DOI: 10.18441/ibam.24.2024.87.205-230
Florian Homann
Universität Münster, Alemania
fhomann@uni-muenster.de
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-5238-1923
Existen diferentes discursos y conceptos sobre cómo llamar la actual etapa de vida del planeta Tierra; además de la propuesta del Antropoceno existen conceptualizaciones alternativas, como, por ejemplo, la del Capitaloceno, que tratan, aunque de forma diferente, los actos violentos perpetrados por el ser humano contra el medio ambiente, que han conducido a la peligrosa situación actual. La violencia constituye también un tema frecuentemente tratado en la nueva narrativa colombiana: en muchas novelas se pueden detectar elementos de la naturaleza, que, junto a las figuras humanas, la sufren, por lo que el tratamiento inadecuado y el abuso del medio ambiente pueden ser vistos en relación con las estructuras sociales que al fin y al cabo causan los distintos tipos de violencia. La tiranía ejercida sobre la naturaleza puede verse como una metáfora de la misma opresión que sufren los seres humanos, especialmente los miembros de grupos marginados o mujeres en sistemas patriarcales y sociedades machistas.
Tomás González y Héctor Abad Faciolince, dos escritores antioqueños con varios paralelismos, tratan con preferencia asuntos del recordar en combinación con la violencia. En los textos aquí examinados, estos autores ponen en escena los recuerdos de unas familias fictivas, que representan simbólicamente una memoria colectiva de determinadas áreas culturales. Las tramas están ubicadas en espacios rurales, en el campo y la costa de la periferia colombiana: en Temporal, publicado en 2013, González trata la vida cotidiana de una familia en el Caribe; en La Oculta, publicado en 2014, Abad la de una familia de clase media en las montañas aisladas de Antioquia. En entornos vitales a primera vista paradisiacos, gracias a la espectacular belleza de la naturaleza, se nota que la vida diaria queda impregnada por una extraordinaria violencia que se manifiesta en varios tipos diferentes, entre formas físicas y psíquicas, y que alude en ambos casos a la catástrofe.
En las portadas de las novelas sobresale el protagonismo del agua en relación con intervenciones de los humanos que la penetran.
En los textos llama la atención, por un lado, la centralidad de los elementos pertenecientes a la naturaleza –que a su vez recuerda a la tradicional literatura ambientalista con su característico apego a una tierra virgen exaltada por sus habitantes humanos que, en muchos casos, solo pueden considerarla suya por haberla conquistado previamente– y, por otro lado, la razonable emergencia de un cuestionamiento de los comportamientos humanos por parte de los lectores. A pesar de que los textos elegidos no constituyen específicamente una literatura ecologista,2 en sentido estricto, ni sus autores pertenecen a minorías afines a un tipo de literatura que reivindique los derechos de dichos colectivos, permiten que se expresen voces excluidas y poco escuchadas para contar las experiencias de personajes ordinarios. Ambas novelas nos invitan a examinar con ojo crítico las actitudes humanas escenificadas en la literatura y son alabadas por la crítica por denunciar unas realidades sociales crudas y violentas; respectivamente se encuentran en las contraportadas estas descripciones: “Tomás González desciende en esta nueva novela a lo más profundo del ser humano […]”, mientras que Abad realiza una “mirada íntima y transgresora a una sociedad pujante y tradicionalista […]”. En este contexto desempeña un papel importante cómo las vigorosas sociedades tratan el entorno no humano que rodea los personajes.
Hoy en día, la ecocrítica suele combinarse con corrientes teóricas afines, como el feminismo y las ideas decoloniales. Al conceder capacidad actante y voz a los elementos no humanos, una literatura ecofeminista enfatiza teóricamente la agencia tanto de la naturaleza como de las mujeres autodeterminadas, mientras que la ecocrítica poscolonial hace hincapié en la capacidad de decolonizar la relación con la naturaleza y superar las actitudes humanas relacionadas con el colonialismo, el eurocentrismo y el antropocentrismo. En las dos novelas, no obstante, las realidades de los mundos narrados son bien distintas de estos ideales.
Su lectura crítica pretende responder a varios interrogantes interrelacionados. Con respecto a Temporal, texto que revela las problemáticas de un sistema extremamente machista de patriarcado y violencia doméstica, es pertinente preguntarse en qué medida se pueden vincular las relaciones entre los humanos con el tratamiento de la naturaleza. ¿De qué manera actúan los personajes frente a la capacidad actante del mar y qué consecuencias trae esto para la sociedad narrada? En La Oculta hay que preguntarse sobre las funciones que desarrolla la destrucción de los elementos naturales selva y agua en ese relato, que al final lleva a la catástrofe. ¿Qué problemas pueden traer las actitudes colonizadoras de los humanos en áreas rurales? Estos nos llevar a cuestiones más generales. ¿En qué manera reflejan las crisis medioambientales, provocadas por el maltrato de la naturaleza, los problemas sociales existentes en Colombia? Así, ¿qué relaciones existen entre el tratamiento por los humanos de la naturaleza y del entorno físico con sus actores no humanos, las crisis socio-culturales y la memoria colectiva de un área determinada?
Para responder a estas preguntas, en el análisis de Temporal y La Oculta, desarrollado en dos apartados que siguen a la fundamentación teórica, se aplicarán distintas conceptualizaciones del ámbito del ecofeminismo decolonial en combinación con ideas relacionadas al concepto del Capitaloceno para examinar en particular el papel del agua, en forma del mar y de un lago respectivamente, con relación al recuerdo de distintas formas de violencia ejecutadas y la denuncia de la sobreexplotación y el abuso del entorno natural.
El compromiso (literario) con el medio ambiente es una cuestión ética. Flys, Marrero y Barella (2010) exponen la urgente necesidad de actuar, no sin antes concienciarse y comprender las raíces de la actual crisis ambiental global: “Para superar esta crisis hace falta poder comprender y evaluar plenamente el impacto de las actividades humanas sobre la naturaleza; pero más aún, hace falta entender los sistemas éticos que han permitido la sobreexplotación y el abuso del patrimonio natural que nos rodea” (25). En la misma línea, Arias (2019) propone una ética ecológica y considera como la virtud epistémica más importante una autoconciencia planetaria, es decir, el objetivo de su propuesta es dar “forma a una subjetividad planetaria” (75) para desarrollar virtudes morales alternativas, que son necesarias para la supervivencia del ecosistema terrestre en el Antropoceno. Una disciplina transdisciplinar de estudio literario que se ocupa de estos aspectos en su relación con la cultura es la ecocrítica o critica ecológica. Aunque las definiciones de lo que se puede entender por estas nociones varían, esta rama estudia la relación entre la literatura y el entorno físico completo. Como escribe Glotfelty (2010, 63) en su introducción al libro pionero The Ecocriticism Reader, este acercamiento a la literatura se basa asimismo en la fundamental necesidad de ser conscientes de esos problemas: “Despertar las conciencias es la tarea más importante dado que, ¿cómo podemos resolver los problemas medioambientales si no empezamos a pensar en ellos?” Una conciencia sobre estos problemas puede verse en múltiples obras importantes de la literatura colombiana; por ejemplo, en las obras de García Márquez destaca el protagonismo del Magdalena, incluyendo la tematización de su contaminación y la deforestación de la selva aledaña. Es llamativo que el dominio de la naturaleza por actores humanos codiciosos puede indicar el inicio de una catástrofe, lo que vemos ya en Cien años de soledad cuando los gringos capitalistas y neocolonizadores,
[d]otados de recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes heladas en el otro extremo de la población, detrás del cementerio (García Márquez 2007, 261).
La conciencia de problemas ecológicos, debidos a las estructuras del poder, se puede relacionar con la percepción de otros problemas vinculados, como son la existencia de relaciones sociales y jerárquicas coloniales, racistas y/o sexistas, por lo que se han desarrollado movimientos filosóficos y sociales como el ecofeminismo, “discurso teórico cuyo tema es el vínculo entre la opresión de las mujeres y la explotación de la naturaleza” (Glotfelty 2010, 63). Desde su origen, esa “etiqueta híbrida” (63) tiene un fuerte impacto en el enlace entre los estudios ecocríticos y literarios, preocupándose, entre otros, de aspectos éticos de sostenibilidad y justicia (Wozna 2021, 434). Se critica la dualidad de la explotación de la mujer y de los recursos naturales arraigada en la estructura ideológica de las sociedades patriarcales (Hart 2017, 148). Sin embargo, las teorías ecofeministas diseñan ese vínculo entre la opresión de mujeres y de naturaleza con el propósito de reescribir dicha relación, concediendo a ambos entes una capacidad actante, concepto traducido del término inglés agency, para poder actuar y efectuar cambios a nivel político (Valero y Flys 2010, 371). Ese mismo objetivo de conceder capacidad actante tanto a los elementos naturales como a los grupos humanos marginalizados es perseguido también por la ecocrítica poscolonial y decolonial (Dürbeck 2019, 272-274), una rama relativamente joven.
En la actualidad, el recurso del agua, dada su suma importancia para toda vida con su poder sensorial, político y agentivo (Hofmeyr, Nuttall y Lavery 2022, 303), ocupa un lugar predominante dentro de los pensamientos ecofeministas por la complicada interconexión entre la discriminación de la mujer y la mercantilización del agua, debido a que varios aspectos, entre otros, las injustas jerarquías de género, complican el acceso de mujeres a ese recurso vital (Hart 2017, 146-147). En consideración de la centralidad del agua en todas las culturas humanas, el mar es un tópico literario omnipresente y una constante transcultural cuya inmensidad remite a temas existenciales y conflictos primarios como el amor, la amistad y la muerte, constituyendo “un escenario iniciático donde el protagonista se pone a prueba, […] más allá de intereses coloniales” (Campos y García 2017, 99). Así, se puede convertir en un sujeto actante y objeto relevante para estudios poscoloniales y ecofeministas.
En términos de vincular los aspectos ecofeministas con los de la memoria, Blackmore habla de una memoria del agua que puede manifestarse y narrarse en obras de arte y literatura, a través de “gestures of bringing aquatic memories and lives to surface perception” (2023, 430). Además de la vitalidad reflejada en el agua, los entornos acuáticos a menudo son también testigos de distintos actos de violencia ya sea contra el propio cuerpo de agua –por ejemplo, a través de la contaminación de ríos, etc.–, contra otros elementos no humanos o contra los seres humanos. Con respecto a la historia cultural afroamericana en el norte del continente americano, Wardi sostiene que los cuerpos de agua constituyen realmente lugares de memoria, en el sentido definido por Pierre Nora: “[…] bodies of water are lieux de mémoire, embodied sites where memory and history converge” (2011, 6). Por lo tanto, mediante la narración de experiencias relacionadas con el agua, se pueden recordar y, por lo tanto, denunciar las diversas formas de violencia, que es lo que hacen las dos novelas.
En la obra de Tomás González, el agua y especialmente el mar están siempre presentes como agentes activos desde su primera novela, Primero estaba el mar de 1983. Su novela más conocida La luz difícil (2011) trata la relación entre humanos y agua: el protagonista David, un artista con destacada preferencia para pintar el agua y la luz como símbolos de esperanza vital y eternidad, se consuela con poner en escena artísticamente el mar cuando su hijo muere voluntariamente. De hecho, el título del libro hace referencia a la luz quebrada en la espuma, difícil de plasmar, provocada por la hélice de un barco haciendo borbotear el agua verde. Como se ve en esa cita, el personaje humano principal muestra una clara conciencia ecológica de la vitalidad e igualdad del espacio y los elementos medioambientales no humanos, como la flora en relación a la luz: “Me ha gustado siempre buscar el equilibrio de los objetos, y no acabo de asombrarme de la forma como viven si uno conoce la luz de un espacio. Con relación a la luz, los llamados objetos inanimados son seres tan vivos como las plantas, como uno” (González 2011, 38).3
Si interpretamos la trama de Temporal, que se desarrolla en los años 70, es muy relevante considerar la relación retratada entre el ser humano y el espacio natural para comprender las ideas críticas contenidas en la narración. En primer plano, una instancia narrativa cuenta en tercera persona las 26 horas que tres protagonistas masculinos pasan en la mar a bordo de una pequeña barca, pescando a pesar del peligro de un emergente vendaval. La novela se presta a ser leída desde una perspectiva antimachista4, ya que su mensaje consiste evidentemente en afrontar críticamente un sistema patriarcal y la correspondiente violencia estructural que causa estragos en una familia fracturada con un padre misógino, su esposa esquizofrénica, sus hijos gemelos Javier y Mario con notable odio hacia el padre.
Arango (2013, s. p.) afirma que “Temporal es una novela sobre la violencia, la tiranía y el machismo del arquetípico padre antioqueño”, denunciando alegóricamente estos tres elementos en la familia y la sociedad del mundo narrado. Debido a “la preferencia de sus personajes por el silencio” (Aristizábal 2019, 49), que sólo piensan de forma ensimismada sin articular realmente sus preocupaciones, todo en este libro de Tomás González queda en un nivel alusivo. El relato solo insinúa los problemas existentes en la familia, a través de los recuerdos individuales de cada personaje, y todo el conflicto se ata a una profecía, que se articula por diferentes voces. Los aspectos problemáticos relacionados con el medio ambiente y la destrucción de la naturaleza tampoco se indican explícitamente, sino que deben ser deducidos por los lectores. Sin embargo, las complejas relaciones familiares conflictivas y problemas sociales no superados, cuya relevancia queda manifiesta en los recuerdos íntimos, pueden equipararse perfectamente con las relaciones de poder e interacción entre los personajes humanos y el entorno no humano, en concreto, el mar y el clima caribeño. En este relato, la naturaleza, representada ante todo por la fuerza del temporal y el mar5 es decisiva protagonista con potencial capacidad actante. Una de las frases más significativas de la esposa oprimida, que se puede interpretar en el sentido de que la naturaleza ya advierte que se va a defender, reza: “¡Que Dios lo perdone a él por su maldad y a ellos si llegaran a hacer lo que el mar les propone!” (González 2018, 74). Y esa propuesta de la naturaleza se traduce a una oferta de revolución para acabar con el sistema machista y la violencia estructural por cuyo objetivo la muerte del patriarca ahogado constituye una posible solución. Al final los personajes humanos no la realizan, ya que los hijos, a pesar de la oposición de Mario, rescatan a su padre cuando el agua se lo lleva. Según la lectura común, esto constituye, por un lado, la verdadera catástrofe, ya que se desaprovecha la única oportunidad de cambiar el sistema jerárquico androcéntrico, como sugieren el final abierto y la última frase del libro: “Fugaces en su eternidad, como todo lo demás, son las tormentas” (160). Arango (2013) interpreta este final de la “profecía incumplida” en el sentido de que existe un grave problema social al no ser la familia, vista como colectivo político, capaz de realizar la revolución profetizada y necesaria en esta novela: “Tal vez para Tomás González la sociedad –del país, del balneario de Tolú, o ambas– no esté en condiciones de dar ese salto político. Lo cierto es que mientras tanto, en la realidad como en la novela, seguirán gobernando los patriarcas”. Por otro lado, el perdón se presenta de este modo como una posible solución alternativa. El problema, sin embargo, es que el patriarca no se muestra para nada consciente de lo ocurrido y parece continuar con su dominio tiránico. Con ello, la narración cuestiona en general la impunidad de agresores machistas y denuncia alegóricamente el maltrato que ciertas figuras hegemónicas conceden a todo lo que consideran inferior, debido a su otredad: la mujer, los demás miembros de la familia y de la sociedad, así como la naturaleza y el medio ambiente. La tragedia, por tanto, no es la muerte de un antihéroe humano en el mar –por no haberlo respetado–, sino la continuación de su dictadura opresora y la incapacidad de los agentes humanos de cambiar la situación a mejor.
Bien es cierto que puede resultar difícil detectar que determinados elementos del ecosistema naturaleza sean actores importantes en la trama si las voces narrativas hablan desde una perspectiva humana y no muestran explícitamente una conciencia ecológica. Los protagonistas masculinos tratan el mar como un medio a explotar, sin embargo, esto puede ser interpretado como un primer punto central a cuestionar críticamente por los lectores. En el relato, la principal instancia heterodiegética-personal revela solo lo que las figuras saben o sienten sin explicar o evaluarlo, mientras que también existe una instancia narrativa colectiva constituida por varios turistas, cada uno con su propio yo, que aportan su perspectiva sobre una memoria colectiva particular y nos proporcionan informaciones adicionales. Aquí resulta sumamente interesante que David, el protagonista narrador de la novela anterior con cierta conciencia ecológica, aparece de nuevo. La primera declaración de este personaje demuestra inseguridad sobre si sus presentimientos e interpretaciones críticas del estado meteorológico en relación con la situación familiar preocupante son correctas, al no tener como turista de afuera el conocimiento suficiente del mar:
Todo el mundo tiene premoniciones y nosotros, los turistas, también las tenemos, pero debemos reconocer que muchas veces son desacertadas. Me late que va a llover, decimos, y media hora después sale el sol. En esto los nativos del golfo nos miran como a niños de brazos, pues todo lo percibimos, pero del mar nada sabemos (González 2018, 26).
Es irónico que el patriarca, que aparenta conocer bien el mar y la naturaleza, tampoco es nativo de la zona periférica, sino que inmigró desde Antioquia y mantiene una relación desdeñosa con sus habitantes, que se muestran más conscientes de los problemas climáticos. David se convierte en un testigo, que desde fuera aclara lo que la voz principal con su enfoque personal en los protagonistas no explica, al mencionar en el contexto del temporal marítimo esa relación crucial entre el comportamiento machista del padre antioqueño y los trastornos mentales de la madre que llevaron a la ruptura de la familia. Aunque atenuándola, es el único que realmente explicita la violencia física del patriarca contra su mujer, revelando que “pocas veces le ha pegado”, y la conecta con sus continuas infidelidades y el “daño psicológico que eso podría causarles a ella y a los niños” (26), mencionando la nueva esposa del padre con la que vive. Con la siguiente declaración demuestra la incomprensión e inaceptación por parte del padre presuntuoso de todas las ideas que articularían su responsabilidad de la esquizofrenia de la mujer, debida a su actitud patriarcal y machista, sin ninguna conciencia: “Si le hablaras de daños psicológicos, el padre se te quedaría mirando como si le hablaras en ruso, o tal vez se te reiría en la cara” (26-27). Para reforzar la función visionaria del conflicto a punto de culminar, el artista pinta el mar con el vendaval y crea así un componente particular de una memoria visual: “Pinté varias acuarelas de la tormenta, que estaba muy lejos, pero que, según todos decían, en cualquier momento se nos podía venir encima” (58).
A pesar de que no logren cambiar nada, es gracias al conjunto de múltiples voces proféticas no escuchadas que los lectores podemos pensar críticamente sobre las relaciones descritas en el mundo narrado, que, en general, puede encontrar una correspondencia en la esfera social extratextual. En el caso de una lectura ecocrítica, podemos ver el mundo ampliado a todo un sistema ecológico como nuestra tierra, en la que todo está interconectado: “la literatura no flota sobre el mundo material en una especie de éter estético, sino que más bien participa en un sistema global inmensamente complejo en el cual la energía, la materia y las ideas interaccionan” (Glotfelty 2010, 55; cursivas en el original). Las ideas, los pensamientos y las relaciones con el entorno no humano son especialmente relevantes y emblemáticas en Temporal, por lo que resulta sumamente pertinente la perspectiva ecofeminista, revelando “el modo en que la opresión que sufren las mujeres en la sociedad patriarcal es un reflejo de la que el ser humano ejerce sobre la naturaleza no-humana” (Carretero 2010, 178). O sea, el estado de la madre enferma puede representar la memoria de la naturaleza maltratada por hombres dominantes tiránicos, que se vuelve violenta por su cuenta, debido a la falta de respeto de los humanos por el medio ambiente y por otros géneros que no sean el propio, del masculino poderoso. Recordemos que, desde el patriarcado, mujer y naturaleza se consideran “manifestaciones del ‘otro’ sometido por el ‘yo’ dominante” (178). Plumwood (2002, 30) critica esa construcción patriarcal a través del lenguaje y articula la urgente necesidad de decolonizar la relación con la naturaleza a través de una práctica de denominación dialógica. Lo que el texto examinado denuncia es la manía del hombre por el control y el dominio, o sea, su supuesta compulsión por subyugar a lo otro, a la naturaleza y a los demás miembros de la familia, aparentemente más débiles, nombrándolos peyorativamente: “‘Se necesita mucho más que un par de fracasados y unas olas de mierda para acabar conmigo’, piensa el padre” (González 2018, 121).
En su artículo sobre las violencias invisibles en la obra de Tomás González, Guarín (2021, 267) lee Temporal acertadamente con la aplicación del arribismo, concepto que evidencia las relaciones de poder y dominación que llevan a la disfuncionalidad de la familia. Y es que el rol machista del padre y el tratamiento dominante desde arriba que da a sus hijos y especialmente a su mujer corresponden con la mencionada falta de respeto por el medio ambiente. Como se puede deducir de sus pensamientos y recuerdos, al autodesignado rey le interesan exclusivamente sus propias ventajas y empresas colonizadoras: la conquista y subordinación de las mujeres, una independencia que se traduce como un infinito poder de mando y la apariencia de no dejarse engañar por nadie, sin tener respeto por lo que pisa en su escala social y menos por el medio ambiente que solo existe para ser explotado. Se nota su actitud desdeñosa cuando habla sobre lo aburrido de un fenómeno natural como es la puesta de sol, si no fuera por las ganancias económicas:
El padre había mirado el atardecer sin querer darle demasiada importancia. El de hoy, sin embargo, había sido tan llamativo que le dedicó dos o tres segundos más que lo acostumbrado por él para esos atardeceres de postal, que tanto les gustaban a los turistas. […] Y si no fuera perjudicial para el negocio, en más de una ocasión en que los huéspedes alababan atardeceres apenas comunes y corrientes, les habría dicho: ‘Aquí se cansa uno a la larga de contemplar tanto hijueputa atardecer, créeme’ (González 2018, 92).
La relación que mantiene el padre tanto con su familia como con todo su entorno es prácticamente idéntica a la que este personaje mantiene con el medio ambiente, el clima y el mar. El arribismo humano es una de las causas principales del daño medioambiental, cuando los recursos naturales son explotados por actores sin escrúpulos a los que no les importan los medios poco éticos utilizados para conseguir el ascenso social. Un factor ético importante del colapso social en el Antropoceno es seguir “ideales antropológicos y morales ligados a la ganancia por encima de todo” (Espinosa 2019, 12). La falta de conciencia ecológica y, en vez de ello, el pensamiento dedicado por completo a la ganancia convierte la sociedad capitalista en responsable de los daños: “la responsable de la actual crisis es una en particular: la capitalista” (Cano 2017, 53). El concepto del Capitaloceno, propuesto originalmente por Jason Moore, resulta adecuado para captar las responsabilidades de los distintos sistemas6. En el siguiente pasaje vemos que el patriarca realmente desprecia la tormenta que posteriormente casi lo mata, al seguir exclusivamente un pensamiento arribista y capitalista, orientado a la competencia por el ascenso social, simbolizado aquí en el acto simbólico de ‘agarrar el pescado’:
‘Pescadores que se asustan con el medio amago de una leva’, pensó. ‘Se inventan disculpas para no salir y después andan quejándose de la pobreza […] ustedes, güevones, nacieron con el pan debajo del brazo. No es sino salir y agarrar el pescado y volverse para la casa a fritarlo y comérselo. Los cocos les caen en las mismas cocorotas desde las palmas. El plátano y el arroz no valen nada. Pero ni eso hacen estos negros vagos y después arman semejante alharaca porque uno salga a pescar estando la tormenta en la puta mierda que está, que parece que estuviera en La Guajira o en Venezuela. Y entonces los niños les aguantan hambre y se les ponen barrigones y feos’ (González 2018, 94).
Además de evidenciar la codicia e irrespetuosidad por el clima, esta declaración del hombre inmigrado a la región costeña, desdeñando los habitantes nativos, que respetan el medio ambiente, al llamarlos de forma generalizante y racista ‘negros vagos’ para echarles la culpa por su escasez económica, provoca preguntas críticas. Los estudios ecofeministas consideran “la naturaleza como otredad integrada con otros grupos marginados”, que pueden ser “indígenas, etnias, grupos poscoloniales, flora y fauna” (Prado 2010, 120). El hecho de que el hombre blanco relaciona aquí los peligros del mar con el colectivo marginalizado de los costeños afrodescendientes para argumentar que la pobreza se debe a su miedo y no querer salir a pescar, actitud de la que él, emprendedor y dominador de la naturaleza, se quiere distanciar, se puede interpretar también en el sentido de una sutil crítica ecologista, en combinación con una perspectiva decolonial y antirracista, de las injusticias existentes. A los otros, la naturaleza y los grupos oprimidos, que viven con cuidado del medio ambiente, el padre los acusa de la misma debilidad que les reprocha a sus hijos y su mujer. En cambio, se muestra orgulloso de no rendirse nunca en sus misiones conquistadoras; en su larga lucha con un pez al que al final no es capaz de dominar, se manifiesta de nuevo que no admite ninguna derrota, y menos una infligida por la naturaleza:
‘Se pone a jalar hasta que el cordel se le revienta, viejo marica’, piensa Mario, […] mientras su padre luchaba con el pez. Lo ve sentarse en la segunda banca, derrotado, sacar dos huevos duros y una arepa, partir con golpes excesivos los huevos en el borde de la lancha, descascararlos con desprecio, dejar caer las cáscaras sobre la cama de peces que chapotean en el fondo (González 2018, 39).
De todas formas, cuando llega la tormenta, Javier echa por la borda toda la pesca, las neveras y las mochilas, de lo cual una lectura ecocrítica revela que toda la explotación no ha aportado nada a la familia, sino que simplemente se han desperdiciado los recursos naturales, los casi cuatrocientos kilos de pescado capturados sólo para demostrar la fuerza humana.
Al volver a tierra firme, encuentran grandes cantidades de desechos y ven
la playa cubierta de desechos vegetales y basuras que había traído el mar de leva. Entre ramas y algas había latas de aceite vacías y relavadas; había suelas de zapatos de hombre, de mujer y de niño; había cepillos de dientes y otros tipos de cepillos; había suelas de sandalias de plástico, y estaba el negro casco de Darth Vader, opacado por los elementos, pero imponente, sobre un montículo de arena (156).
Glotfelty (2010, 61) menciona la basura como un asunto tratado frecuentemente por los estudios ecocríticos, indicando un giro conceptual de una cultura definida por su producción a una definida por sus residuos. Aquí también cumplen importantes funciones simbólicas: por un lado, son un indicio de la fuerza del vendaval; por otro lado, demuestran el estado aciago del medio ambiente y de la situación de la familia, si vemos las relaciones familiares como un espejo de la relación entre los humanos y el entorno natural. La máscara del personaje de Star Wars, representando el lado oscuro del poder, sirve para ilustrar el destino fatal de la familia debido a la catastrófica relación de poder entre hijos y padre. Asimismo, la amalgama de residuos vegetales y de materiales artificiales, latas y plásticos, puede aludir a la relación igualmente catastrófica entre el hombre y la naturaleza. Además, la indiferencia con la que se acepta la contaminación del medio ambiente, con los residuos tirados sin cuidado en el mar y en la costa, no solo por los turistas del complejo hotelero, puede tener un efecto estremecedor en los lectores de hoy. Los protagonistas, en primer lugar el padre, se limitan a reclamar los daños económicos causados por la tormenta. El patriarca no agradece el rescate, sino que regaña a sus hijos por la pérdida del pescado y de los frigoríficos, enfocándose exclusivamente en valores materiales, y los mellizos se arrepienten por haberle salvado la vida. Tanto el pensamiento arribista como la falta de conciencia, a nivel ecológico y sicológico, tienen la responsabilidad por la catástrofe que en este relato finalmente no se realiza en forma de la muerte anunciada, sino que consiste en la estática del sistema patriarcal capitalista sin revolución o cambio alguno, ni en la jerarquía social ni en la actitud de los personajes.
Frente a la prepotencia del padre de esta novela, y en las narraciones épicas de la mitología griega a la que alude el texto continuamente, se consideraba el mar como un agente firme: “uno de los pocos elementos indiscutiblemente sólidos es el mar […] en su inmensidad aparentemente cambiante, aparentemente inestable” (Campos y García 2017, 99). En vez de un territorio a explotar, es más bien un protagonista con capacidad actuante más fuerte que el hombre. Sin embargo, aquí el humano hegemónico se cree más poderoso que la naturaleza, lo que se nota de nuevo cuando el patriarca bautiza a su hijo adoptivo en el mar al final de la novela y ordena que no salga endeble como sus hijos mellizos: “‘¡Por favor, Dios!’, pidió, ordenó casi el padre a su manera directa y poco sentimental. ‘Que este no me salga débil también, como los otros dos, ¿sí?’” (González 2018, 160).
La lectura de esta novela polisemántica bajo un enfoque ecofeminista pone en escena una memoria social y cuestiona de manera sutil si el hombre realmente puede dominar el mar y la naturaleza, aparentemente débiles. El cambio de roles a un sujeto con capacidad actante se muestra en el hecho de que el mar se defiende activamente y ofrece una posibilidad de revolución que solo los humanos dejan pasar sin realizarla. Gracias a las referencias autointertextuales, entre otros aspectos, Tomás González se acerca en toda su obra a un posicionamiento más ecoconsciente y más armónico en su cohabitación igualitaria con los demás elementos vivos para una conducta más orientada a la respetuosa convivencia con el entorno no humano en vez de su dominación.
También existen lazos autointertextuales notables entre la última y la más conocida novela de Héctor Abad, quien erige un monumento a su padre asesinado con El olvido que seremos y se refiere en el texto autoficcional de 2006 a redactar la parte final efectivamente en La Inés, una finca cuya tradición hereditaria se remonta a sus antepasados:
Escribo esto en La Inés, la finca que nos dejó mi papá, que le dejó mi abuelo, que le dejó mi bisabuela, que abrió mi tatarabuelo tumbando monte con sus propias manos. […] Es un sitio privilegiado de la tierra. Al fondo se ve, abajo, el río Cartama, abriéndose paso en el verdor. Arriba, hacia el otro lado, las peñas de La Oculta y de Jericó (Abad 2006, 253).
Aunque lleve un nombre distinto, la finca heredada se convierte en el protagonista principal no humano de La Oculta, con un alto valor simbólico a nivel moral y ético como patrimonio familiar. En el análisis ecocrítico interseccional, en el cual todos los elementos están interconectados, el lugar es considerado, junto al género, la clase social, la etnicidad o los procesos poscoloniales otra categoría crucial (Flys, Marrero y Barella 2010, 16) y es efectivamente ese lugar de la finca con el campo alrededor en las montañas del Suroeste lo que determina el relato articulado por tres voces distintas en primera persona, los tres hermanos Ángel. Flys, Marrero y Barella (2010, 21) proponen estudiar tres aspectos ecocríticos fundamentales: además de la materialidad medioambiental y de la construcción y percepción social del lugar, un factor importante es el apego individual, que resulta central en La Oculta. Después de la muerte de la madre, Antonio, Pilar y Eva no saben qué hacer con la herencia, debido a las situaciones de vida complejas en las que se encuentran y a pesar de su fuerte inclinación a este lugar.
Desde el inicio es evidente que todos los elementos no humanos pertenecientes al terreno y la naturaleza representan la memoria de sus habitantes, por lo que la finca como ecosistema en sí, incluido el medio ambiente que la rodea y sustenta, es realmente un importante lugar de memoria. Ante todo, la flora y fauna autóctonas, identitarias a nivel local, y el lago a lado de la casa son importantes medios de la memoria familiar con una alta carga semántica. Un aspecto central vinculado al lugar está constituido por las relaciones entre humanidad y medio ambiente, negociándose varios conflictos ambientales en el texto, que se puede considerar también como parte de una literatura marcadamente regional. A pesar de que la naturaleza y los distintos componentes del ecosistema también se constituyen en protagonistas, en cierta manera activos y con agency, es más relevante que al final se extingue el microcosmo rural, por lo que realmente sobresale la destrucción y la anterior lucha fracasada por el medio ambiente. Pilar, la más tradicionalista y arraigada en la localidad de los tres hermanos, reconoce: “En realidad es la versión local del paraíso perdido, de la tierra prometida que alguna vez nos la dieron y por algún pecado o por algún error no pudimos conservar” (Abad 2015, 292). Además de provocar unas primeras cuestiones críticas de índole decolonial,7 esta declaración ya profetiza la hecatombe, cumplida a nivel intratextual y tematizada a nivel extratextual en la narrativa de la catástrofe, uno de los discursos actuales sobre el Antropoceno,8 que lo considera como la suma de todos los actos humanos de degradación ambiental que llevan a un cataclismo global. Sin embargo, a primera vista, parece prevalecer en la novela una visión que va acorde con una perspectiva romántica de las humanidades ambientales ante la naturaleza, por lo que conviene examinarla críticamente.
La finca nunca se debe vender, eso es lo que Pilar le tiene que prometer a su padre antes de que este fallece. Su argumentación, expresándose el padre “como un profeta de la Biblia que anuncia una desgracia y al mismo tiempo dice, en el día del Diluvio, cómo hay que fabricar el arca de Noé” remite al peligro de las catástrofes tanto naturales como las provocadas por las intervenciones humanas en el ecosistema:
él dijo que precisamente por eso no; que si un día nos estábamos muriendo de hambre, nos íbamos a quitar el hambre cultivando la tierra de La Oculta. Que me imaginara que un día –por una tormenta solar, por un meteorito, por una catástrofe informática– nos quedáramos diez años sin electricidad; no habría gasolina, ni alimentos, ni noticias, ni nada (Abad 2015, 229).
Subraya las ventajas de una vida en áreas rurales con el consiguiente deber de convivir con el medio ambiente sin los avances del progreso técnico al que debe el humano su dominancia del entorno no humano.
Solamente se salvarían los que tuvieran una finca y tierra para cultivar, caballos para moverse, vacas para ordeñar, cerdos para engordar, gallinas para huevos y leña para cocinar. […] En cualquier momento podría volver el instante en que los hombres estuvieran solos con sus manos otra vez, sin técnica, frente a la naturaleza, como en el pasado más remoto (229).
El discurso del padre de los hermanos narradores glorifica un estado anterior, que de todas formas ya pertenece al Capitaloceno, una fase en la que la actividad humana impacta globalmente en la tierra y domina la naturaleza. Además, destaca en todo el discurso el aspecto problemático de una relación de explotación en la que los humanos se aprovechan de la tierra y de los animales. Asimismo, no solo el uso de términos conflictivos como ‘indios’ provoca problemas a los lectores que adoptan una perspectiva poscolonial, ya que se sigue trazando una frontera entre los otros, grupos oprimidos de una cultura ‘primaria’ pero idealizados por vivir en armonía con la naturaleza desde la propia perspectiva progresista eurocéntrica: “Y que por eso teníamos que defenderla como fuera, siempre, como si pudiéramos volver a ser como los indios del Amazonas y como los primeros hombres, nuestros antepasados” (229).
Nixon (2005, 235) menciona cuatro pares conceptuales opuestos a los que se debe el poco intercambio que hubo tradicionalmente entre las teorías poscoloniales y de literatura ambientalista: en el relato, se puede detectar que estos aspectos cismáticos se ponen a debate, a través de las opiniones divergentes de los tres narradores sobre cómo proceder con la finca. La primera divergencia es que las teorías poscoloniales subrayan el concepto de hibridad frente al de la pureza, defendido por los que se posicionan a favor de conservar la naturaleza en su estado original, lo que se ve reflejado en la actitud de Pilar. El paradigma de “virgin wilderness” (Nixon 2005, 235), frecuentemente aplicado en el romántico pensamiento medioambiental norteamericano y europeo, encuentra una expresión en las descripciones de las montañas, plantas autóctonas selváticas y los modos tradicionales de vivir en La Oculta, narradas notablemente en las exposiciones de Antonio sobre el asentamiento de las montañas en el siglo xix por los antepasados de los habitantes actuales. Con respecto a América de Norte, Nixon (2005, 235) anota en qué alta medida lo salvaje de la naturaleza fue exaltado para crear una identidad nacional. En La Oculta, es la tierra antioqueña la que les da identidad a todos los personajes. Mientras que la tradicional literatura ambientalista solía desarrollar una ética del lugar, el poscolonialismo se suele centrar en conceptos de desplazamiento, movilidad y diáspora. El relato oscila en una relación de tensión entre el apego a la tierra de nacimiento y una visión más cosmopolita. La ética del lugar, con frecuencia excluyente,9 y la sensación de estar atado a la tierra donde una persona nace se encuentran en el personaje más tradicionalista de Pilar, que se queda a vivir en la finca hasta el final, mientras que su hermana Eva se caracteriza por sus viajes y su independencia igual que el único varón, Antonio, que vive en una relación gay en el exilio en los Estados Unidos. Aunque su identidad quede ligada a sus recuerdos del pasado y sus primeras experiencias infantiles y juveniles en el campo, ambos personajes ya no suelen frecuentar la finca y se van desligando de ella en el transcurso de la novela. Otro aspecto está constituido por el interés poscolonial en lo urbano y lo transnacional, representados por estos dos personajes, y el anterior énfasis del pensamiento ambiental en lo bucólico, que se puede observar con respecto a Pilar. Las ideas poscoloniales se ocupan de memorias oprimidas –por ejemplo, de épocas coloniales o de migraciones– y de articulaciones desde debajo de un pasado marginalizado concreto, mientras que la ciencia de literatura ambiental anteriormente puso su enfoque en una comunión atemporal entre humanidad y naturaleza. A pesar de su heterogeneidad, las memorias articuladas en La Oculta se articulan desde la perspectiva de una clase social media y, con excepción de Eva, tienden a subrayar la deseada atemporalidad y eternidad de la comunión identitaria de los habitantes con el lugar.
Las teorías actuales de una ecocrítica poscolonial se posicionan a favor de combinar las dos ramas para llegar a un ecocosmopolitismo transfronterizo (Heise 2015). Sin embargo, hay que ser cauteloso a la hora de aplicar las ideas decoloniales a esta novela, ya que tiende a representar –no sin incitar a cuestionarla– una cosmovisión tradicionalista basada en el apego a una tierra previamente colonizada por agentes humanos blancos. Los actos de la fundación de la finca eran en sí mismos colonizadores. Para empezar, la familia Ángel procede de inmigrantes europeos.
El primero de nosotros en llegar a Colombia, un país que todavía se llamaba la Nueva Granada, fue un joven español natural de Toledo, de profesión escribano y de nombre Abraham Santángel. Lo poco que sabemos de él es que llegó a las Indias por Cartagena, […] hacia 1786, cuando ya la Colonia agonizaba (Abad 2015, 177).
Posteriormente, los antepasados de los narradores participaron en los proyectos decimonónicos de poblamiento y cultivo de tierras en determinadas zonas cuya virginidad, simbolizada en el color verde, solo se ha mantenido intacta hasta hoy si pasamos por alto el asentamiento y la construcción de las fincas, a base de destruir parte de la misma naturaleza.
Verde, verde en todos los tonos, inmensas montañas verdes, y la oscuridad del agua del lago donde no se refleja el cielo azul y blanco, hacia arriba, sino las peñas negras y verdes que parecen más altas que el cielo, y que suben hacia Jericó, el pueblo donde nacieron mi papá y mis abuelos y mis bisabuelos, los dueños de esta finca, los que la abrieron tumbando selva, moviendo piedras y quemando monte, que antes era lo único que había aquí desde el principio del mundo (Abad 2015, 35).
Tanto las plantas autóctonas de las montañas inhóspitas como el agua del lago sirven como los medios de memoria más destacados en el relato, cuya función conmemorativa es palpable: “Recordar es como un abrazo que se les da a los fantasmas que hicieron posible nuestra vida aquí” (34-35). Antonio describe con detalle el asentamiento de colonos en la remota región montañosa en el siglo xix para redactar la historia familiar.
Por un lado, su insistencia en la lejanía e inhospitalidad de la zona da la sensación de una legitimación del proyecto, o sea, una disponibilidad de la selva virgen para recibir los actos colonialistas bajo la etiqueta del cultivo, por su inutilidad anterior: “el gobierno central decidió quitarse a esos comerciantes antioqueños de encima ofreciéndoles […] unas tierras lejanas, selváticas, inhóspitas y aparentemente inútiles, a la orilla izquierda del río Cauca” (60-61). En el contexto de la escenificación de la naturaleza como un espectáculo sublime por parte de Humboldt en su reinvención de las Américas, Pratt (2008, 128) señala en su influyente estudio Imperial Eyes que la descripción de una naturaleza prístina cuyos escasos habitantes supuestamente demandan el progreso técnico equivale a un intento de legitimar el proceso euroexpansivo. Hoy en día, desde una perspectiva decolonial, se producen justificadamente numerosas protestas contra este discurso de “disponibilité” (Pratt 2008, 128), naturalizando las relaciones coloniales y la jerarquía racial, es decir, ya no se acepta como argumento la disponibilidad de ser controlado atribuida a lo otro y virgen, vinculado con los indígenas.
Por otro lado, en las muchas declaraciones puestas en boca de los colonos del xix, transmitidas por la voz de Antonio, incluso algo más crítica hacia ese mismo discurso que reproduce, se nota el intento de distanciarse de los anteriores colonizadores racistas y de su actitud frente a los distintos pueblos indígenas “masacrados por la violencia de los conquistadores blancos” (Abad 2015, 61). Subraya que cualquier hibridación entre los ‘nuevos colonos’ de las tierras realmente despobladas sería bienvenida: “Pueden convidar al que quieran, no importa si es negro, blanco, mulato o mestizo. Lo que más sirve es que lleven mujeres y niños, porque por allá espantan; no hay ni un alma” (108). Los colonos decimonónicos presentan el proyecto con cierta conciencia de que sus actos de cultivo de tierra se relacionan con un pensamiento imperialista, racista y machista del que se quieren distinguir mediante una proyección alternativa: “los fundadores […] habían tenido la idea estrafalaria de poblar sus selvas con un sistema extraño y novedoso para Antioquia: no el dominio de machos solos, la conquista, el exterminio y la servidumbre, sino el discurso igualitario, la colonización familiar y la donación de pedazos de tierra” (163).
De todas formas, la narrativa de los colonos sigue siendo llamativamente antropocéntrica y los colonos conquistaron el hábitat de las múltiples plantas y animales para su proyecto. “En esas selvas tupidas al otro lado del Cauca, no había más que árboles, fieras, pájaros, torrentes, matorrales, serpientes, mariposas, quebradas y mosquitos” (61). En el discurso puesto en boca de un personaje del xix, ese ecosistema natural todavía queda relegado a un rol pasivo como un objeto a explotar “para las familias colonizadoras que quisieran unirse a la aventura” (72). La naturaleza se describe desde esa perspectiva como un espacio vacío, que se ofrece al humano esperando “[…] alguna solución que convirtiera la selva en terrenos ganados para lo que en aquellos años se llamaba, con la boca llena, la civilización” (67). El hombre se limita a su propósito colonizador “con tal de poblar esa selva desierta” (73). En su combinación de ideas ecocríticas y poscoloniales, Dürbeck (2019, 273) recomienda, con una referencia a Plumwood, adoptar una perspectiva más decolonizadora no solo frente a otros grupos humanos, sino también con respecto a la naturaleza. Critica precisamente la construcción de la naturaleza no dominada, según la visión eurocéntrica, como lo otro. Esta construcción se fundamenta en dualismos polarizadores producidos por la visión hegemónica que transmite la impresión de que los humanos serían los únicos actores con capacidad de darle vida a la tierra, considerando el paisaje no cultivado como inferior, silencioso y vacío (Dürbeck 2019, 273). Frente a ese argumento para subyugarla, las ideas recientes siguen la propuesta de Plumwood (2002) que reconoce el potencial de capacidad actante de toda la esfera no humana para encontrar: “adequate ways to recognise and track the agency of the more-than-human sphere in our daily lives” (17).10
La invasión de las montañas, consideradas por los humanos como espacio aparentemente pasivo y dispuesto a recibirles, constituye un acto colonizador del hombre en busca del recurso vital del agua: “No hay sino selvas tupidas, pero con buenas maderas, y agua limpia y abundante” (Abad 2015, 108). Sin embargo, en la novela, a pesar de ser desierta, la selva en parte se muestra indomable e impide al hombre llegar a todos los destinos pretendidos, en este ejemplo, al mar como ruta comercial sustancial: “ahí estaba, impenetrable, con plantas amazónicas más antiguas que las de la otra Amazonia, una foresta única, húmeda y dura, impenetrable, antigua como la selva más antigua del planeta, […]. Y era esa selva la que impedía llegar al mar más cercano a la gente de Jericó” (294). También se aplica el término de la selva como sinónimo de un espacio de prisión con respecto a la situación de Lucas, el hijo de Pilar, cuando le secuestran las FARC: “en la selva, en la soledad de esa cárcel al aire libre donde tenían a Lucas” (224).
En estas descripciones sobresalen las connotaciones negativas de la selva, que todavía se defiende del control humano. Paradójicamente, es precisamente esta naturaleza indómita la que, a pesar de sus peligros, se echa en falta al final del relato, cuando ocurre la catástrofe y el hombre se hace con el control total de la tierra, transformando lo que originalmente era selva en una nueva urbanización aislada de su entorno. Es muy significativo que sea la esposa del personaje secuestrado quien realiza los tratos para vender todo el terreno para colonizarlo con la construcción. Así, el mayor peligro articulado por el relato es la devastación de la naturaleza por el negocio inmobiliario, identificándose “temas como el de la amenaza del terreno paradisíaco, sus plantas, sus flores, sus comidas y sus frutas, en primer lugar, por los movimientos guerrilleros y paramilitares, y más adelante, por la especulación de la tierra y la destrucción de espacios naturales” (Capote 2019, 48). En el desenlace del relato, la destrucción apocalíptica de la naturaleza supera incluso la violencia física entre los humanos, omnipresente a lo largo de toda la novela, lo que constituye una crítica más que sutil al capitalismo neocolonial.
El narrador Antonio se muestra crítico con la relación existente entre humanos y naturaleza, además de cuestionar frecuentemente su propia actitud de limitarse a comentar la situación desde el relativamente cómodo exilio estadounidense. Desde el inicio deja entrever cierta sensación de culpa por no haber intervenido con más vehemencia en la preservación de la finca y del medio ambiente. Esto sobresale en el breve episodio sobre el conflicto con el extractivismo minero, cuando el narrador ve en Jericó los “letreros blancos que proclamaban una escueta consigna siempre igual: ‘¡No a la minería!’” (Abad 2015, 274). El extractivismo capitalista y neocolonialista es uno de los mayores problemas actuales para el medio ambiente en la región y Colombia en general (Chomsky 2013; Göbel y Ulloa 2014; Dietz 2017) sobre el cual el relato llama la atención:
Me contaron que había cada vez más mineros legales e ilegales haciendo exploraciones en las cercanías del pueblo. Un gobierno nefasto había feriado a precios bajos todo el subsuelo del departamento y a pesar de cualquier norma de protección del lugar, no les importaría remover la tierra e invadirla de máquinas y mineros temporales (Abad 2015, 274).
En muchos casos, la minería perjudica gravemente a la población campesina local en su convivencia con el medio ambiente (Dietz 2017, 372-376). El texto de ficción pone de manifiesto los graves conflictos entre una comunidad protectora del entorno, empresarios invasores y políticos corruptos.
Había en el pueblo una lucha sorda entre los negociantes, conquistadores y depredadores de siempre, que veían la plata fácil de las regalías, a pesar del paisaje, el agua y la naturaleza, y quienes querían defender la tierra tal como era, la riqueza natural y sobre todo la belleza, esa belleza que se preserva y se crea cultivando el campo y protegiendo los montes y la tierra (Abad 2015, 274-275).
El colectivo de los habitantes del lugar, a través de sus manifestaciones, se opone a los hombres de negocio que explotan la región tanto en el texto como en la realidad extratextual. A su vez, para imponer sus intereses, estos últimos contratan a grupos armados. Indicando las implicaciones violentas de la minería para el pueblo colombiano, Chomsky (2013, 200-201) detalla varios casos de asesinatos de líderes locales por paramilitares de ultraderecha. En la novela, los grupos paramilitares más conocidos se hacen presentes mediante la mención de una innumerable cantidad “de carteles, en cada pared, en cada piedra, y firmaban las AUC” (Abad 2015, 272). Estas organizaciones criminales desempeñan un rol protagonista antagónico en el relato cuando unos miembros del grupo Los Músicos queman la casa e intentan matar a Eva, que se puede salvar en último momento. Eva habla explícitamente del vínculo de los paramilitares con las empresas mineras, crucial fuente de ingreso, además del narcotráfico: “Hasta que ellos también empezaron a matar y a secuestrar […] y a traer mineros y a aliarse con narcos que se ofrecían a comprarles las fincas, y sus mismas ofertas eran ya una amenaza y un chantaje” (272). Sobre todo, participan en la conquista violenta del terreno no explotado “[p]ara entregar esa tierra a los mineros y a los narcos, sus aliados más cercanos” (273).
En última instancia, son unas empresas capitalistas de construcción las que logran lo que ni los grupos involucrados en el conflicto armado colombiano son capaces de realizar, es decir, la destrucción de la finca como ecosistema. En la compleja situación, de todas las posibilidades de cómo seguir con la finca, los actores humanos optaron por la peor de todas. Se puede hablar de un ejemplo adecuado de la escenificación literaria de una catástrofe en el Capitaloceno, en el sentido propuesto por Ulloa (2017) precisamente para el análisis de las políticas y sistemas impuestos en América Latina, que ignoran las especificidades de cada lugar: hoy en día, es urgente considerar “otras perspectivas culturales y sistemas de conocimientos locales que han generado otro tipo de relaciones entre humanos y no humanos en procesos territoriales situados históricamente” (60). El desprecio de las advertencias locales en favor de formas alternativas de convivencia con el medio ambiente se hace notar ya cuando las codiciosas multinacionales mineras, en colaboración con los poderosos de la zona, dañan sin escrúpulos las montañas previamente selváticas, los cauces de los ríos y el agua.
También me dijeron que algunos funcionarios, por debajo de cuerda, hacían acuerdos con las empresas mineras, canadienses, surafricanas, chinas y antioqueñas, para que descuajaran los lechos de los ríos, husmearan por debajo de las peñas e hicieran túneles en las montañas en busca de muestras de oro, plata, cobre, uranio, lo que fuera (Abad 2015, 274).
En ese momento, Antonio comete el error fatal de no participar en las manifestaciones de la gente del pueblo, negando incluso su propia identidad e identificación con el lugar, como se puede deducir de sus comentarios: “Yo no quería involucrarme más de la cuenta en la actualidad y me porté como un turista callado. Decía que me llamaba Joaquín Toro y que había nacido en Titiribí” (275). Se muestra consciente de cierta culpa por no haber actuado, así que se justifica de manera contradictoria, remitiendo a su preferencia por estudiar el pasado sin considerar las drásticas consecuencias que los acontecimientos actuales tienen para la situación de la comunidad local. “Aunque estaba del lado de los ambientalistas, lo que me interesaba en ese momento era el pasado, la fundación del pueblo, los primeros años del siglo xx” (275).
El agua es un recurso extraordinariamente relevante en todo el relato. Tanto la finca como la novela deben su nombre a un lago con aguas oscuras, que queda identificable con cualquier etapa de la vida de los tres hermanos. Antonio recuerda su primer contacto sexual en sus orillas y ese lago le salva la vida a Eva cuando ella solo se fuga del ataque paramilitar buceando por el lago entero. A pesar de sobrevivir sólo gracias a su íntima convivencia con sus aguas, Eva queda traumatizada del ataque, lo que explica su desligadura del lugar.
Sin embargo, el lago también tiene cierta capacidad actante y desempeña un papel activo con connotaciones violentas, ya que cobra la vida de varias personas ahogadas, lo que puede interpretarse como una advertencia a los humanos del final apocalíptico. “La última vez que fui a La Oculta antes del desastre fue cuando el cuñado de Próspero se ahogó en el lago. Tal vez este fue uno de los últimos anuncios de que el desastre se acercaba” (304). También sirve durante la narración como un lugar de rememorización de los muertos. En consonancia con las consecuencias calamitosas de la destrucción de la naturaleza, la catástrofe final y simbólica del apocalipsis tiene lugar en el momento en que el lago desaparece por obra del hombre, es decir, se seca para garantizar la seguridad de los habitantes de la nueva urbanización. Pilar, que narra este suceso como testigo, también queda metafóricamente seca y destruida como los elementos naturales, los animales y el agua, es decir, todo el ecosistema.
Yo no quería mirar, pero vi todo lo que hicieron, por masoquista. Abrieron un desagüe con dos tubos de doce pulgadas y el agua empezó a salir hacia el viejo cauce de la quebrada. El lago se vació lentamente y a las dos semanas había un fondo fangoso oscuro, feo, pestilente. Todo se llenó de insectos y de mal olor. Miles de peces podridos yacían en el fondo; culebras, tortugas, iguanas extrañaban el agua, mirando y retorciéndose desde la orilla, atónitas y secas como yo (Abad 2015, 330).
Examinando sus valores semánticos en la literatura, Wardi (2011, 9) reafirma que el agua contiene la memoria de las actividades humanas catastróficas y explica, en relación con los lagos, que sus sedimentos pueden representar las alteraciones históricas por los humanos a nivel ecológico. En la narración resulta altamente significativa la mencionada fealdad y pestilencia del fondo. Díaz (2019) subraya la importancia central del olfato en relación con los procesos del recordar en la literatura de Abad, lo que se corrobora aquí y subraya las consecuencias negativas de la intervención humana. Además de los insectos invasores, que se comparan a los nuevos vecinos humanos, es el mal olor el que simboliza la pérdida de toda memoria ligada al lugar, que trae consigo la destrucción de la naturaleza por parte del hombre.
Otro punto de crítica es la fumigación, un método extendido en Colombia que presuntamente se utiliza sólo contra los cultivos ilícitos de drogas pero que contribuye, según las quejas de la población campesina, decisivamente a la destrucción de los ecosistemas naturales (Lyons 2018, 418). En este caso, el relato denuncia la desinfección química del lago ya convertido en “humedal infecto, lleno de zancudos” (Abad 2015, 331), que es perjudicial también para la salud humana a pesar de que los responsables aseguren lo contrario.
Tras el vaciamiento del lago, aparece “un esqueleto blanco como la cal, casi completo, de una mujer joven” (Abad 2015, 330) que irónicamente lleva a los agentes humanos, en forma de unos policías, a sospechar que los antiguos habitantes pueden haber cometido un crimen que ocultan en el agua.
De cualquier modo, el acto humano de secar el lago para controlar el medio ambiente significa a todos niveles simbólicos la muerte. “Decenas de gallinazos volaban encima del hueco donde había estado el lago, y se comían las carpas muertas, las tilapias podridas, las truchas que brincaban agonizantes en los últimos charcos” (331). Tras la extinción de los animales, el ambiente apocalíptico afecta también a los anteriores habitantes humanos, cuyas vidas carecen de sentido sin el espacio rural, como puede verse en el estado de ánimo del mayordomo: “[…] dice que ya va siendo hora de que nos muramos. Todo está muerto, en realidad, y somos nosotros lo único que falta por morir” (332). En la actualidad del mundo narrado, acaba de tomar el dominio el capitalismo que ha empeorado las condiciones de vida, generando con la conquista civilizadora en exclusiva nuevas fuentes de ingreso para potencias exteriores a la zona. “Todo es peor que antes, pero ahora nuestra casa dizque vale más por estar en medio de una parcelación cerrada y nos han aumentado los impuestos” (331-332).
Hart (2017, 150) denuncia el sistema disfuncional de mercantilización del agua y las graves consecuencias para los colectivos subalternos sin voz y marginados por el capitalismo patriarcal: son especialmente las mujeres de baja escala social no privilegiadas las que tienen que pagar los costes del acceso restringido a los recursos naturales privatizados. En este contexto, se formula una crítica al abuso capitalista del recurso natural del agua: “Débora dice que al menos siempre tenemos agua limpia. Sí, y cada mes nos la cobran, como si no la tomaran del agua que había sido de nuestros propios manantiales” (Abad 2015, 332).
Teniendo en cuenta los privilegios que siguen teniendo los países industrializados, es relevante que podamos observar una idealización de Europa por parte de Eva, basada en los avances que ha experimentado en Francia y Alemania en lo que respecta a la conservación de la naturaleza y el medio ambiente, “que allá sí valoran y cuidan el campo, que allá no es como aquí, que allá en el campo no se puede construir […]. Que hay una ley de protección del paisaje, y nadie puede evadirla” (332).
En resumen, la naturaleza destruida y la muerte de un gran número de seres vivos que antes habitaban este espacio simbólico y lugar de memoria suponen la pérdida de toda identidad para los humanos que posteriormente siguen malviviendo en la finca. De este modo, el texto ficcional denuncia la destrucción global de la biodiversidad, no solo por el caso específico de la desecación del lago, sino por la explotación general y la construcción masiva en zonas rurales como un acto neocolonial. Desde una perspectiva más radical, incluso se podría concluir que en el caso de la finca se trata de un proyecto condenado a un mal fin desde el principio: para legitimar con la inutilidad de la selva virgen la colonización de los montes por criollos blancos, se usaba el mismo argumento que tendrán los nuevos colonizadores, los inmobiliarios, sobre una finca con varias hectáreas de campo no cultivado en un sistema capitalista.
En los mundos narrados la naturaleza y los ecosistemas medioambientales son claves, representan una memoria colectiva del área cultural y existen estrechas relaciones entre los personajes y su tratamiento del entorno no humano. Además de la selva y las plantas, el agua tiene un papel crucial.
El mar es central en Temporal y es llamativo en qué gran medida la actitud arrogante del patriarca frente a sus prójimos corresponde con el abuso antropógeno de la naturaleza. Sin embargo, frente a la capacidad actante del mar, que propone una solución drástica a los protagonistas humanos para mejorar su situación catastrófica, los personajes prefieren no realizarla. Para la sociedad narrada, esto implica una estática de la jerarquía social antropocéntrica y misógina. Resulta irónico que estos mismos personajes sean acusados de una gran debilidad y deficiencia mental por parte del patriarca machista al que salvan la vida y su posición de poder.
En La Oculta, el lago es el protagonista más relevante de los seres vivos no humanos: parece tener también una capacidad actante, ya que puede salvar y cobrar vidas humanas. Sin embargo, al final, ese lugar de memoria es secado con el propósito de controlar y dominar la naturaleza para garantizar una falsa seguridad a los habitantes de la nueva urbanización cerrada. Esta desecación representa la catástrofe apocalíptica, el borramiento de toda una memoria familiar y de la identidad de sus miembros atadas a la finca que, a su vez, es inseparable de su entorno, además de evidenciar las consecuencias fatales de las acciones humanas y destructivas del ecosistema natural. Así, el texto revela los efectos catastróficos de las actitudes colonizadoras de los humanos frente al entorno no humano.
En resumen, en los mundos narrados, el maltrato de la naturaleza refleja los problemas sociales existentes en el mundo extratextual como la violencia o las jerarquías de poder entre los distintos géneros y colectivos humanos. De este modo, ambos textos mantienen un diálogo, aunque existan diferencias como el enfoque en el espacio cultural del mar Caribe o en las montañas de Antioquia, pues lo más relevante en común es la vinculación de ideas ecocríticas, recuerdos diversos y, por ende, la denuncia de varias formas interrelacionadas de violencia, tanto contra la naturaleza como contra las personas. Con estas novelas, ambos autores, de los que uno se expresa mayoritariamente a través de instancias narrativas femeninas, se muestran conscientes de los problemas socio-ecológicos, tratados preferentemente por las corrientes ecofeministas decoloniales y aportan nuevas perspectivas importantes a la memoria cultural colombiana.
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Fecha de recepción: 15.09.2022
Versión reelaborada: 06.05.2024
Fecha de aceptación: 30.05.2024
1 Esta investigación sobre la narrativa colombiana reciente se enmarca en el Grupo de Estudios Literarios (GEL), ES 2023, CODI UdeA, Medellín. Además, esta publicación es parte del proyecto ECOFEM (C-HUM-293-UGR23), cofinanciado por la Consejería de Universidad, Investigación e Innovación y por la Unión Europea con cargo al Programa FEDER Andalucía 2021-2027.
2 Para decolonizar la relación entre humanos y naturaleza, la ecocrítica aboga por dar capacidad actante y voz a los elementos naturales en los textos literarios. Aunque en las dos novelas se puede observar un papel activo del agua, es más evidente que el ser humano domina, explota y destruye la naturaleza.
3 Asimismo, al final del libro y de la vida del protagonista, sobresale el papel de un río, escenificado en un poema, cuando David ya se ha quedado ciego y deja que los sonidos del agua estimulen sus recuerdos en una visión armónica de su vida.
4 Más que feminista, parece oportuno hablar de una lectura antimachista, ya que se denuncia el comportamiento del sujeto masculino mientras que la figura femenina sigue siendo descrita como víctima de la violencia.
5 Su protagonismo también se nota directamente en el título de la traducción al alemán, que significa Lo que les propuso la mar.
6 Existen voces críticas hacia el concepto de Antropoceno, debido a que este categoriza a todos los humanos como iguales, mientras que el Capitaloceno se refiere con más exactitud a la responsabilidad de los sistemas capitalistas.
7 Las críticas desde la perspectiva decolonial surgen al preguntarse sobre con qué derecho los narradores naturalizan el hecho de que esta tierra les ha sido concedida.
8 Dürbeck (2019, 275-277) detalla cinco discursos predominantes, denominados en inglés (i) disaster narrative, (ii) court narrative, (iii) narrative of the Great Transformation, (iv) (bio-)technological narrative y (v) interdependency narrative of nature-culture.
9 En consideración de los problemas de una ética biorregionalista y xenófoba en un marco nacionalista, Nixon (2005) hace una llamada a favor de transgredir fronteras y propone una ética del lugar transnacional, uniendo ideas de ambas ramas, para sustituir la anterior ética estrecha de miras: “exclusionary ethics of place” (237).
10 En este contexto, se recomienda recurrir a los conocimientos de mujeres indígenas para vincularlos a una comprensión de la tierra no como objeto de explotación, sino como agente activo por derecho propio.