DOI: 10.18441/ibam.25.2025.89.99-120
Antolín Sánchez Cuervo
Instituto de Filosofía-CSIC (Madrid), España
antolin.scuervo@cchs.csic.es
ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-0371-0679
La aproximación al pasado desde una perspectiva crítica, orientada hacia la transformación del presente y marcada por las experiencias del exilio y de la destrucción de Europa bajo el periodo de entreguerras no es, precisamente, una de las facetas del pensamiento de María Zambrano que mayormente se hayan explorado, al menos de una manera explícita. Esta dinámica se mantiene a pesar de que, en las últimas dos décadas, Zambrano se ha convertido en una autora de culto en el campo de la filosofía en lengua española, a la que se han dedicado y se siguen dedicando multitud de estudios de muy diverso perfil, formato y calidad. Una actualización bibliográfica de estos trabajos, en la que habría que incluir, no ya ensayos de crítica e interpretación, sino también ediciones de obras y tesis doctorales, exigiría una publicación monográfica.
Son abundantes los trabajos dedicados a su compleja y polisémica experiencia del exilio y a su meditación sobre el mismo. También lo son aquellos que han considerado su crítica del sujeto, su planteamiento de la confesión o su memoria autobiográfica; pero quizá no se ha recogido de una manera específica su original aproximación al pasado, ya sea como tema de reflexión teórica o como una práctica exigida desde su propio pensar y desde las trágicas circunstancias que lo abonaron. Se trata por tanto de una mirada al pasado que no responde a un mero interés metodológico, sino que hunde su raíz en la propia evolución y maduración de la propuesta racio-poética de Zambrano, al hilo de los diferentes momentos y escenarios de su largo exilio. La memoria crítica del pasado oculto, ausente y fracasado es una de las facetas que esta propuesta contiene, aun cuando conviva, no sin tensiones, con una innegable propensión a la mística y el consecuente distanciamiento que ello implica, aparentemente al menos, de la política.
La presente contribución plantea una aproximación a los momentos significativos en los que Zambrano mostró una preocupación más o menos nítida por la teoría y, sobre todo, la práctica de una memoria crítica, bajo el acicate de su propia experiencia liminar como exiliada, como testigo directo de la violencia europea y como creadora de un pensamiento náufrago con vocación de margen. No pretende ser exhaustiva, lo cual exigiría un libro entero, pero sí quiere abordar los momentos más relevantes de esa teoría y práctica. Tales serían, en primer lugar y sobre todo, su libro autobiográfico Delirio y destino. Los veinte años de una española, concluido en la segunda mitad de 19522, aunque inédito hasta 1989 y objeto de una edición crítica en el vol. VI (2014) de las Obras completas de María Zambrano (2014, 803-1111, Anejos y notas 1431-1548). A la cuestión del delirio y a este libro dedicaremos los dos primeros apartados, en los que habremos de reparar en la polisémica y escurridiza noción de “delirio”, recurso expresivo muy singular que desde ciertas perspectivas nos remite al mundo de la memoria, tanto individual como colectiva, y a su proyección crítica. Esta proyección es señalada en el siguiente apartado, a propósito de dos momentos muy puntuales aunque significativos del pensamiento de Zambrano, como son su “Carta sobre el exilio” de 1961 y su prólogo a la edición de 1977 del libro Los intelectuales en el drama de España, publicado por primera vez en 1937, en plena guerra civil española, cuando Zambrano se encontraba en Santiago de Chile acompañando a su marido, Alfonso Rodríguez Aldave, destinado en aquella ciudad como diplomático. Finalmente, en el cuarto y último apartado nos fijaremos en otros dos momentos en los que Zambrano sugiere claves teóricas de su propia práctica de la memoria, como son las que pueden encontrarse en su reflexión sobre las ruinas recogida en su principal libro, El hombre y lo divino (1955), y en alguna de las “notas primeras” de sus Notas de un método (1989).
El delirio es probablemente uno de los recursos más característicos de la escritura zambraniana y también más difíciles de definir, por su semántica difusa y su perfil impreciso. Se trata de un recurso sobre el que Zambrano reflexiona en algunos momentos, como en su breve ensayo de 1959 “Delirio, esperanza y razón”; y que sobre todo lleva a la práctica poniendo en boca de diversos personajes ficticios o legendarios, mujeres la mayoría de las veces tales como Antígona, Diotima, Dulcinea del Toboso, Ofelia o Ana de Carabantes, a través de ciertos monólogos en forma de prosa poética. La segunda parte de su libro autobiográfico, Delirio y destino, está enteramente compuesta de delirios, mientras que la primera, de carácter narrativo, recoge también numerosas alusiones a este término.
La teoría y la práctica del delirio en Zambrano nos invita a transitar por un terreno resbaladizo y lleno de ambigüedades, ya sea porque se trata de un fiel reflejo de esa razón poética de la que “es muy difícil, casi imposible, hablar”, según ella misma dijera en Notas de un método (Zambrano 2018, 121); ya sea por el carácter difuso, intencionado o no, con que ese recurso es empleado. Bajo una primera aproximación y siguiendo a Beatriz Caballero (Caballero 2008) y Goretti Ramírez (2014), podríamos decir que el delirio es la denominación racio-poética de una escritura singular caracterizada por la transgresión, la heteronimia y la memoria, ya sea en el registro de la prosa poética (lo que Zambrano denomina “delirios” de manera explícita) o de la prosa narrativa (un “destino soñado”, tal y como titulará la primera parte de Delirio y destino, frente al destino inexorable del continuismo histórico). Más concretamente, el delirio sería la expresión de una disonancia o un desajuste entre el sujeto y la realidad que le envuelve, en su empeño por entender sus estratos más profundos y reconciliar sus múltiples capas de significado, lo cual exige una transgresión lingüística. No es, necesariamente, una percepción distorsionada o patológica de la realidad, aunque sí es propio de estados de conciencia alterada, cercanos a la locura, la ensoñación, el éxtasis y por supuesto la creación, todos ellos en los aledaños de la razón en sus usos convencionales. El delirio es un intento, de hecho, de entender y emplear la razón de una manera diferente, como lo hace la razón poética.
En todo caso, el delirio suele tener en Zambrano un sentido liberador, en la medida en que expresa una ruptura con códigos hermenéuticos opresivos. Por eso mismo se identifica, a menudo, con el despertar, la claridad del alba o el rescate de experiencias y ámbitos de la realidad que habían permanecido relegados a la oscuridad y el olvido. También es expresión liberadora de la alteridad y pluralidad inscrita en la propia subjetividad, pero sometida, bajo el racionalismo moderno de inspiración cartesiana, a un reduccionismo empobrecedor. Es decir, es respuesta a una identidad excluyente, escindida del mundo y de los otros, pretendidamente autoconsciente o transparente a sí misma. Frente a ellos, el delirio quiere rescatar la pluralidad latente del sujeto, sus múltiples voces y su vocación narrativa. A partir de una escenificación polifónica que podría adelantar ciertas tendencias de la llamada nueva historia cultural (Burke 2006, 69-73), despliega maneras muy diversas de acceder a la realidad, experimentarla y comunicarla más allá del perspectivismo orteguiano; y también más allá de la escisión entre ficción y realidad, pues conocer esta última hasta sus últimas consecuencias exige a menudo recrearla a través del testimonio ficcionalizado, algo de lo que han dado buena cuenta otras voces del exilio republicano como Max Aub y Jorge Semprún. El delirio quiere explorar y expresar así dimensiones inéditas del sujeto y también de una realidad otra, irreductible a la uniformidad y univocidad de la razón lógica.
Esta disciplina uniformadora incurre además en el olvido, pues incorpora la realidad exitosa, que ha alcanzado sus fines, pero excluye aquella otra que ha sido sacrificada o desechada. Por eso el delirio tiene también una dimensión anamnética, inseparable de su condición heterónima y de su tendencia a ficcionalizar. Zambrano lo explicitará en un breve e iluminador artículo publicado en 1959 en Nueva Revista Cubana. Allí el delirio no será solo la expresión de la vida misma en su acto de nacer, alegóricamente representada en el tránsito de la noche al día; no será solo un despertar a la expectativa de un futuro que se abre “en un instante indivisible”, sino también el desahogo del pasado
cuando tiene que pasar todo él, también en un instante, cuando hay que repasarlo sin que nada falte, y en unidad. Pues que el pasado para pasar del todo, para desprenderse y dejar al que lo padece en libertad, necesita de estas dos condiciones que parecen contrarias: hacerse visible en todos sus pasos, aun en los más ocultos, revelar sus últimos entresijos y ocultaciones, revelarse por entero y al ser por entero, aparecer como uno, ser uno. Y sólo así pasa dejando libre al que lo padece (Zambrano 1959, 14).
Bajo esta perspectiva, el deliro es la respuesta a un pasado que interpela o que “arroja su carga de incumplimiento”; es la expresión de “lo que fue arrojado al ayer como a un foso, lo prematuramente desaparecido y lo no logrado; todo lo que frustró a la esperanza” (16). Por eso el delirio nace “de la esperanza y se amansa con ella”, y nace “también de una herida” (17) en la que lo personal está implicado en la experiencia histórica quedando trascendido en y por ella. En este sentido, se pregunta Zambrano lo siguiente:
¿Podríamos interpretar el delirio histórico de nuestro tiempo como el delirar de la esperanza de rescatar la historia para el hombre, de humanizarla, de hacerla habitable? Delirio nacido de la herida de la humillación del hombre bajo la historia y de la correspondiente esperanza no ya de librarse de ella, sino de rescatarla, haciéndola entrar en razón (Zambrano 1959, 19).
A mi modo de ver, esto es precisamente lo que había hecho unos años antes en Delirio y destino, seguramente uno de sus libros más singulares, escrito durante su exilio en Cuba, cuando la dictadura de Franco empezaba a gozar de reconocimiento formal en los organismos internacionales, favorecida por los intereses geopolíticos dominantes en el mundo occidental ante el nuevo tablero de la guerra fría. Es decir, en pleno olvido del exilio republicano español, del que ella formaba parte.
Delirio y destino es un libro singular, dividido en dos partes formalmente muy diferentes. La primera, titulada “Un destino soñado”, es una narración autobiográfica de las dos décadas transcurridas entre 1928 y 1946, incidiendo sobre todo en los años inmediatamente anteriores a la proclamación de la Segunda República. Se trata de una narración compleja, en la que confluyen diversos estratos temporales, como enseguida veremos. La segunda parte contiene “delirios” (nueve en total), como se indica en el título. La propia Zambrano se pregunta “¿Qué es?...” cuando quiere definir este libro en una carta a Rosa Chacel fechada el 31 de agosto de 1953, a lo que responde con una ligera ironía: “Desde un punto de vista objetivo, que diría un catedrático de no sé qué asignatura, es la historia o el relato –seamos modestos– de los orígenes de la Segunda República (1931-1936). La primera parte acaba el 14 de abril. La segunda, que es más bien Epílogo, son Delirios, algo que me encontré escribiendo en París a ratos cuando el ‘daimon’ me tomaba después de la muerte de mi madre” (Rodríguez-Fischer 1992, 45s.).3
En todo caso, se trata de un libro contra el olvido en el que confluyen dos memorias principales: por una parte, la memoria del proyecto democratizador de la Segunda República, relegado al olvido, salvo excepciones, por la comunidad internacional, toda vez que reconozca formalmente a la España de Franco en virtud de su posición geopolítica. Es esta, por tanto, una memoria desplegada desde el momento presente, en el que Zambrano está escribiendo Delirio y destino. Pero, al mismo tiempo y de manera más explícita, la narración del libro muestra la significación, a su vez, anamnética de ese proyecto, en el que comparecen múltiples pasados de la historia de España que habían permanecido largamente relegados a la oscuridad. Esa comparecencia exigirá una temporalidad compleja y singular, fluida e irreductible a la linealidad historicista, y abierta a la confluencia de múltiples tiempos reprimidos que van tejiendo una trama polifónica de relaciones culturales, políticas y sociales. Detengámonos primeramente en ella.
Conforme al relato de Zambrano, el advenimiento de la Segunda República sería la expresión de una esperanza colectiva históricamente inhibida o frustrada, que ahora, en esos años previos a 1931, despertaba bajo la forma de un “destino soñado”, por emplear el término que intitula a toda la primera parte del libro. Es decir, de la revelación de diversos estratos del pasado, condenados al fracaso, pero latentes bajo la sucesión lineal de los acontecimientos históricos. En el caso de España, se trata de una continuidad empobrecedora, una suerte de fatalidad inerte y de voluntad colectiva nihilista y decadente, que la figura del Quijote personificaría irónicamente, en busca de su redención.4 El “destino soñado”, que sin duda invita a pensar en el “sueño creador” al que Zambrano dedicará un libro pocos años después,5 sería en este sentido la conciencia de un presente lúcido en el que se libera la latencia de esos estratos, y en el que se despiertan las esperanzas fracasadas en el pasado.6
En todo caso, hay que tener en cuenta que el uso del término “destino” en este libro es equívoco, lo cual dificulta su interpretación y obliga a asumir ciertos riesgos hermenéuticos. En algunos momentos parece mostrar un sentido convencional, con el que se alude más bien a la semántica de la fatalidad, a una inercia casi indomeñable y a un determinismo que ninguna libertad sería capaz de quebrar (Zambrano 2014 [1952], 1013, 1026, 1040, 1042 y 1056).7 En estos casos se opondría por tanto al “delirio”, el cual expresa la esperanza de “una historia sin serpiente”, sin tentación y sin violencia, impedida por el destino fatal erigido en la historia misma (2014 [1952], 1024s.),8 hacia el final del capítulo “La inspiración”, en uno de los momentos más significativos del libro
Asumiendo ciertos riesgos y equívocos, asimilaremos conjuntamente las semánticas del “destino soñado” y del delirio, siendo aquél una especie de delirio colectivo, con el que Zambrano aludiría a la irrupción liberadora de un pasado estratificado, latente y largamente reprimido, que en vísperas de la Segunda República emergía posibilitando una historia con mayúsculas. Algo así es lo que podría sugerir la imagen de unas nubes blancas e inmóviles, que Zambrano contempla por una ventana como “escritura gigantesca en el cielo de esa vida que se proyectaba a sí misma, que los hombres todos proyectaban y luego, como la veían sobre sus cabezas y descargaba sobre ellas, la llamaban destino, y también Historia” (2014 [1952], 857).
Ese “destino soñado” parece condensarse en el tiempo inmediatamente anterior a la proclamación de Segunda República, en el que se narra con intensidad su parto, no ya en el ámbito de los sucesos políticos, sino también, y sobre todo, de la vitalidad colectiva que los impregnó e hizo posibles. En este sentido, Delirio y destino plantea “un análisis de las significaciones metafóricas y simbólicas de los acontecimientos” y “un saber sobre las estructuras intrahistóricas de lo imaginario” (Beneyto 2004, 477). Por eso, cuando Zambrano evoque ese momento como un instante singular y extraordinario de la historia de España, no lo hará tanto por su significación legal, como por su carácter anamnético, intangible para una mirada historicista sobre el pasado. Lo hará porque ese instante traducía a su juicio el desencantamiento de los hechizos que hasta entonces habían presidido la historia de España; la interrupción de la inercia, el nihilismo y la fatalidad bajo la que esa historia había discurrido durante siglos; y el desahogo de una esperanza colectiva siempre truncada. Por eso la República era algo que había que propiciar mediante una ancha y común respiración. Había que dejarla llegar sin forzarla, más que ejercer “la coacción de la voluntad que exige al pensamiento que aboque en definiciones” (2014 [1952], 871), pues lo nuevo no era “un programa revolucionario”, sino “ansia de convivencia profunda, de integración, de orden” (2014 [1952], 874). O como dirá Zambrano con mayor elocuencia a propósito de los jóvenes poetas como Federico García Lorca, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Jorge Guillén y Pedro Salinas, que por entonces irrumpían:
Poesía, palabra brotando pura de la caverna de España, allí donde comenzó la vida, el primer latido, memoria y olvido, saber hecho de olvido y adivinación. Conciencia sin juicio, inocente justicia como es siempre la poesía no-voluntaria (...). Poesía que es inocente justicia como lo es el alba, pues la conciencia que no se propone serlo es la que más delata; desprovista de la intención de juzgar, muestra y canta la realidad, que tendría que ser proponer sin definir; lo que no debería jamás ser aplastado, lo que ha gemido sin voz, lo condenado al silencio, a una muerte que es medio vida, vida latente (...) (2014 [1952], 888).
Zambrano se evocaba además a sí misma como a una muchacha entre otras, “en oficio de columnas, de sostener el templo tan simple, moderno por arcaico, de aquella España que despertaba en un instante sagrado” (2014 [1952], 1033). Ese instante era el resultado de una confluencia propicia y singular, si es que no extraordinaria, de vocaciones individuales y colectivas, perfiles generacionales, coyunturas históricas y sociales, y predisposiciones culturales. La generación del 30, a la que la propia Zambrano pertenecía, asumía, con la complicidad de sus mentores del 14 e incluso sus maestros del 98, el protagonismo de una transformación social, cultural y política inminente, favorecida por la efervescencia de la literatura, el pensamiento y el arte, y la movilización del mundo obrero, entre otros factores. Pero había algo decisivo que subyacía a todo ello y que lo fecundaba y activaba, haciendo posible que esa transformación fuera espontánea, “inocente” o “no-voluntaria”: la presencia iluminadora de un pasado colectivo perdido que asomaba entre la memoria y el olvido. O si nos valemos de un concepto sobre el que, no mucho tiempo antes, había teorizado ampliamente el sociólogo francés Maurice Halbwachs, la presencia provocadora de una memoria social o colectiva, transmitida en el marco de una tradición viva.9
Esa memoria conecta además con la relevancia de la pasividad, la escucha y la alteridad en el pensamiento de Zambrano, pues ese tiempo nuevo, personificado en la República, era el resultado de un pasado disruptivo que advenía sin ser llamados o cuya presencia no había sido intencionada ni provocada. Por eso se asemejaba a un alba, pero de muchas noches, en el que despertaban al unísono múltiples pasados de la historia de España, dispuestos a esclarecerse y a iluminar el presente. En todo ello había algo de inédito y sorprendente, de imprevisible y creativo, inasumible para las filosofías lineales de la historia. Algo que, en Delirio y destino, marcaba ya un nuevo precedente dentro de la trayectoria de Zambrano, anticipando en aquella ocasión, su teoría del conocimiento inspirada en la revelación y el encuentro con lo desconocido, tema que desarrollará en los que serán sus cuatro libros más densos y maduros: Claros del bosque (1977), De la Aurora (1986), Notas de un método (1989) y Los bienaventurados (1990). En ellos, la noción y la experiencia de revelación tendrán, junto a metáforas características de la razón poética como la aurora, una dimensión mística y supratemporal que aún no se percibe en Delirio y destino, aunque pueda barruntarse en algunos momentos.10
En esta constelación de referencias irrumpe la República, no solo como una carta magna o un proyecto político, sino también, y sobre todo, como la personificación de una alteridad reprimida durante siglos y de una temporalidad disruptiva. En este sentido, Zambrano evocaba a propósito de las huelgas estudiantiles de 1930 y del apoyo que concitaron entre los catedráticos de mayor prestigio, unas conferencias en la Academia de Jurisprudencia en las que “se esbozaba la nueva Constitución de la República, que se sentía... como se siente la presencia de un huésped que se espera cuando se aproxima a nuestra puerta (...)” (2014 [1952], 991).
El huésped, alguien que viene de afuera, no deja de ser, por cierto, una figura de la alteridad que acercaría a Zambrano a cierto pensamiento judío contemporáneo. “El tiempo es el otro”, decía Franz Rosenzweig a propósito de la sorpresa y la autoridad del otro como momento constitutivo del sujeto que experimenta radicalmente su finitud y que necesita recrearse ante el “factum” de la muerte, frente a las concepciones continuistas y reiterativas del tiempo que pretenden negar esta última (Mate 2013, 23-34). Esta temporalidad disruptiva tendrá además una significación mesiánica en el caso de Walter Benjamin, cuyas tesis sobre la historia invitan a pensar algunos de los planteamientos que subyacen a Delirio y destino, escrito apenas una década después de aquellas, en la estela de una barbarie compartida. Por ejemplo, en la tesis II, cuando Benjamin apela a ese “misterioso punto de encuentro entre las generaciones pasadas y la nuestra”, en la que el pasado exige el cumplimiento de derechos pendientes a un presente dotado de “una débil fuerza mesiánica” (Benjamin según Mate 2006, 67); o en ese “instante de peligro” (113) referido en la tesis VI, en el que se juega que una imagen del pasado irrumpa en el presente para encender la chispa de la esperanza y transformarlo, o para alimentar el conformismo. Algo muy similar parece señalar Zambrano cuando apela a la aurora republicana o al instante extraordinario que ella trae consigo, en el que tantas esperanzas colectivas, frustradas en el pasado, han sido despertadas desde los anhelos de un presente indigente, o cuando distingue la tradición olvidada del falso tradicionalismo. Por otra parte, la figura del huésped guarda también una sintonía con la del exiliado en tanto que personificación, no ya de la alteridad, sino también de la interpelación y la interrupción, tal y como Zambrano plasmará, por ejemplo, en Los bienaventurados (Zambrano 2018, 400-412). La República era por tanto como un huésped que venía de lejos y al mismo tiempo siempre había estado allí, esperando en la puerta. De alguna manera, personificaba la España de los exilios, las heterodoxias y los fracasos. Por eso su advenimiento no se concretaba solo en un proyecto de incorporación de España a la Modernidad y de consumación de una Ilustración postergada, tal y como lo reconstruirán los relatos historicistas, sino también en la resolución de aquellos nudos y conflictos que habían congestionado la historia de España, en la redención de sus infiernos, sus sujetos anónimos y sus intelectuales suicidas. En definitiva, en la “asunción de lo condenado al pasado –y todo lo que pasa lo es– a la luz del presente” (Zambrano 2014 [1952], 986). Esa era, precisamente, la gran tarea de la conciencia en la actualidad, pues ella es “la que impide con su vigilia que las cosas que pasan y los muertos que pasan no pasen”, la que apura
su tensión y su vigilia para rescatar el pasado: traerlo al presente, someterlo a su claridad implacable, traer al plano de la actualidad el examen de conciencia que lo pasado no puede hacer en su infierno, ignorante como está de las consecuencias que nos trajeron sus yerros. Sacar a la luz a las imágenes y mirarlas, mirarlas hasta que su esencia se muestre diáfanamente, hasta que su esencia se transforme en una esencia de la que se participe (2014 [1952], 989).
El inminente cambio de régimen no advenía por tanto “en nombre de ningunos principios revolucionarios”, sino para que la nación se hiciese a sí misma o “para hacerse simplemente” (2014 [1952], 997). Zambrano compara en este sentido la vida española de entonces con la Dulcinea “que quería desencantarse del hechizo de su historia interrumpida, realizar su pura imagen, recobrar su alma. No era sólo asunto de política, de arte. Nacer, encarnarse en el cuerpo de la historia, de una historia verdadera...” (2014 [1952], 998).
En todo caso, ese tiempo nuevo cristalizado en la República exigía una temporalidad compleja y singular; o por emplear una metáfora a la que Zambrano recurrirá en no pocos momentos de su obra, una temporalidad “musical”.11 En el caso de Delirio y destino, aludirá a la vida como emanación de su propia música, la conciencia reduccionista de la razón analítica, tan apegada, siempre, al tiempo lineal, rechaza y no entiende:
De todas las zonas que nos constituyen, sólo la conciencia no tiene música, atenta como está al correr del tiempo, como si bastara solamente abandonarse al tiempo, a cualquier tiempo de los múltiples en que vivimos, para que una música propia se dejara oír. Sólo la conciencia no canta, como si, contrariamente, una de sus funciones fuese la de acallar las voces que gimen, llaman, delatan; acallar los signos que salen del infierno entreabierto, el eco del remoto paraíso (2014 [1952], 964).
Precisamente por el cariz extraordinario de aquel tiempo, incluso esa conciencia parecía ceder al ímpetu de la nueva música que empezaba a escucharse en la calle, como brotando “de las pisadas de las gentes” y “del tono de su voz, de lo que dicen y de cómo lo dicen, de sus movimientos y aun de los gestos” (2014 [1952], 964s.). Esa conciencia incluso había logrado despertar dentro de sí “un oído afinado” capaz de “medir los cambios habidos y los cambios que se preparan en la historia”, hasta el punto de “escuchar cómo se gesta el futuro”. Por eso en Madrid “se escuchaba ahora otra música” y “la vida misma de la ciudad exhalaba su música, un sonido que subía de tono, un tono cada vez más sostenido, una cierta melodía” (2014 [1952], 965).12
La música se convierte entonces en una invitación a descubrir una multiplicidad de tiempos irreductible a la linealidad historicista y abierta a una pluralidad heterogénea con la que se va tejiendo una trama polifónica de relaciones culturales, políticas y sociales. La música es presencia liberadora de una multiplicidad de tiempos, reprimida bajo la temporalidad cronológica de la conciencia racional. Obviamente, esto no significa cuestionar el sentido lineal del tiempo, o la continuidad entre un pasado, un presente y un futuro, o la clara primacía del tiempo cronológico en la sociedad; significa reconocer otras temporalidades implícitas en la continuidad positiva, irreductibles al “tiempo de la superficial conciencia, el tiempo cadena, condena” (2014 [1952], 936) –dirá Zambrano evocando su personal descubrimiento de la durée y la intuición bergsonianas.
En el relato de Zambrano convergerán así las evocaciones de su biografía personal, de la generación estudiantil a la que perteneció y de sus relaciones con los intelectuales de la época, empezando por Unamuno y Ortega, cuyos respectivos conceptos de “intrahistoria” y “razón histórica” son, por cierto, llevados a la práctica con toda radicalidad. Asimismo, una reflexión sobre España a través de múltiples episodios, perfiles y conflictos, tales como los suicidios de Larra y Ganivet en el xix, la novela de Galdós y la “España sub-histórica, de las entrañas que quedan bajo el universo histórico” (2014 [1952], 892), la pintura de Velázquez, Zurbarán o Juan Gris, el krausismo y sus herejías respecto de la España oficial...; y una peculiar sociología del Madrid de entonces, capaz de leer en sus expresiones cotidianas y populares el resurgimiento de una vitalidad oculta y latente, semejante a los movimientos marítimos de las olas (966-968).
Delirio y destino dibujaba así una especie de descenso luminoso a los infiernos de la historia de España –a sus “ínferos”, como a Zambrano le gustará decir a menudo– “para rescatar a todos los justos, y que vinieran a vivir la vida que les correspondía. Pues todos los muertos habían sido olvidados durante un largo tiempo y los falsos tradicionalistas pronunciaban su nombre en vano” (2014 [1952], 973). Sentía –escribe Zambrano evocándose a sí misma en aquella coyuntura– “que la historia debía de hacerse líquida, viviente” (2014 [1952], 973). Y no solo en España, sino también en Europa, la cual también estaba llamada a realizar su propio descenso a los infiernos para encontrar una solución propia “al conflicto liberalismo-socialización” y “superar sin destruirlas las nacionalidades” (2014 [1952], 974). En la órbita del socialismo humanista de Fernando de los Ríos, al que también evocaba en este punto, y al igual que muchos intelectuales de su mismo perfil ideológico, Zambrano profesaba un europeísmo que siempre modulará su mística del pueblo español, evitando que se deslice hacia el casticismo. El pulso muerto y la inercia nihilista de la nación eran para ella indisolubles de su aislamiento respecto de Europa y el mundo.
Pero, apenas unos años después, todo cambiaría de forma violenta por razones obvias. Entre el capítulo “14 de abril” –fecha simbólica en que la historia de España consumaba su elevación “hasta el punto antitrágico” (2014 [1952], 1041) y se liberaba “del hechizo de los malos encantadores que le habían sustraído el alma” (2014 [1952], 1043)– y el capítulo siguiente, “Hacia el nuevo mundo” –evocador de las primeras horas del exilio– mediaban ocho años demoledores cuyo relato Zambrano obvia –salvo algunas alusiones excepcionales en “La inspiración”, uno de los capítulos anteriores– provocando un brusco contraste. El destino soñado se había trocado en destino fatal, la esperanza había sido ahogada en sangre y Europa se había convertido en una madre enloquecida. El despertar de la memoria no había conseguido redimir los estratos de la España profunda, trascender la condición trágica del hombre occidental y romper el círculo, explicitado pocos años después en Persona y democracia (Zambrano 2011 [1958], 393-408), entre la proyección esperanzada de su ser menesteroso o a medias nacido, y su realización a costa del sacrificio y la producción de víctimas. Por eso había que despertarla de nuevo.
En algunos resquicios de Delirio y destino asoma la evocación de los ausentes que habían sido testigos, junto a Zambrano, de aquel tiempo diferente, y que habían muerto durante la guerra, o que no habían sobrevivido a la violencia del exilio. Aun de manera entreverada con esa memoria colectiva de los diversos estratos de un pasado reprimido que alumbraba el “destino soñado”, las evocaciones de aquellos compañeros de generación derrotados y arrojados al olvido, muestran un tono sutilmente diferente, más directo y personal, desahogado además en el presente real de la escritura del libro, en 1952. En las últimas páginas del capítulo “La inspiración”, anterior a su relato del 12 y 14 de abril, Zambrano nos adelanta, mediante algunas imágenes y reflexiones autobiográficas, el desenlace de la guerra y su significación trágica. Evocará así la pérdida de muchos compañeros de generación durante los primeros momentos de la guerra en el frente de Madrid, la de muchos “fusilados en lejanas provincias y en las encrucijadas de los caminos”, y la de personas cercanas como el escultor Emiliano Barral y Fe Sanz, primera esposa de Ramón Gaya. También rememorará a “los suicidas del destierro” (2014 [1952], 1026), entre otros su propio cuñado, Carlos Díaz Fernández, y el filósofo y traductor Eugenio Ímaz. Unos y otros son “raíces hundidas en la tierra y el olvido”, víctimas de la esperanza fracasada, muertos a los que “dejaron sin tiempo” (2014 [1952], 1027). De todos ellos
llegan palabras entrecortadas, sílabas de ese país de la muerte. Una voz, ahogada en el esfuerzo para hablar, quiere contar su historia; todos los muertos prematuros, los muertos por la violencia, necesitan que se cuente su historia, pues sólo debe de ser posible hundirse en el silencio cuando todo quedó dicho, ya apurada la vida como una frase redonda de sentido (2014 [1952], 1028).
La memoria de todos ellos es como “el silencio disonante que deja en el aire la palabra entrecortada, la razón convertida en grito, el silencio que despoja al condenado del esqueleto de su verdad. El silencio que envuelve a la inspiración asesinada” (2014 [1952], 1028). En estas evocaciones, la memoria zambraniana trasluce un cariz casi mesiánico que vuelve a evocarnos a Benjamin cuando sostiene este que “el pasado lleva consigo un índice secreto que remite a la redención” (Benjamin según Mate 2006, 67). Lejos de conformarse con el recuerdo puramente personal, nostálgico o sentimental, Zambrano adopta la mirada del testigo o de alguien que se ha salvado y que lleva consigo la memoria de los hundidos, cuya ausencia cuestiona el presente. Por eso unos y otros, muertos y exiliados, “sacrificados sin máscara alguna a la esperanza, sin la protección de un nombre definido, de una personalidad, simples víctimas (...)” (Zambrano 2014 [1952], 1027), entran desnudos y desposeídos “en la historia, ese baile de trajes” y “esa cabalgata” que llevan otros que sí “han querido y logrado poseer” (2014 [1952], 1028). Unos y otros cuestionan la historia contada en función de sus éxitos y celebridades, que es como la cuenta el historicismo por su empatía con los vencedores.13 Por eso son “la vanguardia de una historia sin máscara, de una historia del hombre libre de la ambición de poseer e irreductible a ser poseído” (2014 [1952], 1028). Unos se han quedado por el camino; otros, exiliados como ella, son “Vencidos que no han muerto” (2014 [1952], 1052), es decir, ausentes que no han dejado de estar presentes y llevan consigo la memoria de un fracaso que cuestiona la historia construida sobre sus ruinas.
Todo ese silencio a gritos que emana del pasado insatisfecho es precisamente lo que da sentido al delirio, cuya significación anamnética se hace presente en estos capítulos finales de “Un destino soñado”. En concreto, emerge cuando Zambrano señala que lo que quiere transmitir “es otra historia, una rara historia” y a continuación exclama “¡Qué pocos pueden contarla ya, esta historia de nuestra inspiración, de nuestro delirio, un delirio de pureza condenado tan pronto por el destino!” (2014 [1952], 1025). O cuando, ya en pleno exilio, viaja de La Habana a París para intentar reunirse con su madre, ya fallecida cuando llega, y alude al comienzo de “su inacabable delirio” en el que se ha convertido la “esperanza fallida” (2014 [1952], 1059). Precisamente a propósito de la escritura de Delirio y destino, en la ya citada carta a Rosa Chacel, Zambrano aludía a los “delirios” como “lo que nos han dejado (…): la verdad en su esqueleto. Y los esqueletos obligados a vivir deliran” (Rodríguez-Fischer 1992, 46).
Esta imagen paradójica del delirio como expresión de un esqueleto que pervive para contar una verdad inédita encontrará además una cierta continuidad en otras imágenes o conceptos posteriores de Zambrano. Tal es el caso de la “vida póstuma” y de la “razón germinativa” a las que se referirá en su “Carta sobre el exilio” y en su Presentación a la edición de 1977 de Los intelectuales en el drama de España, respectivamente. Aun en plena navegación racio-poética desde los años sesenta, una vez que Zambrano empiece a adentrarse en el mundo de los sueños y que su creciente apertura a la mística la aleje de la preocupación política, la memoria crítica seguirá presente a través de expresiones puntuales pero significativas. Una conciencia política difusa asomará por lo menos en esos dos momentos, ligada a una “ética del exilio” (Omlor 2017) o a la posición crítica característica de la “temporalidad exílica” (Balibrea 2017), que Zambrano nunca abandonará aun cuando a menudo permanezca latente. Es muy probable que, si revisáramos de manera exhaustiva su obra producida durante esas décadas y también tras su regreso a España, a buen seguro encontráramos otras expresiones análogas, pero, por ahora, nos limitaremos a esos dos momentos.
Publicada en 1961 en los Cuadernos del congreso por la libertad de la cultura, la “Carta sobre el exilio” ofrece al menos dos claves de lectura, complementarias entre sí. Una de ellas es, sin duda, el planteamiento del exilio como gran metáfora de la condición humana en su máxima desnudez y autenticidad, en su radical desprendimiento del mundo apócrifo, hasta alcanzar una cierta mística o un estado de inocencia originaria o humanidad verdadera, como la que expresa el célebre “Niño de Vallecas” de Velázquez14. Otra clave, a mi juicio tan relevante e incluso más que la anterior, es precisamente la memoria crítica, interpelante en esta ocasión a las nuevas generaciones del franquismo, las cuales habían asumido responsabilidades en el contexto “modernizador” de los años sesenta en España y, a la vez que introducían o propiciaban expectativas reformadoras, perpetuaban el olvido del exilio republicano. Ciertamente, los destinatarios de esta carta no eran tanto los enemigos de siempre (los franquistas “intransigentes”) como los “anticonformistas (sic) de hoy, los que no aceptan el régimen, denomínense de una u otra manera”; aquellos que consideran “que la suerte y destino de España deben estar y estarán determinados sólo por la acción y aun por el pensamiento de ellos, los que están en España” (Zambrano 1961, 68).
No queda muy claro a quienes está señalando Zambrano exactamente. Puede que a los llamados “comprensivos” del régimen, a los jóvenes rebeldes de la generación poética del 50, a las nuevas generaciones de contestatarios en general; o quizá a todos ellos y a algunos más. Incluso a voces del exilio ligadas a la guerra fría cultural y al proyecto de los mismos Cuadernos, que abogaban por pasar página respecto al pasado con vistas a una transición democrática pactada con los opositores del interior.15 En todo caso, Zambrano apuntaba la contradicción inasumible de un antifranquismo sin memoria republicana o de espaldas al exilio, y desenmascaraba con ello el continuismo del que se alimentan esos inconformistas bajo su aparente contestación al régimen. Al igual que Aranguren en algunos momentos,16 esos inconformistas del interior reducían a la insignificancia el pasado violentado del exiliado, o lo identificaban con un anacronismo revanchista, pretendiendo con ello neutralizar su autoridad epistemológica, política y moral. En definitiva, pedían al exiliado que renunciara a su exilio “hasta el punto de casi ignorarlo, olvidarlo y desconocerlo”, pues para ellos “el exiliado ha dejado de existir ya, vuelva o no vuelva” (Zambrano 1961, 68). Quieren que el pasado que encarnan sea eliminado y se confunda con el presente, y piensan que el fin de la dictadura solo puede alcanzarse en términos de progreso o de continuidad. Es decir, al margen de un pasado que, por muy interpelante que sea, no cabe en un presente que solo debe tener ojos para el porvenir. La condición temporal del exiliado discurría así en sentido opuesto a esta facticidad lineal entre el presente y el futuro:
él, arrojado de la historia actual de España y de su realidad, ha tenido que adentrarse en las entrañas de esa historia, ha vivido en sus infiernos; una y otra vez ha descendido a ellos para salir con un poco de verdad, con una palabra de verdad arrancada de ellos (...), para rescatar de ellos lo rescatable, lo irrenunciable. Para ir extrayendo de esa historia sumergida una cierta continuidad (1961, 69).
Por eso mismo –dice a continuación– los exiliados “Somos memoria. Memoria que rescata” (1961, 69). En la línea de la ética del exilio antes mencionada, Zambrano no está exigiendo ninguna revancha, sino el derecho a interpelar e interrumpir, a expresar y hacer valer su condición de exiliada con todas sus consecuencias. En medio del “indecible olvido” en que se ha quedado sumido, el exiliado no está pidiendo que lo salven a él, sino “que quien lo recoja en el momento en que deba ser, reciba algo que sólo él tiene” (1961, 67). No pide otra cosa “sino que le dejen dar, dar lo que nunca perdió y lo que ha ido ganando: la libertad que se llevó consigo y la verdad que ha ido ganando en esta especie de vida póstuma que se le ha dejado” (1961, 70).
El oxímoron de “vida póstuma” o presencia interpelante de la ausencia esconde una densa semántica que nos remite de nuevo a esa “débil fuerza mesiánica” esgrimida por Benjamin en su segunda tesis sobre la historia y, en definitiva, a una promesa de redención universal irrealizable, pero que al mismo tiempo puede alimentar un “anhelo de justicia consumada” (Horkheimer 2000, 173) que mantenga vivo el inconformismo ante la injusticia, el sufrimiento y la muerte.17
El otro texto al que nos referíamos es “Presentación: la experiencia de la historia (después de entonces)”, escrito a manera de prólogo a la ya mencionada edición de 1977 de Los intelectuales en el drama de España, su libro más político y militante, que había escrito durante su estancia en Santiago de Chile en 1936-1937. No por casualidad, Zambrano fechaba este texto el 14 de abril de 1977, en plena transición democrática en España. Para entonces, cuatro décadas habían pasado ya desde el fracaso de la República. La guerra civil y el franquismo habían apagado esa esperanza colectiva encendida en plena historia trágica de España, pero quedaba su memoria o su presencia en forma de ausencia. Zambrano, exiliada aún en el confín francés de La Pièce, rememoraba aquella aurora en la que por momentos había resurgido la República, “la niña”, que asociaba a una de Las Meninas (Zambrano 2015 [1977], 128s.), en unos años en los que en España la memoria republicana apenas asomaba en el espacio público y casi siempre bajo el estigma de la Guerra Civil (Bernecker y Brinkmann 2006, 229-255).
Zambrano señalaba entonces un pasado injustamente aplastado que había pervivido hasta entonces, no solo en la comunidad exiliada, sino también, aun de manera latente, en la España del interior, bajo el silencio falsificador y la paz fingida del franquismo. Un pasado que interpelaba a la conciencia del presente indigente despejado en la transición, con la esperanza de fecundarlo políticamente. En palabras de la propia Zambrano, un “ahora que ya es entonces”, pero un “entonces” que “sigue siendo todavía por haber sido vivido tan verdaderamente sin regateo alguno” (Zambrano 2015 [1977], 128) y que es “razón germinativa, germinante en lo escondido de la historia”, “palabra viva con el aliento de la verdad” o “verdad sepultada (…) que en su palpitar oscuro crea claridad” (2015 [1977], 129).
Que esa razón germine y genere luz no significa realizar anacrónicamente en el presente lo que no pudo ser en el pasado, ni reclamar venganza o trasladar a las generaciones actuales los odios pasados de la guerra. Tampoco significa ser instrumento o arma arrojadiza de intereses partidistas o sectarios, tal y como tantas veces se ha repetido desde la visión complaciente de la transición. Significa interrumpir con la luz de esa claridad las inercias oscuras que aún pervivían en la estela del franquismo y encender, en el presente que se entreabría en medio de ellas, la chispa de algo nuevo capaz de liberar las posibilidades inéditas y transformadoras del tiempo. O como dice Zambrano, salvar el pasado “de la deformación que llega tan fácilmente hasta lo grotesco”, para que sea “enderezado, restituido a lo que era y más aún a lo que iba a ser” (2015 [1977], 127). Un presente por tanto “activo”, que no se resigne a ser un mero receptáculo del pasado, sino que se deje interpelar por él con todas sus energías críticas; que no ceda ante el mito inhibidor y regresivo de la Guerra Civil, y que recoja del pasado “todo lo que fue presente por la verdad sostenida, respirada”. Zambrano planteaba así a su manera que la experiencia de la historia, en la España posfranquista de 1977, pasaba por el encuentro entre el pasado, arrojado al olvido de la derrota y el exilio, y el presente indigente de la transición. Por eso dar “nombre o figura a lo visto y sentido, a lo padecido y callado”, atinar “con el instante decisivo que dejó de irse, (…) devolver al pasado su figura, convertirlo en prólogo, en una especie de preexperiencia”, es la condición de “lo que propiamente ha de llamarse experiencia” (2015 [1977], 136). Este debía ser el sentido de la transición como una experiencia histórica y no como un episodio más dentro de una narración lineal cuyos protagonistas siempre son los vencedores. Zambrano acompañaba así a otras voces del exilio como Eduardo Nicol, José Bergamín e incluso Adolfo Sánchez Vázquez (Sánchez Cuervo 2016; López Cabello 2019), quienes cuestionaron la transición, aunque ella lo hiciera de manera lejana y desde su mundo racio-poético.
En algunos momentos del recorrido por la memoria crítica en la obra de Zambrano que hemos trazado en los apartados anteriores cabría encontrar una invitación a pensar una nueva metodología del conocimiento del pasado, inspirada en el peso de sus esperanzas y fracasos más que de sus concatenaciones y éxitos, de sus ausencias y negaciones más que de sus realizaciones positivas. Además de esta sugerencia, a raíz de la práctica de una narración del pasado diferente de la acometida por la historiografía convencional, Zambrano señala también algunas pistas o figuras de orden teórico, sin desprenderse por ello del lenguaje metafórico, tan predilecto por ella. Tal es el caso de la figura de la ruina, que además Zambrano conecta con el delirio en El hombre y lo divino (1955), que ya preparaba mientras escribía Delirio y destino. “No hay ruina –afirmaba– sin vida vegetal; sin yedra, musgo o jaramago que brote en la rendija de la piedra, confundida con el lagarto, como un delirio de vida que nace de la muerte”. (Zambrano 2011 [1955], 259). Para Zambrano, una ruina no es un mero objeto de contemplación erudita o el resto de un pasado muerto sin capacidad de interpelar al presente, sino “lo que ha sobrevivido a su destrucción” o aquello
cuyo derrumbe material sirve de soporte a un sentido que se extiende triunfador; supervivencia, no ya de lo que fue, sino de lo que no alcanzó a ser. Por las ruinas se aparece ante nosotros la perspectiva del tiempo, de un tiempo concreto, vivido, que se prolonga hasta nosotros y aún prosigue. (…) Tiempo de un pasado que lo sigue siendo, que se actualiza como pasado y que muestra, al par, un futuro que nunca fue (…). (2011 [1955], 258).
Ruina –prosigue Zambrano– es “traza de algo humano vencido y luego vencedor del paso tiempo. (…) Algo que nunca fue enteramente visible”, que “tiene algo de intento frustrado” y que lleva dentro de sí “la realidad perenne de lo frustrado; la victoria del fracaso” (2011 [1955], 258). Es decir, la ruina sería el vestigio de un pasado irreductible a hechos, marcado por el fracaso y portador, por eso mismo, de un mensaje inagotable que llega al presente y abre posibilidades de futuro; de un pasado evocador de algo humano que se resiste a ser naturalizado. Por eso en el lugar donde se asienta la ruina, la muerte puede transformarse en un delirio de vida, algo que Zambrano identifica con “lo propiamente histórico”, que “no es ni el hecho resucitado con todos sus componentes (…), ni tampoco la visión arbitraria que elude el hecho, sino la visión de los hechos en su supervivencia, el sentido que sobrevive tomándolos como cuerpo” (2011 [1955], 257).
Zambrano esbozaba así, a propósito de su reflexión sobre las ruinas y en conexión con la experiencia del delirio, una teoría del conocimiento histórico en clave anamnética que se desmarcaba del conocimiento supuestamente objetivo del pasado, para el que este se reduce a “lo que se ha hecho, con ese carácter impersonal que lo avecina a la naturaleza y que ha sido llamado destino”; y que se identificaba más bien con una concepción trágica, cuya finalidad es “transformar el acontecimiento en libertad” y “rescatar la esperanza de la fatalidad” (2011 [1955], 256) . Para Zambrano, ambas concepciones se orientaban en función de dos preguntas bien diferentes, si es que no antagónicas: “¿Qué son las cosas?” en un caso; “¿Qué es lo que yo he hecho?” O si el sentido de la propia culpa no se hace sentir: ¿Qué es lo que me han hecho?” (2011 [1955], 256) en el otro. Estas últimas podrían propiciar una historiografía inspirada en la memoria.
Pero no solo para la historia o el conocimiento del pasado. Para Zambrano, todo conocimiento, descansa en definitiva en la memoria, tal y como planteará en uno de sus libros de madurez, el ya mencionado Notas de un método, especialmente en la última de sus notas primeras, dedicada al “ir y venir de la memoria” (2018 [1989], 84).18 Allí parte Zambrano de la evidente necesidad para todo pensar de volver siempre a un punto de partida, de manera que la acción de “ir” siempre llevará consigo el reverso del “venir” o del “volver”, el cual encuentra su sentido en revivir lo vivido y ver lo que se ha quedado en la oscuridad para, o bien consumar las posibilidades de su presencia, o bien expresarlas bajo una nueva luz; un ver que, en todo caso, siempre será un entrever, en la medida en que la visión completa, perfecta o acabada resulta inalcanzable para una existencia finita. Por eso el anhelo de diafanidad, que Zambrano identifica en estas páginas con la fenomenología de Husserl, concretamente con su noción de “presentificación” (Zambrano 2018 [1989], 84), es imposible aunque irrenunciable. Mirar hacia el pasado una y otra vez para entrever lo que nunca se acaba de ver forma parte de la condición humana y su existencia trágica:
El recordar viene así a ser siempre un desnacerse del sujeto para ir a recoger lo que nació en él y en torno suyo y, viéndolo, devolverlo, si le es posible, a la nada, o para rescatarlo de su oscuridad inicial y prestarle ocasión de que renazca, para que renazca de otro modo en el campo de la visión (2018 [1989], 83).
Ver y recordar son por tanto experiencias correlativas e incluso casi idénticas. No hay visión sin memoria, o mejor aún, “La primera forma de visión se da al mirar hacia atrás, al volver la vista hacia ello” (2018 [1989], 84). Por eso la memoria es la “nodriza o madre del pensamiento”. Sierva en su pasividad, “sostiene y sustenta el pensar en su ir y venir” (2018 [1989], 85). “La memoria, dejada a su inicial servidumbre, sería lo más radicalmente renovador, la memoria vindicativa, en principio, del pasado y de lo abrazado por él” (2018 [1989], 86). Una memoria “mediadora” entre el afán de diafanidad y su realización solo a medias, en la penumbra en la que Zambrano gusta moverse; una memoria que se adentra en lo vivido y en lo “dejado escapar o dejado caer”, para ofrecerle “un medio nuevo donde acabar de nacer (...) otorgándole lo que no fue dado” (2018 [1989], 86). Este renacimiento iluminador de un pasado entrevisto desde un presente que no puede ir sin volver, que no puede proyectarse hacia el futuro sin mirar hacia atrás, es lo que Zambrano denomina “condensación del tiempo” (2018 [1989], 86) o “ancho presente, lugar de aparición, centro que se abre al respiro y a la visión” (2018 [1989], 86s.). Pudiera parecer que condensación y anchura se contradicen, pero solo aparentemente en la medida en que identifican los movimientos de una misma respiración: por una parte, la condensación o síntesis entre el pasado que aguarda en la oscuridad y el presente que no puede ser futuro sin adentrarse en aquél, en medio de una iluminación recíproca que alumbra algo nuevo. Por otra, el ancho presente en el que eso nuevo, lo revivido, se expande.
Pero Zambrano también señala los peligros a que se expone la memoria. Uno de ellos, al que ya nos hemos referido, es el afán de diafanidad, inevitable por su arraigo en la condición humana, pero asimilable y hasta liberador cuando es consciente de su carácter irrealizable y de su consecuente necesidad de limitarse. Otro peligro que Zambrano señala es “el afán de apropiación” o “simple toma de posesión del pasado” (2018 [1989], 86). La memoria pierde entonces su sentido mediador, su modulación respiratoria entre el ir y el volver, y se convierte en un instrumento al servicio de las ideologías del presente. Tal podría ser el caso de las memorias construidas por los historiadores oficiales de una determinada nación cuando construyen sus relatos. Finalmente, entre el afán de diafanidad y de apropiación discurre el afán de objetivación, “la ley del tiempo de la conciencia –pasado, presente, porvenir–; tiempo sucesivo, discursivo, que constriñe el original ímpetu en busca de algo perdido, de la memoria, y lo encamina a recorrer simplemente el pasado” (2018 [1989], 85) Sería el tiempo del historicismo en el amplio sentido del término, el cual recorre el pasado “aplanándolo, como preparación del discurrir del pensamiento racional, más bien racionalista o racionalizante” (2018 [1989], 85). Aquí el pasado no tiene vida propia ni capacidad iluminadora, limitándose a engranar un continuismo reduccionista y unívoco. Zambrano también lo denomina “tiempo aceptado”, que define como “un tiempo objetivado correspondiente a la sociedad, el Estado y, especialmente, el Estado moderno (...)” (2018 [1989], 86).
Sin duda estos planteamientos recuerdan a los que Zambrano había plasmado en otros textos como los anteriormente abordados. Sin embargo, en esta ocasión ya no se trata de experiencias concretas como el advenimiento republicano, la guerra civil, el exilio, el olvido durante el franquismo o la transición democrática, sino de la abstracción propia de una reflexión metodológica sobre las posibilidades del conocimiento humano. Al igual que en la metáfora de las ruinas, la memoria adquiere ahora una significación teórica, que además quiere dar cuenta de su mismo fundamento, el cual reside en el “sentir” más que en la conciencia, tan proclive, esta última, a los reduccionismos del tiempo exclusivamente racional o al afán desmesurado de diafanidad. Es el sentir, expresado en forma de infinitivo y no de substantivo, a la manera de una autopercepción radical –una “intuición indeterminada del yo”, dirían los viejos krausistas, con los que Zambrano sintonizó a través del institucionismo,
El que moviliza la atención y la intención en esta búsqueda de lo que se ha escapado cayéndose de la realidad perdida y decaída. El sentir acusa la pérdida, la acción del sujeto de haberlo dejado perder; el sentir, que, con su insistencia, levanta una especie de acusación, como si todo lo caído hubiera sido dejado caer (2018 [1989], 90).
En su expresión más radical, como “sentir originario”, es “el lugar de la gravitación del sujeto mismo y de todo peso que consigo porte”, es “el punto de gravedad en el que el sujeto siente su propio peso, su propia condición. El sentir originario consiste en sentirse” (2018 [1989], 92).
El sentir es lo que revela la carencia que acompaña siempre a todo sujeto como tal, su precariedad, su oscuridad y su necesidad consecuente de rescatar lo que ha perdido; es lo que delata su propia violencia cuando olvida o inhibe su pasado. Pero es también lo que permite a la existencia sobreponerse a esta zozobra a través, precisamente, de la memoria. El sentir revela la condición trágica del ser humano, su perdición y su salvación indisolubles. Como tal, vivido en su máxima radicalidad, remite además a un supuesto origen divino, accesible solo a través de una mística difusa, de resabios gnósticos, sanjuanistas, heideggerianos y hasta neoplatónicos. Más allá de lo entrevisto en la oscuridad del pasado, Zambrano señala una luz originaria, un tragaluz infinito. Este es el fundamento último de la memoria zambraniana, la cual gana relevancia crítica a medida que se aproxima a sus expresiones más seculares. En este sentido, es la gran depositaria de la libertad humana, tal y como Zambrano sentencia en las últimas líneas de esta reflexión, que puede servirnos como punto y final provisional a este breve recorrido por la memoria crítica en su obra: “La memoria se postula así como arte y sabiduría del tiempo; la memoria que, en su servidumbre, guarda, como una antigua y misteriosa arca, la libertad –ese arcano propuesto al hombre” (2018 [1989], 93).
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Fecha de recepción: 18.12.2024
Versión reelaborada: 11.04.2025
Fecha de aceptación: 06.05.2025
1* La presente contribución ha sido realizada en el marco del proyecto de investigación la filosofía iberoamericana del siglo xx y el desarrollo de una razón plural (PID2022-138121NB-I00), financiado por MICIU/AEI/10.13039/5011000011033 y por FEDER, UE.
2 El principal estímulo para su redacción había sido la convocatoria del “Prix Littéraire Européen”, a cargo de la Communauté Européen des Guildes et Clubs du Livre, dotado con la publicación del manuscrito y cinco mil francos. El jurado, presidido por Salvador de Madariaga, emitió su fallo el 26 de marzo de 1953 y premió “ex aequo” al polaco Czeslaw Milosz por La prise du pouvoir y al alemán Werner Warsinsky por Kimersiche Fahrt. Delirio y destino, si bien no fue premiado, recibió del jurado la recomendación de su publicación a instancia sobre todo de Gabriel Marcel, quien formaba parte del mismo. Para más detalles, véase Inestrillas (2010, 49-57).
3 La versión definitiva incluirá cuatro capítulos más, abarcando hasta la llegada de Zambrano a París desde La Habana, en septiembre de 1946. El último capítulo, “La hermana”, evoca su llegada a aquella ciudad y su encuentro en ella con Araceli, su hermana, dos días después del fallecimiento de su madre (Zambrano 2014, 1060-1062).
4 Zambrano había planteado esta tesis en Pensamiento y poesía en la vida española, poco después de iniciar su exilio en México: “Es Cervantes quien nos presenta el fracaso del español, quien implacablemente nos pone de manifiesto aquella maravilla de voluntad coherente, clara, perfecta, que se ha quedado sin empleo y no hace sino estrellarse contra el muro de la nueva época. Es la voluntad pura, desasida de su objeto real, puesto que ella misma lo inventa” (Zambrano 2015 [1937], 212).
5 En El sueño creador (1965), los proyectos de vida como tales, más allá del concepto orteguiano de aventura y especialmente bajo la expresión narrativa, se mostrarán como intentos de realizar lo más íntimo de la vocación humana. Allí la ensoñación y el despertar coinciden: “(...) en este caso en que la finalidad despierta el último fondo de la vida personal y la secreta y a veces escondida energía de la persona y de la psique, y aún la mera energía física, la vida es realmente sueño; vigilia y sueño tienen aquí la misma contextura” (Zambrano 2011 [1965], 999). En Delirio y destino, libro precursor también en este sentido, aludía Zambrano al “sueño creador” a propósito de la desaparición de la monarquía como algo necesario “para la transformación de la nación española, de su salida de la inexistencia histórica a la afirmación, el despertar de su letargo (...)” (Zambrano 2014, 951).
6 El estancamiento de esos estratos bajo la máscara inhibidora del idealismo y de la gran cultura burguesa europea, y su eclosión violenta en la Europa de entreguerras, había sido para Zambrano la clave explicativa del fascismo en Europa, según su interpretación en Los intelectuales en el drama de España (1937). Véase Zambrano (2015 [1937], 141-150).
7 Señalo a partir de ahora, entre corchetes, el año de publicación de la primera edición, con la única excepción, precisamente, de Delirio y destino. En este caso, señalo el año de la finalización de su escritura, 1952, que es el momento intransferible en el que Zambrano hace memoria.
8 En este sentido he interpretado los términos “delirio” y “destino” en Sánchez Cuervo (2011).
9 El padre de la sociología de la memoria había publicado en 1925 Les cadres sociaux de la mémoire, estudio pionero en el que distinguía tres grandes medios de transmisión de la memoria colectiva: la familia, la sociedad religiosa y la clase social, respectivamente abordados en los capítulos VI, VII y VIII. En el caso de Delirio y destino, bien podrían ser la familia, la sociedad universitaria más que religiosa, y la clase social (la burguesía liberal, sobre todo), los tres grandes medios transmisores. Como bien es sabido, Halbwachs moriría en un barracón del campo de concentración de Buchenwald en 1945, en brazos de Jorge Semprún.
10 Por ejemplo, a propósito de la revelación de lo sagrado, cuando alude al despertar “en un instante sagrado”. “Si el despertar no es un instante sagrado, no es verdadero despertar”, afirma a continuación (2014 [1952], 1033).
11 Véanse los escritos de Zambrano señalados por Fernando Muñoz Vitoria en su edición de Notas de un método (Zambrano 2018 [1989], 563, nota 8). Por otra parte, en Persona y democracia, Zambrano identificará el orden democrático con el acorde melódico y el “orden musical” más que el “arquitectónico”, pues es la música “orden capaz de armonizar los elementos discordantes” (Zambrano, 2011 [1958], 500) contrariamente al “tam tam, de tambor mágico” propio de “los discursos hitlerianos” (496).
12 En Notas de un método, Zambrano contrapondrá melodía y ritmo. Es decir, lo discontinuo, revelado e imprevisible frente a lo conceptual y lo que está dado, característico de las marchas militares (Zambrano 2018 [1989], 31s). En este sentido aludirá al “’totalitarismo’ de los últimos” como al “diabólico juego del mimetismo” que amenaza a “toda creación”, especialmente en “la creación histórica”, en la que el individuo queda anulado por “una disciplina mecánica y seguida” (Zambrano 2014 [1952], 994).
13 Se trata de una imagen que puede evocarnos de nuevo las tesis de Benjamin, en este caso la séptima, en la que el materialista histórico se desmarca de la empatía del historiador historicista con los vencedores y observa con distancia crítica el “cortejo triunfal en el que los dominadores actuales marchan sobre los que hoy yacen en tierra” (Benjamin según Matte 2006, 129).
14 Sobre la compleja y polisémica significación del exilio en Zambrano existe una amplísima bibliografía. Véase, por ejemplo: Bundgaard (2000), Moreno (2008), Sánchez Cuervo y Robles Luján (2020).
15 Tal era el caso de Julián Gorkin, quien de alguna manera respondería a la “Carta sobre el exilio” con un artículo publicado en los mismos Cuadernos en mayo de 1962, bajo el título “Los grandes muertos de la emigración española”. En él propugnaba que el exilio reconociera que con las muertes de figuras emblemáticas como Azaña, Largo Caballero, Martínez Barrio y Prieto, se había cerrado un capítulo de la historia de España y comenzaba otro en la que las nuevas generaciones del interior debían ser protagonistas. Véase Glondys (2012, 250).
16 El artículo que José Luis López Aranguren publicó en Cuadernos hispanoamericanos en 1953 sobre “La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración” constituye una de las principales invitaciones que se plantearon desde el interior para construir un posible “puente” con el exilio. En Sánchez Cuervo (2021) he querido mostrar la doble condición de “hito” y de “mito” de este artículo, en el marco de las estrategias comprensivas del exilio y del relativo consenso en la España del interior, sobre la necesidad de buscar cauces para el diálogo y la comunicación.
17 Sobre la discusión en torno a esta cuestión entre el propio Benjamin y Max Horkheimer, en el contexto de la Teoría Crítica, véase Mate (2006, 70-80).
18 Si bien Notas de un método no fue publicado hasta 1989, el apartado “El ir y venir de la memoria” ya había sido publicado en 1972, con algunas modificaciones, en el artículo “Del método en filosofía o de las tres formas de visión” (Zambrano 1972). Así lo aclara el editor de Notas de un método (en Zambrano 1989, 83, nota 157).