DOI: 10.18441/ibam.24.2024.87.105-127
Renata Ribeiro dos Santos
Universidad de Oviedo, España
ribeirorenata@uniovi.es
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-2008-1579
Se atribuye al pueblo misak, que habita en la actualidad mayoritariamente el Departamento del Cauca en el sur de Colombia, la insignia “Recuperar la tierra para recuperarlo todo”. Para Luis Alberto Tumiñá Ussa, en este lema “todo, es recuperar el territorio, fortalecer la lengua materna, las costumbres, los cultivos, todo el ser misak” (2017, 18). Esta comprensión del territorio como elemento indisoluble en la conformación cultural es índice para reflexionar sobre la formación y pervivencia de las comunidades originarias. La reivindicación de estos territorios –y de las territorialidades que son moldeadas a través de ellos– viene configurándose como estrategia de reconocimiento y de legitimidad para las identidades originarias e indígenas. Desde la producción cultural, artistas de diversas procedencias invocan en sus creaciones estos territorios y territorialidades como estrategia de legitimación identitaria, pero también como una apuesta por la desjerarquización de conocimientos de los saberes autóctonos conviviendo yuxtapuestos y en permanente fricción con la epistemología hegemónica. La cristalización de este pensamiento fronterizo (Mignolo 2015) alimenta prácticas artísticas que desplazan o redefinen conceptos y temáticas como, por ejemplo, la mirada foránea de la construcción del paisaje, hacia una redefinición crítica a partir de la incorporación de prácticas y cosmologías de los sujetos no hegemónicos.
En las investigaciones propuestas por la Historia del Arte se suele utilizar como sinónimos y de manera muchas veces indiscriminada, los términos paisaje, espacio y lugar incluyendo, más recientemente, el concepto de territorio. Apoyándose en la necesidad de un reconocimiento de las dimensiones teóricas y metodológicas que se esconden detrás del empleo de terminología de uso normalizado, es fundamental delimitar y reflexionar sobre el concepto de territorio que será manejado a lo largo de este escrito. Estratégicamente se ha optado por territorio frente a su aparente homólogo paisaje, pese a que este último es más frecuentemente utilizado en los escritos referentes al arte.
Definir el término paisaje resulta una tarea bastante compleja debido, entre otros motivos, al enorme abanico de connotaciones que recibe el vocablo en el uso cotidiano. Es innegable que en su definición la imagen y la representación reciben una significativa importancia (Rivasplata Varillas 2020). Más que eso, para Cresswell (2008) el paisaje se configura como una “intensiva idea visual” (en Ramírez Velázquez y López Levi 2015: 65), probablemente deudora de su posible origen en el seno de la práctica artística. En este sentido, resulta muy significativo mencionar que el concepto paisaje probablemente nació en las disciplinas artísticas y desde aquí migró hacia la geografía y a otros ámbitos de las humanidades, ciencias sociales o de las ciencias que, además de abocarse a su estudio, han desarrollado su propia definición del término (Zubelzu Mínguez y Allende Álvarez 2015). Hecho que no hace más que confirmar el laberinto de posibilidades encontradas al intentar definirla.
La polisemia del concepto no se da solamente en virtud de la materia que lo utiliza, sino también del momento histórico donde se plantea. Dentro del recorrido cronológico de la Historia del Arte hegemónica se suele situar el esplendor de la representación del paisaje en la pintura del Romanticismo del xviii, desarrollándose en el siglo posterior a través de nuevas formas de pensamiento que se reflejarían en las representaciones de paisajes creadas por artistas del Realismo, Naturalismo e Impresionismo. Y fue justamente en medio de esta vorágine creativa cuando el concepto de paisaje fue insertado en la geografía definiéndose “como una categoría que conjunta y devela elementos naturales y humanos” (Ramírez Velázquez y López Levis 2015, 85). La conceptualización del paisaje siguió su evolución a la par con el propio desarrollo del campo de estudios de la geografía, llegando al siglo xx como una de las ideas que vertebra el conocimiento que aúna la dimensión física y social.
Diversos estudios, como los planteados por las investigadoras Ramírez Velázquez y López Levi (2015) reconocen que a partir de mediados del siglo xx se inauguró una nueva manera de entender espacio y naturaleza que se estructura de forma correlacional a un diferente concepto de la transformación social. En la época moderna el tiempo era considerado como máximo promotor del cambio social y, por consecuencia, del cambio histórico, mientras que espacio y naturaleza se tenían como dos elementos marginales y estáticos. La comprensión de espacio y naturaleza como detenidos, como elementos pasivos, se refleja en la forma en que tradicionalmente se ha representado el paisaje: expresión de lo sublime, pasible de impactar en lo sensible social, pero que, en su dimensión tangible solamente puede ser modificada por la sociedad, sin reconocerse su posible capacidad modificadora.
Esta forma de entender la relación entre espacio, tiempo y sociedad ha variado en décadas más recientes hacia la comprensión del espacio como codependiente del tiempo, reconociendo el carácter híbrido e históricamente mutable del territorio que lo aleja de su supuesta ahistoricidad. Immanuel Wallerstein, en la introducción de su conocida compilación sobre las ciencias sociales en el siglo xix destaca que “El acento en el progreso y la política de organización del cambio social dio una importancia básica a la dimensión temporal de la existencia social, pero dejó la dimensión espacial en un limbo incierto” (1996, 29). De esto se desprende la necesidad de complejizar la idea de espacio/ lugar/ paisaje, aunándola con las dimensiones temporal y social que desembocaron en la adopción de la noción de territorio.
El concepto de territorio desarrollado por las disciplinas de las ciencias sociales a partir de la década de 1970, precisa que “no puede existir comportamiento social sin territorio y, en consecuencia, no puede existir un grupo social sin territorio” (Mazurek 2006, 41). Tomando este punto de partida, Ramírez Velázquez y López Levi recurren a diversas definiciones de diccionarios geográficos y concluyen que el término territorio puede ser conceptualizado como “una porción de la superficie terrestre, delimitada y apropiada” (2015, 129). En esta definición es de vital importancia la noción de apropiación pues
vincula la sociedad con la tierra y por supuesto a la naturaleza, pero no desde su apariencia o representación, sino desde su apropiación, uso o transformación y alude tanto a una perspectiva política, como a una cultural (Ramírez Velázquez y López Levi 2015, 130).
Entonces, la cualidad de espacio apropiado que posee el territorio es un factor determinante para distanciarlo de la noción de paisaje vinculada a la imagen y a la representación. Ampliando la noción de apropiación, Hubert Mazurek (2006) indica que la concepción misma del territorio está basada en un proceso de apropiación capaz de construir una identidad en determinado espacio físico. Esta asimilación se reflejará en la creación de elementos simbólicos que lo definen, como puede ser la delimitación de fronteras o elementos indefinidos o intangibles que sirvan para su reconocimiento como, por ejemplo, los que construyen el territorio de la comunidad gitana (Mazurek 2006). Sumado a esto, otra de las características intrínsecas al territorio es su carácter dinámico que “muestra, a través de los múltiples signos acumulados, su evolución y, con ella, la del grupo social que lo ha ido construyendo” (Rivasplata Varillas 2020, 59). Se configura como una acumulación de historias, donde los sedimentos depositados por los actores pretéritos ayudan a establecer el presente y el futuro de los pueblos que lo habitan.
Finalmente, y simplificándolo para las dimensiones y necesidades de este escrito, el concepto territorio plantea una relación simbiótica con el cuerpo social, donde los dos elementos son al mismo tiempo agentes y receptores: son modelados, intervenidos, delimitados física y simbólicamente de manera cruzada.
En América Latina, territorio desde y para el cual se realiza esta reflexión, el concepto comienza a ser revisado en la década de 1970 por geógrafos y sociólogos y, a partir de los años 80, su uso será adoptado ampliamente, sobre todo por sociólogos y urbanistas. Fue en esas décadas finales del siglo xx, escenario de eclosión de diferentes pensamientos críticos que problematizaron la construcción de una jerarquía epistemológica hegemónica, cuando también la geografía miró hacia los saberes de los pueblos originarios de América Latina para replantear las nociones abstractas de espacio y lugar que no concordaban con la manera en las que esas comunidades comprendían y comprenden el locus. Al revisar cómo esos pueblos se relacionan y entienden el lugar donde habitan se rebate la contraposición entre naturaleza y sociedad sobre la cual se habían estructurado las disciplinas –ciencias humanas versus ciencias naturales– en el conocimiento occidental (Porto Gonçalves 2015, 243), haciendo un giro hacia la concepción de una identidad territorial que se forma a partir de
una tierra que se apropia comunalmente a partir del uso y transformación de los recursos que ahí se encuentran, y que tiene una dimensión en donde se arraiga lo material de la naturaleza, la cultura que se crea por la identidad que tienen con ese entorno y por el simbolismo que tiene a partir de su reproducción (Porto Gonçalves en Ramírez Velázquez y López Levi 2015, 149).
Estas reflexiones que fusionan sujeto social y naturaleza, también tienen en cuenta la cosmología de los diferentes grupos humanos y cómo esta es un elemento determinante para la construcción y articulación simbólica de sus territorios. Esto lleva a la concepción de territorio como un conjunto indisoluble que contiene y fusiona los elementos naturaleza, sujeto y cosmovisión, posicionándoles en un mismo nivel jerárquico. Más que esto, esta concepción legitima la lucha y el derecho por esos territorios como forma misma de mantener o revindicar civilizaciones y etnias que históricamente fueron sometidas, desplazadas o borradas; como lo sitúa el geógrafo brasileño Carlos Walter Porto Gonçalves:
A luta que los camponeses e os povos originários vêm travando adquire um sentido mais amplo e diz respeito a toda a humanidade e aos destinos da vida no planeta não só por suas lutas históricas contra a desterritorialização/expropriação, mas também pela defesa das culturas em sua diversidade, posto que suas lutas implicam a defesa das condições naturais de existência com as quais desenvolveram valores que emprestam sentidos a suas práticas, […] (2011, 48).
Asumir esta conceptualización de territorio acarrea la adopción de otro significado relacionado con las formas identitarias comunales que se forjan intrínsecamente anudadas por la tríade naturaleza-sujetos-cosmovisión. En este sentido, en el prólogo a la edición en castellano del antes citado libro de Carlos W. Porto Gonçalves, Enrique Leff plantea que
el territorio es lugar porque allí arraiga una identidad la que se enlaza con lo real, lo imaginario y lo simbólico. El ser cultural elabora su identidad construyendo un territorio haciéndolo su morada. Las culturas, al significar a la naturaleza con la palabra, la convierten en acto: al irla nombrando, van construyendo territorialidades a través de prácticas culturales de apropiación y manejo de la naturaleza (2001, IX).
Por lo tanto, podría concebirse la territorialidad como identidad comunal configurada por el territorio. Más allá de los límites físicos de un espacio específico, la territorialidad da cuenta de las múltiples y diferentes formas que adoptan los grupos humanos –atravesados por su cosmovisión– para apropiarse de esos lugares. Entre tanto, también es necesario tener presente como variable para el análisis que, dentro de un misma comunidad humana y territorio, pueden construirse diferentes territorialidades como expresión de la diversidad de sujetos que lo conforman.
Sin la intención enciclopédica de listar o agotar los casos de estudio recopilados a lo largo de los últimos años, lo que se pretende en las siguientes páginas es generar una especie de atlas relacional para reflexionar sobre una serie de obras creadas por artistas procedentes de diferentes territorialidades latinoamericanas y foráneas que, desde finales de los años 1970, ubican en el centro de sus discursos el territorio y las territorialidades originarias –entendidas a partir de las reflexiones y conceptualizaciones del apartado anterior–. Las obras no representan el entorno natural de las culturas originarias, no son paisajes. Son piezas que hablan de cómo esos grupos culturales solamente pueden ser comprendidos globalmente cuando fusionados con el territorio: cuando son territorializados. Para articular esos nudos que construyen la trama de las territorialidades, se han definido dos grandes ejes –formas de habitar y territorialidades sagradas y rituales– en donde las obras seleccionadas orbitan y generan nuevas conexiones.
Algunas de las propuestas artísticas realizadas a partir de la segunda mitad del siglo xx comparten determinadas características y, probablemente, fueron las primeras iniciativas operadas dentro de escenarios institucionalizados del arte que reivindicaron las territorialidades originarias de manera consciente aunque, en la mayoría de las veces, a partir de procesos de búsquedas personales o artísticas que encontraron en esas otras territorialidades nuevas posibilidades para el quehacer artístico. Al mismo tiempo, mantienen cierto carácter residual etnográfico de bucear en realidades poco familiares y construir, bajo su voz, la legitimación de esos discursos. Otra de las características comunes a esas obras seminales es que irrumpen o se estructuran a partir de viajes.
Retrocediendo en el tiempo, podríamos situar como un hito inicial de los procesos viajeros, los trece años de desplazamiento del periodo americano de Jorge Oteiza de 1935 a 1948. El guipuzcoano emprende su viaje impulsado por el deseo de estudiar las culturas precolombinas, lo que le llevará a diversos países hasta recabar en Colombia, donde visitó los yacimientos arqueológicos de San Agustín. Fue en este territorio donde confirmó su previa advertencia de que las culturas originarias poseen una “común visión trascedente en la aproximación al entorno natural y en las que trata de descubrir las verdaderas raíces del arte” (Álvarez 2003, 20). Las diversas impresiones y reflexiones sobre escultura y espacio que Oteiza recogió en su largo viaje sirvieron de cementación para su libro Interpretación estética de la estatuaria megalítica americana publicado en España en 1952.
Algunas de las propuestas de land art producidas en Estados Unidos desde los 60, obtuvieron herramientas de experiencias directas con el territorio originario para reestructurar el espacio en el arte contemporáneo. En este sentido, algunos ejemplos ya bastante conocidos son “Incidents of Mirror-Travel in the Yucatan”, acción de Robert Smithson que salía a la luz en las páginas de ArtForum en 1969; o la experiencia de Robert Morris en Nasca, publicada como “Aligned with Nazca” en la misma revista en 1975.
Otro viaje, realizado también a finales de la década de los 60 por el artista colombiano Jonier Marín, sería el impulso para la realización en 1976 de Amazonia Report en la Pinacoteca de São Paulo. Aquella muestra, de acuerdo con la opinión del artista (Marín 2017) que ha sido reforzada por investigaciones posteriores (Vieira Costa 2022), fue la primera que trataba la Amazonia globalmente, uniendo aspectos artísticos, sociológicos y etnográficos, incidiendo en cuestiones críticas como la deforestación y su impacto social, aunque tibiamente, si se analiza desde las urgencias actuales.
De la misma forma, un viaje a la Amazonia, o más bien una estancia amazónica, sería el detonante en 1978 del vídeo The Abandoned Shabono (28:30 min) realizado por el artista Juan Downey. Producido en el segundo ciclo de viajes por América Latina del chileno radicado Estados Unidos, The Abandoned… presenta un montaje de imágenes tomadas por el artista mientras convivió con la población yanomami que habita el territorio amazónico en el actual límite fronterizo entre Brasil y Venezuela. Las imágenes –que se alternan con las de una supuesta entrevista televisiva entre Downey y el antropólogo Jacques Lizot– evidencian el interés del primero por la interrelación de la arquitectura con los sistemas sociales y la cosmogonía. Las tomas intercalan imágenes del shabono –la vivienda circular comunal– con otras formas circulares similares como el corte de pelo adoptado por los yanomamis, claros en la floresta o agujeros en el tejado de paja; realizando una intersección entre su arquitectura con la cosmogonía y el orden social. Downey entiende que el espacio arquitectónico funciona para los yanomamis como una fuerza que regulariza su organización social y que, a su vez, es tomada del medio natural: “El tejido de la sociedad Yanomani es a menudo circular, en cuanto a lineaje [sic] al mismo tiempo ellos conciben el universo como un disco, de manera que la vivienda circular es un paradigma que se desplaza entre dos polos: la urdimbre social y la cosmología” (Downey 1982, 8).
Como advierten investigaciones recientes, pese a que el acercamiento de Downey hacia los yanomamis se debe en gran medida a su autodeseo de reconocerse o identificarse con raíces americanas ancestrales –buscando para ello al grupo “más primitivo”–, su accidentado acercamiento antropológico le hace identificar un aspecto singular en la construcción de la territorialidad yanomami: su impermanencia (Carneiro da Cunha y Vilalta 2014) que se refleja en su alta movilidad territorial. El shabono después de algún tiempo de uso es abandonado por el grupo cuando decide afincarse en otro espacio. A pesar de que suele poseer grandes dimensiones, inevitablemente, será recuperado por la floresta en un período de tiempo relativamente corto. Para Carneiro da Cunha y Vilalta este hecho se configura como una percepción original de Downey, pues
the Yanomami are masters in the art of impermanence. Their dead are to be forgotten, their names not to be uttered. Their flesh is left to rot away, their bones are carefully burned and their ashes, mixed in a plantain porridge, are swallowed by their close relatives. Only the living are to live (2014, 36).
La estructura circular del shabono es el elemento principal de algunos de los dibujo-imagen de Joseca Yanomami –artista nacido en la región del Demini, parte de la Tierra Indígena Yanomami–, que en 2022 se presentaron en su primera muestra individual, organizada por el Museu de Arte de São Paulo (MASP). El título elegido para la exposición de los 93 dibujos –Kami yamakɨ urihipë, Nossa terra-floresta– Nuestra tierra-floresta en castellano, cobra protagonismo en el análisis de la reivindicación de las territorialidades originarias en las representaciones del arte contemporáneo. David Kopenawa, líder y portavoz yanomami, explica que lo que llamamos “‘natureza’ é, em nossa língua, urihi a, a terra-floresta” (en Albert y Mililiken 2009, 8). Uhiri a para el pueblo yanomami se refiere a la floresta, pero también a toda la superficie que ella ocupa –de ahí, tierra-floresta–, cuyos límites serían todo el plano terrestre (Benfica Senra 2021). La impermanencia de la territorialidad yanomami es patente en la forma ampliada como concibe el espacio fluido donde habita y genera relaciones. Denota asimismo que su concepción de naturaleza no es inerte, se inserta en una relación dinámica de intercambios y fusiones entre humanos y no humanos: “O que chamamos urihinari a é o espírito da floresta, […]. Esses espíritos são muito numerosos e brincam no seu chão. Nós os chamamos também urihi a, ‘natureza’ […]” (Kopenawa en Albert y Mililiken 2009, 9).
Los dibujos de Joseca Yanomami condensan la cosmovisión yanomami en una especie de trabajo de traducción al papel de los relatos contados por los chamanes. En un dibujo firmado en 2011 se puede ver claramente representado el shabono desde una vista superior, rodeado de un espacio verde repleto de distintos trazos que recuerdan arbustos, árboles y palmeras. En el centro del shabono aparecen cuatro figuras humanas orientadas hacia la misma dirección y cuatro caminos salen hacia direcciones opuestas desde la vivienda comunal, indicando puertas específicas para la caza, la agricultura, los invitados y, la última, para los foráneos (fig. 1). La descripción que acompaña la obra –rasgo común en los dibujos de Joseca– dice lo siguiente: “Prahai hamë, ai thë urihi thëri thëpëni- kami Watoriki- thëri wamareki- pree xapiri ithomai-ihe, yanomae yamaki utupë. Pree ithomai- Praukuhe yaropë xiro xapiri ithoimi komi kutarenaha thëpë xapiri ithu”, cuya traducción sería: “En un lugar distante, en una tierra donde viven otras personas, los nuestros xapiri de los chamanes del Watoriki también bajan. Las imágenes de las personas también bajan por toda parte. Apenas los espíritus de los animales no bajan, todos los espíritus, de todos los seres bajan”. De acuerdo con los comisarios de la muestra paulistana (MASP 2022), la imagen del shabono que ilustra Joseca hace referencia en realidad a la vivienda colectiva donde habitan los espíritus auxiliares, xapiri, en el Watoriki, la Montaña del Viento, morada que les fue designada por Omama, el espíritu creador. La vivienda tangible yanomami como reflejo del espacio mítico de la morada de los espíritus o deidades dibujada por Joseca, corrobora la interpretación de Downey acerca de las relaciones intrínsecas entre la arquitectura yanomani –su forma de intervenir y modificar su espacio generando territorio– que fusiona naturaleza y cosmogonía.
Desde otro sendero, para diferentes pueblos y civilizaciones, instalarse de forma perenne en los espacios requirió una serie de intervenciones y adaptaciones para la obtención de recursos que, paulatinamente, se fueron mimetizando con el medio natural, condicionando las formas de vida y la identidad de los pueblos, gestando nuevas territorialidades. Estas operaciones de modificación del medio natural realizadas por los pueblos originarios fueron fundamentales para la supervivencia de los grupos en determinados parajes yermos, estableciendo relaciones entre sujeto y naturaleza que, normalmente mantuvieron determinado equilibrio ecológico y, en algunos casos, se siguen manteniendo hasta la actualidad.
Estos sistemas de modificación del entorno que generan posibilidades de constituir territorios y morada son convocados en propuestas del arte actual, donde se evidencia no solo la simbiosis, pero también la tecnología desarrollada por las sociedades precoloniales y continuadas por sus herederas actuales, que les ha posibilitado construir sus territorialidades.
En el año 2017, Ximena Garrido-Lecca, artista nacida en Lima, presentó en la Sala de Arte Público Siqueiros de Ciudad de México, la exposición titulada Insurgencias Botánicas: Phaseolus Lunatus.1 El subtítulo de la muestra, Phaseolus Lunatus, hace referencia al nombre científico de un tipo de leguminosa domesticada en la zona andina, cuyo fruto se conoce como pallar, y que fue uno de los elementos básicos de la alimentación de los pueblos originarios de la costa norte del actual Perú. La importancia del cultivo del pallar cobra especial relevancia en la cultura moche, lo que se advierte fácilmente debido a la profusión de elementos iconográficos representando pallares que aparecen en su producción cerámica. Cabe destacar también, que la expansión moche a largo de los siglos i y viii e.c. se debe en buena medida a su desarrollo tecnológico capaz de ampliar el área cultivable en el desierto costero de la región donde se establecieron con la creación de una importante red hidráulica y el uso de diversificados sistemas de irrigación (Ruiz Romero 2019). Este logro es la “insurgencia botánica” al que hace alusión la proposición de Garrido-Lecca: la capacidad de estas sociedades, pese a sus remotas posibilidades, de adaptar y adaptarse al lugar, forjando un territorio donde habitar (Ribeiro dos Santos 2023). La instalación propuesta por la artista (fig. 2) constaba de un sistema hidráulico hidropónico construido en barro –elemento representativo de la cultura mochica–, ideado por ella en colaboración con un equipo de biólogos de la Universidad Autónoma Metropolitana de México, en Xochimilco (Artishock 2017). La estructura, una especie de pirámide truncada al revés, recordaba a las terrazas de cultivo adoptadas por las poblaciones ubicadas en las regiones más altas de los Andes que funcionaban también para aumentar el área cultivable y direccionar el cauce de las irrigaciones. Sin embargo, considerando el territorio donde Garrido-Lecca produce su muestra –Ciudad de México, Xochimilco– no estaría de más recordar que los pueblos que habitaron este territorio desarrollaron el sistema de chinampas, sus terrazas inundadas para ganar espacios para los cultivos en una amplia zona anegada. Una necesidad inversa si comparamos con los pueblos costeros del actual Perú, que se apropian del lugar modificándolo para vencer la sequía.
Otra dimensión de Insurgencias Botánicas… tenía como elemento central los pallares recogidos de las plantas que, poco a poco iban creciendo en la pirámide invertida. Esta dimensión alude al hipotético uso de esos granos blancos con manchas oscuras, como sistema de comunicación para la sociedad moche. Como se ha dicho anteriormente, en un sinnúmero de elementos de la cerámica funeraria y ritual moche se aprecian elementos iconográficos que representan a pallares.2 Esta singularidad ha llevado a que muchas investigaciones intenten comprender y descifrar los motivos y significados de su repetición, empezando por las hipótesis tempranas de Rafael Larco Hoyel que apuntan a un posible sistema de escritura (Martínez Soler 1946) o, las que se decantan por un supuesto uso como una especie de oráculo (Franco Jordán 2012) cuyo hipotético valor adivinatorio sigue incorporado en la actualidad en prácticas curanderas en algunas zonas de Perú. Explotando estas posibilidades, la artista ideó una traducción por medio de pallares de la crónica Extirpación de la idolatría del Pirú, impresa en Lima en 1621 y escrita por el jesuita Pablo José de Arriaga. El texto hace un diagnóstico pormenorizado de la pervivencia de la idolatría en el Virreinato del Perú en aquel momento, pese a todos los esfuerzos empleados por los religiosos en casi un siglo de evangelización (Arriaga 1916 [1621]). La supuesta traducción propuesta por la artista peruana parece incidir en la negación e incomprensión epistemológica del grupo hegemónico sobre los subalternos. Aunque, al mismo tiempo, deja entrever la pervivencia de elementos y prácticas prohibidas como índice de transgresión y resistencia.
Retornando a las propuestas pioneras en activar los saberes de las culturas originarias en obras que se legitimaron en los circuitos del arte en la segunda mitad del siglo xx, se halla otro conjunto bastante significativo que convoca las calidades de lo sagrado y ritual, esenciales para comprender las nociones de territorio y territorialidad. De forma similar a las obras reseñadas en el apartado anterior, algunas propuestas iniciales comparten su experiencia iniciática del viaje y la búsqueda individual de raíces identitarias que terminan por confluir en un reconocimiento de la intervención simbiótica entre sujetos y espacio en las sociedades originarias.
El concepto del viaje es una variable constante en la obra de Ana Mendieta, marcada por un tránsito traumático en su niñez en 1961, durante los primeros años del gobierno revolucionario cubano, hacia su arraigo en Estados Unidos. Diez años después la cubana realizó su primer viaje a México, una expedición arqueológica a San Juan Teotihuacán. Volvió al país mesoamericano en 1973, 1974, 1976 y 1978, siempre a Oaxaca, durante el innovador Summer Multi-Media Program organizado por la University of Iowa (Blocker 1999). Su interés por las civilizaciones originarias americanas se mantuvo constante a lo largo de su prolífica y corta trayectoria artística (Valle Cordero 2015; 2018) movida, posiblemente, por un deseo de reconstruir una identidad abruptamente desarraigada, pero también por comprender las conexiones con la tierra que la cosmovisión ancestral de los grupos mesoamericanos y caribeños lograron forjar a través de rituales y sacralidades. Elemento ese, la conexión telúrica, reiteradamente invocado en las obras de Mendieta.
Durante su primera estancia en Oaxaca en 1973 realizó la acción fundacional de Silueta, probablemente su serie más conocida. En Imagen de Yagul (Image from Yagul), registro de la propuesta, se observa a Mendieta recostada en una tumba zapoteca, con los brazos pegados al cuerpo desnudo que, por su vez, ha sido recubierto por pequeñas flores blancas. Para Estela Ocampo (2016) en esta pieza –y otras posteriores realizadas en los años de viaje a Oaxaca–, la artista explora la muerte como parte de la dualidad complementaria recurrente en la cosmovisión precolombina y, muy particularmente, en los grupos mesoamericanos. Mientras que la otra parte del binomio, la vida, se asocia a la propia tierra, al barro, a la fuerza telúrica generadora de la madre tierra (Blocker 1999). Resulta controvertido afirmar que Ana Mendieta conocía en profundidad aspectos de la cosmología de los pueblos que habitaron esa zona y que la trasponía conscientemente a sus obras.3 Más allá de nociones superficiales como la profunda conexión con la muerte que ha trasgredido a la contemporaneidad social mexicana y que claramente se aprecia en la dualidad complementaria vida y muerte, parece ser que sus acciones derivadas de aquellos viajes a Oaxaca apuntan a razones de autorreconocimiento identitario, relacionadas a su cuerpo como sujeto y menos a nociones que tienen que ver con la reivindicación de una identidad territorial.
Entre tanto, la artista ubicaba su interés por la producción de arte de las “culturas primitivas” en su infancia cubana:
It is perhaps during my childhood in Cuba that I first became fascinated by primitive art and cultures. It seems as if these cultures are provided with an inner knowledge, a closeness to natural resources. And it is this knowledge wich gives reality to the images they have created (Mendieta en Blocker 1999, 126).
A pesar de la dificultad de precisar el grado de conocimiento que Mendieta poseía sobre las culturas originarias, en la anterior declaración distingue que estos grupos poseen un saber intrínseco que les brinda una mayor comprensión del medio natural e, incluso, cree que sus representaciones solo cobran sentido si tenemos en cuenta este conocimiento. Esta reflexión se acerca a la idea de territorios desarrollada en este escrito, indicando además la necesidad de transgredir la epistemología y el canon occidental para acercarse a los artefactos concebidos por identidades no hegemónicas.
Sus raíces originarias cubanas fueron reactivadas durante viajes a la isla realizados a principio de la década de 1980. Durante una visita en 1981, Mendieta permaneció un mes en su país natal para completar una serie de tallas, Esculturas Rupestres en el Parque de las Escaleras de Jaruco (Blocker 1999). Estableciendo un juego con la noción de pintura rupestre, la artista realizó una serie de tallas en roca caliza en el interior y exterior de una de las cavernas del complejo.4 Las tallas representan siluetas con elementos iconográficos que recuerdan lo femenino, figuras antropomorfas a las que nombra utilizando términos arawak5, idioma hablado por los tainos, grupo mayoritario que habitaba las actuales islas caribeñas hasta el inicio de la colonización. Al parecer, Mendieta no había investigado a fondo la cosmovisión taína, ya que afirmó “no estudié cada diosa para el trabajo, yo sólo las nombré posteriormente” (Mendieta en Valle Cordero 2015). Entre tanto, cuando utiliza supuestas diosas tainas para nombrar las siluetas, reaviva la memoria de esos elementos sagrados, reconectándolos con el espacio que en el pasado perteneció y fue moldeado por la sociedad taina. La operación de Mendieta, en este sentido, puede entenderse como una simulación, como una recreación de territorio.
A partir de estos relatos fundacionales representados en este escrito por la obra de Mendieta, la reactivación, afirmación o reivindicación de elementos rituales y sagrados presentes en las cosmovisiones originarias que, en algunos casos, perviven hasta la actualidad, han sido uno de los principales ejes temáticos elegido por diferentes artistas actuales. Para dar cuenta de registrar la complejidad de concepciones de mundo que interviene en la formación de territorialidades, muchos creadores y creadoras encontraron en la potencia comunicativa del arte procesual –performance, videos, proyectos, instalaciones, etc.– el instrumento óptimo para procesar y significar las diversas dimensiones sociales e históricas que se intervienen en la formación de esos territorios.
La instalación de la artista peruana Nancy La Rosa, Superficie/ Esencia/ Presencia es un buen ejemplo de esas reactivaciones críticas ampliando su lenguaje más allá de la búsqueda personal para situar colectivamente el territorio. La pieza (fig. 3) se compone de tres proyecciones de video en bucle sobre pantallas negras donde se muestran vistas de nueve enormes rocas que se encuentran en el camino entre la cantera Cacchiccata y las ruinas incas del pueblo de Ollantaytambo en la provincia de Cusco. En el reverso de las pantallas se muestra un mosaico de imágenes, impresiones backlight en cajas de luz de las rocas realizadas con cámara estenopeica (fig. 4). La obra se desarrolló en 2013 mientras La Rosa participaba junto a otros 7 artistas de diferentes países de América Latina en la residencia LARA. Latin American Roaming Art, en el pueblo de Ollantaytambo. Posteriormente, las obras resultantes de la residencia se exhibieron en una muestra colectiva montada en el MAC Museo de Arte Contemporáneo de Lima.6
En la memoria de este entorno, La Rosa buscó las referencias para desarrollar su proyecto. Las llamadas “piedras cansadas” son parte de una tradición andina de época incaica recogida en diversos textos coloniales, entre ellos los de Felipe Guamán Poma de Ayala y Martín de Murúa, quienes la artista reconoce como referencias.7 A grandes rasgos, el mito habla de enormes bloques de roca que fueron extraídos de las canteras para realizar las construcciones incaicas y, en determinado momento del transporte, se cansaban y no querían seguir moviéndose. Se reblandecían, llegaban a llorar o, incluso, a hablar, comunicando su deseo de no seguir avanzando. Cuando su voluntad era concedida, volvían a su estado natural y se quedaban solitariamente situadas en el paisaje.
Con la intención de entender la construcción mental de este mito andino y las ramificaciones de este discurso lítico, el arqueólogo Marteen Van de Guchte (1984) analizó diferentes pasajes de crónicas de los siglos xvi y xvii –incluyendo las dos referencias citadas por La Rosa– donde figura el relato de la “piedra cansada”. Para ampliar las fuentes, el arqueólogo cruzó los documentos escritos con otros materiales etnográficos y arqueológicos. A partir de los datos, estableció algunas características identificables que se repetían en los distintos documentos: “la piedra viene de lejos o se aleja a gran distancia; en cierto lugar no quiere moverse; y la piedra llora sangre” (Van de Guchte 1984, 542). A partir de estas similitudes, opina que el mito discurre en diferentes dimensiones de la mitología andina –técnico-arquitectónica, sociológica y cosmológica–, señalando que lo más significativo es que la piedra adquiere características humanas, volviéndose capaz de sentir, moverse y relacionarse. El último nivel del mito al que hace referencia el arqueólogo se relaciona con la creencia andina de que el traslado de una piedra o cualquier otro elemento natural a una nueva ubicación, independiente del uso que se le quiera dar, causa un desequilibrio que debe resarcirse de algún modo. Bajo esta prerrogativa “La piedra cansada sería, pues, un monumento lítico para el re-establecimiento y la preservación de la armonía del mundo natural andino” (Van de Gutche 1984, 552).
La instalación de La Rosa actualiza el mito andino ubicando a las piedras cansadas no solo como objetos del paisaje que se pueden observar, pero reviviéndolas como sujeto observador. La imagen estenopeica alude a las cualidades humanas que fueron otorgadas a esos enormes bloques de piedra a lo largo de los siglos en la cosmovisión andina: las piedras cuando removidas se cansaron, lloraron y se quedaron inmóviles observando, participando activamente de la conformación de un nuevo entorno. El equilibrio depende de su situación en el espacio, así como de la situación de otros elementos –plantas, tierra, animales, aire y seres humanos– que conjuntamente, en niveles de importancia similares, son territorio.
Con la intención de confrontar la noción del sujeto marginal estático, hegemónico y universal que se funda como contraposición y necesidad de legitimación del sujeto hegemónico, una serie de artistas viene trabajando en las últimas décadas obras que friccionan esta estabilidad, incidiendo en construcciones identitarias diversas pautadas por las categorías etnia, clase y género. Como ejemplo de esta fricción se analizarán obras de Julieth Morales, artista actual que utiliza nociones de lo ritual y lo sagrado para trazar territorialidades construidas por mujeres que han heredado parte de la cosmovisión de las culturas originarias que se abigarraron con otros elementos introducidos, impuestos y fagocitados a lo largo del proceso histórico. Al poner en diálogo las propuestas artísticas de Morales con las prácticas de Mendieta citadas al inicio de este escrito, se percibe que el movimiento de activación de territorialidades se invierte. Las obras de la artista colombiana parten de la memoria particular y específica para caracterizar lo colectivo y comunal.
Morales recurre a los mitos y rituales de la tradición misak –pueblo que se ha mencionado en el comienzo de este escrito– para actualizar la imagen del indígena que entiende como fijada en un pasado que se rige por el binomio civilizado/salvaje, imponiendo códigos fraguados por la mirada foránea y, en cuyos marcos, las sociedades indígenas siguen atrapadas en la actualidad.
Para dibujar y criticar este territorio, la artista recoge su imaginario personal. Su autodefinición como artista plástica misak de nacimiento y mestiza por contexto (Julieth Morales, comunicación personal a la autora, 28 de septiembre de 2022), revela toda una carta de intenciones en este sentido. A partir de su experiencia, Morales evidencia una de las dimensiones posibles de la territorialidad: la condición de ser mujer misak en la contemporaneidad. Cuestiona una serie de imposiciones y roles impuestos a las mujeres indígenas, que muchas veces son implementados y activados por los rituales, ritos de paso o conceptos tradicionales que, lejos de representar aspectos de pureza esencialista, han sido filtrados e intervenidos por la colonialidad, asignando los espacios permitidos a las mujeres y las jerarquías de poder pautadas por las nociones de sexo/género, también atravesadas por el racismo.
Uno de los momentos rituales interpelados por Morales es la menarquía que para el pueblo misak, como ocurre con otros tantos grupos humanos, funciona como un rito de paso con amplia carga simbólica, puesto que se le considera el paso hacia la adopción de la condición de mujer. El ritual de refrescamiento realizado en la primera menstruación consiste en el aislamiento de la niña durante 4 días en los cuales será cuidada normalmente por la madre o la abuela, que le administran una dieta suave e infusiones. Su responsabilidad a lo largo de las cuatro jornadas es tejer cuatro jigras –tipo de bolso o mochila– que posteriormente serán lanzadas a las aguas de un río. La ceremonia finaliza con una comida comunitaria donde la niña se hará cargo de servir a los invitados. Pasado el rito inicial, el resguardo y la reclusión durante la menstruación siguen presentes en la vida de las mujeres misak, periodos donde se dedicarán exclusivamente a la labor textil (Motta González 2011; Huete Machado 2015; Colombianas: Una biografía colectiva 2018).
La importancia de este hito no recae solamente en la actividad reproductiva que las mujeres adquieren a partir de este momento, también se debe a las responsabilidades domésticas y de labranza de la tierra que se les imputa a las púberes, configurándose así la tríade en la cual se asientan los rituales de trabajo para la mujer misak, “tierra, cocina e hilado, […] cuyas actividades claramente definidas son la esposedad y la maternidad” (Motta González 2011, 7). Morales fricciona este concepto de territorialidad femenina misak con su propuesta performativa NAY SRAP (Tejiéndome) de 2017. La video-instalación registro del performance consta de tres pantallas de video proyectadas simultáneamente donde se observa la imagen de la artista tejiendo sentada entre arbustos, el entorno natural y, en la última, a lo largo de algo más de 12 minutos de duración del video, la cámara enfoca a la acción de las manos que tejen y deshacen el tejido (Morales 2019). La instalación se completa con una maraña de hilos que parten de las manos que se ven en el video y descansan sobre el suelo de la galería, junto a jigras y morrales completos y a medio hacer (fig. 5). En su acción Morales subvierte la narrativa del rito, trasgrediendo la tradición que delimita el papel de la mujer desde la mirada de la propia comunidad, cuestionando la noción de una territorialidad imperecedera con la cual se suele estereotipar, al mismo tiempo que es exigida a las comunidades indígenas. En palabras de la artista: “La acción consiste en deshacer para rehacer múltiples veces, en un proceso de tiempo, liberación y flujo de energías que se manifiestan en el ejercicio del tejido como práctica ancestral de transmisión de conocimiento. La intervención, apropiación y resignificación de esta práctica me permite crear una nueva identidad como mujer indígena”.8
La recuperación del tejido de raigambre ancestral o tradicional como herramienta para revindicar las demarcaciones de las territorialidades femeninas es una constante en las propuestas de Julieth Morales. Como se ha citado anteriormente, hilar es una de las tareas primordiales dentro de los roles laborales asignados a las mujeres que rigen la sociedad misak. Tejer es una de las tareas que las niñas deben aprender desde temprana edad, pues de esta actividad depende su buen paso por el ritual del refrescamiento en la menarquía. Además, el tejido misak, como en otras tradiciones ancestrales andinas y mesoamericanas, funciona como un dispositivo de comunicación. Bajo el dominio de las mujeres, los elementos geométricos y líneas que componen la parte inferior de la vestimenta tradicional –el anaco– son capaces de transmitir información sobre los lazos de parentesco, de consanguinidad y afinidad que acercaron los grupos familiares a lo largo del tiempo (Cano Betancur 2021). Otra de las prendas textiles tradicionales misak, el chumbe, comporta igualmente un amplio valor simbólico relacionado, en este caso, con su dimensión utilitaria9 que es explorada en otra de las obras de Morales: Pørtsik (Chumbe) de 2014. Los chumbes son una especie de faja o cinturón tejido que suelen utilizarse para asegurar el anaco en las mujeres, sujetar los niños en las hamacas o al cuerpo de la madre (Peña Bautista 2009). Morales10 (2021) añade que a la práctica de enchumbar los niños –envolverles con el chumbe–, además de la sujeción al cuerpo de la madre que facilita la movilidad, de acuerdo con el conocimiento misak y de otras comunidades latinoamericanas, tiene como objetivo la corrección corporal y mantiene a los bebés firmes y derechos, lo que les aporta fuerza y salud. Siguiendo estos preceptos, Julieth Morales enchumba su cuerpo de mujer adulta misak. El registro de la acción está compuesto por 101 fotogramas donde están fijados distintos momentos en que los chumbes envuelven, aprietan y luego destapan partes del cuerpo de la artista (fig. 6). Morales utiliza simbólicamente el chumbe para revindicar una actualización de determinados ritos tradicionales, “para corregir de manera utópica las exigencias tradicionales, y para pertenecer a mi territorio sin prejuicios”.11 Recuerda que, para la realización de la acción, la primera donde ella recuperó ritos misak, invocó los recuerdos del entorno social donde habitaban sus abuelos y a sus conflictos internos cuando constató que no podría mantenerse dentro de los parámetros que tradicionalmente han sido forjados como territorialidad femenina misak –tierra, cocina e hilado: “ser una mujer tejedora, que guarda silencio, que no tiene participación o que se la pasa en la huerta” (Morales 2021, s. p.)–. Sus reflexiones acerca de la obra recuerdan que las territorialidades, así como los territorios, al tratarse de mecanismos simbióticos entre sujetos y paisaje, no son estancos. Se renuevan en la medida que las relaciones entre sujetos, paisaje e historia son reformuladas o, citando nuevamente a la artista: “Mi trabajo artístico se lo he dedicado a mi territorio y esto ha sido una forma de decirles que me reconozco como mujer indígena, aunque se me haya dicho desde muy pequeña que, si yo no conservaba ciertas costumbres, no lo era” (Morales 2021, s. p.)
La voluntad de abigarrar entorno natural, sujetos y cosmovisión es una condición común a las propuestas artísticas analizadas en los apartados anteriores. Elaboradas en distintos medios –dibujo, fotografía, instalación, videos, performance– también tienen en común la adopción de formatos artísticos legitimados y autorizados por el sistema del arte actual para vehicular saberes y prácticas no hegemónicas. Las estrategias adoptadas en las obras analizadas explicitan la comprensión de territorio y territorialidades indispensables para entender la complejidad de las construcciones culturales de los pueblos originarios, que no son complemente visibles si se adoptan exclusivamente las categorías y estructuras del pensamiento occidental, como se ha defendido a lo largo de este escrito.
En esa yuxtaposición de lo originario y autóctono con elementos elaborados desde lógicas occidentales hegemónicas, las propuestas artísticas reivindican lo que se podría llamar de nuevos territorios originarios. Esta actualización no reclama un espacio anquilosado o preso a un pasado esencialista, romántico o exotizante que hace “del indígena un tema de representación, no un creador de imágenes propias” (Escobar 2023, 158). No rechazan por completo la modernidad, pues la reconocen, aunque como imposición, como parte esencial de la formación de las territorialidades originarias contemporáneas. Para la configuración y representación de estos nuevos territorios originarios, las propuestas artísticas redefinen las categorías hegemónicas a partir de saberes y cosmologías ancestrales, convirtiéndolas en estrategias emancipadoras. Con estas operaciones advierten que parte de las formas de territorialidades moldeadas por el territorio originario o prehispánico latinoamericano pervive en sus indigeneidades del tiempo presente.
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Fecha de recepción: 21.11.2022
Versión reelaborada: 22.06.2024
Fecha de aceptación: 26.07.2024
1 La obra volvió a montarse en una muestra individual de Ximena Garrido-Lecca incluida en las actividades de las 34ª Bienal de São Paulo, del 8 de febrero al 6 de diciembre de 2020, que tuvo como comisario general a Jacopo Crivelli Visconti.
2 La representación del pallar como elemento iconográfico no es exclusiva de los artefactos culturales moche. También es posible encontrar estos elementos en objetos de otras civilizaciones costeras, como la paracas y nazca del sur del actual Perú y la chimú que sucede la moche en el norte. Este uso ampliado refuerza la idea del valor representacional e ideológico del pallar para las culturas precoloniales. Véase León del Val (2016).
3 Investigaciones recientes analizan las obras de Mendieta de Silueta como una trasposición de determinados elementos cosmogónicos de las civilizaciones originarias que habitaban el actual estado de Oaxaca, fundamentalmente el pueblo zapoteco (Valle Cordero 2018). Sin embargo, en declaraciones de la artista realizadas una década después de aquellas acciones, afirmaba que “In 1973 I did my first piece in an Aztec tomb that was covered in weeds and grasses […]” (Mendieta en Blocker 1999, 55), donde es posible observar que no existe una precisión en ubicar el grupo humano que habitaba la zona, sino la aplicación de nociones generales sobre la cosmovisión mesoamericana.
4 Existe cierta contradicción sobre la toponimia de la cueva intervenida por Mendieta. En la mayoría de las referencias aparece el nombre “Cueva del Águila” citado por la propia artista. Entre tanto, al parecer no se conocía ninguna cavidad por este nombre, tratándose posiblemente de una equivocación de la artista o de la mención a un lugar ideado por Mendieta. Véase Valle Cordero (2015).
5 Algunos ejemplos de los títulos que Mendieta da a las obras son: Atabey (Madre de las aguas), Bacauy (Luz de los días), Guabancex (Diosa del Viento) y Guacar (Nuestra menstruación) (Valle Cordero 2015; Ocampo 2016).
6 La muestra fue resultado de una convocatoria que anualmente reúne a ocho artistas para participar en una residencia en diferentes ubicaciones de América Latina. La edición de 2013 fue comisariada por Miguel A. López y contó con la participación de Edgardo Aragón, María José Argenzio, Raimond Chaves, Nicolas Consuegra, Irene Kopelman, Daniela Lovera y Juan Nascimento, Byron Mármol y Antonio Paucar, además de Nancy La Rosa.
7 Referencias tomadas del portafolio de la artista, sep. 2022. Cortesía Galería 80m2 Livia Benavides.
8 Fragmento extraído del folleto de la exposición Pørtsik. Julieth Morales, 2017, Espacio Eldorado, Bogotá.
9 Algunos estudios analizan el nivel comunicacional, elaborando una lectura iconográfica del elemento a partir de diferentes fuentes que remiten a la cosmovisión misak. Véase Peña Bautista (2009).
10 Referencias tomadas del portafolio de la artista, sep.2022. Cortesía Julieth Morales.
11 Referencias tomadas del portafolio de la artista, sep.2022. Cortesía Julieth Morales.
Iberoamericana, XXIV, 87 (2024), 105–127