DOI: 10.18441/ibam.25.2025.90.33-50
Paulino Ramos-Ballesteros
Universidad Pablo de Olavide, España
paurambal@gmail.com
ORCID ID: https://orcid.org/0009-0008-2781-0544
Rafael Cáceres-Feria
Universidad Pablo de Olavide, España
rcacfer@upo.es
ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-9471-1211
En las dos últimas décadas ha comenzado a salir a la luz la fuerte represión que sufrieron los disidentes sexuales y de género durante el franquismo (Arnalte 2003; Ugarte 2003; Olmeda 2004; Terrasa 2004; Huard 2014; Molina 2015; Fernández Galeano 2016; Valcuende y Cáceres 2023). Los esfuerzos de la dictadura por imponer una moralidad pública nacionalcatólica, basada en los principios del catolicismo, que entendía la sexualidad exclusivamente dirigida a la reproducción en el contexto del matrimonio heterosexual y al servicio de la nación (Olmeda 2023), abrieron las puertas para que en España, al igual que en otros Estados fascistas, se legislara contra todos los que mostrasen comportamientos de “dudosa moralidad” (Mora 2016) y, en definitiva, a la persecución y castigo de las conductas sexuales y de género no normativas. Desde ámbitos muy diversos afines al régimen (científicos, legislativos, propagandísticos…) se debatió y teorizó sobre la anomalía y el peligro social que suponían los comportamientos sexuales y de género “desviados”, tanto en hombres como en mujeres, y la necesidad de controlarlos (Mora 2016). Sin embargo, durante los primeros años del franquismo, la homosexualidad no estaba tipificada como delito, aunque se perseguía a través de otras leyes como las de escándalo público y/o abusos deshonestos, que sancionaban los actos homosexuales con multas y/o con arresto menor. Fue en 1954 cuando el régimen aprobó una legislación abiertamente anti homosexual. Ese año, el Ministerio de Justicia modificó una ley de la II República, la Ley de Vagos y Maleantes, que perseguía a los individuos considerados antisociales, incluyendo a los homosexuales en estas categorías. Esta norma castigaba el “homosexualismo”, además de con multas, con prisión. Aquellas personas acusadas de homosexualidad podían ser encerradas en centros penitenciarios o en las denominadas, eufemísticamente, colonias agrícolas penitenciarias, durante un período que podía ir desde un mes hasta tres años, además de quedar, una vez libres, bajo vigilancia y, en ocasiones, se les imponía el destierro de la provincia donde se cometía el “delito”.
A finales de los años sesenta, el régimen, preocupado por la cada vez mayor presencia de disidencias sexo-genéricas en zonas turísticas y urbanas, se planteó introducir cambios en la legislación (Cáceres-Feria et al. 2021). En 1971, se sustituyó la Ley de Vagos y Maleantes por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, con el mismo carácter disciplinante hacia la disidencia sexual y de género. Un cambio sustancial de esta nueva ley fue que no consideraba peligrosos a los homosexuales, sino a los que ejercían la homosexualidad. Esta norma pretendía tener un carácter regenerador y para ello, se crearon cárceles especializadas en la rehabilitación de los homosexuales. Lejos de suavizar la presión sobre los disidentes sexuales y de género, supuso un endurecimiento de las medidas punitivas.
Mientras que los hombres homosexuales sufrieron, además de la presión social, las leyes represoras del régimen, las lesbianas tuvieron, sobre todo, un mecanismo de control en el Patronato de Protección a la Mujer, una institución creada en 1941 para la “dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartarlas del vicio y educarlas de acuerdo con las enseñanzas de la Religión Católica” (Decreto de 6 de noviembre de 1941) y que, en la práctica, también sirvió para fiscalizar el lesbianismo (Cáceres-Feria y Satué 2003)
El fin del franquismo, en 1975, y el paso de la dictadura a la democracia, no supusieron la abolición automática de las leyes anti homosexuales. Durante la denominada transición, gracias a la movilización de multitud de colectivos y activistas se derogaron las leyes represoras despejando el camino hacia la aceptación de la diversidad sexual y de género. Con mucho esfuerzo, se han ido consolidando los derechos civiles para las personas homosexuales y transexuales del país (Subrat 2019). Si bien se han dado pasos importantes en la visibilidad y el reconocimiento de la diversidad sexual, las investigaciones sobre memoria histórica han tardado en incorporar la disidencia sexo-genérica como foco de estudio. Se han caracterizado por un enorme silencio y un fuerte olvido que apenas en los últimos años han comenzado a resolverse. Las memorias del colectivo LGTBIQ+, al igual que las de otros grupos subalternizados, son lo que podríamos denominar, siguiendo a Traverso (2007), memorias débiles: memorias ocultadas e invisibilizadas, que apenas tienen presencia en los medios de comunicación y el espacio público, y no cuentan con apoyo institucional. Cuando se abordan, se centran solo en algunos colectivos, dejando de lado a otros, como el de las lesbianas. El centro de estas memorias ha sido el de los hombres homosexuales, especialmente los que habitan en las ciudades, sin apenas prestar atención a los disidentes sexuales y de género de las zonas rurales debido, principalmente, a que el movimiento LGBTI+ se ha conformado con una visión urbanocentrada (Pazos y Miranda 2022), colocando las ruralidades como el lugar de la opresión, la oscuridad o la falta de libertad. El silencio y el olvido afectan doblemente a las subjetividades queer2 de las zonas rurales. No se saca a luz la represión del Estado hacia los disidentes sexuales y de género de las pequeñas poblaciones ya que se entiende que todo el contexto rural es, en sí mismo, represivo. Se ignora a estas personas porque no se ajustan al modelo de identidad gay/lésbica. Se da por hecho que los homosexuales, lesbianas y transexuales que sufrieron la represión estatal serían aquellos que vivían en las ciudades y mostraban de forma más o menos abierta sus identidades. A los otros, simplemente, no se les tiene en cuenta, como si se tratara de una realidad a olvidar, una etapa previa que es necesario superar. Sin embargo, en la actualidad, en España, se perciben algunos síntomas de cambio con respecto a la valoración de la diversidad sexual y de género de las pequeñas poblaciones. Es significativo que, al contrario de lo que ha sucedido hasta hace poco, se están produciendo movimientos de disidentes sexuales y de género desde la ciudad al campo.
En este artículo se aborda la represión que estas subjetividades han vivido en zonas rurales de Andalucía durante el franquismo y la transición. Forma parte de una investigación más amplia, iniciada en 2021, que estudia la situación de la diversidad sexual en el mundo rural andaluz en la actualidad. Utilizamos una metodología etnográfica en la que se combina documentación archivística, observación y entrevistas en profundidad. Hasta el momento, se han realizado veinticinco entrevistas a miembros del colectivo LGTBIQ+ en diversas provincias de Andalucía. Entre los participantes, hay dieciocho hombres y siete mujeres, con edades comprendidas entre los cuarenta y los ochenta y cinco años. Las entrevistas se han llevado a cabo en poblaciones de distintos tamaños, y los perfiles de los entrevistados son muy diversos. La mayoría ha pasado parte de su vida en grandes ciudades.
El acercamiento a la realidad histórica del mundo rural andaluz se ha realizado mediante entrevistas en profundidad y la consulta de archivos, principalmente los correspondientes a los juzgados creados expresamente para este tipo de “delitos”: los denominados Archivos de Vagos y Maleantes y Archivos de Peligrosidad y Rehabilitación Social, de Sevilla y Granada. Para el caso específico de las lesbianas, los archivos del Patronato de Protección de la Mujer de Sevilla.
Tal como han señalado diversos autores (D’Emilio 1983; Adam 1987), existe una estrecha relación entre el desarrollo del capitalismo y el mundo urbano, el surgimiento de las identidades colectivas gais/lésbicas y el nacimiento de movimientos de liberación homosexual. La extensión de las relaciones laborales capitalistas, con un predominio del trabajo asalariado, constituye uno de los factores clave que propicia las condiciones sociales adecuadas para la aparición de estas nuevas identidades. La industrialización, que implicó el traslado de miles de trabajadores a los centros urbanos, produjo importantes efectos sobre la familia nuclear. Al perder esta su función como unidad de producción y consolidarse la separación entre sexualidad y procreación, se facilitaron los encuentros fuera de los vínculos comunitarios y familiares, lo que permitió a algunas personas organizar su vida en torno a sus preferencias afectivo-sexuales hacia individuos del mismo sexo (D’Emilio 1983). En las ciudades, a principios del siglo xx, aparecen locales de sociabilidad para mujeres y hombres homosexuales, como alternativa a los espacios efímeros de contacto. Clubes, bares, saunas… se configuran en ambientes protectores, de permisibilidad, que incrementan la interrelación social (Bérube 1990). Serán establecimientos donde los hombres homosexuales podrán relacionarse de manera más libre con individuos que comparten sus mismas preferencias, lo que contribuirá al surgimiento de redes sociales y de conciencia grupal (Weeks 1985). Para los hombres gais, bares y discotecas desempeñan la misma función que para otros colectivos ha tenido la Iglesia o la familia. Durante mucho tiempo, se constituyeron en la principal “institución” de la vida homosexual (Achilles 1998). Si bien en las ciudades las lesbianas también encontraron espacios adecuados, con la aparición de locales de ocio lésbico, su vida colectiva se desarrolló en entornos más íntimos, como asociaciones, cafés, librerías o clubes privados. A lo largo del siglo xx, especialmente en la segunda mitad, se han producido importantes flujos migratorios de disidentes sexuales y de género desde las pequeñas ciudades y zonas rurales a las grandes metrópolis. Es lo que algunos autores han denominado sexilio (Guzmán 1997; Martínez-San Miguel 2011). Ciudades como San Francisco o Nueva York (Chauncey 1994; Boyd 2005) se convirtieron en la meca de la diversidad sexual. Estos movimientos poblacionales han sido estudiados por historiadores y sociólogos, quienes han indagado tanto en las causas que llevan a estas migraciones como en la configuración de espacios gais y lésbicos propios (Levine 1979; Castells y Murphy 1982). Con frecuencia, en estas obras se han destacado las condiciones propicias que presenta la vida urbana para el surgimiento de subculturas sexuales y de género: mayor densidad de población y anonimato. Estas investigaciones se han realizado en un número limitado de ciudades del mundo, especialmente en Estados Unidos (Boston y Chicago) y Europa (Berlín, París, Londres…); pero sus resultados se han tomado como universales, a pesar de que existe un enorme vacío de conocimiento, no solo con respecto al mundo no occidental, sino también con relación a buena parte de Europa (Browne et al. 2007). Para el caso español, disponemos de muy pocos datos. Sabemos que, a partir de la década de los cincuenta del siglo xx, con el fuerte éxodo rural, llegaron a ciudades como Barcelona y Madrid, junto con migrantes económicos, un gran número de disidentes sexuales y de género. Hasta la década de los ochenta del siglo pasado Barcelona fue el principal referente urbano español, no solo para hombres homosexuales, sino también para lesbianas y personas trans (Huard 2014); a partir de los noventa, Madrid se convertirá en otro importante foco de atracción, apareciendo áreas de concentración de gais y lesbianas como Chueca (Martínez y Dodge 2010; Robbins 2011). Junto a estas metrópolis, algunas zonas turísticas como Torremolinos, Ibiza o Sitges, por su mayor apertura y la presencia de una población flotante de muy diversa procedencia, se configuraron, a partir de los años sesenta como espacios de sociabilidad especialmente atrayentes para estos colectivos (Cáceres et al. 2023).
La vinculación entre homosexualidad y las urbes ha sido un tema recurrente en los estudios LGTBIQ+ (Aldrich 2004; Abraham 2008) hasta el punto de que algunos autores la plantean como una relación natural, mostrando la ciudad como “el mundo social propio del homosexual, su espacio de vida” (Bech 1997, 98). Como ocurre con muchos otros aspectos en relación con la sexualidad, lo rural representa lo marginal o periférico, mientras que lo urbano encarna lo central (Phillips et al. 1999). De esta manera, en el imaginario gay/lésbico, la ciudad se dibuja como un entorno favorable para el desarrollo de una vida más libre de las personas que no se ajustan a la heteronormatividad, por oposición a las pequeñas poblaciones, que simbolizan la represión y el ocultamiento (Weston 1995). Halberstam (2005) habla de metronormatividad para referirse a esta visión de la ciudad como el entorno donde los disidentes sexuales y de género pueden expresarse libremente, frente al campo donde son oprimidos y están obligados a ocultarse. En las narrativas metronormativas, lo rural se presenta como el armario para las sexualidades no normativas, y el éxodo rural simbolizaría la salida del armario para gais, lesbianas y personas trans rurales. En estos discursos, las subjetividades queer rurales son puestas en duda o estereotipadas al ligarlas a la soledad, el ostracismo, la represión o la tristeza (Cover et al. 2009), y se consideran identidades que necesitan el tránsito por zonas urbanas para ser plenas (Gorman-Murray et al. 2012). Paradójicamente, esta visión negativa convive con una idealización de la ruralidad desde lo urbano (Bell 2000; Gorman-Murray et al. 2012). Pero, al igual que reconocen diferentes autores (Weston 1995; Howard 1999; Halberstam 2005) esta interpretación no contempla que en las pequeñas ciudades y entornos rurales no todos los disidentes sexuales y de género están “armarizados”, ni todos los que emigran a la ciudad encuentran un entorno favorable. Se ignoran las narrativas de aquellos que no se adaptan al mundo urbano y desearían retornar a los pueblos (Weston 1995; Howard 1999). No solo estamos ante una visión simplificadora, sino también etnocéntrica, que pasa por alto las subjetividades sexuales y de género que existen en otras sociedades no occidentales; y cuando se tienen en cuenta se da por hecho que están condenadas a desaparecer por la globalización de las identidades gais/lésbicas/trans occidentales (Altman 2006), que se equiparan con modernidad y liberación (Manalansan 1995; Puar 2005). Las identidades no occidentales se suelen calificar de tradicionales y son concebidas de una forma esencialista, ya que se interpretan como intrínsecas a la cultura e inalterables en el tiempo.
Los estudios rurales no se han preocupado por la diversidad sexual hasta finales de los años noventa, creándose una imagen de la ruralidad desde una perspectiva blanca, anglosajona y heterosexual (Annes y Redlin 2012). Asimismo, igualmente, desde estos estudios se ha entendido que el binomio rural-urbano se ha construido en Occidente como una herramienta de control político para distinguir entre los valores estereotipados de la modernidad y urbanidad, frente a la ruralidad y la tradición (Pazos y Miranda 2022). De esa forma, la construcción del movimiento LGTBI+ ha basado uno de sus pilares fundamentales en el antagonismo con todo lo que tiene que ver con la ruralidad y la tradición, asumiéndolas como lo poco moderno, lo poco avanzado, lo que hay que dejar atrás (Agueli et al. 2022; Bell 2000; Bell y Valentine 1995).
Hasta la década de los setenta del siglo pasado, en que comienzan a globalizarse las identidades gais/lésbicas post Stonewall (Altman 1996; Parker 1999; Jackson 2000), en España la homosexualidad masculina se entendía, al igual que en buena parte del Mediterráneo, como transgresión de género, la adopción por parte de los hombres de formas y comportamientos atribuidos a las mujeres, así como de una sexualidad pasiva. En el caso de la homosexualidad femenina los perfiles eran aún más difusos (Guasch 1991; Villamil 2004). Frente a la figura del hombre homosexual, muy estereotipada y con mayor presencia en determinados espacios públicos, apenas existían referentes sobre la imagen de la lesbiana. La mujer homosexual se encarnaba en la marimacho o tortillera que quedaba definida a través de arquetipos masculinos (Gimeno 2005). Sin embargo, a pesar de estos elementos comunes, sería simplificador pensar que las formas de entender la homosexualidad no variaban de una sociedad a otra. Incluso dentro de España encontramos diferencias sustanciales entre regiones. Frente a las zonas rurales castellanas o vascas donde la homosexualidad estaba invisibilizada, en Andalucía, tanto en las ciudades como en los pueblos, el afeminado andaluz, el mariquita, adquiría más visibilidad y concreción. Su mayor presencia en contextos públicos, artísticos y rituales es uno de los elementos que contribuyen a individualizarlo. Se caracteriza a través de los rasgos estereotipados con los que se define en España a los andaluces: carácter festivo, humor, religiosidad, tradición, estética popular… (Cáceres y Valcuende 1999; 2014). El mariquita andaluz por antonomasia está asociado a las clases subalternas, por lo que los afeminados de clase media y alta trataban de no identificarse con esta figura ya que suponía estigmatización y degradación de clase social.
La aceptación de su presencia en determinados contextos públicos contrasta con la negación que se hacía de su sexualidad, tomada como antinatural, pese a que era notorio que podían tener relaciones sexuales con hombres definidos como heterosexuales. Desde la Antigüedad clásica, en el Mediterráneo se ha juzgado de manera bien diferente las relaciones homosexuales en función del rol que se ejercía en ellas. Mientras que los que eran penetrados se consideraban menos hombres y se feminizaban, a los que ejercían un papel “activo” no se les cuestionaba su masculinidad (Murray 1997; Crompton 2003). Es lo que se ha denominado modelo mediterráneo de homosexualidad (Vázquez y Clemison 2011). Esta dualidad situaba al mariquita en una situación liminal, por una parte, podía adquirir un gran protagonismo en determinados ámbitos festivos-rituales, por otra, era estigmatizado por su sexualidad transgresora y oculta.
No solo eran los contextos festivos donde los mariquitas desempeñaban roles específicos, también en el mundo laboral. Así, por ejemplo, encalar o blanquear las casas era una faena en la que, frecuentemente, se ocupaban, al igual que del trabajo doméstico. Estas actividades estaban vinculadas al engalanamiento de la casa, a la limpieza, ambas tareas que se encontraban socialmente en la esfera femenina. Se entendían tareas propias de homosexuales ya que combinaban cualidades femeninas (limpieza y esmero) y masculinas (fuerza y destreza). El espacio doméstico se entendía como propio de mujeres, niños y mariquitas, lo mismo que la iglesia. Para algunos afeminados andaluces su conexión con el mundo religioso les permitió adquirir una significativa proyección y reconocimiento. Resulta interesante observar cómo progresivamente, desde principios del siglo xx, se especializarán en algunas tareas de las que desplazarán a las mujeres. Esto ocurre, por ejemplo, en la Semana Santa, donde se ocuparán de vestir las imágenes religiosas, especialmente a las que ocupan un lugar más destacado en la religiosidad andaluza, las Vírgenes. En otras celebraciones como el Corpus participan en el montaje y el exorno de los altares que se sitúan en las calles. La romería de El Rocío es otro ritual con un especial protagonismo de los mariquitas andaluces, quienes ocupan un papel destacado en los preparativos de algunas hermandades y se convierten en animadores de la fiesta. El mundo artístico será otro de los ámbitos en el que tienen una especial presencia, sobre todo en algunos géneros populares como la copla y el flamenco.
La figura del mariquita, especialmente ligada al mundo festivo-ritual en Andalucía, no solo la encontramos en las ciudades, aparece frecuentemente vinculada a los pueblos, principalmente a los más populosos. Hay que tener muy presente la peculiaridad del poblamiento andaluz caracterizado por el predominio de lo que se ha venido a denominar agrociudades, poblaciones de gran tamaño que viven de la agricultura y la ganadería, aunque con una presencia considerable de actividades comerciales y artesanales (López Casero 1989).
En Andalucía la situación de las mujeres lesbianas ha sido muy diferente: aunque no se ignoraba su existencia, sobre la sexualidad femenina no se hablaba. Tanto en las ciudades como en los pueblos, eran frecuentes las parejas de mujeres que vivían juntas bajo la etiqueta de amigas (Juliano y Osborne 2008). Solía ser de dominio público que se trataba de una relación que iba más allá de la amistad, entre otras razones porque en las pequeñas poblaciones lo usual no era que las solteras convivieran con personas ajenas a la familia. El único requisito que se les exigía era que tuvieran una vida discreta y vivieran bajo la apariencia de amistad.
Si las parejas de “amigas” eran algo habitual en el mundo rural, con menos frecuencia encontramos también mujeres que adoptaban roles masculinos, se movían en el mundo laboral de los hombres y vestían con ropas atribuidas a ellos. A estas mujeres las encontramos en el mundo rural, en la agricultura, haciéndose cargo de las tierras familiares e, incluso, como asalariadas, trabajando como pastoras o como guardas de fincas. También en las zonas costeras hemos recogido testimonios de mujeres que laboraban en el puerto, un espacio que en Andalucía se definía exclusivamente como masculino, realizando faenas como la carga y descarga de mercancías. Socialmente no se las consideraba lesbianas, ya que aparentemente no tenían relaciones sexuales ni con mujeres ni con hombres. No se planteaba su sexualidad, simplemente se esperaba de ellas un comportamiento asexual, algo parecido a lo que sucedía con las denominadas vírgenes juradas de los Balcanes (Grémaux 1993; Young 2000).
En Andalucía, durante el franquismo, tanto en los pueblos como en las ciudades, muchas de las personas que mostraban públicamente su disidencia sexual y/o de género sufrieron los efectos de las leyes franquistas contra la homosexualidad. Comportamientos como el travestismo, que, hasta la instauración de la dictadura, aunque no estaban bien vistos, eran permitidos, comenzaron a reprimirse (Cáceres y Satué 2023). Aun así, siguió siendo frecuente que algunos hombres utilizaran elementos de la indumentaria asociada a las mujeres (colores llamativos, pañuelos, mantones…), se depilasen, llevaran el pelo largo o se maquillasen… La represión sobre estas prácticas no se produjo de manera uniforme en todos los pueblos, y no dependió exclusivamente del tamaño de la población. Tenemos testimonios de lugares pequeños y medianos donde los mariquitas continuaron desempeñando sus roles “tradicionales”, y vistiendo tal como lo habían hecho hasta entonces. En cambio, en otras localidades de mayores dimensiones se persiguió cualquier desvío de las normas de género. Un factor importante que influyó en la existencia de un control local más o menos duro sobre los disidentes sexuales y de género fue la ideología de los gobiernos municipales. En aquellas poblaciones en las que los ayuntamientos estaban en manos de los sectores más conservadores, por ejemplo, los ligados a la Falange, la presión fue superior, ya que se aplicaron de manera rigurosa las normas que llegaban del Estado. Por el contrario, en otras, las autoridades pasaban por alto determinados comportamientos siempre que no sobrepasasen ciertos límites, al tratarse de vecinos cuyas familias vivían en la colectividad y eran respetadas. A diferencia de lo que sucedía en las ciudades, no era el anonimato lo que “protegía” a los disidentes, sino justo lo contrario, el ser conocidos y reconocidos como miembros de la comunidad local. Otro factor igualmente decisivo a la hora de una mayor o menor represión fue la existencia en el municipio de representantes del Estado que no eran de la comunidad. Hasta la década de los setenta en las pequeñas y medianas poblaciones la presencia de autoridades civiles, militares o religiosas era muy escasa: el alcalde, el cura, el médico y las fuerzas de orden público. Una parte importante de la represión de las subjetividades rurales recayó sobre este cuerpo militar, la Guardia Civil que, durante mucho tiempo, se encargó de mantener el orden en las zonas rurales. Cuando estos dirigentes procedían de zonas donde la homosexualidad se vivía de una forma muy diferente a como se hacía en Andalucía la visibilidad que adquirían los mariquitas les parecía escandalosa, lo que daba lugar a denuncias. Un informante de setenta y cinco años de una población de la provincia de Huelva, de unos tres mil habitantes, nos comentaba que durante la década de los sesenta y setenta, el grupo de homosexuales locales, más allá del escarnio al que los sometían algunos vecinos, no tenía problemas con las autoridades. Solo recuerda el caso de un homosexual local que fue arrestado, condenado y apresado en la cárcel provincial de Huelva, por vestirse de mujer de modo reiterado. La denuncia la realizó un cabo de la Guardia Civil que era de fuera. No se trata de un caso aislado, ya que las detenciones por este motivo fueron muy comunes tal como reflejan los Archivos de Vagos y Maleantes. En otra población cercana, en 1965, fueron apresados por la Guardia Civil tres hombres de diecisiete, treinta y uno , treinta y siete años: “Los denunciados vienen observando muy mala conducta moral, haciendo descarado alarde de invertidos sexuales, en sus modales, maquillaje y forma de conducirse, por lo que están mal conceptuados públicamente, constituyendo un peligro para la juventud”. Se impuso una pena de prisión de entre seis meses y tres años3.
Manolita Chen, una mujer trans de ochenta años relata que, en su pueblo de origen, Arcos de la Frontera, una localidad gaditana que a principios de la década de los sesenta contaba con veinticinco mil habitantes, sufrió continuas vejaciones por parte de las fuerzas de orden público. Las autoridades municipales, ultraconservadoras, la controlaban a través de la policía local, le rapaban el pelo y vigilaban si se maquillaba. La Guardia Civil periódicamente la encerraba a ella y a otros homosexuales, especialmente durante las fiestas patronales, para “evitar que dieran una mala imagen del pueblo a los forasteros”.
En otras ocasiones, no son los poderes locales los que propician la represión, sino que esta procede de autoridades foráneas. Los gobernadores civiles, situados en las capitales provinciales, encargados de velar por el orden público, con frecuencia mandaban avisos a los ayuntamientos solicitando medidas de control sobre los homosexuales de la población. Un informante cuyo padre ejerció como alcalde de un municipio de Huelva que en los años sesenta contaba con trece mil habitantes, relataba que cuando llegaban al ayuntamiento estas circulares se avisaba a la Guardia Civil y era esta la que se encargaba de llamar al cuartel a los homosexuales “fichados” para amenazarles y recordarles, no sin violencia, que debían ser más recatados y guardar la compostura. Lo mismo que en las ciudades, esta represión tenía un importante sesgo de clase (Huard 2014), puesto que eran los mariquitas, los homosexuales de clases populares, quienes la sufrían de manera más directa. A los afeminados de clase alta se les “amonestaba” en su domicilio, de una manera discreta y menos brusca, para evitar comentarios.
A pesar de que en algunas localidades existían mujeres que adoptaban atuendos y formas masculinas, no era frecuente que se las acusara de homosexualidad por su manera de vestir o por ejercer roles masculinos. Sin embargo, en 1960 se le aplicará, por hurto, la Ley de Vagos y Maleantes a una mujer de cincuenta y cuatro años de una localidad de Sevilla, considerándose un agravante su fama de homosexual y de corruptora de menores: “viste con prendas de hombre, con su aspecto varonil es temida por sus convecinos y deambula a horas intempestivas con el indicado fin de cometer toda clase de raterías”.4 Será condenada a prisión.
No fueron únicamente las transgresiones de género los comportamientos que se persiguieron y castigaron en las zonas rurales. A través de los expedientes de los Juzgados de Vagos y Maleantes, y de Peligrosidad y Rehabilitación Social sabemos que se abrieron numerosos procesos por prácticas sexuales entre hombres. Estos documentos dibujan un perfil muy claro en torno a la moralidad sexual y a las situaciones que se castigaban. A diferencia de las ciudades, en las poblaciones más pequeñas la posibilidad de encontrar personas con las que mantener relaciones sexuales era menor, por lo que fue frecuente que los hombres heterosexuales buscasen sexo con los mariquitas locales. Era una práctica muy común de la que no se hablaba abiertamente, especialmente delante de las mujeres, pero que, en ocasiones, podía verbalizarse entre hombres en los espacios masculinos como los bares. Alardear de penetrar a un mariquita no resultaba estigmatizante, al contrario, se podía utilizar para reforzar la masculinidad hegemónica (Connell y Messerschmidt 2005). Es llamativo el caso de una población de la provincia de Jaén en la que, en 1962, un grupo de jornaleros, casados, fue acusado por el sargento de la Guardia Civil de homosexualidad y se les aplicó la Ley de Vagos y Maleantes. Todo comenzó por una conversación en una taberna en la que varios de los inculpados se jactaron de mantener relaciones sexuales con un conocido “pervertido” del pueblo. El rumor llegó a oídos de las fuerzas de orden público que los encarcelará en la prisión local. Estos hombres alegarán en su defensa que eran padres de familias y ciudadanos ejemplares. Como evidencia de que este tipo de situaciones no era poco común es que el cura del pueblo mediaba en la defensa de estos hombres, justificando sus actos, y, en cambio, no tendrá ninguna piedad con el mariquita local al que culpaba de pervertidor. Finalmente, fuero todos absueltos:
Hay un señor entre ellos llamado X, que ha sido el culpable de todo lo que ha pasado. Los otros cuatro, trabajadores todos ellos, casados, tres de ellos con varios hijos cada uno y el otro soltero no han sido nunca ni por asomo invertidos […] estos cuatros señores aceptaron porque andaban mal de dineros y les invitó a celebrar allí mismo una juerga de invertidos. Naturalmente pusieron todos ellos el grito en el cielo, salieron de la casa y se fueron de nuevo al bar donde comentaron de mala manera lo que X había intentado hacer con ellos.5
Este doble rasero con el que se juzgaba las relaciones sexuales entre hombres fue algo usual. Tener necesidades económicas o estar borracho podía servir de excusas, en ocasiones, para exculpar a hombres considerados respetables por el hecho de estar casados, tener trabajo o llevar una vida ordenada. En cambio, cuando un individuo era clasificado como mariquita no servía pretexto alguno, ya que se consideraba un pervertido por naturaleza y, por lo tanto, tenía la capacidad de seducir o abusar de hombres heterosexuales. Esta división entre la perversión congénita (por naturaleza, y por tanto enfermedad) y adquirida (por vicio) se corresponde a las taxonomías que la literatura científica, pedagógica y jurídica del régimen hacía de la homosexualidad sobre todo masculina (Mora 2016).
Las detenciones por este motivo no siempre fueron fruto de una denuncia, en ocasiones algunos hombres fueron sorprendidos teniendo sexo en lugares públicos. En 1961 en una pequeña población de Jaén un joven fue descubierto por la Guardia Civil manteniendo relaciones sexuales con un hombre casado. Confesará que es homosexual y dará una lista de todos los hombres del pueblo con los que mantenía relaciones:
Que, a las tres cincuenta horas del día primero de mayo de 1961, los procesados X […] e Y […] fueron sorprendidos por la pareja de la Guardia Civil detrás de un corral en Villarrasa, cuando X se encontraba con los pantalones echados hacia abajo descansando de costado sobre el suelo y el Y echando sobre él con la bragueta desabrochada y fuera los órganos genitales, hecho que al ser conocido produjo la natural repulsa y alarma entre los habitantes de aquella localidad.
[…] al ser sorprendido in fraganti cometiendo delito de sodomía […] y por lo que respecta a lo moral, con anterioridad a ser sorprendido cometiendo actos sexuales con el mentado Y, se tenía conocimiento que entre ambos existía una estrecha amistad y que mutuamente se hacían visitas, no obstante, se ignora si con anterioridad cometieron más actos sexuales, es persona que carece de antecedentes político-sociales, no obstante, es simpatizante de los partidos de izquierda […].6
Las relaciones sexuales intergeneracionales entre hombres eran habituales. En las pequeñas poblaciones, los jóvenes homosexuales, ante la falta de referentes, se iniciaban en la sexualidad con hombres de mayor edad, normalmente casados. Era común que algunos de estos hombres les propusieran relaciones a los adolescentes que empezaban a ser clasificados, por su afeminamiento, como mariquitas. Esto daba lugar a menudo a denuncias, especialmente cuando se veían implicados menores. En ocasiones, era algún familiar el que denunciaba, y, en otras, era el propio menor quien, intentando protegerse, delataba al adulto por temor a ser descubierto. En 1959, un hombre casado de 44 años fue acusado por un joven de dieciocho años de haberle propuesto relaciones deshonestas en las afueras de una pequeña población de la sierra de Málaga. Fue absuelto al ser: “persona de buena conducta, no teniendo otros antecedentes que un atestado que se siguió por la Guardia Civil por escándalo público”.7
Mucho menos frecuente que en las ciudades fueron las detenciones por prostitución masculina en el mundo rural, aunque también existía el comercio sexual de hombres, especialmente en las poblaciones de mayor tamaño. Algunos jóvenes eran conscientes de que existía demanda de sexo con hombres y la explotaban. En 1956, fue detenido en Linares (Jaén) un joven de veintitrés años, acusado de ganarse la vida a: “expensas del tráfico carnal contranatural que ejerce con gran descaro, iniciando en dicha perversión a elementos jóvenes de esta localidad, siendo considerado por todo lo expuesto como un elemento indeseable y peligroso contra la sociedad”.8
Al igual que sucedía en las urbes, tampoco en los pueblos fue frecuente que se aplicaran a las lesbianas las leyes anti homosexuales, ya que la represión de la sexualidad femenina quedaba en manos de la familia y la Iglesia (Osborne 2012). En los pocos casos que hemos podido registrar, casi siempre intervienen una de estas dos instituciones. En 1953, en un período en que todavía no había entrado en vigor la Ley de Vagos y Maleantes, el cura de una localidad cordobesa solicitó a la Junta Provincial del Patronato de Protección a la Mujer, una institución creada para velar por la moralidad femenina, que una joven fuera admitida en un centro del Patronato ya que se consideraba que estaba siendo pervertida por una mujer forastera considerada “algo invertida”. En el expediente también se recogen otros pormenores de la relación entre las dos mujeres, entre ellos, que fueron detenidas tras haberse fugado juntas, y que el párroco de la localidad expresaba su temor por otras muchachas del lugar que “podrían ser igualmente seducidas”. Aunque la mujer era mayor de edad, intervinieron tanto el párroco para hacer la petición, como el padre para autorizar el ingreso en un centro del Patronato. Esta mujer fue tratada como una menor, sin voluntad propia ni poder de decisión.9
En 1958, fue acusada de homosexualidad en una localidad malagueña, una mujer de treinta y seis años, profesional de la sanidad, residente en otra población cercana, tras extenderse el rumor de que mantenía relaciones con una joven de veinticuatro años de familia acomodada. Mientras que a la primera se le aplicó la Ley de Vagos y Maleantes, acusada de pervertidora, a la segunda, simplemente, su familia la alejó del pueblo para evitar el “peligro”. Todo parece indicar que se trató de una denuncia de la familia de la más joven para “proteger” a su hija. Finalmente, esta mujer fue absuelta ante la falta de pruebas, a pesar de que existía una carta de amor que las delataba.10 Y es que fue muy poco frecuente que se condenara a prisión a las mujeres por homosexualidad. Ese mismo año, fue detenida una joven de veintiocho años, apodada “la Macho”, de una localidad cercana a Granada, dedicada a la prostitución, y que mantenía relaciones con una joven dedicada al mismo oficio: “viste con ropa masculina y tiene comportamiento varonil, las dos son prostitutas, hacen vida de pareja y han manifestado públicamente que mantienen relaciones sexuales”. A una de ellas se la recluyó en un colegio del Patronato, y a la otra, se la condujo a un centro religioso especializado en la educación de adultos. Ante su reiterada conducta, a esta mujer se le terminó aplicando la Ley de Vagos y Maleantes.11
No todos encontraban en sus poblaciones la oportunidad de tener relaciones sexuales con otros hombres. Era frecuente que se aprovecharan los desplazamientos a las capitales provinciales, por motivos laborales, médicos o comerciales, para buscar estas relaciones, amparándose en el anonimato como queda reflejado en numerosos expedientes judiciales. En 1958, fue detenido en Granada un hombre de cuarenta años, de una pequeña localidad almeriense, que usaba sus viajes a esta ciudad para salir “a lugares públicos, especialmente Los Jardincillos, donde buscaba jóvenes de igual sexo para practicar con esta homosexualidad”. Los informes procedentes de las autoridades de su población de origen lo calificaban como ejemplar, trabajador, religioso y sin vicios.12
A partir de la década de los cincuenta del siglo pasado, se produjo un progresivo éxodo rural desde Andalucía hacia las grandes ciudades, unas veces, a las capitales provinciales, pero, sobre todo, hacia los principales focos industriales del país y de Europa. En España, Barcelona y Madrid fueron las dos urbes que concentrarán el mayor número de emigrantes andaluces. Si en los cincuenta encontramos migrantes económicos que al llegar a la ciudad, descubrían las nuevas posibilidades que se les abrían y nuevas formas de vivir su sexualidad y su género, a medida que avanza la década de los sesenta, las urbes se van convirtiendo en la meta de aquellas personas que buscan liberarse del control social de los pueblos. Cientos de mujeres y hombres buscarán espacios más libres y seguros para la expresión de su sexualidad y su género. A partir de los setenta, se aceleró la emigración de personas trans. Para aquellos artistas andaluces: cantantes de coplas, flamencos, transformistas… que se buscaban la vida en el espectáculo, las grandes metrópolis, especialmente Barcelona, con sus locales de actuaciones en el Barrio Chino, fueron puntos especialmente atractivos.
La migración a la ciudad no siempre fue una historia de éxitos; fueron muchos los que se vieron obligados a regresar al no encontrar lo que esperaban. Es el caso de Paula, una mujer trans de setenta años que probó suerte en el mundo del espectáculo en Barcelona y Madrid, y que acabó viviendo en la calle.
Que la ciudad no era un mundo idílico queda patente a través de los expedientes de Vagos y Maleantes que se abrieron en Barcelona. La mayoría son de hombres que proceden de otras regiones de España, principalmente de Andalucía. Uno de nuestros informantes confirma este hecho, relatando que, entre los presos por homosexualidad en la Cárcel Modelo de Barcelona, una parte significativa era de origen andaluz. Se trataba de jóvenes veinteañeros que habían sido detenidos en espacios públicos de cruising. Muchos de ellos acababan de llegar del sur, no tenían trabajo ni un domicilio fijo, y se alojaban temporalmente en pensiones o en casas de paisanos. Algunos intentaban ganarse la vida o conseguir algo de dinero a través de la prostitución.
La ciudad presentaba esta doble cara: por un lado, la de la liberación y el anonimato, que permitían una expresión más libre; por otro, la de la represión policial que detuvo, vejó y encarceló a miles de personas que buscaban esa libertad que no tenían en sus lugares de origen. La emigración a la urbe no fue una alternativa para todos los disidentes sexuales y de género rurales. Algunos prefirieron quedarse en sus poblaciones manteniendo los roles que en ellas tenían asignados. Otros hicieron incursiones temporales y terminaron regresando cuando cambiaron las condiciones o cuando se sintieron con capacidad de afrontar abiertamente su identidad. También fueron muchos los que jamás regresaron.
La legislación franquista contra la homosexualidad fue la misma para todo el Estado español; sin embargo, sus efectos variaron de las grandes ciudades a las pequeñas poblaciones, y de unas regiones a otras del país. Las peculiaridades culturales de algunos territorios y sus características socioeconómicas implicaron que su aplicación fuera diferente. Fue en las grandes urbes, como Madrid y Barcelona, donde la represión adquirió cuantitativamente mayores dimensiones, pero en las pequeñas poblaciones también se dejaron sentir sus efectos.
Andalucía es una región agrícola donde, tradicionalmente, los homosexuales afeminados, mariquitas, adquirían, incluso en los pueblos, mucha más visibilidad que en otras zonas de España, con un cierto reconocimiento social en determinados ámbitos, y mayor presencia en contextos públicos, artísticos y rituales. Hemos podido comprobar cómo la vida de las áreas rurales andaluzas daba cabida a ciertas expresiones de género o sexualidad no normativas, amparadas en la familiaridad o el carácter más comunitario de la vida local. Esta excepción no exime al contexto rural de una fuerte represión o de un control de la moralidad sexual, que generó en unos casos determinadas prácticas sexuales específicas y, en otros, la “renuncia” a la sexualidad, es decir la casi ausencia de relaciones sexuales. Pero incluso dentro del territorio andaluz, el acoso a los disidentes sexuales y de género varió considerablemente de unas localidades a otras, en función, entre otras causas, de la rigidez ideológica de los poderes locales.
A partir de la década de los sesenta, Andalucía vivió un fuerte éxodo rural. Miles de andaluces emigraron a las zonas industriales, entre ellos, cientos de disidentes sexuales y de género. En las grandes ciudades, estos exiliados se convirtieron en blanco fácil para las fuerzas represivas del Estado.
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Fecha de recepción: 30.06.2024
Versión reelaborada: 03.04.2025
Fecha de aceptación: 18.08.2025
1 Este trabajo ha sido financiado por los proyectos “Represión de los disidentes sexuales en Andalucía durante el franquismo y la transición” financiado por la Consejería de Transformación Económica, Industria, Conocimiento y Universidades de la Junta de Andalucía y la Unión Europea (FEDER) (UPO-1264661), y “Resignificaciones de las memorias y patrimonialización LGTBIQ: Voces y silencios” financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España (PID2023-151409NB-I00).
2 Aunque entendemos la controversia del término, cuando nos referimos a las subjetividades queer en este artículo, lo hacemos para englobar en un solo concepto todas aquellas realidades individuales o colectivas que, de alguna u otra forma, se distancian de los preceptos heteronormados y binarios que han sido hegemónicos.
3 Archivo Histórico Provincial de Sevilla, Juzgado de Vagos y Maleantes (1965), legajo 10711.
4 Archivo Histórico Provincial de Sevilla, Juzgado de Vagos y Maleantes (1960), legajo 8903.
5 Archivo de la Real Chancillería de Granada, Juzgado de Vagos y Maleantes (1961), legajo 27907.
6 Archivo Histórico provincial de Sevilla, Juzgado de Vagos y Maleantes (1961), 10755.
7 Archivo Histórico provincial de Sevilla, Juzgado de Vagos y Maleantes (1959), 18863.
8 Archivo de la Real Chancillería de Granada, Juzgado de Vagos y Maleantes (1956), 27855.
9 Archivo Histórico provincial de Córdoba, Patronato de Protección a la Mujer (1947), 7928.
10 Archivo de la Real Chancillería de Granada, Juzgado de Vagos y Maleantes (1958), 27884.
11 Archivo de la Real Chancillería de Granada, Juzgado de Vagos y Maleantes (1958), 27877.
12 Archivo de la Real Chancillería de Granada, Juzgados de Vagos y Maleantes (1958), 27880.