DOI: 10.18441/ibam.24.2024.87.251-278

 

 

 

 

A 40 AÑOS DE LA TERCERA OLA DE DEMOCRATIZACIÓN: TRAYECTORIAS DEMOCRÁTICAS EN AMÉRICA LATINA

40 YEARS AFTER THE THIRD WAVE OF DEMOCRATIZATION: DEMOCRATIC TRAJECTORIES IN LATIN AMERICA

Mariana Llanos / Andrés Malamud / Yanina Welp / Stefano Palestini / Laurence Whitehead

INTRODUCCIÓN

Este Foro de Debate reúne cuatro artículos que fueron presentados en la conferencia “Breakdowns and (de)democratization in South America and beyond” organizada por el Departamento de Sociología e Investigación Social y la Escuela de Estudios Internacionales, de la Universidad de Trento (Italia) en octubre de 2023. Dicha conferencia tuvo como propósito conmemorar cuarenta años de democracia en Argentina y cincuenta del golpe militar que derrocara al presidente Salvador Allende en Chile en 1973 y diera inicio a la dictadura del general Augusto Pinochet. Recordemos que la democracia se inauguró en Argentina con el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989), mientras que en Chile la transición tuvo lugar con la elección de Patricio Aylwin en 1989. Los artículos reflexionan sobre las trayectorias democráticas de estos y otros países latinoamericanos a lo largo de estas últimas décadas y contribuyen perspectivas sobre el estado de la democracia hoy en día en la región.

El evento de Trento estuvo marcado por la contradicción entre, por un lado, celebrar la resiliencia de las instituciones democráticas en el período democrático más largo que ha experimentado América Latina: la tercera ola de democratización fue un cierre positivo para un siglo xx más bien signado por la inestabilidad política y las dictaduras militares. Por el otro, inevitablemente se reflexionó sobre los múltiples y severos problemas que estas democracias de edad mediana enfrentan. Tales problemas volvieron a hacerse evidentes en 2023 con la sorprendente elección de Javier Milei, un outsider con una agenda ultraliberal, en la presidencia argentina, mientras que en Chile ya habían asomado dramáticamente con el estallido social de 2019 y los subsiguientes intentos fallidos de reforma constitucional. Como escribe Andrés Malamud en su contribución a este foro, la “democracia dura, pero no brilla”.

Me gustaría resaltar primero la cuestión de que la democracia dura. Malamud nos recuerda cómo, a pesar de múltiples contratiempos e insatisfacciones, la democracia no sólo ha demostrado ser resiliente –esto es, capaz de atravesar crisis económicas recurrentes e incluso una pandemia global– sino también “antifrágil”, concepto que permite destacar que la democracia no sólo ha resistido a los impactos sin romperse, sino que se ha fortalecido gracias a ellos. Los desafíos enfrentados han sido enormes y los actores respondieron, con algunas notables excepciones, respetando las reglas del juego democrático (por ejemplo, los juicios políticos reemplazaron a los golpes de estado como mecanismo de resolución de las crisis de gobierno) y desarrollando prácticas políticas con creatividad (como la formación de coaliciones de gobierno en respuesta a la fragmentación partidaria excesiva en el poder legislativo). Por cierto, los límites de esas prácticas también han quedado en evidencia en un rendimiento pobre de los gobiernos, sobre todo en términos de reducción de la desigualdad y la pobreza, que ha contribuido al desencanto ciudadano.

En la misma línea, la contribución de Yanina Welp destaca el papel de las instituciones (en particular, las reglas electorales y las que afectan la distribución del poder territorial y legislativo) para canalizar conflictos y mantener bajo control la inclinación de los gobernantes a abusar de su poder. Su idea de “pluralismo por defecto” apunta a que la competencia política sobrevive en nuestros países más que por la convicción democrática de las élites y la fortaleza de los actores sociales porque el poder está fragmentado y el estado es demasiado débil para imponer un gobierno autoritario. Tal pluralismo ha sido esencial para la contención de proyectos populistas con pretensiones expansivas. Sin embargo, los límites de ese diseño institucional están a la vista en la elección del poder ejecutivo. En el caso argentino, las instituciones no evitaron el avance de La Libertad Avanza y la llegada de Milei al poder. Por un lado, se canalizó institucionalmente la frustración ciudadana acumulada a raíz de las crisis económicas persistentes, los vínculos clientelares de los proyectos precedentes, y el excesivo poder de líderes sociales y sindicales. Por otro, queda por ver si las instituciones volverán a funcionar en su tarea de contener al presidente (aunque pareciera que lo están haciendo) o si un eventual triunfo económico de su parte podría disminuir las barreras de intolerancia al autoritarismo en ese país.

La frustración y el desencanto de los electores es un tema recurrente en los artículos. Ya del lado de los problemas que enfrentan estas democracias sin brillo, Stefano Palestini se concentra en las causas del rechazo popular a las dos recientes propuestas de reforma constitucional en Chile, poniendo el acento en el contexto sociopolítico en que tuvieron lugar luego de las violentas protestas de 2019. Específicamente, Palestini nos llama la atención sobre las preferencias ciudadanas contrarias al cambio que llevaron al rechazo de las mencionadas propuestas, sobre todo a las de un grupo de ciudadanos, aproximadamente un cuarto de la población, que estaba bastante fuera del radar académico por ser indiferente o retraído en relación a la política y ausente en el momento electoral por razones institucionales, léase el voto voluntario. Sin embargo, estas preferencias quedaron en evidencia en el referéndum ratificatorio de setiembre de 2022, el primero con voto obligatorio.

Para concluir, Laurence Whitehead profundiza en los problemas, revelándonos cuáles serían las disfuncionalidades democráticas prevalentes, que él condensa en tres. A la primera la llama el electoralismo por defecto, la versión de la democracia electoral que se ha mostrado viable en muchos países, la cual deja bastante que desear pero todavía nos aleja de otras formas, más violentas, de resolución de controversias. Es decir, las elecciones se han convertido en la forma standard de elegir y renovar autoridades, aunque no son suficientes para una democracia plena cuando, por ejemplo, el incumbente se resiste a dejar el poder. Varias otras disfuncionalidades aparecen en la cadena de legitimidad (de input, proceso y output), empezando con la incapacidad que muestran los partidos políticos hoy en día para otorgar legitimidad de input, es decir, para actuar como ligazón entre la sociedad y el estado, en una región que supo tener importantes partidos y movimientos movilizadores en el pasado. Finalmente, Whitehead nos habla de la política sin dirección o salida aparente, que es desalentadora para los ciudadanos y alimenta su apatía. Dicha apatía puede ser temporariamente aminorada por agendas ejecutivas de cambio, algunas intempestivas como la del presidente argentino, pero que mirando en retrospectiva comparada no han tendido a dejar resultados duraderos.

La democracia parece resiliente, pero sus disfuncionalidades también. Este Foro de Debate nos brinda claves de lectura esenciales para identificar esos problemas y buscar soluciones.

Mariana Llanos

DIEZ LECCIONES SOBRE LA DEMOCRATIZACIÓN EN AMÉRICA LATINA, CUARENTA AÑOS DESPUÉS

Al inicio fue la transición. En la lejana década de 1980, la democratización parecía una tarea difícil de ejecutar, pero fácil de entender: los ciudadanos volverían a las urnas, los militares a los cuarteles y los políticos al gobierno. Las relaciones de fuerza entre el régimen saliente y los actores entrantes no estaban claras, pero el punto de partida era conocido, y el punto de llegada, consensual. Con la democracia “se come, se cura y se educa”, recitaba Raúl Alfonsín, queriendo decir que el procedimiento para elegir gobernantes se transformaría en práctica de gestión cotidiana y no solo en ritual electoral. De las ilusiones de entonces llegamos, varias crisis después, a las frustraciones de hoy. Sin embargo, la democracia ha resistido: a cuarenta años de la transición, en 2024 campea en quince de los veinte países latinoamericanos. ¿Qué aprendimos en el trayecto?

La primera lección es que los problemas con que nos encontramos afectaban más la calidad que la resistencia de la democracia. Con la excepción de Venezuela, Nicaragua y El Salvador, los regímenes democráticos han sobrevivido a juicios políticos (impeachments), renuncias presidenciales anticipadas, levantamientos populares y amotinamientos militares. Y aun cuando se produjeron reversiones autoritarias, como en Perú en 1992 y en Bolivia en 2019, ellas fueron temporarias y los responsables terminaron presos. Aclaración: Haití y Cuba no son considerados en este racconto, el primero porque nunca consolidó su democracia y la segunda porque nunca pretendió tenerla: la base de legitimidad de su gobierno es la revolución, no el voto. En los demás países, las democracias conquistadas no terminaron siendo como soñábamos: su funcionamiento es más antagónico que cooperativo, su base social tolera enormes desigualdades y los electorados oscilan entre la apatía y la rabia (ver en este volumen las contribuciones de Palestini y Whitehead). El pueblo vota y los gobernantes pierden elecciones sin perder la cabeza, pero las condiciones de competencia raramente son igualitarias y los resultados de los gobiernos son insatisfactorios. La democracia dura pero no brilla.

La segunda lección es que, a pesar de que la democracia y el autoritarismo se desplegaron históricamente en grupos y olas, hoy es posible encontrar enclaves de autoritarismo que no contagian. Al contrario, inmunizan. Si la tercera ola comenzó en el sur de Europa en los 70s para viajar a América Latina en los 80 y volver a Europa oriental en los 90s, hoy testimoniamos cómo Venezuela se hunde en el autoritarismo mientras Ecuador rescata su democracia, cómo El Salvador se desliza hacia la autocracia mientras la democracia guatemalteca recupera signos vitales. Aunque también en Europa se observan enclaves autoritarios, sobre todo en la exórbita soviética, allí parece haber un efecto gregario que en América Latina es menos claro. De hecho, el llamado giro a la izquierda incluyó a gobiernos autoritarios como el venezolano y democráticos como el argentino, el brasileño y el uruguayo, y aunque entre todos ellos había simpatía, no hubo difusión.

La tercera lección es que la democracia se volvió estable, pero los presidentes no tanto. A diferencia de lo que ocurría hasta la década de 1980, los golpes de Estado se tornaron infrecuentes y los militares ya no gobiernan. Sin embargo, más de una veintena de presidentes han visto interrumpido su mandato por juicios políticos o puebladas. Aníbal Pérez Liñán ha denominado a este fenómeno “nueva inestabilidad política”, y posteriores investigaciones (como las de Kathryn Hochstetler, Leiv Marsteintredet y Mariana Llanos) han sugerido que se trata de una especie de parlamentarización del presidencialismo. Originalmente percibidas como perjudiciales para la democracia, las interrupciones presidenciales han pasado a ser vistas como el antídoto para la rigidez del presidencialismo que atormentaba a Juan Linz. La flexibilización procedimental, antes que los resultados substantivos, obraron el fenómeno de la supervivencia democrática.

La cuarta lección es que la polarización y la fragmentación partidaria, generalmente aborrecidos por igual, no son equivalentes en sus consecuencias (ver en este volumen la contribución de Welp). La polarización, a pesar de sus efectos tóxicos sobre el debate político, contribuye a la diferenciación de las propuestas y a la movilización del electorado. Así, cumple un papel clave en la elección de presidentes y la formación de gobiernos. En cambio, la fragmentación genera condiciones de ingobernabilidad porque dificulta la formación de un escudo legislativo que estabilice el mandato presidencial. Por ende, ha tenido un efecto deletéreo en algunos países, contribuyendo a la caída de varios gobiernos. La polarización, al concentrar las preferencias, tensiona pero organiza la democracia; la fragmentación, al dispersarlas, la erosiona.

La quinta lección es que el presidencialismo de coalición, identificado por Sérgio Abranches en 1988, es una práctica cada vez más necesaria y, al mismo tiempo, cada vez más frágil. La razón de la necesidad y de la fragilidad es la misma: la fragmentación partidaria. Son contados los casos en los cuales un solo partido consigue ganar la elección y formar gobierno. Sea mediante alianzas electorales previas o coaliciones parlamentarias posteriores, los presidentes latinoamericanos designan gabinetes multipartidarios. Pero la fragmentación creciente ha tornado las negociaciones más difíciles, y los acuerdos, más caros. En Brasil, por ejemplo, se han registrado gabinetes de hasta 38 ministros provenientes de diez partidos políticos. Si las dictaduras pecaban por exclusión, las democracias contemporáneas pecan por sobreinclusión –pero de políticos, no de ciudadanos.

La sexta lección es que, insatisfacción popular mediante, los outsiders han virado de excepción a norma. La hora de los partidos quedó en el pasado: hoy, presidentes provenientes de espacios fluidos como Gabriel Boric, Dina Boluarte, Gustavo Petro, Daniel Noboa y Javier Milei son más frecuentes que los tradicionales Luis Lacalle Pou o Santiago Peña. En Brasil, el disruptivo Bolsonaro se alternó con el convencional Lula, y en México, Andrés Manuel López Obrador primero y Claudia Sheinbaum después les ganaron a los tres partidos históricos coaligados. En algunos casos, los líderes rupturistas hicieron carrera previa en partidos tradicionales, como Nayib Bukele en el FMLN salvadoreño; en otros casos, provienen del activismo extrapartidario como guerrillas (Petro) o movimiento estudiantil (Boric); un último puñado surge a la política sin militancia previa (Milei). La clásica sentencia politológica de que no es posible la democracia sin partidos se desvanece gradualmente… junto con los partidos. Mientras tanto, como sugiere Juan Pablo Luna, no descubrimos nada que los reemplace.

La séptima lección, en línea con la anterior, es que los sistemas de partido colapsan, pero no siempre, ni en todos lados. Entre las excepciones más notorias se encuentran los mencionados casos de Paraguay y Uruguay: ¿será la existencia de un Partido Colorado una condición necesaria para la continuidad de los sistemas partidarios? Además, es frecuente encontrar países que sufrieron colapsos a medias. En Argentina, por ejemplo, la resiliencia del peronismo ofrece un eje alrededor del cual siguen girando agrupaciones tradicionales y agrupaciones nuevas, renovando periódicamente la fe de quienes el sociólogo argentino Juan Carlos Torre llamó “huérfanos de la política de partidos”. En Brasil, el PT se mantiene como columna vertebral del sistema partidario, mientras el resto sigue siendo una masa gelatinosa que incluye tanto a viejos caudillos regionales como a nuevos caudillos militares. Colapsos totales, como en Venezuela y Perú, solo han implicado la muerte de la democracia en la mitad de los casos. El caso más intrigante entonces es Perú, donde, al decir de Rodrigo Barrenechea y Alberto Vergara, la democracia se ha vaciado –pero no se ha quebrado, al menos desde 1992.

La octava lección es que las potencias extranjeras importan cada vez menos, pero los mercados internacionales cada vez más. La Doctrina Monroe definió tempranamente, dos siglos atrás, el derecho de intervención que los Estados Unidos reclamaban en los asuntos domésticos del resto del hemisferio. Primero para contener al colonialismo del Viejo Mundo, después a la Alemania nazi y finalmente a la Unión Soviética, Washington se reservaba el derecho de intervenir con la CIA o con los marines en las decisiones soberanas de otros países. Mientras las intervenciones militares en América Central y el Caribe se hacían con botas y a la luz del día, las operaciones de inteligencia que derivaban en los golpes de estado sudamericanos se hacían con espías y eran secretas. En el siglo xxi esto no corre más: Hugo Chávez pudo insultar al presidente norteamericano en su propio suelo, durante un discurso ante la ONU, y después designar a Nicolás Maduro como sucesor sin que Estados Unidos moviera una nave de asalto anfibia o gatillara una operación encubierta para derrocarlo. Como máximo, le ofrecerían más tarde apoyo diplomático y financiero a un “presidente encargado”, y lo recibirían con vítores en el congreso mientras sancionaban a jerarcas del régimen. De invasión o golpe de estado hubo solo retórica, resucitando la Doctrina Monroe en el discurso pero no en la práctica. La irrelevancia relativa de América Latina, hemos argumentado con Luis Schenoni, se basa en su bajo potencial como oportunidad pero, sobre todo, como amenaza. Políticamente, la región es más autónoma que nunca; económicamente es otra historia. Daniela Campello y César Zucco han documentado cómo, en América del Sur, el 80% de la popularidad de los presidentes y de sus chances de reelección depende de dos factores que no controlan: el precio mundial de las commodities y la tasa de interés internacional. Si el primero es función del crecimiento chino (y asiático en general), la segunda se basa en la decisión de la Fed, el banco central de Estados Unidos. Así, los gobernantes democráticos sudamericanos siguen dependiendo del exterior tanto o más que de sus electores, pero ya no de las decisiones de otros gobernantes sino de las fuerzas impersonales de los mercados y de las decisiones burocráticas de agencias independientes.

La novena lección es que, aunque los golpes de Estado se han tornado cada vez más infrecuentes, la utilización del concepto no se redujo, sin embargo, aumentó su uso con adjetivos. Con Leiv Marsteintredet identificamos una serie de calificativos que acompañan al sustantivo “golpe” para designar eventos que en el pasado habríamos llamado de otro modo. Golpe blando, lento, suave, en cámara lenta, judicial, parlamentario, electoral, de mercado, incluso constitucional. Considerando que la definición clásica implica “la interrupción inconstitucional del mandato de un jefe de gobierno por parte de otra agencia estatal”, la adición de un adjetivo busca relativizar la ausencia de uno de los componentes definicionales: generalmente la inconstitucionalidad, otras veces la ausencia de una agencia estatal por detrás de una caída presidencial. En conexión con la tercera lección (democracias estables, presidentes inestables), la adjetivación es un intento de responder a nuevos fenómenos con viejas categorías mediante su estiramiento conceptual. La consecuencia es que, mientras la democracia subsiste pero no satisface al gran público, los académicos no encuentran soluciones porque erran el diagnóstico.

La décima lección es que, a pesar de contratiempos e insatisfacciones, la democracia no solo se ha demostrado resiliente –capaz de atravesar crisis económicas recurrentes y pandemias globales– sino incluso antifrágil. La antifragilidad es un concepto acuñado por Nassim Taleb para referirse a algo que no solo resiste los impactos sin romperse sino que se fortalece gracias a ellos. Un ejemplo biológico son los músculos, a los cuales la ejercitación torna más potentes, y la sentencia que inmortaliza el concepto es de Nietzsche: “todo lo que no me mata me hace más fuerte”. Así, potenciales líderes autoritarios como Bolsonaro o el mismo Donald Trump, en el latinoamericanizado Estados Unidos, vieron su reelección frustrada debido al modo en que encararon la pandemia –cuando muchos temían el efecto contrario: la eternización en el cargo. Las democracias brasileña y estadounidense no están garantizadas, pero son más fuertes después de mandatos potencialmente autoritarios que durante.

Democracias que vencen pero no convencen en sociedades insatisfechas pero reluctantes al autoritarismo: tal es la realidad latinoamericana a cuatro décadas de abandonar la dictadura. Mientras en Europa avanzan las fuerzas xenófobas, Estados Unidos se parte al medio, África sigue inmersa en la inestabilidad y en Asia florecen las economías pero no las democracias, América Latina parece una región fuera de onda. Su estructura económica sigue siendo fuente de violencia y desigualdad; su orden político, en cambio, se mantiene anclado en la capacidad de los ciudadanos de deshacerse de sus gobernantes sin derramamiento de sangre. Ciertamente, hay que mejorar lo mucho que no funciona, pero para eso es mejor apoyarse en las lecciones adquiridas que ignorarlas. Los dolores que quedan son las libertades que faltan, no las que ya conseguimos.

Andrés Malamud

ARGENTINA CONTRA LA DEMOCRACIA IDEAL1

UNA RARA CONSTELACIÓN DE EVENTOS1

Las transiciones a la democracia fueron analizadas por una abundante literatura que identificó unas condiciones, en especial la división de la élite, una fuerte demanda social, la presión internacional y/o crisis económicas que generan el caldo de cultivo para el surgimiento de algunos de los factores previos. Por su parte, en el análisis del quiebre jugaron un papel relevante el conflicto redistributivo, las pujas ideológicas en defensa de modelos enfrentados de organización política y un escenario internacional atravesado por esa misma disputa. Las condiciones generales son un elemento y otro “la chispa que enciende la mecha”. Las instituciones (en particular las reglas electorales y la distribución de poder) han jugado aquí un papel si no determinante al menos destacado influyendo sobre las posibilidades de canalizar conflictos o incentivarlos. Aquellos estudios fueron iluminadores al señalar que no había linealidad ni en los procesos ni en los resultados –en las transiciones, el cambio no necesariamente sería hacia la democracia o sostenible en el tiempo– mientras atendía a las variables contextuales y específicas para generar marcos de interpretación.

En una reflexión sobre el tránsito a la democracia durante la tercera ola Albert Hirschman (“On Democracy in Latin America”, The New York Review 1986) señaló que cualquier reflexión sobre las chances de consolidar la democracia en América Latina podía partir del pesimismo porque la constante era la inestabilidad: ni siquiera los regímenes autoritarios lograban perdurar, como mostraban los casos de Argentina, Brasil y Uruguay en los sesenta y setenta. Las causas podían encontrarse en la convergencia de todo tipo de factores, desde la cultura hasta la estructura social y la vulnerabilidad económica. Señalaba Hirschman que una forma de pensar particularmente perniciosa era el identificar una serie de variables imposibles de cumplir. Frente a esto, sería más constructivo estar atentos a desarrollos históricos inusuales, constelaciones raras de acontecimientos favorables, caminos estrechos, avances parciales que permitieran avanzar la construcción de una alternativa a la dictadura (sobre el estado de situación en el siglo xxi véanse Malamud y Whitehead en este volumen). Se trataba de buscar o aprovechar ventanas de oportunidad y pensar en lo posible más que en lo probable.

La experiencia de la Argentina post 1983 muestra que aún sin darse las condiciones identificadas por la literatura, la democracia fue posible. A pesar de que los militares siguieron al menos durante un tiempo siendo un actor poderoso y la economía no salió de sus ciclos de crisis se introdujeron valores democráticos y de apertura en el proceso político y en los patrones de convivencia entre ciudadanos (atención a estos puntos al pensar el escenario actual, de creciente intolerancia y normalización de la violencia verbal). Funcionó porque a la mayoría de los actores sociales, económicos y políticos los beneficios les resultaban mayores que cualquier otra alternativa.

La democracia en un sentido básico no es otra cosa que un esquema plural de reparto del poder basado en unas reglas del juego avaladas por la mayoría. Aunque se le da centralidad a la adhesión a unas reglas normativamente más valiosas, parece más productivo pensarlo como una adhesión que se da por defecto, cuando ninguna otra alternativa se percibe como mejor. Un “pluralismo por defecto” surge donde la competencia política sobrevive más que por convicción democrática de las élites y fortaleza de los actores sociales, porque el gobierno está demasiado fragmentado y el estado es demasiado débil para imponer un gobierno autoritario en un contexto internacional democrático. O porque el statu quo da una valiosa estabilidad para la mayor parte de los actores.

El pluralismo por defecto sería un resultado de la incapacidad de las autoridades políticas para concentrar todo el poder y mantenerlo, esta incapacidad podría conducir a establecer diferentes modalidades de alianzas o equilibrios inestables. Los escenarios podrían derivar en que finalmente un actor se haga con el poder (en ese camino se encuentra Nayib Bukele en El Salvador), que se transite hacia una mayor estabilidad democrática (lo consiguió Uruguay) o que se sostenga un sistema a medio camino entre uno y otro (Paraguay como ejemplo). La clave para comprender una u otra situación no deriva de las instituciones, que en este esquema pasan a ser una consecuencia y no una causa del sistema político, sino del tipo de Estado sobre el que se erige el régimen político. En este esquema, la acción de la sociedad civil abre oportunidades para el cambio y para afianzar el estado de derecho.

He ahí el talón de Aquiles de muchas democracias latinoamericanas: el Estado y las agencias públicas no dan certezas. Gerardo Munck (“Estados semipatrimoniales y democracias duraderas de baja calidad en América Latina”, Revista Mexicana de Sociología 86, 2024) ha señalado que la democracia prospera cuando se mantiene bajo control la inclinación de los gobernantes a abusar de su poder, los costos de la alternancia son bajos (atención a este punto: cuando los partidos no se arraigan y tienden a desaparecer tras cada proceso electoral tienen más incentivos a atentar contra el sistema) y cuando quienes gobiernan y han ejercido el poder de modo que pueden temer por su futuro (por casos de corrupción y/o violaciones a los derechos humanos que puedan conducirlos a la cárcel) no pueden contar con apoyos dentro del Estado que les permitan evitar la Justicia y/o permanecer en el cargo. ¿Qué es lo que condiciona el escenario? Siguiendo a Munck, las características del Estado.

Cuando el Estado es semipatrimonial, como ocurre en el caso argentino, algunos agentes estatales están dispuestos a actuar de forma arbitraria en algunas ocasiones, limitando la posibilidad de construir una democracia de calidad, pero sin poner en peligro la perdurabilidad de la misma. Colusión selectiva y oportunismo político son los dos mecanismos que operan para sostener este Estado. En los estados semipatrimoniales las reglas se tuercen con frecuencia, lo que afecta la calidad de la democracia, pero hay unos límites (que no existen en los estados patrimoniales), unos márgenes que contienen el accionar de los políticos porque los actores estatales mantienen cierto poder (por ejemplo, el Poder Judicial) mientras la limpieza relativa de los procesos electorales también alienta la alternancia. Dice Munck que “los Estados semipatrimoniales contribuyen directamente a la creación de democracias de baja calidad, pero también evitan que las democracias se quiebren”. Pasemos ahora al análisis de la Argentina pre Milei.

LA CONTENCIÓN POPULISTA

Una extensa producción académica discute sobre definiciones y características que a grandes rasgos acuerdan en identificar el populismo como un estilo o estrategia discursiva dirigida a movilizar y construir una identidad pueblo para disputar el poder a la casta o a una élite corrupta (Casullo, María Esperanza, ¿Por qué funciona el populismo?, 2019). Unos lo ven en su potencial transformador y de apertura mientras otra corriente lo identifica con una amenaza a la división de poderes por su afán mayoritario, de gestión verticalista y de ataque a las instituciones de la democracia representativa, como la Justicia, los partidos políticos y las voces críticas en la academia y/o los medios de comunicación.

El análisis del populismo en Argentina es especialmente productivo para correrse del foco sobre la psicología de los líderes. En Argentina, peronismo y populismo suelen usarse como sinónimos incluso por sectores opuestos, porque el populismo se asocia a la vez, a menudo de forma excluyente, con inclusión social y con concentración de poder. Más allá de este debate, la investigación sobre el populismo suele dar cuenta de una vida efímera de los populismos debido a tres escenarios: al estar estrechamente apegados a la figura del líder, el proyecto político desaparece con él o ella; al basarse en promesas de transformación radical, no cumplirlas suele desplazarlos de la arena electoral (Pedro Castillo en Perú); al conseguir aferrarse al poder, destruyen las instituciones liberales convirtiendo el sistema en un autoritarismo (como ocurrió en Venezuela).

Más de setenta años de peronismo, cuarenta de los cuales se han producido en democracia, marcan una excepcionalidad del populismo en Argentina. No desaparece con sus líderes, los sobrevive aunque no cumplan sus promesas (o incluso las modifiquen radicalmente como ocurrió con la presidencia de Carlos Menem). Tampoco conduce al país a la dictadura. Mi argumento es que esto es un resultado del pluralismo por defecto que generó un esquema variable pero firme de “contención populista”. Los fundamentos de este sistema refieren tanto a las instituciones que dieron forma a la distribución del poder como a las dinámicas de ejercicio del mismo (lo desarrollé con mayor detalle en “Argentina y la contención populista”, en Populismos, Planeta 2022 y “Populismo y pluralismo por defecto en Argentina”, en Impacto, riesgos y oportunidades del populismo en Europa y América Latina, Tirant lo Blanch, 2023).

Primero, la distribución del poder a nivel territorial y legislativo que precede a la emergencia populista. El federalismo valida espacios flexibles de poder porque los gobernadores si bien pertenecen a unos partidos políticos tienen margen e incentivos para negociar con otros (algo que se vio especialmente durante el gobierno de Néstor Kirchner). La fórmula de elección legislativa ha permitido que nadie consiga todo el poder en un momento dado. A nivel institucional esto ocurre por la elección escalonada de senadores (por tercios) y diputados (por mitades), que minimiza el poder que pueda obtener un outsider que llegue a la presidencia (como ha ocurrido con Javier Milei que tiene 7 de 72 senadores, 38 de 257 diputados y ningún gobernador) pero también ha funcionado como un catalizador de insatisfacciones en un país en que los vaivenes de la economía son una constante. Desde el diseño del sistema electoral se fuerzan, a su vez, otros equilibrios. Destaca la subrepresentación de la provincia de Buenos Aires, que con el 40% de la población cuenta con el 27% de los diputados y el 4% de los senadores al congreso.

Segundo, el rol central otorgado a los partidos. Suele compararse mucho a Argentina con Perú, pero justamente en la relevancia de los partidos en el país del sur surge una diferencia crucial. En Argentina los partidos tienen el monopolio de la representación, no es posible postular candidaturas sin partidos como ocurre en otros países de la región (Panamá, México, Ecuador, entre otros). Las primarias abiertas simultáneas y obligatorias (para los partidos y para el electorado) también buscaron y por un tiempo consiguieron evitar la fragmentación vista en otros países de la región a partir de generar incentivos a mantener la unidad partidaria lo que también influyó en alimentar una grieta que mantenía viva la representación. A la vista están los límites de cualquier diseño institucional porque no consiguieron evitar el avance de La Libertad Avanza, primero impulsado por el cálculo estratégico del peronismo masista que así esperaba dividir a la oposición y finalmente validado por el ex presidente Mauricio Macri.

Tercero, la autonomía relativa al interior del peronismo y de sus organizaciones sociales afines. El modelo descrito generó la estabilidad del sistema de partidos (desde 2003) y la adhesión a las reglas del juego basadas en ambos, su buen funcionamiento (la administración electoral nunca estuvo cuestionada) y la expectativa de poder llegar al poder y mantener espacios de representación a nivel de las provincias y el legislativo.

La contención populista se da por la misma distribución de poder que no sólo refiere al peso de los gobernadores, la dificultad para conseguir mayorías amplias en el congreso y también por la relativa autonomía en la definición de su agenda de sindicatos y organizaciones sociales afines. La parte negativa de esta última ecuación es que la relación de afinidad se basó en mayor medida en vínculos clientelares más que ideológicos y en la construcción de espacios de poder político y económico por muchos líderes sociales y sindicales. Sobre estas evidencias –a las que se suman cambios en la estructura productiva que dejan mayor presencia del empleo informal no sindicalizado– la polarización fue generando que un sector cada vez más amplio de la población perdiera la paciencia y se fuera produciendo una ruptura de la representación.

Volviendo al argumento inicial, el aval a la democracia puede entenderse como una adhesión normativa a unos principios y a la vez como unas reglas útiles en un determinado contexto para garantizar la supervivencia y ciertas cuotas de poder a todos o al menos la mayoría de los actores. El aval de la ciudadanía requiere de algo más que esto.

LA INCONTINENCIA LIBERTARIA

¿Cómo llega al gobierno el primer presidente anarcolibertario del mundo? Más que del auge de fuerzas externas de la ultraderecha global a los que ha ido adhiriéndose, el liderazgo de Javier Milei surge de (malos) cálculos electorales domésticos en confluencia con nuevas dinámicas comunicacionales y cambios socioeconómicos. Milei creció aupado por la irresponsabilidad de sectores de las élites políticas argentinas y por la insomne sociedad del espectáculo que prioriza conseguir la atención de la audiencia. Algunos medios le dieron la plataforma desde la que conectar con la bronca anticasta acumulada en la sociedad, con los jóvenes jugando un rol clave: la campaña de Milei fue la menos costosa y la que contó con el mayor apoyo espontáneo de adherentes. Desde las huestes del peronismo muchos vieron en el libertario la fórmula mágica para dividir el voto opositor. Lo hicieron crecer y después no lo pudieron parar. El eje que dominó el debate no fue democracia-dictadura “sino cambio a cualquier precio” versus “continuidad a un precio muy alto” (en un escenario de estancamiento económico y avance de la pobreza y la inflación).

El principal baluarte para salvar el pluralismo en Argentina radica menos en la expectativa de encontrar una élite política que se adhiere sin resquicios a los valores democráticos como en que se sostenga el pluralismo por defecto que logre encauzar la incontinencia libertaria. Las instituciones son clave, en especial la Corte Suprema. También el Congreso, cuyas fuerzas han estado en una dinámica negociación desde que asumió el nuevo gobierno cuyo devenir no puede pronosticarse pero si evidencia un contrapeso y la sociedad civil. Si el vuelco hacia Milei se explica por la frustración acumulada por crisis económicas persistentes, el que el nuevo gobierno pueda o no reactivar la economía y dar estabilidad es central para su sostén en el tiempo. Paradójicamente, un triunfo económico podría disminuir las barreras de intolerancia al autoritarismo. La adhesión a valores democráticos no se da desde el ideal sino desde un acuerdo tácito sobre los beneficios que trae la convivencia en un entorno regulado por el estado de derecho (que incluye la adhesión a unos principios como el respeto a los derechos fundamentales), y se pierde cuando no se experimentan estos beneficios y no hay perspectivas de experimentarlos (e incluso se cuestiona vivir en un estado de derecho, por ejemplo, frente al aumento de la criminalidad, la elevada incertidumbre respecto al futuro o el empeoramiento de las condiciones de vida).

Un elemento más que no se debe perder de vista refiere a una de las consecuencias de la polarización. Se ha enfatizado mucho en la incertidumbre sobre los resultados electorales como elemento distintivo de la democracia. Otra forma de incertidumbre también fundamental refiere al curso a seguir o las opciones que se plantean para la gobernanza. Donde hay dudas, hay espacio para el debate, para el cambio de opinión y el acercamiento de posiciones. Frente a la unánime voluntad popular roussoniana, la democracia necesita pluralismo e incertidumbre, lo opuesto de las posiciones rígidas y las convicciones monolíticas. La polarización extrema o polarización afectiva completa la moralización del debate público y ahoga la posibilidad de la deliberación democrática. Es un marco mucho más precario y flexible el que puede permitir las condiciones para sostener la democracia, bastante alejado de unos abstractos y ascéticos valores planteados desde el ideal democrático.

Yanina Welp

EL VOTO DE RECHAZO Y EL FALLIDO PROCESO CONSTITUYENTE EN CHILE2

El proceso constituyente chileno (2019-2023) fue un caso de democratización fallida. ¿Democratización? ¿Fallida? Vamos por parte. La recuperación de la democracia en Chile sucedió en 1989 con la elección de Patricio Aylwin y el fin de la dictadura del General Pinochet. Fue una transición negociada entre las fuerzas políticas prodemocracia y los miembros civiles del régimen militar. Como parte de esa negociación, las fuerzas democráticas se comprometieron a preservar las bases institucionales del antiguo régimen, comenzando por la Constitución de la República redactada por una comisión nominada por la junta militar, y aprobada en 1980 por un plebiscito sin registro electoral y bajo un régimen de suspensión de las libertades políticas. La Constitución del 80 –en una versión reformada, por cierto– continuó siendo la carta fundamental del Chile democrático. En este contexto, el proceso constitucional que se inició tras la ‘revuelta social’ de octubre de 2019 y que condujo a la firma del ‘Acuerdo por la Paz Social y una Nueva Constitución’, fue la primera oportunidad real de cambio constitucional con la posibilidad de dotar a la república de una carta fundamental escrita y aprobada en democracia. Fue, desde este punto de vista, una oportunidad de democratización y de cierre de la larga transición chilena.2

El proceso constituyente generó dos propuestas de nueva constitución que, sin embargo, fueron rechazadas por la mayoría de los chilenos. La primera propuesta, escrita por una convención constitucional con una amplia mayoría de miembros independientes de partidos políticos, fue rechazada por más del 60% del electorado en un plebiscito en septiembre de 2022; la segunda, redactada por un consejo constitucional mucho más semejante en la distribución de escaños al Congreso Nacional, fue rechazada por un 56% del electorado, en un plebiscito en diciembre de 2023. Así, luego de cuatro años, el ‘momento constitucional’ se cerró y la Constitución del 80 continúa siendo la carta fundamental de Chile.

¿Por qué se rechazaron las propuestas para una nueva constitución? ¿Por qué el momento constitucional fracasó si, aparentemente, respondía a una demanda ciudadana transversal emanada de la ‘revuelta social’ de octubre de 2019? A mi modo de ver, no disponemos aún de una respuesta contundente a estas preguntas, y probablemente nos tomará un tiempo tenerla. El proceso constituyente y su fracaso fueron eventos complejos cuyas causas operan a distintos niveles de análisis. No obstante, y luego de un primer momento de esperable desconcierto, han comenzado a publicarse análisis más sopesados que echan luces sobre las posibles causas del voto de rechazo. Estos análisis se concentran en el rechazo de la primera propuesta de nueva constitución, dado que fue ese primer proceso constituyente el que respondía de manera más directa a la demanda de cambio emanada de la ‘revuelta social’ de 2019. De alguna manera, el segundo proceso fue la reacción al fracaso del primer proceso, y por tanto sus chances de éxito estaban ya fuertemente comprometidas por aquella primera experiencia fallida.

De los diversos análisis que han aparecido, se puede destilar una suerte de narrativa principal que localiza la causa del rechazo en la Convención Constitucional, es decir en el órgano encargado de preparar la propuesta. En este breve ensayo quisiera contribuir con una narrativa diferente basada en una observación sociológica y politológica de larga data, a saber, la existencia de un grupo de ciudadanos profundamente desafectado con la política que no votó para el plebiscito de entrada que puso en marcha el proceso constituyente. Por un aparentemente inocuo cambio de la regla electoral, este grupo de ciudadanos fue a votar masivamente durante el plebiscito de salida en el que la propuesta fue rechazada. Antes de elaborar esta explicación, vale la pena primero presentar la narrativa principal.

LA CONVENCIÓN

La explicación principal del voto de rechazo se enfoca en los problemas de diseño y funcionamiento de la Convención Constitucional, el órgano que preparó el borrador de la primera propuesta constitucional. La mayoría de los convencionales elegidos por la ciudadanía estaban a favor del cambio constitucional, y correspondían a individuos independientes de partidos políticos y sin previa experiencia en política. La elección de los convencionales fue un voto de castigo a los partidos políticos en su transversalidad. Muchos de estos convencionales independientes tenían lazos más o menos establecidos con organizaciones de la sociedad civil, pero otros eran llaneros solitarios, que habían conseguido el apoyo popular sobre la base de sus trayectorias biográficas y de una comunicación directa con los electores a través de las redes sociales, sin necesariamente tener vínculos con organizaciones políticas o de la sociedad civil. La falta de experiencia política explicaría, de acuerdo con esta narrativa, la poca voluntad y capacidad de los convencionales de negociar acuerdos. Esta incapacidad se vio reforzada por el hecho de que muchos convencionales se autopercibieron como representantes del 80% de la población que votó a favor del cambio constitucional en el plebiscito de entrada (con voto voluntario; un aspecto al que regresaré más adelante). Además, el diseño institucional de la Convención favorecía la presentación de propuestas radicales y no consensuadas a nivel de los comités temáticos donde las normas eran aprobadas por mayoría simple para luego ser discutidas y votadas en el plenario.

La incapacidad y falta de voluntad de negociar y consensuar normas por parte de los convencionales más radicales tuvo, según la narrativa principal, dos consecuencias fundamentales. La primera fue que creó y alimentó un frente cohesionado por el rechazo. Este frente de oposición era además amplio, pues iba desde los sectores más moderados –en general asociados a la centro-izquierda– hasta los sectores a favor del status quo –asociados con la derecha– que, no obstante las diferencias ideológicas, compartían el hecho de sentirse marginados por la mayoría en la Convención. Este frente de oposición hizo campaña por el rechazo tanto dentro como fuera de la Convención. Fuera de la Convención se manifestó, por ejemplo, en el llamado por parte de importantes figuras políticas de centro-izquierda a rechazar la futura propuesta. La campaña por el rechazo operó a través de medios de comunicación y de redes sociales, denunciando la falta de seriedad de los convencionales y de sus propuestas de normas, y, en definitiva, erosionando la legitimidad de la Convención a los ojos del público.

La segunda consecuencia del modus operandi de los convencionales, fue que se generó un texto deficiente. El texto propuesto a la ciudadanía era demasiado largo, enrevesado y lleno de normas polémicas. Si se ponen ambas cosas juntas: un frente de oposición amplio y una propuesta de constitución deficiente, la consecuencia esperada era el rechazo.

Esta narrativa apenas presentada, arroja importantes luces sobre las causas del rechazo de la propuesta constitucional. Al mismo tiempo, me parece que ignora otra parte importante de la historia. Mi principal crítica a la narrativa principal es que, al enfocarse exclusivamente en el proceso constituyente –y todavía más específicamente en el órgano constituyente– descuida el contexto sociopolítico más amplio en el que dicho proceso tuvo lugar. Es precisamente ese contexto el que aflora cuando ponemos la mirada en los votantes.

EL VOTANTE RETRAÍDO Y CAMBIOS EN EL SISTEMA DE VOTACIÓN

Diversos estudios sociológicos venían mostrando desde al menos los inicios de los 2000, la gestación de un proceso de malestar social que tenía efectos en la manera en que los chilenos percibían y se relacionaban con la política. Kathya Araujo ha conceptualizado este proceso como el circuito del desapego. En The Circuit of Detachement in Chile: Understanding the Fate of a Neoliberal Laboratory, Araujo define el desapego como un proceso de extrañamiento y desafección con los principios, racionalidades, y legitimidades que estructuran el vínculo social. El desapego es un fenómeno directamente relacionado con el tipo de modernización neoliberal que ha caracterizado Chile al menos desde la adopción de la Constitución de 1980, en el que el Estado ha delegado al mercado la distribución de bienes públicos, y al individuo la responsabilidad de su propio éxito, entendido como la capacidad de acceder a bienes de consumo incluida la educación, la salud, la vivienda, y las pensiones.

El desapego no genera un tipo de comportamiento unívoco, por el contrario, puede tener diversas manifestaciones. Una de dichas manifestaciones es el retraimiento de la vida colectiva y la desafección con la política. En 2015, un estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, identificó empíricamente la existencia de un grupo más o menos cohesionado de ciudadanos que no votaba en elecciones, no tenía interés en la política, no militaba en partidos ni participaba en otras organizaciones, y tenía una baja confianza en las instituciones. Reproduciendo la metodología del UNDP con datos de la encuesta LAPOP para los años 2012, 2014, 2016 y 2018, Rodrigo Medel y yo confirmamos que este grupo de ciudadanos retraídos se ha consolidado como un segmento que corresponde aproximadamente a un cuarto de la población.

Este dato sociológico hay que aunarlo con la observación politológica de que la participación electoral en Chile se venía reduciendo, proceso que se vio acentuado con la introducción del voto voluntario en 2012. En efecto, desde ese año en adelante, la participación electoral se estanca en torno al 50%. Es decir, durante todo el régimen de voto voluntario, la mitad de los ciudadanos con derecho a voto se ha restado de participar en los comicios. El plebiscito de entrada, en el que los chilenos votaron a favor del proceso constituyente y que dio la señal a los convencionales de que eran los representantes de un mandato mayoritario e incontrarrestable, fue realizado con voto voluntario y, siguiendo la tendencia, tuvo una participación electoral en torno al 50%. Ni los convencionales, ni la elite política repararon en el hecho de que la mitad del electorado no se pronunció; en otras palabras, al arranque del proceso constituyente desconocíamos cuál era la preferencia y la visión de la mitad de los ciudadanos chilenos con derecho a voto con respecto a las demandas de cambio de la ‘revuelta social’ y al proceso constituyente.

Es lógico y empíricamente probable que dentro de esa mitad de la ciudadanía que no fue a votar aquel día estuviese representado el grupo de ciudadanos retraídos, con alta desafección política y desconfianza de las instituciones. Es aquí donde entra a jugar un aparentemente inocuo cambio en las reglas electorales. Durante el ‘Acuerdo por la Paz Social y Una Nueva Constitución’, los jefes de partidos políticos decidieron que mientras el plebiscito de entrada debía efectuarse con voto voluntario de acuerdo con la ley vigente, el plebiscito de salida –en el que se debía aceptar o rechazar la propuesta de constitución– debía realizarse con voto obligatorio. Como es sabido, bajo el régimen de voto obligatorio la decisión de no presentarse a votar es sancionada con una multa. Existe una amplia evidencia comparada que muestra que el voto obligatorio va correlacionado con mayores niveles de participación electoral. Los representantes de partidos de izquierda que se encontraban negociando el ‘Acuerdo’ abogaron por un voto obligatorio con el fin de, precisamente, inducir el máximo nivel de participación electoral y dotar de la mayor legitimidad democrática posible al futuro nuevo texto constitucional. No sabemos por qué no insistieron en que el plebiscito de entrada fuese también con voto obligatorio. Sea como sea, el amplio voto a favor del cambio constitucional en el plebiscito de entrada con voto voluntario, emitió una señal distorsionada, pues no incluía a una parte significativa de la ciudadanía chilena, que solo se expresó en el plebiscito de salida bajo voto obligatorio y que votó mayoritariamente por el rechazo.

Tabla 1. Participación electoral en tres elecciones claves

 

Plebiscito
de Entrada
(Septiembre 2020)

Elección de los miembros de la Convención
(Mayo 2021)

Plebiscito
de Salida (Mayo 2022)

Voto

Voluntario

Voluntario

Obligatorio

Participación (% sobre el total del padrón electoral)

50%

43%

86%

Participación (número de votantes)

7,596,082

6,468,067

13,028,739

Variación de la participación electoral respecto a la última elección.

(–) 1,128,015

(+) 6,560,672

Fuente: Servicio Electoral.

CHOQUE DE REALIDAD

El cambio de regla electoral entre los dos plebiscitos fue como el vuelo de la mariposa que genera ciclones al otro lado del globo terrestre. El día del plebiscito de salida, la participación electoral fue del 86%, la más alta desde el retorno de la democracia. Es altamente probable que una buena parte de esos 6 millones de nuevos votantes eran “ciudadanos retraídos” que votaban por primera vez –dada la amenaza de sanción– con un alto desapego y desconfianza en el proceso constituyente y que, por tanto, se sintieron inclinados a rechazar.

Esta explicación basada en los votantes y en el cambio de regla electoral, no invalida la explicación principal centrada en las falencias de la Convención; por el contrario, la contextualiza y complementa. En efecto, muchos de los problemas de funcionamiento de la Convención (y de comportamiento de los convencionales) que enfatiza la narrativa principal, tienen su origen en el error de percepción que generó el plebiscito de entrada con voto voluntario. En dicho plebiscito votaron voluntariamente los ciudadanos que estaban más comprometidos políticamente con la situación del país, mientras que los ciudadanos retraídos se quedaron en casa. El plebiscito de entrada creó la impresión de que la demanda por el cambio constitucional era incontrarrestable, cuando en verdad desconocíamos lo que pensaba el 50% de la ciudadanía con derecho a voto.

El rechazo de la propuesta de nueva constitución nos da varios elementos para reflexionar a propósito de lo que Whitehead denomina ‘oscilaciones democráticas’ en América Latina, así como en otras regiones también. Una primera lección tiene que ver con como cambios institucionales que en apariencia son insignificantes –por ejemplo, pasar de un voto voluntario a uno obligatorio– pueden tener consecuencias significativas en los resultados de una democracia –por ejemplo, rechazar o aprobar una constitución. Una segunda lección, es que las decisiones políticas –como argumentaba hace 50 años Robert Jarvis en contra de los modelos de decisión racional– se toman sobre la base de percepciones y errores de percepción. Los convencionales, la élite política, y también los académicos percibimos la demanda por el cambio proveniente de ‘la revuelta social’ mucho más articulada, y percibimos el plebiscito de entrada mucho más contundente, de lo que realmente eran. Decisiones y comportamientos derivaron –como en un efecto dominó– de esos errores iniciales de percepción. Finalmente, el caso chileno nos recuerda, en la línea del argumento de Welp en esta colección, la importancia del demos, y de la ciudadanía para entender la salud y calidad de una democracia. Si nuestra interpretación es correcta, el rechazo de la propuesta de nueva constitución se debió en buena parte a problemas en el vínculo social y en las actitudes políticas que corren profundos en la sociedad chilena y que, en última instancia, son el resultado del tipo de trayectoria neoliberal emprendida por Chile desde el régimen militar. Irónicamente, el ciudadano retraído que votó masivamente por el rechazo de la primera propuesta de nueva constitución es, en cuanto fenómeno sociológico, un producto del tipo de sociedad que la Constitución de 1980 contribuyó a generar.

Stefano Palestini

LOW-INTENSITY ELECTORALISM IN SOUTH AMERICA - DEFAULT DYSFUNCTIONALITIES

The nine Latin American republics of South America have all held regular elections to public office for at least a generation. Violent alternative methods of power re-allocation (coups, insurrections, invasions, etc) seem relegated to history, and unlikely to return in force any time soon. But although electoralism may be the only default option left standing, it commands little affection. Recent enthusiasms for direct democracy innovations, the “new constitutionalism”or the “pink tide” have all peaked and then subsided. Chavism, bolsonarism, estallidos sociales, and peace settlements have each disappointed. Parties and Congresses are widely unpopular, and personalist leaders soon tend to attract as much resistance as support. The typical result is an uneasy political stasis. Politicians are distrusted and suspected of corruption, some even captured by criminal interests, while citizen aspirations remain unaddressed and public debate lacks credible content. Of course each country faces a specific mix of these features, and some have better reform prospects than others. But overall such dysfunctions are embedded with the consequence that democratic politics lacks conviction or a sense of direction.

I) A PANORAMA OF POLITICS IN CONTEMPORARY SOUTH AMERICA

A recurrent problem with the construction of Latin America-wide panoramas is how to delineate the common features that characterise this heterogeneous region, without obscuring the diversity, instability, and contingency of the separate episodes and trajectories on display in each specific nation. Here we are dealing with political processes in the nine Latin American republics of South America in the early 2020s. The headings selected for comparative treatment are “default electoralism”; “democratic dysfunctions”; and “absence of political direction”. These three features provide a serviceable summary of the overall pattern of current politics across the sub-continent. And yet, Venezuela appears once again to be making a mockery of the first item; Uruguay can claim some success in overcoming the second; and the new administration in Argentina seems resolved to break free of the third. So is there really a single framework that encompasses such centrifugal tendencies, and can add value to the disparate trends in evidence in each case? Despite their divergences these polities interact and share common reference points that reflect their collective outlook. If Maduro succeeds in tilting Venezuela‘s electoral playing field still further in his favour that will transmit a message of encouragement to other South American politicians tempted to engage in similar practices. If Uruguay manages to preserve a relatively effective liberal democratic equilibrium that too carries region-wide implications. The outcome of Milei‘s radical libertarian experiment is similarly consequential beyond the confines of Argentina (see Welp in this collection) . The present distribution of alternatives is unstable and indeed reversible. After all, when the Argentine military dictatorship seized the Falkland (Malvinas) Islands, Caracas was widely perceived as the most responsible and democratic of South America‘s constitutional options. Today it is Uruguay that occupies that position, but then its profile was very adverse. Likewise, at that time Ecuador and Peru were thought to be undergoing exemplary democratic transitions, whereas today they are held up as cautionary tales of democratic dysfunctionality.

Considering this geographical and temporal variability, and taking into account the interdependencies that also shape region wide political outcomes, there could be some analytical pay-off from this brief exercise in panoramic stock-taking. These nine more or less “electoral democracies” can be studied from within a single framework provided that the outer boundaries of this set of cases are loosely drawn, and assumptions about cumulative political convergence are resisted. This paper’s three inter-connected headings can still prove serviceable if used to identify “paths not taken” in individual trajectories, and if the resulting kaleidoscope of jostling political alternatives are understood as interactive and potentially reversible experiments rather than as stable projects, let alone securely “consolidated” democratic regimes. These may be relatively resilient outcomes generated by inertia and default, rather than as coherent blueprints imposed for permanent and legitimate entrenchment. Rival projects may continue to emerge and struggle for ascendancy, but each also generates sufficient resistance to produce another stand-off, so that it is by default rather than from irresistible enthusiasm that each experiment runs its course. Citizens may become habituated to whatever limited outlets they can muster, but since grudging acceptance is usually more prevalent that wholehearted endorsement of the prevailing political order many voters retain the potential to defect or look elsewhere as circumstances dictate or collective sentiments migrate.

Given this broad comparative framework, some further precisions are required to fill out the panorama. In what follows the three headings noted above will be further explored with reference to a pertinent example. Bolivia is chosen here as a suitable point of reference - i.e. as a country that instantiates the relevant features in a fairly representative and illuminating manner. It is not presented as “exemplary”, but merely as pertinent to all the issues just mentioned. It is used to shed light on each of the three proposed topics, and their interconnectedness. Under each heading the specificities of contemporary Bolivia can also be situated by reference to the comparable patterns observable in adjoining nations.

II) DEFAULT ELECTORALISM

All nine South American republics are currently “electoral” regimes, meaning that the appointment or renewal of public officials is regulated by periodic public votes. Not all of them are fully “democratic” elections because in a few cases –most notably in Venezuela– election processes are so manipulated and unfair that opposition parties and candidates stand little chance of success, however much citizen support they command. In Paraguay the Colorado Party is the almost invariable victor as it has been since the 1940s and as it was throughout the 35 years of the Stroessner dictatorship.It was the only legal party from 1947 to 1962, and has won every election since then, apart from 2008-13, so the chances of alternation are known to be remote. In Peru the opposite situation prevails- no President since the downfall of dictatorial Fujimori in 2000 has ever been re-elected, and all six living ex-presidents are either in jail or subject to criminal prosecution. So the mere fact that elections are regularly held and contested is not an assurance of meaningful political democracy.

Indeed, the liberal ideal of a neutral and depoliticised electoral process that guarantees a “level playing field” for party competition is something of a triumph of hope over experience. The realities of US electoral history include the enduring legacy of Jefferson’s Vice President Elbridge Gerry (designer of the “gerrymander”); the stolen presidential elections of 1876 and 1960; and the assault on Congress of January 6th 2021. All our nine South American democracies record analogous episodes, most recently including a failed presidential attempt to close the Peruvian congress; the mid-campaign assassination of an Ecuadorian presidential candidate; the assassination of 37 candidates in the Mexican local elections; and outgoing president Bolsonaro’s inept imitation of Trump’s congressional assault. All these episodes highlight the ungrounded (contra natura) assumptions behind standard political science models of electoralism. Conventional analysis focuses mainly on the issue of term limits and re-election amendments, whereas comparative history reveals a much larger iceberg. All contenders for office value electoral integrity when first challenging ruling incumbents, and many continue to more or less observe the rules after an initial victory. But once elected the balance of incentives shifts toward averting future setbacks, and most elected rulers turn their attention towards strategies of perpetuation. The more forcefully they prevail the harder it may become to accept an eventual adverse electoral verdict. Some (such as Hugo Chavez) may never have intended to accept a reversal, while others may slowly evolve towards more illiberal options. To do so is risky, since it tends to divide supporters and to provoke opponents. Default electoralism encompasses this range of considerations, whereas liberal idealism wishes them away.

However, even such defective variants of electoralism as these still constrain political careers as opposed to the alternatives of hereditary rule, praetorianism, and one party exclusivism. It establishes a disputable political principle. The principle is that office holding is a time limited mandate from the people, a mandate requiring formal renewal at predetermined periodic intervals. On that basis some important consequences follow. Succession in office is time limited and continuation in power is not determined solely by bloodline or military rank or inner-party appointment, but (at least in principle and at times of succession crisis) dependent on a public expression of endorsement. Each election is also a moment of collective deliberation - what do citizens think about a ruler‘s past achievements, future intentions, choice of colleagues, etc. Default electoralism is the system whereby such issues are filtered through a voting process, rather than handled in other more arbitrary and unpredictable ways. The associated constraints on the exercise of power co-ordinate public expectations and lengthens time horizons, although reliance on a fixed electoral calendar also introduces inflexibilities into the policy-making timetable.

Bolivian political history since 2000 provides a good illustration of all this, including the marginalization of alternative possibilities for allocating public office, and the divergence that can arise between electoralism and fully democratic alternations in power. The career of Evo Morales provides an exemplary case study here. His party (the MAS) championed electoral integrity and mounted an effective critique of the preceding model of “partidocracia”. It rewrote the constitution, providing for such democratising improvements as recall votes, direct election of the top judiciary, etc. The presidential term was limited to four years with one renewal, but Morales managed to discount his prior incumbency, so that by 2019 he had actually governed for a continuous 14 years. By then the prospect of standing down seemed so intolerable to the MAS that it chose to submit a referendum extending his term further. On narrowly losing that vote it turned to the judicial authorities it had selected, and they perversely ruled that the incumbent‘s candidacy could not be denied, as it constituted an inviolable human right. This abusive version of default electoralism produced the crisis and constitutional breakdown of 2019, after which he went into exile, protesting against a “coup”. Eventually a further election was held (the principle of an elected mandate was still accepted by all parties) and the MAS returned to the presidency, but no longer in the person of Morales. However, since he was the founder of his party, and its statutes provide him with its lifetime leadership, he has proclaimed himself its sole legitimate candidate for the 2025 presidential contest. Whatever the verdict of the next poll, this is a clear example of default electoralism, rather than of liberal electoral integrity.

Certainly Bolivia’s currently prevailing system diverges from the ideal of a fully “consolidated” democracy, but as we have seen that may be an impossible standard by which to judge the country‘s true political options. It is worth underscoring that despite its failings this regime continues to offer a generally accepted framework for dispute resolution, and to secure collective acceptance (grudging, and precarious, but relatively durable) of constituted authorities. Its tensions and inconsistencies may help to manage the clashes of interest and incompatibilities of world view that structure Bolivian political life. Arguably, default electoralism is the country‘s most “viable” regime option, fending off other more violent and destructive “paths not taken”. On this basis Bolivia‘s political trajectory seems fairly representative of current patterns prevailing across much of the subcontinent.

III) DEMOCRATIC DYSFUNCTIONS

Although default electoralism may be widespread and resilient in contemporary South America, there is plentiful survey evidence and related indicators showing it to be thought highly unsatisfactory. Alternatives may be unavailable or widely recognised as even worse, but this is not a lovable form of political regime. On the standard legitimacy headings (input, process, output, and international) it rates badly. This section summarises a range of poor outcomes that are traceable, at least in part, to the region‘s prevailing political system.

Starting with input legitimacy, in representative electoral systems standard theory regards political parties and party systems as critical factors. For much of the twentieth century South America was the home of many important and durable political parties (APRA,the MNR, Peronists, etc), together with lasting and embedded two party systems in Colombia, Uruguay and Venezuela. But in the 2020s many of these parties and systems are fragmented or in crisis. They no longer attract activists, articulate interests, or formulate programmatic projects as in the past. Opinion surveys generally rank parties and congresses as the least popular or trusted of public institutions. Younger citizens are particularly unlikely to identify with any party, and often display unusually high rates of electoral abstention. This two ways channel linking citizens to politicians no longer functions as it used to (see Palestini in this collection).

Regarding democratic processes, the key issue of electoral integrity was already discussed in the previous section. Another area of concern should be institutional gridlock. In particular, executive/legislative impasses frequently impede rational policymaking. The deadlock between Maduro and the National Assembly provides an extreme illustration, but Venezuela is far from unique. Ecuador‘s “muerte cruzada” provision is almost as drastic. The Peruvian congress has hounded cabinet ministers and impeached presidents without restraint for many years. There are also multiple other processual dysfunctions on display across the region.

Most of the poor experiences affecting citizen satisfaction with the political order belong not in the input or throughput categories, but to the “output” side of the ledger. But it is important to note that appearing under this heading are many results that should not be blamed solely on the workings of the political regime. For example, bad economic outcomes are often attributable to forces over which governments may have limited control, and the same applies to natural disasters. But when Argentina defaults yet again on its sovereign liabilities, or drought halves its soya harvest, citizens are not wrong to hold their rulers somewhat to account. More directly political dysfunctions might include corruption scandals, failures to control organised crime, or the mismanagement of migration flows. In “ The Danger of Democratic Delinquency” Journal of Democracy, 32,(3), 78-93, I have singled out “democratic delinquencies” as a major legitimation for the region, straddling input, process, and output dimensions.

Finally, international judgements also affect the legitimacy and good functioning of these political regimes. Conditional IMF approvals; US sanctions; international human rights rulings; and even foreign judicial hearings can all mitigate or highlight domestic perceptions of poor government performance. Taken together all these four indications largely determine the current standing of South America‘s electoral regimes.

Here too Bolivia provides a pertinent illustration of the wider pattern. For a while the rise of the MAS projected an appealing image of the country‘s transformative possibilities, but its current divisions and deficiencies are spreading doubt and demoralisation. For about a decade the dominant party enjoyed a unified executive backed by a two-thirds majority in the legislature and a sympathetic judiciary, but now there is a gridlock that may prove hard to overcome. On the “output” side a series of achievements generated popularity until the Morales administration over-reached itself, the economic context deteriorated, and adjoining governments became less sympathetic. Today not all the prospects are bleak (Bolivia remains in relatively good shape compared to some neighbours, and to its past positioning), but democratic coexistence is again under strain and future improvements may be hard to deliver.

IV) DIRECTIONLESS PROCESSES

Citizens can be disappointed by the policy dysfunctions they encounter, and demoralised by past experiences of poor governance, and yet energised by the conviction that at last the authorities have woken up to the need for reform, and are primed to overcome bad practices. It may be that the new government in Argentina will succeed in its efforts to construct such a narrative, and that the Milei administration will manage to create the momentum needed to achieve a fundamental change in the the nation‘s political direction. Such transformative drives have previously been championed by, among others, Presidents Peron, Ongania, Alfonsin, Menem and Kirchner. These precedents indicate that although a burst of radical change can be led from above, durable and cumulative results also require sound design and the construction of solid support coalitions (see Welp in this collection).

Apart from the highly provisional experiment just launched in Argentina, across the rest of South America what we observe is not only default democracy with democratic dysfunctions, but also the absence of faith in a better alternative. Before the turn of the century neoliberal versions of democratisation attracted a big following in various countries; in the following decade “pink tide” formulae offered an alternative sense of direction. But in the 2020s no equivalent doctrine or project commands similar support. In nearly all cases the most that can be found are chastened and diminished variants of previously more ambitious agendas. Some hesitant and limited momentum can arise in the best of conditions, but the general climate is that of scepticism and disillusion.

One possible explanation for such a pattern is that popular engagement with all varieties of political activity has dissipated. Falling voter turnout, the collapse of news reporting and the mindlessness of social media, the loss of interest in political ideas, or just sheer withdrawal from a public sphere that no longer offers any conviction, could all point in this direction. An alternative possibility would be polarisation and stasis. Here it is not that no-one cares about politics, but rather that those who do offset each other, and thereby generate paralysis. For example, the various rival power contenders in Ecuador each actively champion a desired political direction, but their vigorous exertions only serve to veto each others plans. Beyond these schematic options, it could be that in time-limited historical conjunctures all previous projects and expectations get suspended by an unforeseen contingency – say the debt crisis of 1982, or the pandemic of 2020/21. The balance between these alternatives may shift from country to country, with Venezuela traumatised by the refugee outflow, whereas Colombia drew some limited comfort from the hope of a peace settlement, and Brazil retained just enough political momentum to sustain a final episode of reactivation under Lula and his PT. Chile’s “estallido social” of 2019 provided an eruption of latent political energies that at first seemed capable of upending an entire regime, but that subsequently lost traction and ended up without a coherent sense of direction (see Palestini in this collection)..

Again, contemporary Bolivia provides a relevant illustration. For two decades after its foundation in the late 1990s the MAS championed an ambitious and clearly delineated process of transformation. “Decolonisation” provided the master narrative, and Evo Morales embodied the project‘s substance. Evo‘s exile represented a determined effort to turn back this drive, but within a year the resistance proved inadequate. As in Chile, the apparent watershed of 2019 conjured up a vision of radical discontinuity that soon proved unsustainable. Just as the Chilean right rebounded without fully recovering its hegemony so also Bolivia‘s MAS returned to office, but no longer united around a common purpose. Perhaps the covid epidemic played some part in disorienting these processes, but at least for the time being they both remain pretty directionless.

V) RISKS, AND RECOVERY POTENTIAL

As an inductive generalisation this article proposes default electoralism, democratic dysfunctions, and directionless politics as the major prevailing features shaping South American public affairs in the mid-2020s. While these arrangements combine in a diversity of patterns across the nine countries under consideration they also reinforce each other and display a high level of inertia. So, on the one hand, the overall picture of political activity that emerges seems likely to reproduce itself for some time to come, in the absence of some major shock or upheaval. But, at the same time, this is not a welcome state of affairs either for elite actors or the citizenry at large. So, this stasis rests on weak foundations, which makes it likely to be superseded by something else in due course. That suggests two alternative medium term prospects- a risk of breakdown, and a chance of recovery.

The main risk is frequently referred to as “backsliding”, but that terminology is somewhat misleading. It starts from an implausible and historically never experienced ideal of “level playing field” politics, and then blames certain actors for falling short on their self-evident obligations. But this is not a tenable account of how really existing power contenders could hope to survive and flourish, nor does it reflect what public opinion really expects from them. There are certainly rules and conventions that constrain political action, and that are costly to violate, but these are distilled from two centuries of republican learning and experience, and cannot be reduced to the pieties of liberal idealism. For example, contesting elections is expensive, and candidates have strong incentives to raise money on questionable terms. They may well accuse their rivals of “corruption” while taking a more lenient view of such conduct when undertaken on their behalf. Likewise, judicial decisions that tilt in their favour may be regarded with indulgence whereas adverse rulings are easily assumed to be partisan abuses. It is inadequate to blame all this on incumbents alone, since challengers and outsiders may well have more to gain and less to lose by overstepping the bounds of decency. Certainly Guillermo O’Donnell’s concept of “delegative democracy” captures a major element of truth about Latin American presidentialism, but legislative, judicial, subnational and informal actors often participate just as fully in deeply entrenched social practices of blackmail, double-dealing, illicit funding, institutional capture, and “lawfare”.

In practice many of the legal procedures regarded as “lawfare” by accused parties are actually multi-stranded and hard to disentangle. What can seem like unjust persecution may also, from the other standpoint, be considered necessary acts of law enforcement. A detached reassessment could well contradict both positions by uncovering incompetence and muddle. The accused with the most stamina and the deepest pockets can therefore fight on in the reasonable hope that the eventual verdict may bend in their favour. But the rest may brace themselves for rough justice leading to arbitrary and unappealable outcomes.

The major systemic risk is that these interlaced variants of dirty politics can escalate into unrestrained “war of all against all”, eradicating all prior guardrails and prudential restraints. In much contemporary South America such risks are palpable, but on the other hand when they threaten to acquire negative sum momentum that can also intensify the focus on corrective action. For this reason both risk and recovery need to be examined in tandem, and it makes sense to analyse political dynamics in terms of “oscillations” rather than just uni-directional movements.

Contemporary Bolivia clearly exemplifies such oscillatory possibilities. President Arce and his team control the executive until the elections of 2025. But the split in the MAS means that they can no longer count on a majority in the legislature, and that their right to rule is increasingly contested. The authority of the judiciary is also in doubt, since the top judges (whose term of office just ended) were not replaced on schedule and therefore unconstitutionally extended their own tenures until fresh elections are held -itself another contentious issue. Judicial integrity and continuity matter in all constitutional settings, but all the more so after the alleged “coup” of 2019, which leaves the previous President and the elected Governor of the largest region both in jail and facing trials that their supporters consider to be acts of vengeance. In the same vein the dissident wing of the MAS promises to put Arce on trial the day after his presidency ends, while his wing of the party denies the eligibility of Evo Morales as contender to succeed him in 2025. Beyond these convolutions concerning formal institutions, other democratic dysfunctions also cloud the political scene. A variety of regional and social forces blockade major highways as a pressure tactic to reinforce their sectional demands. Drug trafficking and other forms of organised delinquency penetrate strategic parts of the economy. The original programmatic vision that used to unify the MAS has given way to an incoherent and negative sum set of interactions that instead of offering hope threatens the population with mounting discord.

In short, Bolivia currently displays the stasis and dysfunctionality that tends to prevail throughout contemporary South America, and it faces the associated medium term risks of breakdown. Still, it would be one-sided to disregard the remaining potential for eventual recovery from the present impasse. As noted, electoralism continues to regulate the allocation of public offices and the choice of public policies. The rule of law may be disorderly and prone to “lawfare”, but it remains in place and may be capable of repair. Illiberal practices and outright criminal delinquencies pose a serious threat, but may not necessarily overwhelm the positive factors that are also present. These include the currents of public opinion that remain strong enough to distinguish between acceptable positions and tactics of blackmail and deception; or to shy away from violent and socially destructive options of the kind unleashed in the 2019 crisis. Spectacles such as the assault of the Brazilian Congress or the harsh repression of Peruvian ex-President Castillo‘s followers in Puno may also have a sobering effect; and no responsible Bolivian leader wants to replicate the economic disorders currently afflicting Argentina. Evidence from adjoining South American nations together with disillusioning lessons from Bolivia‘s own recent past have the potential to prompt compromise and coalition-building that could pave the way to some degree of recovery. Neither in Bolivia nor in the sub-continent as a whole can such recuperative possibilities be entirely discounted. Indeed Andres Malamud makes the case not just for the democratic “resilience” but even for the “anti-fragility” features of regional regimes (see Malamud in this collection).

VI) SOUTH AMERICA IN COMPARATIVE PERSPECTIVE

In this account Bolivia provides a serviceable illustration of the current state of politics across the whole of South America, at the same time the subcontinent is heterogeneous and subject to centrifugal tendencies. The same applies to other large regions such as Africa, MENA, or indeed the Caribbean. Venezuela might profitably be compared to Cuba and Nicaragua. Uruguay bears comparison with various mediterranean countries. Chile can be paired with Taiwan, and some have compared Brazil to South Africa. In sum, there is no strong line of demarcation separating South America from elsewhere, so there is also no good reason to assume that inductive generalisations about that region‘s nine contiguous republics are only relevant to this set of cases.

Indeed, default electoralism may be found in parts of any large world region –e.g. in South Africa, or in Lebanon. Likewise, democratic dysfunctions such as broken party systems or criminal penetration of the public sphere can arise in India or Nigeria. Similarly with directionless politics (post-liberal disengagement in Europe; disillusion with all alternatives in Pakistan, etc). All three features can also operate in combination outside of South America– e.g. in Mexico (likely to become directionless after AMLO leaves office), or the Philippines (ditto under the Marco/Duterte duo).

This article has no intention to promote regional parochialism, quite to the contrary. If this analysis provides insight into current South American political realities, then by all means let us go on to explore how well they travel elsewhere. It may be that what can be seen most vividly in this particular geographical context is also in operation more generally. Similar tendencies could be developing even in the USA - electoralism but with a more heavily tilted playing field; institutional gridlock, lawfare, and the triumph of money politics; even the possibility that after Trump either returns to office or fades from view US politics could be left relatively “directionless”.

Arguably the most universal implication of this inductive regionalised panorama could be that electoral regimes as a whole can easily sink into low satisfaction and weak legitimacy stalemates. This prospect, rather than heroic confrontation with authoritarian enemies, or shameful “backsliding” from idealised democratic consolidation, could prove the political challenge of the present era. If so, the forces generating “oscillation” between breakdown and recovery will require more in-depth comparative analysis. And South America‘s current travails, far from being a marginal sideshow, could prove a critical laboratory for wider political studies.

Laurence Whitehead

SOBRE LOS AUTORES

 

 

 


1 Agradezco a Gerardo Munck y a Stefano Palestini sus comentarios a una versión previa de este trabajo.

2 Agradezco los comentarios de Leonardo Morlino, Katia Pilati, Yanina Welp y Laurence Whitehead.