos (Newman 1947; trad. del autor).
Dentro de los avances historiográficos producidos en el seno del arte latinoamericano en las últimas décadas, y de manera concreta en el ámbito de las corrientes abstractas, es indudable la fortuna alcanzada por las vertientes geométricas, y en especial las producciones de los países de la costa atlántica (Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela especialmente). En ello mucho tuvo que ver la continua promoción, a nivel internacional, de colecciones privadas caracterizadas por dichas tendencias, y en especial la de Patricia Phelps de Cisneros, quien realizó una ingente labor para instaurarlas como referente del subcontinente.
Por contrapartida, otra vertiente de la abstracción americana, la que se dio por denominar “abstracción lírica”, más vinculada al color y por veces con un fuerte componente de sugestión precolombina, representa, a la vista de los resultados alcanzados por la abstracción geométrica, un rescate aún pendiente a nivel continental, más en la praxis expositiva que en la estrictamente teórica y académica, en la que sobresale el amplio estudio de la historiadora del arte alemana Isabel Rith-Magni publicado en 1994 justamente bajo el título Ancestralismo, libro editado en alemán y del cual está aún pendiente una necesaria traducción al castellano (véase también Rith-Magni 2023). Consideramos que la mencionada postergación es producto no de la indudable calidad y cantidad de propuestas originales hechas en dicha línea, sino más bien de ausencia de estrategias de difusión y puesta en valor similares a las que sí gozaron las propuestas geométricas.
A menudo, ha prevalecido una postura de carácter geográfico, en el cual la abstracción geométrica se vincula al ámbito atlántico, mientras que la abstracción lírica, y más en su vertiente ancestralista, queda vinculada a la costa del Pacífico. Esta división responde, en líneas generales, al concepto establecido por la crítica Marta Traba al hablar de “áreas abiertas” y “áreas cerradas”, respectivamente (Traba 1973, 36-37). Si bien existieron visos de razón en este determinismo, no es menos cierto que la abstracción lírica tuvo numerosos y destacados cultores en los países atlánticos, como asimismo la abstracción geométrica los tuvo en la región andina, si bien es cierto que se hizo evidente algo más tardíamente, y en especial en los años 50, coincidiendo con la celebración de las bienales de São Paulo, evento que supo acogerlos con frecuencia.
Cuando hablamos de “abstracción lírica”, una de las primeras referencias que nos salta a la vista es la obra del mexicano Rufino Tamayo, protagonista central en la tarea de girar el eje directriz del arte mexicano desde los dictámenes del muralismo hacia otras vías. A partir de los años 40, Tamayo se enfrentó a esos condicionantes y a los intentos de descrédito, y comenzó a desandar un trayecto en donde el color alcanzó puntos culminantes, con mucho de aquel espíritu ancestral que había absorbido entre 1921 y 1926 cuando se dedicó de lleno a hacer dibujos de arte popular y sobre piezas prehispánicas, mientras ejercía de jefe del Departamento de Dibujo Etnográfico del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía (para este tema, véase Medina 1994). La obra de Tamayo y su magisterio representa pues, una de las sendas ineludibles de análisis.
Al hablar de ancestralismos (en casos se ha hablado de “abstraccionismo telúrico”), es menester referirse a la capacidad de los artistas, a través de su obra, de “ancestralizar” la vida contemporánea –o de “contemporanizar” lo ancestral–: el artista va hacia atrás, recupera el pasado y desde allí se reincorpora al presente anexando signos del mundo en que vive, símbolos de su época, como hicieron en las retículas de sus estructuras constructivistas Joaquín Torres García y sus discípulos. Podemos señalar, aún en clave figurativa, a La vuelta a Francia (1954), colorista representación de la famosa carrera ciclista realizada por el mexicano Juan Soriano, o a Telefonitis (1957), obra en la que Rufino Tamayo hace confluir lo ancestral con la referencia al ya tecnologizado mundo de esos años, retratando a su mujer Olga en plena (y larga) conversación telefónica.
Tras la senda marcada por Tamayo, fueron numerosos los artistas que se iniciarían en vías similares. Desarrollaron lenguajes propios, aunque teniendo presentes horizontes informalistas foráneos como ciertas vertientes del expresionismo abstracto estadounidense o diversas ramificaciones de lo que Michel Tapié denominó en Francia Art Autre, moviéndose entre herencias del automatismo surrealista y poderosas texturas matéricas. Serían considerados figuras esenciales en el arte de sus países: Fernando de Szyszlo, Armando Villegas, Tilsa Tsuchiya, Luis Arias Vera, Gerardo Chávez o Alberto Dávila en Perú, María Luisa Pacheco (fig. 3), Alfredo da Silva y Oscar Pantoja en Bolivia, Elmar Rojas y Rodolfo Abularach en Guatemala, Humberto Jaimes o Maruja Rolando en Venezuela, Ben Shahn en Estados Unidos, Jaime Romano en Puerto Rico, Eudoro Silvera en Panamá, Antonio Seguí en la Argentina, Jorge Páez Vilaró (fig. 4) en Uruguay y una interminable letanía de nombres.
La abstracción expresionista e informalista, atrajo la atención de diversos artistas, que sentían la posibilidad de orquestar una nueva poesía, de expresar sensaciones antes que hechos concretos, entusiasmados por la posibilidad de crear signos, símbolos, jugar con el color. Más interesados por la intuición que por la racionalidad (Pini 1998-1999, 106).
Pintores como Szyszlo persiguen como meta, alcanzándola, superar disyuntivas complejas como es la de lograr un equilibrio entre los compromisos nacionales y locales, a la vez que insertarse en dinámicas estéticas internacionales que les permitan una proyección mayor. Alfonso Castrillón Vizcarra, hablando de la participación peruana en la VI Bienal de São Paulo en 1961, envío conformado mayoritariamente por abstractos, no dudaba en aseverar: “Desde entonces, la pintura peruana entró en el circuito universalista, pero también al terreno peligroso del facilismo y la improvisación, perdió originalidad, se distanció del público y constituyó una larga cola de adocenamientos y epigonías, salvo honrosas excepciones” (Castrillón Vizcarra 2002, 50).
Esta situación de declive denunciada por Alfonso Castrillón provocaría un decidido cambio de postura por parte de quien sería uno de los más renombrados críticos de arte en Perú, Juan Acha, lo cual fue advertido tempranamente por Juan Manuel Ugarte Eléspuru (1970, 111), quien, aludiendo a una primera etapa en la que Acha defendía “una posición mágico-telúrica, reclamando para la pintura la obligación de expresar un mensaje de significados ancestrales”, pasaría más adelante, y tras varios viajes al extranjero, “hacia un planteamiento decididamente universalista, negador apasionado de la localidad como expresión y propugnador, con el mismo apasionamiento, de la universalidad como solución” (Ugarte Eléspuru 1970, 111).
adelante, y tras varios viajes al extranjero, “hacia un planteamiento decididamente universalista, negador apasionado de la localidad como expresión y propugnador, con el mismo apasionamiento, de la universalidad como solución” (Ugarte Eléspuru 1970, 111).
“Lo ancestral” se inmiscuirá sutilmente en el contexto de la abstracción. Sus testimonios se movieron entre lo explícito y la sugestión; en esta última, aunque suene simplista, a veces es el título el que decanta la obra hacia el contexto de lo ancestral, casi al punto de poder afirmar que el rótulo se erige en una decisión, por parte del artista, de filiación voluntaria respecto del pasado. No se trata de citas explícitas a lo precolombino, sino de crear una atmósfera ancestral. El artista abstracto, al añadirle a su obra un título con significación, implícitamente lo está dotando de un cierto grado de narrativa, de una mínima referencia a la cual el espectador puede amarrarse para darle un mayor sentido a su percepción sensible, tal como habíamos analizado respecto de algunas obras de Barnett Newman y sus congéneres en Estados Unidos. El artista, pues, a través del título, orienta la sensibilidad del público y cumple con aquello que Alfonso Castrillón Vizcarra define como “la voluntad de significar”.
Fernando de Szyszlo (fig. 5), por caso, inspirado por José María Arguedas, comenzó hacia finales de los 50 a nombrar sus composiciones con títulos ancestralistas –sobre todo quechuas–, lo que haría también a principios de la década siguiente la boliviana María Luisa Pacheco. Leamos a Sergio Magni:
La relación título-obra no es claramente unívoca. Nunca es el significado concreto de la palabra lo que le interesa a Szyszlo. Por el contrario, para evitar una identificación mecánica con el objeto pintado, él escoge conscientemente títulos nada precisos, que tienen función solamente alusiva y no descriptiva. El título crea una atmósfera que predispone al observador a interpretar configuraciones de colores como signos culturales (Magni 1998, 242).
Son varias las obras abstractas que explicitan, a través del título, su filiación con lo arcaico. Hay otras muchas que estéticamente podrían insertarse dentro de este marco ancestralista pero que recurren a títulos que evocan otros temas o contextos (por ejemplo asuntos urbanos, como sucede –por poner un caso– con el puertorriqueño Rafael Ferrer a mediados de los años 60), lo cual, en cierta manera, podríamos caracterizar como un proceso de ancestralización de lo contemporáneo. En esos años que van desde finales de los 50 y los primeros años de los 60 son muy habituales títulos tan abstractos y antinarrativos como Pintura 115, Muro XI, Personaje Nº 3, Figuración 22, Ritmo Nº 7, Composición, Espacio Nº 4, Summa IX, o directamente el más utilizado de todos: Sin título. Otros –y recuerdo el caso del chileno Jaime González– recurren para titular a sus obras a la fecha de realización: 16 septiembre 1962. Lo que sí está claro es que en muchos casos nos encontramos ante obras cuyos significados, desde lo relativo, son difusos.
Además de lo más o menos explícito que pueden ser los títulos puestos a las obras por los artistas, es importante tener también en cuenta los pensamientos por ellos expresados, como asimismo la crítica y/o la teoría que acompaña a sus creaciones en los catálogos y las notas de prensa de la época. Al hilo de esto, hay obras que, de no mediar un título que especifique el interés del artista por vincularse a lo ancestral, podrían no ser consideradas como tales. Pondré un caso: en 1963, Fernando De Szyszlo decide titular a una de sus obras abstractas Kanaykuta Chinkay Chaki (Nuestra errabunda vida), texto tomado de la anónima elegía a la muerte del inca Atahualpa, a partir de la cual elaboró otros lienzos expuestos ese año en Lima. La no utilización de la lengua quechua en el título quizá hubiera sido suficiente motivo para apartarlas, de una manera estricta, de rumbos ancestralistas.
Valga lo expresado por el artista argentino Alberto Delmonte:
Si uno intenta una explicación exhaustiva corre el riesgo de descorrer el velo que cubre la sugerencia poética contenida en el símbolo y así el significado destruye la metáfora. [...]. Hay que dejar abierta la posibilidad de que el espectador les dé su propia interpretación (Robles 1998, 43).
En lo que atañe a esas fronteras difusas con las que nos enfrentamos, hay que tener en cuenta que el ancestralismo no se expresa únicamente a través de herencias precolombinas o productos culturales concretos de raíz indígena, sino que es un marco en el que se mueven aspectos de la naturaleza vinculados a las creencias y a lo espiritual, en línea confluyente con varias de las pautas del surrealismo: lo cósmico, lo terrenal, las profundidades del mar, los animales míticos, lo totémico, los paisajes interiores, hasta los muros corrompidos por el paso del tiempo. Los artistas abstractos recurren con frecuencia a esas referencias para expresar sus vínculos raigales a lo propio.
A la luz de todas las referencias reunidas y analizadas en el proceso de redacción de este ensayo, advertimos claramente que el “ancestralismo” (o su plural, los “ancestralismos”) debe lidiar, como tantas otras expresiones, con el problema de las etiquetas. Lo que queda claro también es que el “ancestralismo” es más un concepto que un género plástico: desde esta última perspectiva, se vale del expresionismo abstracto, del informalismo y hasta de otras variables como, por caso, algunas propuestas de artistas ecuatorianos que, en su acción, insertan, a modo de collage, objetos tomados directamente de la cultura popular, como muñecos, plumas, cintas o cascabeles, reforzando ese carácter identitario a través de la acentuación de las texturas. También esa insistencia en lo matérico –y así lo certificaba Marta Traba en alguna de sus intervenciones sobre pintura abstracta en la televisión colombiana– era una seña de identidad en varios artistas centroamericanos, debida cuenta de la tradición que en esos países tenían no únicamente las culturas indígenas per se, sino especialmente las manualidades, la presencia de elementos artesanales en la vida diaria, que rápidamente pasarían a engrosar los collages abstractos.
A finales de los 50 y principios de los 60, en pleno auge del gestualismo abstracto, estas producciones alcanzarían un plano de consideración que más adelante se desvanecería en cierta manera como discurso historiográfico. Nada más hay que recordar la sensible presencia de artistas involucrados en estas tendencias en las monografías por países de la serie Art in Latin America Today publicada en esos años por la Union Panamericana en Washington, o las referencias abundantes en el Boletín de Artes Visuales (1956-1973) editado por la misma institución bajo la dirección del cubano José Gómez Sicre.
Indudablemente, el estímulo a la abstracción lírica propiciada por Gómez Sicre desde Washington comportaba una acción con marcado trasfondo político, como parte de una operación desde Estados Unidos para generar adeptos continentales al expresionismo abstracto. Gómez Sicre fue sumando cómplices, como la crítica argentino-colombiana Marta Traba o artistas como Fernando de Szyszlo y el mexicano José Luis Cuevas (para estos temas, véase Fox 2016). La estrategia se cimentaba en la idea de una inserción en la “modernidad internacional” con una propuesta distintiva consistente en elaborar un discurso autoctonista que pudiese fungir como una (tibia) suerte de resistencia al impacto de penetración cultural desde Estados Unidos. Sicre se había manifestado abiertamente contra el arte folclorizado, el muralismo mexicano, el realismo social y diversas vertientes indigenistas, a la par que apoyaba, desde lo estético, un informalismo que había sido tendencia hegemónica, además de santo y seña, en el país del norte. En realidad, aún en “lo distintivo” hay, pues, muchas claves que determinan escenarios estéticos comunes con Estados Unidos, por lo que en realidad se trató de una tensión de fuerzas confluyentes a la vez que descentralizadas.
Haciendo recuento, en cierta medida podríamos establecer un proceso de figuraciones precolombinistas-ancestralistas-arcaístas que en los 40 va transitando hacia abstracciones sugestivas, alcanzando el clímax en el cambio de décadas 50-60, para luego ir de a poco haciendo emerger nuevas figuraciones desde su propia matriz. Esta, a finales de los 50, se vio caracterizada por un furor por lo matérico, muy en sintonía con –por ejemplo– las coetáneas combine paintings que Robert Rauschenberg venía produciendo en Estados Unidos: en el informalismo latinoamericano reaparece en esos años la práctica del collage –ahora bajo la más usual denominación de “ensamblaje”– en la cual se suman al soporte todo tipo de objetos: maderas, metales, redes, sogas, etc., determinando una clara inclinación hacia la tercera dimensión, a veces derivando directamente en lo escultórico.
Con el Informalismo, pues, se produce una multiplicación del concepto de “técnica mixta”, como término unificador para un amplio conglomerado de expresiones matéricas, a través de la que se expresan sus características más salientes: el caos, la destrucción, lo gestual, las tonalidades oscuras (vehículo para el misterio) y, de a poco, ese retorno a sutiles figuraciones que emergen de ese caos.
Contemporánea en tiempos fue la amplia exposición Arte de América y España (1963), llevada a cabo en el Palacio de Velázquez, en el Retiro madrileño, y organizada por el Instituto de Cultura Hispánica, en la que convergieron los intereses del comisario español Luis González Robles con los del propio Gómez Sicre. La misma se caracterizó mayoritariamente por la concurrencia de obras informalistas producidas a ambos lados del Atlántico. No está de más recordar que para ese entonces una serie de exposiciones españolas circulantes por algunos países americanos habían dejado profunda huella en la praxis de artistas locales, como se apreció por caso en el ámbito rioplatense tras las muestras Espacio y color en la pintura española de hoy que, bajo la curaduría de González Robles, se exhibió en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires en 1960, o, más aún, la individual de Antoni Tàpies, organizada por el Instituto Di Tella en dicho museo al año siguiente. El arte abstracto, matérico y sígnico de artistas catalanes como Tàpies o Modest Cuixart, quien había recibido el primer premio en la Bienal de São Paulo de 1959, dejó, pues, una fuerte impronta, la cual nos fue confirmada en recientes entrevistas personales por artistas activos en esos años como el uruguayo José Gamarra o el argentino César Paternosto.
Navegando estéticamente entre geometría, color, realismos y surrealismos, otros escenarios los conforman un conjunto de autores y obras a los que podríamos compendiar dentro de una línea simbólica, en la que el signo alcanza un papel determinante. Este, al igual que otros ámbitos, está solamente en ciernes y aún aguarda análisis particularizados para establecer constantes y singularidades. Podemos aquí citar un puñado de creadores, como el caso del chileno Roberto Matta y las derivaciones de sus propuestas surrealistas hasta dar con series como su Verbo América (décadas de 1980 y 1990), de claros tintes prehispanistas. Leónidas Gambartes en la Argentina, José Gamarra en Uruguay, Judith Márquez y Manuel Hernández en Colombia, Aníbal Villacís y Enrique Tábara (fig. 6) en Ecuador, Vicente Rojo, Manuel Felguérez o Rodolfo Nieto en México, Paul Giudicelli y Fernando Peña Defilló en Santo Domingo, integran un ingente repertorio plausible de incrementarse y de brindar conclusiones acerca de esa presencia del signo prehispánico en la contemporaneidad, en tanto continuidad de un proceso que había tenido puntos culminantes en el Taller Torres García primero y luego en los arcaístas estadounidenses de los años 40.
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Fecha de recepción: 21.11.2022
Versión reelaborada: 10.04.2024
Fecha de aceptación: 11.06.2024
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Iberoamericana, XXIV, 87 (2024), 81-103