DOI: 10.18441/ibam.25.2025.90.83-99
Diego Sempol
Universidad de la República-ANII, Uruguay
sempoldiego@gmail.com
ORCID ID: https://orcid.org/0000-0003-2108-7072
Dentro del campo de los estudios sobre el pasado reciente, una de las primeras líneas de trabajo que se desarrolló fue el análisis del impacto de la “cultura del miedo” (O’Donnell 1983), y cómo la ruptura a partir de 1968 de las garantías en la relación entre Estado y sociedad civil prepararon el camino, según Carina Perelli (1986), para la construcción de un “estado de miedo”.1 Pero Guillermo O’Donnell (1983), Perelli (1986) y Norberto Lechner (1988) centraron su análisis en la violación de los derechos humanos en tanto experiencia masiva y cotidiana, abordando cómo la crisis del horizonte de futuro y de lo posible ubicaron a la experiencia dictatorial como la única solución. A su vez, más recientemente, los historiadores buscaron entender las formas en que se operativizó la represión durante la dictadura civil-militar (1973-1985), trabajando los diferentes dispositivos estatales creados, los actores implicados y las formas de violencia ejercidas (Rico 2008). Además, con los años, el trabajo académico demostró que el régimen no solo detuvo, secuestró, torturó y desapareció a militantes por motivos político-partidarios, sino que también existió una represión por motivos morales que se enfocó en las y los usuarios de drogas (Garat 2012) y en homosexuales y travestis (Sempol 2013).
Este artículo busca poner en diálogo estas dos líneas de trabajo para abordar un tema hasta ahora inexplorado: cómo durante el ascenso del autoritarismo uruguayo se construyó una política de miedo que articuló discursos de diferente tipo en torno a la categoría vicio, noción que en ese momento entrelazó en forma compleja, y muchas veces causal, la subversión, la cultura juvenil, la homosexualidad, las prácticas orgiásticas y el uso de drogas.2 En ese sentido, se propone responder dos preguntas centrales: ¿cómo fue el proceso de construcción de esta política de miedo en torno a la categoría vicio y cuál fue el aporte mediático y de los saberes expertos? ¿De qué modo esta política se insertó en las disputas sobre qué significaba ser joven en los tempranos setenta uruguayos?3
El artículo se inicia con el análisis del surgimiento de una subcultura homosexual en Montevideo y la llegada de la contracultura a Uruguay y los cuestionamientos desde los medios hacia ambos fenómenos.4 Luego se aborda la forma en que se construyó una política de miedo en la que se reeditaron viejas visiones toxicológicas y criminológicas que relacionaban drogas, desenfreno sexual y homosexualidad, para luego analizar cómo estos discursos se encuadraron en el contexto de la Guerra Fría y la lucha contra la subversión. El texto aborda a continuación la disputa en los años setenta en torno a la juventud, y cómo la idea de vicio se usó como una forma de disciplinamiento de la misma, para concluir con una serie de reflexiones finales. Para esto se revisó la prensa periódica de la época, los prontuarios de la Policía de Montevideo y numerosas fuentes secundarias. La metodología utilizada para interpretar la información fue el análisis de contenido cualitativo simple (Strauss y Corbin 2002; Miles y Huberman 1994; Glaser y Strauss 1967).
En Uruguay, en los sesenta y comienzos de los setenta, al amparo de una escasa represión policial a homosexuales y con la llegada de una “revolución sexual discreta” (Cosse 2010), se consolidó progresivamente un circuito semiclandestino de levante y sociabilidad en el centro mismo de Montevideo (bares, restaurantes, cines), a tono con los cambios en la cultura sexual global de los años sesenta.5 El centro de la ciudad de Montevideo, al tener alta concentración de habitantes, mucho movimiento por la fuerte vida laboral que concentraba y cierto anonimato en comparación con los barrios cargados de control social, se volvió el lugar privilegiado por los disidentes sexuales para concentrarse. El trille por la principal avenida de la ciudad en busca de pares y la aparición de numerosos lugares de encuentro permitieron la construcción de nuevas redes de sociabilidad y el desarrollo de patrones comunes de reconocimiento e interacción erótica. También durante esta época se volvieron frecuentes las salidas en grupo a espacios naturales y las fiestas privadas, en general relativamente cerradas, en las que los desconocidos debían ser introducidos y respaldados por algún integrante del grupo. Esto fue así en especial para las fiestas entre mujeres que deseaban a otras mujeres. También existían fiestas abiertas en algunos espacios culturales (teatro, danza) en las que se experimentaba un clima creciente de liberación sexual y era bien recibida la mezcla entre heterosexuales y homosexuales, y la bisexualidad se vivía en los hechos como una práctica legítima (Sempol 2013). Pero esta liberación incipiente de las costumbres convivió con discursos patologizadores y estigmatizantes tanto en tiendas conservadoras como en el campo de las izquierdas, las que excluyeron del proyecto de emancipación a la liberación sexual y al uso recreativo de drogas. A su vez, durante los sesenta, la prensa reforzaba la teoría del contagio (Salessi 1995) y del homosexual corruptor, que se había extendido a comienzos del siglo xx en el Río de la Plata: “Los médicos lo saben. […] Casi todos son iniciados por pervertidos que los transforman en sus amantes”, a los que, con el tiempo, “la aberración hace carne” volviéndose así “homosexuales completos”.6 De esta forma, el “vicio” se extendía y tenía sus principales víctimas entre las personas más jóvenes.7
Por otro lado, en los sesenta, en una parte de la juventud uruguaya se volvió visible el impacto de la contracultura internacional gracias a la circulación de libros, discos y películas. Estos objetos culturales despertaron o promovieron nuevas respuestas o miradas sobre problemas locales y muchos jóvenes lograron apropiarse de un lenguaje y elementos trasnacionales. La movida contracultural en Montevideo estuvo muy ligada al surgimiento del rock nacional, del teatro experimental, de la danza contemporánea, de algunos grupos intelectuales y de las ferias artesanales. Dentro de estos marcos, y muchas veces en forma difuminada y confusa, se visualizaron prácticas y estilos de vestimenta que en su momento fueron identificados como formas de habitar o de ser hippie.8 En este sentido, el estreno de la película Woodstock en 1970 en Uruguay fue un antes y un después para la movida juvenil uruguaya ligada a la psicodelia y al rock nacional que logró, entre 1970 y 1974, desarrollo e impacto relevantes (Peláez 2010). En 1971 se organizó la primera convocatoria hippie en Uruguay en el marco del Segundo Festival Nacional de la Música Beat, cuya finalísima se hizo en Salto y reunió entre tres mil y seis mil personas en lo que se llamó el Woodstock oriental. Varios músicos tuvieron un vínculo muy estrecho con la movida hippie, como Eduardo Mateo y el Flaco Barral.
Los cambios en la indumentaria y la estética corporal entre las y los jóvenes produjeron reacciones múltiples y fuertes dosis de homofobia y misoginia. El uso del pelo largo entre los hombres fue rotulado con frecuencia por esos años como afeminado, como algo indicativo de su incapacidad de asumir los deberes viriles de proteger y proveer, o, a lo sumo, como una forma ridícula de “afirmar la libertad”9. Lo cierto es que todo parece indicar que, a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, el pelo había pasado a ser transformacional en la medida en que funcionaba como un mecanismo de reconocimiento y que era utilizado para afirmar identidades personales y grupales (McCracken 1995, 61). Para la sociedad y la Policía, recuerda el periodista Elbio Rodríguez Barilari, los jóvenes contraculturales tenían “patente de peludos-mugrientos-maricones-drogados y, quizás, hasta medio comunistas” (Peláez 2010, 261-262).
En el campo de las izquierdas latinoamericanas la desestabilización del binarismo sexo-genérico y la heteronormatividad que instaló la contracultura generó una fuerte feminización y homosexualización de los jóvenes. La izquierda uruguaya compartía esta visión patologizadora sobre la homosexualidad, si bien parece haber desarrollado cierta tolerancia y haber convivido con algunas expresiones contraculturales como el pelo largo y algunos cambios en la vestimenta (jeans, ropa justa, collares, binchas). Pero a las derechas uruguayas tanto esta orientación sexual como esa estética contracultural les resultó intolerable, en la medida en que consideraban una degeneración a la homosexualidad e inaceptable confundir a un hombre con una mujer.
Además, este clima tímido de liberación y de mayor visibilidad de los disidentes sexo-genéricos, de “movimientos equívocos de los bailes modernos” (Al Rojo Vivo, 28/9/1965), de mujeres con pelo corto y de hombres con pelo largo que desafiaban los estereotipos de género, despertó alarma en los medios y en la sociedad. Ni bien se comenzaron a visualizar los cambios surgieron los pedidos de intervención estatal. Por ejemplo, ya en 1966 la publicación Al Rojo Vivo exigía: “La Policía debe actuar. Por las calles céntricas; en lugares de “diversión”; en distintos ambientes, los contactos son continuos… y así se va perdiendo, con una muerte moral, peor que la muerte física, buena parte de la juventud”.10 Si bien el reclamo no recibió una respuesta policial en ese momento, sí comenzó a cimentar, en una parte de la sociedad, una visión que ubicaba a la juventud en peligro, asunto que fue central luego en la política de miedo construida durante el gobierno de Juan María Bordaberry.
Robin (2009) señala cómo no es fácil generar miedo en la población respecto a un asunto, por lo que muchas veces el Gobierno debe otorgar centralidad al tema en la agenda política y en la vida de la ciudadanía para darle importancia. En este caso, una ventana de oportunidad (y de inyección de recursos económicos clave) que facilitó el proceso fue la expansión en la región en los setenta del modelo de guerra contra las drogas promovido por Estados Unidos. A su vez, los años sesenta y setenta estuvieron marcados por la expansión del consumo de marihuana y en menor medida de cocaína entre los jóvenes uruguayos. También era frecuente el uso de psicofármacos mezclados con alcohol.
Fue en ese momento cuando en Uruguay se definió que existía un problema de consumo de drogas, y este se construyó como un asunto exclusivamente juvenil, dejando así afuera a otros grupos poblacionales afectados, por ejemplo, entre otras cosas, por el uso problemático del alcohol.
La categoría vicio difundida en los medios desde finales de los sesenta permitió unificar, con el tiempo, un conjunto de ansiedades ante los cambios en la relación entre los géneros y la cultura sexual, el consumo de drogas y la visibilización de las disidencias sexo-genéricas, tensiones que se construyeron desde la política del miedo como una aparente amenaza capaz de erosionar las instituciones y la cohesión nacional.
A medida que el autoritarismo avanzaba, a partir de 1968, la intromisión en los espacios de intimidad fue cada vez mayor. La idea de que el vicio y la corrupción crecían al amparo de la privacidad y del secreto justificó la vigilancia de ese espacio y alentó la delación de vecinos y conocidos. Bastaba una queja por ruidos molestos o el señalamiento de que en una finca se organizaban fiestas a las que asistía gente de dudosa apariencia, para que el accionar policial, siempre acompañado por la crónica de algún periodista, allanara el domicilio con el aparente propósito de restaurar el orden. El impacto de las notas de prensa sobre esos allanamientos, las fotografías de las personas detenidas y sus nombres buscaban disciplinar y marcarlas públicamente. De manera progresiva, las coberturas de los medios fueron agregando detalles morbosos y bizarros, y crearon una constelación de ideas relativamente estable: homosexualidad, menores, vicio y uso de drogas ilícitas. Por ejemplo, en la ciudad de Pando, muy próxima a la capital de Uruguay, la Policía allanó una finca y detuvo a ocho “amorales” y a sus “novias”, que en “un ambiente confortablemente preparado se hallaban en plena orgía”: bebidas, música e incluso “completo surtido de cosméticos y artículos de tocador femeninos”.11 En algunas ocasiones, las y los detenidos eran estudiantes, quienes llevaban adelante “turbias reuniones”, donde se afirmaba que se consumía droga y pornografía.12 Estas escenas eran acompañadas siempre con breves explicaciones que buscaban facilitar la comprensión del origen del descontrol de las y los detenidos: “La droga produce un efecto euforizante inicialmente” y la “desintegración mental y física” se explicaba en 1971 cuando la Policía detenía a trece hippies que participaban de reuniones en una de las playas de Montevideo.13
A medida que se avanzaba en los métodos de vigilancia de la sociedad, el incremento del control iba más allá de la capital y se extendía a casi todo el territorio nacional. Por ejemplo, en 1973, una gran cantidad de hippies fue detenida en los balnearios de Piriápolis y La Paloma. Fue el caso de unas treinta personas, algunas de las cuales practicaban el nudismo en la playa y otras que, además de fumar marihuana, “efectuaban fiestas completamente desnudas, lo que generalmente degeneraban en verdaderas orgías”.14 Uno de los grupos estaba formado –aseguraba la nota– por varias chicas, y chicos y por dos homosexuales que “Para sus bajos instintos no solo utilizaban marihuana, sino que siempre tenían a su disposición otras clases de psicofármacos que se administraban por vía bucal o intravenosa”.15 La cobertura les quitaba así agencia y deseo a los y las jóvenes heterosexuales, y las y los volvía víctimas del consumo de drogas y de dos homosexuales que utilizaban las sustancias como una forma de garantizar el abuso de cuerpos inalcanzables en condiciones normales.
Ese mismo año, otros quince jóvenes fueron detenidos en una finca en el barrio capitalino del Buceo, durante un allanamiento en el que los policías se encontraron con “una orgía en pleno desarrollo donde las drogas jugaban un rol primordial”.16 La nota ponía en su copete la frase “Vicio, sexo y corrupción” y resaltaba cómo las y los jóvenes estaban en “pleno viaje viviendo todas las vicisitudes y alternativas que ofrece una buena dosis de marihuana”.17
La detención de mujeres homosexuales aparece muy poco en la prensa de la época, pero es posible rastrear algunos casos en las historias clínicas del Hospital Vilardebó, lugar a donde se derivaba a las personas detenidas por consumo de drogas ilícitas para su tratamiento compulsivo. La práctica psiquiátrica dejó registros mínimos en las historias clínicas, pero es posible en algunos casos acceder a pequeñas descripciones que demuestran visiones patologizadoras sobre el lesbianismo. Por ejemplo, en una de las historias clínicas una paciente es identificada con una “personalidad anormal” y toxicómana, señalándose que “abandonó el hogar para vivir una azarosa vida” (Historia Clínica 21727). Sin embargo, el relato de la paciente da cuenta, que hizo abandono de hogar debido a los reiterados episodios de violencia física y psíquica que ejercía su esposo, y que había pasado a convivir con un concubino a efectos de tener algún amparo económico luego de escapar. La historia clínica señala también que la paciente venía siendo tratada en un servicio de salud privada por su “homosexualidad” y que su vida “azarosa” se ha “agravado últimamente por su enfrentamiento con su marido y su medio familiar, del que se ha separado […]” (Historia Clínica 21727). De esta forma, el abordaje culpabiliza a la víctima, invisibiliza y naturaliza la violencia de género que enfrentaba y su resistencia es interpretada como un síntoma patologizador de su personalidad y del consumo de drogas.18
El crimen también se asoció repetidamente a la homosexualidad y a las drogas, para transformar a las víctimas en victimarios, por el mero hecho de su orientación sexual. Por ejemplo, Carlos, un homosexual que vivía en un barrio humilde de la capital, fue asesinado con 37 puñaladas por Edgardo di Bianco, quien luego prendió fuego a la habitación y el cuerpo de la víctima. La narración periodística responsabilizaba a Carlos, y narraba el encuentro entre ambos señalando que el “sodomita le colocó en el vermouth una pastilla de Mandrax, un psicofármaco moderado” para calmarle un malestar, pese a lo cual Di Bianco continuó sin deseos de intimar sexualmente.19 Aparentemente, las burlas de Carlos desencadenaron la violencia de Di Bianco, quien, al sentirse “exasperado”, lo apuñaló con gran saña. La situación se comentaba como si la víctima fuera Di Bianco, un joven de “buena familia” que había tenido que “enfrentar a un amoral enardecido por bajos apetitos” por lo que había terminado “atacándolo” bajo el efecto de la droga “dando rienda suelta a sus instintos”.20
Sin embargo, para las autoridades, el vicio y la corrupción también avanzaban en el espacio público, y en particular en la movida nocturna. Uno de los focos del vicio parecía ser el barrio portuario de la Ciudad Vieja, zona de camareras y de tráfico de drogas. Otros lugares señalados con frecuencia eran los bailes de las y los jóvenes, donde el Departamento de Inteligencia de la Policía de Montevideo consideraba que la situación de consumo era “exorbitante” y “crítica”: bastaba “entrar a uno de los cuartos de baños, y era encontrarse con un espectáculo de lo más degradante y desagradable. Y sucedió exactamente lo mismo, sea cual sea el rótulo de la puerta: dama o caballero”.21 Por ello, las autoridades resolvieron comenzar a controlar bailes y fiestas, y exigieron que con cinco días de antelación se indicara en la seccional policial respectiva quien era el responsable de la reunión y el día y hora exacta en que tendría lugar.
Las antiguas explicaciones psicopatológicas que asociaban drogas, homosexualidad y comportamiento orgiástico se actualizaron para hacerse sentido común entre políticos, periodistas y parte de la sociedad. Como señala Patricia Weissman (2005), ya a comienzos del siglo xx se consideraba que la homosexualidad era una predisposición asociada a la toxicomanía. El italiano Vitiglio Tirelli, quien tuvo importante influencia en el Río de la Plata, señalaba que en la sexualidad (“amorales” y “afeminados” incluidos) se encontraba la relación entre personas constitucionalmente degeneradas y el vicio. Esta perspectiva se engarzó con la visión de origen psicoanalítico: Gregorio Berman consideraba que la cocaína liberaba los componentes de la libido (el polimorfo-perverso), interpretación que influyó mucho en la comunidad hispanoparlante. No es casualidad que, en Uruguay, en los años treinta, el médico Argante Peragini (1935, 47) señalara en una publicación pionera sobre toxicomanías que el “nefasto vicio” de consumir cocaína tenía como consecuencia, entre otras cosas, “pérdida de pudor, exhibicionismo, aberraciones del instinto sexual, homosexualidad”.
También la producción psiquiátrica de los setenta se enfocó en explicar la etiología del problema de la desviación en la juventud. Así, para Fortunato Ramírez, director de la Clínica Psiquiátrica de la Facultad de Medicina de la Universidad de la República, el problema era la integración de los adolescentes en “barras” que podían empujarlos a formar parte de una “rebelión social”, o a desarrollar “desviaciones sexuales (especialmente homosexualidad), la toxicomanía y la delincuencia juvenil” (Ramírez 1974, 22). Los y las jóvenes contraculturales o hippies, agregaba, buscaban abolir la familia y la diferencia sexual; fomentaban la desviación sexual y el consumo de drogas, y representaban una “regresión hacia un tipo de hedonismo primitivo” que lleva “al hombre hacia la Nada” (Ramírez 1974, 25).
Estas interpretaciones desde la medicina permearon en la sociedad y se las puede ver circular en diferentes medios de comunicación de los años setenta. Por ejemplo, en una carta de lectores al vespertino El Diario se señalaba como etiología de la homosexualidad una “patología sicoglandular”, “un empujón por afeminamiento ambiental que trae lógicamente el descarrilamiento viril” y la drogadicción “al hacer perder la potestad de un autodominio es un terreno fértil para su cultivo”.22 Pero no solo los estupefacientes “enturbian al purismo adolescente”, sino también la “nueva ola” en la que los hombres se “cortan el cabello en forma femenina”, por lo que se debía castigar el “delito de instigador de la degradación” ya que lo que había que hacer era defender “nuestra férrea hombría”.23
Haciéndose eco de las visiones psicopatológicas, la publicación oficial de la Policía de Montevideo, la revista Orden, señalaba sobre la marihuana: “Al parecer en las primeras fases de la intoxicación se rebaja de tal modo la voluntad que provoca un desarrollo exagerado de la libido, llevando al individuo al desarrollo de la orgía sexual”.24 Según el mismo artículo, el consumo “vuelve depravado” al consumidor y lo degrada tanto física como moralmente. Además, el origen de la drogadicción obedecía a su carácter hedonista, a la crisis de autoridad de la familia y de la sociedad, aunque quienes “caen en la toxicomanía son los débiles y los que tienen problemas de adaptación a la sociedad”.25
Esta alarma discursiva promovida por la política del miedo no tuvo mucha relación con la magnitud real del problema. Según datos oficiales, en 1972 fueron enviadas a la cárcel por consumo de drogas y tráfico solo 6 personas, y el año durante el que más se remitieron detenidos fue 1979, cuando la cifra llegó a 137 (Gori 1980, 51-52). Estas discrepancias entre los datos y la alarma generada se intentaron explicar ubicando la amenaza en un futuro próximo que solo el Gobierno y la moral eran capaces de controlar. Por ejemplo, Víctor Castiglioni, director nacional de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia aclaraba en 1980 que el problema del “vicio social” en Uruguay “no es dramático en el momento actual, pero si alarmante por el constante empuje que se registra”, por lo que era necesario aumentar la represión y fortalecer la valla natural que era la cohesión del grupo familiar.
A su vez, como señala la literatura especializada, una vez que el miedo político logra tener repercusión en la sociedad, se abre la posibilidad de implementar políticas públicas y nuevas leyes. Fue así como 1.o de mayo de 1973 se creó, bajo la órbita de la Jefatura de Policía de Montevideo, la Brigada de Narcóticos y Drogas Peligrosas, especializada en la investigación de su tráfico y consumo, que contó con el apoyo técnico de la Drug Enforcement Administration (DEA) estadounidense. Además, en octubre de 1973 se aprobó el Decreto-ley n.o 14.294, que trajo aparejados cambios en la forma en cómo se enfocó desde el punto de vista penal el consumo de drogas. Si bien la ley siguió concibiendo a usuarias y usuarios problemáticos como portadores de una enfermedad y no como delincuentes, amplió las figuras jurídicas para penalizar la circulación de sustancias (aunque no se comercializaran) y su tenencia cuando la cantidad superaba a una “mínima” destinada exclusivamente para su consumo personal (Aguirrezabala 1979, 35).
En el marco de la Guerra Fría se fue esbozando progresivamente en Uruguay una asociación entre promiscuidad sexual, narcotráfico, comunismo y movimientos guerrilleros. Como señala Robin (2009), una de las mejores estrategias políticas de un régimen es instrumentalizar la amenaza externa como un pretexto para reprimir a los enemigos internos.
Esta asociación se produjo a través de dos formas diferentes pero complementarias. En primer lugar, mediante la difusión de pruebas policiales o militares, nunca confirmadas, sobre la existencia de una relación entre las izquierdas uruguayas y el narcotráfico. Por ejemplo, en 1970 el vespertino El Diario informaba sobre la caída en Buenos Aires de dos conocidos traficantes de drogas, quienes “al parecer estaban vinculados al movimiento subversivo de acción directa que actúa en Uruguay”.26 La presencia entre los objetos requisados por la Policía argentina de documentación robada por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) a un banco uruguayo confirmaba esta relación. Dos años más tarde, un allanamiento de las Fuerzas Armadas a una finca en el barrio residencial Punta Carretas de Montevideo encontró, además de documentación interna del MLN-T y planes de posibles atentados, “drogas, jeringas y agujas hipodérmicas” que una vez más comprobaban “el uso de drogas dentro de la organización de asesinos, que busca con ello llevar a sus integrantes a un grado tal de degradación que anule sus más elementales sentimientos humanos”.27 Esta conexión se volvía a denunciar un año más tarde, cuando, en otro allanamiento, se encontraba documentación que probaría que el grupo de narcotraficantes y los “sediciosos” intercambiaban favores y dinero. Los sediciosos proveían a los narcotraficantes de documentos de identidad falsos y protección en Chile, donde gobernaba la Unión Popular, y, a cambio, ellos funcionaban como correos internacionales y financiaban el accionar de la organización guerrillera.28 El entonces conocido narcotraficante Adolfo Soboski, compraba supuestamente la cocaína en Chile, ya que era “un protegido del Gobierno Socialista de Chile, el ex presidente Salvador Allende” y luego sacaba la sustancia por Buenos Aires o Montevideo a Europa.29
En segundo lugar, fue frecuente la publicación de artículos de reflexión en los que se subrayaba el carácter de guerra total de la lucha contra el comunismo y cómo la homosexualidad, la promiscuidad sexual y las drogas eran una forma de penetración del comunismo y parte de sus estrategias geopolíticas. El marxismo, se señalaba, tenía una naturaleza amplia y por ello era necesario reflexionar sobre la “subversión de naturaleza cultural” en el que se fundía una serie de corrientes e ideas que buscan la “demolición de las bases de nuestro pensamiento”.30 El articulista subrayaba en particular el entrelazamiento entre el marxismo y el freudismo, conexión explotada por pensadores como Herbert Marcuse –identificado como un promotor de la contracultura, la homosexualidad y la liberación sexual–, buscando “degradar la esencia humana a la pura miseria material”.31
A veces, las críticas estaban dirigidas a China. Por ejemplo, en 1976 se señalaba como este país “comunista” condenaba a muerte a sus “drogadictos”, pero exportaba drogas “para corromper a los hombres del mundo occidental” y así “debilitar el potencial humano del enemigo”, volviendo a la droga además en una “poderosa arma de guerra”.32 En el contexto de la Guerra Fría se visualizó al comunismo como un movimiento que buscaba destruir la familia (el núcleo familiar tradicional cisheteropatriarcal), por lo que era necesario combatir los “vicios ampliamente extendidos en el país” para preservarla y lograr el perfeccionamiento moral y social de todas y todos los uruguayos.33
Esta visión integral sobre en qué consistía la subversión se plasmó en una batería de normas que se buscó aprobar durante los primeros años del régimen civil-militar. En este sentido, una iniciativa clave fue la reforma del Código Penal uruguayo que, además de incluir delitos contra la patria (que hasta ese momento solo aparecían en el Código Militar) y delitos societarios (entorpecimiento de la actividad pública), pretendió introducir dos grandes novedades: nuevas tipificaciones para combatir la toxicomanía (que finalmente cuajaron en la aprobación de la Ley n.o 14.294) y la incorporación del delito de “incitación al homosexualismo”.34 Además, dentro del sistema educativo público se aprobó un conjunto de ordenanzas específicas que buscó garantizar que la formación de las futuras generaciones estuviera protegida de cualquier tipo de contaminación moral, y fue así como, en 1975, se propuso crear en el Consejo de Estado una Comisión Honoraria de Defensa de la Moral y de la Represión de los Vicios Sociales, para luchar contra la pornografía, las drogas y la desviación sexual.35
Los y las jóvenes se volvieron un actor social clave durante los años sesenta y la juventud pasó así a ser vista como una experiencia unificada o una cultura y formó parte de redes trasnacionales. El debate sobre la juventud y qué tipo de cambios era deseable promover o legitimar tuvo en la sexualidad y en el uso de drogas dos ejes importantes vinculados a una pulseada por estabilizar qué significaba ser joven en ese momento y cuál era la juventud deseada.
Si bien los sectores más progresistas uruguayos rechazaron a homosexuales y usuarios de drogas, sí entablaron un diálogo con los jóvenes que identificaban como contraculturales. Por ejemplo, un editorial de 1971 del matutino colorado Acción reflexionaba sobre el “problema juvenil” y señalaba que la juventud estaba movilizada debido al impacto de los cambios globales y por las dificultades socioeconómicas que enfrentaba en la vida cotidiana.36 El editorial sugería que había que entablar un diálogo que tendiera “a la coparticipación” que permitiera hacerla sentirse parte de la sociedad y protagonista. Este “modelo integrador y coparticipativo” fue muchas veces el escenario de fondo del encuentro entre la contracultura y las y los militantes jóvenes. Como señalan Valeria Manzano (2017) y Vania Markarian (2014), se trató de un diálogo atravesado por fuertes tensiones y lógicas porosas.
A su vez, este modelo convivió con otro mucho más disciplinante y jerárquico que, si bien coincidía con el primero en ubicar el conflicto generacional uruguayo en un escenario global, lo interpretaba en el marco del Guerra Fría como una confrontación ideológica y de sistemas de valores que ponían en peligro la civilización occidental y cristiana. El comunismo se habría visto obligado a abandonar la “praxis marxista” en el terreno económico para llevarla al “plano moral” mediante la exacerbación del conflicto generacional y la promoción del “libertinaje”, de las drogas, de la pornografía, de la “precocidad sexual” y de la aberración del instinto “disfrazada de libertad”, para llevar así a las y los jóvenes al “embrutecimiento de los sentidos”.37 Prueba de esta creciente corrupción eran las cifras de enfermedades venéreas entre las y los jóvenes y el uso de anticonceptivos. Así, en 1973, se denunció la venta de anticonceptivos por unidad en las puertas de los liceos de la capital “a aquellas jóvenes que carecen de todo el dinero para afrontar la compra mensual de una caja de 21 comprimidos”, y se señalaba que aproximadamente un 11% de la población de entre 13 y 49 años los usaban.38 Además, Leonel Pérez, presidente de la Comisión Nacional de Lucha Antivenérea señalaba que el 46% del total de los casos denunciados de sífilis correspondían a personas jóvenes de entre quince y veinticuatro años y que un 63% de los casos de blenorragia también se ubicaban dentro de ese rango etario. Para Pérez, el perfil nunca había sido “tan juvenil como ahora” y esto se debía, agregaba, a que se estaba “en la era de la complacencia” en la que ambos padres salían al mercado laboral, lo que reducía la vigilancia y la supervisión sobre los jóvenes.39
En sintonía con esto, la juventud era construida en el pensamiento conservador como una etapa cargada de “inestabilidad”, “experimental” o llena de “curiosidad”, por lo que era perentorio ensayar diferentes formas de control y de supervisión, así como desplegar estrategias que oscilaban entre el paternalismo, la represión y el disciplinamiento. Para salvar a esta juventud era imprescindible movilizar sus energías: “no debe temerse su politización”, sino que era necesario encuadrarla en una “gran empresa nacional” como el “único antídoto a la subversión axiológica que a todos preocupa”.40 En un sentido similar se orientaban las palabras de Fernando Bosch, quien, el 5 de mayo de 1976, brindó, en la Dirección Nacional de Información e Inteligencia de la Jefatura de Policía de Montevideo, una conferencia donde estuvieron presentes el jefe de Policía, coronel Alberto Ballestrino, y otras autoridades de la cúpula policial.41 Bosch señalaba que no bastaba con eliminar la actividad política para superar el problema comunista, sino que era necesario sustituir esa ideología “corrupta” por una ideología “fuerte y atractiva para la juventud, pero de signo contrario”, ya que la “juventud se deja arrastrar por ideas firmes, seguras y totales”.42 Por ello, para Bosch era forzoso levantar “principios de orden moral” correspondientes a la actividad espiritual, que eran los que suministraban las bases para una actividad política y económica “recta” y que garantizaban “la justicia”.43
Además de darles un propósito vital, el proyecto conservador buscaba disciplinar el cuerpo de las y los jóvenes. Así, por ejemplo, en los centros de educación secundaria, la autoridad comenzó a controlar la vestimenta y el largo del pelo entre sus estudiantes: “No más melenas ni vestimentas extrañas para los liceales en 1974”, se anunciaba para dar cuenta de la decisión del Consejo de Secundaria de “normalizar la pulcritud y presentación”, para lo que las estudiantes debían usar necesariamente pollera cuyo largo debía estar por debajo de la rodilla.44 De esta forma, a estas y estos jóvenes contraculturales, de pelo largo, genéricamente ambiguos y posiblemente homosexuales se les opuso un estudiante con “pulcritud en el peinado y en el vestir” a efectos de “implantar el orden a todo nivel”.45 Era un orden profundamente binarista y heteronormado que construyó al joven contracultural, al homosexual y al usuario de drogas como una única cosa peligrosa, como un potencial subversivo que ponía en peligro el futuro de la nación y las nuevas generaciones.
Si bien el miedo y su control son constitutivos de la relación entre gobernantes y gobernados, como señalan Patrick Boucheron y Corey Robin (2016), su uso se exacerbó particularmente durante la Guerra Fría. El caso uruguayo es un ejemplo de ello. En el transcurso del ascenso del autoritarismo se construyó una política del miedo centrada en la categoría de vicio que buscó criminalizar y enfrentar a la juventud, el sector social que había sido hasta ese momento uno de los protagonistas de los cambios sociales y de la movida estudiantil en torno al 68 uruguayo.
Desde comienzos de los años setenta, el Gobierno logró, en primera instancia, identificar al vicio (a usuarios de drogas, jóvenes contraculturales y homosexuales) como un peligro al que se le debía prestar atención. Luego, a través del uso de saberes expertos y de los medios hegemónicos y oficiales de comunicación, consiguió difundir posibles explicaciones sobre los motivos por los que el vicio ponía en riesgo a la juventud uruguaya, explotando las ansiedades sociales que producía el impacto de la modernización social y económica. Finalmente, enfrentó el problema mediante la creación en la Policía de una sección especializada en el combate a las drogas, lo que permitió darle visibilidad, recursos y centralidad a la Policía en un contexto donde las Fuerzas Armadas monopolizaban la escena, así como revalorizar su trabajo y habilitar sus reclamos presupuestales. Además, el Gobierno puso en práctica una batería de normas y de dispositivos estatales que buscaron criminalizar a los grupos incluidos dentro de la categoría vicio, ligarlos a la lucha anticomunista y justificar su represión. El Gobierno tuvo así la capacidad de despertar y de generar en la sociedad miedo y, al mismo tiempo, construir una respuesta que le permitía ubicarse ante la ciudadanía como capaz de calmarlo y controlarlo.
El miedo es un proyecto político que no es posible sin el involucramiento de las instituciones políticas, ideológicas y culturales, que aportan su capacidad de estructurarlo en la ciudadanía. El papel de la toxicología y de la psiquiatría fue clave y fuertemente legitimante en ese sentido. Como señala Michel Foucault (2011), la capacidad de definir la realidad está ligada a prácticas discursivas, en las que los expertos –incluidos psiquiatras y agentes de control social– ejercen autoridad sobre la forma en que se nombran y se debaten problemas y, por lo tanto, sobre lo que se puede hacer y pensar al respecto. Este proceso colaborativo entre expertos e instituciones convirtió a comienzos de los setenta a la diferencia en desviación y subversión y sometió así a esos individuos diferentes a un procedimiento de normalización y de disciplinamiento que buscó fortalecer la norma mediante su persecución y su vigilancia. Es por ello que las cifras oficiales de la Brigada de Narcóticos, que se mantuvieron constantes durante la dictadura, fueron las de las detenciones y las del fichaje de personas de entre diecisiete y treinta años (Gori 1980, 51-52), lo que confirma cómo esta política fue utilizada como una forma de control sobre grupos juveniles.
Así, la construcción del miedo social, con límites difusos, se centró en una constelación conceptual y fue capaz de condensar en ella ciertas cadenas de sentidos, identidades ideológicas y sociales, formas de ocupar el espacio público, estilos corporales y sexualidades disidentes. Ese bloque conceptual fue instrumentalizado a efectos de promover incertidumbre y cimentar formas de consenso en torno a un proyecto político autoritario que incluyó una batalla cultural contra la juventud, en el marco de la defensa de la nación y de la familia cisheteronormativa tradicional contra el supuesto avance comunista.
A su vez, esta política de miedo explotó el peligro de una posible contaminación y de la existencia de infiltrados comunistas operando entre los jóvenes, lo que facilitó que se identificara al régimen con un proyecto de orden y la promoción de una cohesión comunitaria excluyente capaz de enfrentar la disgregación social y la corrupción de las nuevas generaciones. El autoritarismo, aparecía así, como un actor capaz de salvar el futuro mediante el establecimiento de límites claros en ese presente. La guerra contra las drogas tuvo una funcionalidad importante en el marco estratégico de la construcción de ese nuevo orden, en tanto permitió ligar la lucha contra el vicio y contra el comunismo para establecer así una base moral que buscó legitimar el régimen y dar respuesta a las ansiedades que parte de la sociedad uruguaya enfrentaba ante el impacto de la creciente violencia estatal y el accionar de los movimientos guerrilleros. Gracias a esta política de miedo, el régimen logró deslegitimar desde otro ángulo los distintos proyectos de transformación social (no solo aquellos centrados en la liberación y el socialismo, sino también los que buscaron el desarrollo de políticas de resistencia corporales, estéticas o sexo-genéricas), así como legitimar sus ideas de estabilidad y de orden ancladas en la preservación de valores católico-ortodoxos, de una moral tradicional, del binarismo sexo-genérico y de una juventud sana.
Por último, el estudio de esta política del miedo facilita la comprensión, junto a otros factores, acerca de cómo una parte de la sociedad recibió con alivio y entusiasmo la instauración de un régimen dictatorial. Después de todo, el discurso moral logró condensar sensibilidades y llegar a grupos sociales que se sentían amenazados por los cambios que había introducido la crisis. La política del miedo contribuyó decididamente a legitimar el régimen dictatorial y su apuesta a construir un nuevo orden social.
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Fecha de recepción: 30.06.2024
Versión reelaborada: 03.04.2025
Fecha de aceptación: 18.08.2025
1 En 1968 asumió la Presidencia Jorge Pacheco Areco, quien gobernó aplicando en forma casi permanentes medidas prontas de seguridad (estado de excepción), lo que facilitó el avasallamiento de los derechos humanos, la extensión de la represión estatal y la tortura. Este proceso de creciente autoritarismo culminó con el golpe de Estado del presidente Juan M. Bordaberry (sucesor de Pacheco) con el apoyo de las Fuerzas Armadas el 27 de junio de 1973. A partir de allí se inició una dictadura civil-militar que se extendió hasta 1985, año en el que se inicia la transición democrática con la asunción de Julio María Sanguinetti como presidente, luego de un proceso electoral con proscripciones.
2 Corey Robin (2009, 15) entiende por política de miedo “la aprensión que siente un pueblo ante algún daño a su bienestar colectivo –el miedo al terrorismo, el pánico ante la delincuencia, la ansiedad ante la decadencia moral– o la intimidación ejercida sobre hombres y mujeres por gobiernos o algún grupo”. Si bien existe cercanía con el concepto de “pánico moral” (Cohen 2002) prefiero el primero, en tanto el intento mediático de finales de los años sesenta de generar pánico moral en torno al consumo de drogas, la contracultura y la homosexualidad no activó organizaciones o movimientos sociales ni logró su difusión y escalada. De hecho, la reacción policial, normativa y jurídica fue posterior y estuvo ligada al ascenso del autoritarismo y a sus intentos de legitimación e imposición de una concepción particular de orden, y al amparo de un contexto regional que alimentaba el desembarco de la estrategia estadounidense de guerra contra las drogas y la lucha anticomunista.
3 La categoría “vicio” o “vicios sociales” fue usada durante todo el siglo xx por la policía uruguaya, estando más ligada en un inicio al consumo de alcohol (y otras drogas) y la prostitución.
4 Utilizo una noción de contractura laxa como la plantea Theodore Roszak (1969), quien la caracteriza como una confrontación juvenil de los valores hegemónicos en los países capitalistas de los años sesenta en el terreno de la sexualidad, el género, el consumo de drogas, el ocio y el trabajo y lo religioso.
5 En Uruguay, cuando los homosexuales eran detenidos en espacios públicos fueron frecuentemente acusados de “ultraje al pudor”, “actos inmorales” o “atentado a las buenas costumbres”.
6 “Revela siniestro mundo”, Al Rojo Vivo, 18/1/1966, 4.
7 “Angustioso problema para padres y psicólogos”, Al Rojo Vivo, 28/9/1965, 5.
8 Es importante tomar en cuenta las observaciones de Patrick Barr-Melej (2017), quien señala que se debe evitar pensar el fenómeno buscando definir un joven contracultural típico, ya que en la vida social existían jóvenes que se identificaban como hippies o de alguna forma como contraculturales sin haber practicado el amor libre, o habían asumido como suyos algunos estilos de vestimenta y sociabilidad, pero nunca fumaron marihuana. El tipo específico y diferenciado, señala, existía en el imaginario y en los discursos sociales que buscan caracterizarlo.
9 “Continúa prohibición de Hair en Maldonado”, El Día, 15/1/1973, 5.
10 “Revela siniestro mundo”, Al Rojo Vivo, 18/1/1966, 4.
11 “Amorales en Pando”, El Diario, 3/6/1968, 8.
12 “Se investiga la venta de marihuana a estudiantes”, El Diario, 22/1/1970, 17.
13 “Sorpresiva redada: 13 drogadictos apresados”, El Diario, 18/3/1971,17.
14 “Drogados y desnudos realizaban orgías en las playas del este”, El Diario, 24/2/1973,17.
15 “Drogados y desnudos realizaban orgías en las playas del este”, El Diario, 24/2/1973, 17.
16 “Foco de corrupción quedó en evidencia”, El Diario, 30/3/1973, 30.
17 “Foco de corrupción quedó en evidencia”, El Diario, 30/3/1973, 30.
18 Historia Clínica 21727 del Archivo Espacio de Recuperación Patrimonial. Hospital Vilardebó.
19 “Desmayo del homosexual impidió reconstrucción”, El Diario, 16/6/1973, 15.
20 “Desmayo del homosexual impidió reconstrucción”, El Diario, 16/6/1973, 15.
21 “Drogas: liberará lucha sin cuartel la policía”, El Diario, 17/3/1973, 17.
22 Villa, Manuel “Pistilos y estambres”, El Diario, 9/4/1975, 4.
23 Villa, Manuel, “Pistilos y estambres”, El Diario, 9/4/1975, 4.
24 “La grifa”, Orden, n.o 4, agosto 1976.
25 “La grifa”, Orden, n.o 4, agosto 1976.
26 “Drogas: contactos con sediciosos en Uruguay”, El Diario, 4/7/1970, 18.
27 “Drogas en cubil tupamaro”, El Diario, 30/7/1972, 13.
28 “Droga: detenidos a la justicia militar por conexión tupamara”, El Diario, 28/3/1973, 16.
29 “Flagelo de la humanidad”, Orden, n.o 4, agosto 1976.
30 “Los procedimientos de los comunistas”, El Diario, 8/3/1976, 4.
31 “Los procedimientos de los comunistas”, El Diario, 8/3/1976, 4.
32 “El comunismo”, Orden, n.o 4, agosto 1976.
33 “Combatirán a la pornografía”, El Diario, 1/3/1973, 4.
34 La reforma finalmente no fue aprobada, porque se entendió en el Consejo de Estado que ya existía suficiente legislación para combatir a los amorales.
35 En la educación el primer mojón normativo que habilitó en forma clara la persecución por motivos morales fueron la Ley n.o 14.101 de 1973 y las Ordenanzas 17 y 28 del Consejo Nacional de Educación, que definieron como causal de destitución la “posesión de antecedentes negativos que inhiban para la formación moral y cívica de los educandos” (Ordenanza n.o 28).
36 “La juventud, su rol y sus problemas”, Acción, 11/3/1971, 4.
37 “La explosión pornográfica”, El Diario, 29/10/1969, 4.
38 “Venden bajo receta y en farmacia”, El Diario, 18/4/1973, 16.
39 “Enfermedades de transmisión sexual: alarmante difusión a nivel juvenil”, El Diario, 18/10/1975, 16.
40 “Los procedimientos de los comunistas”, El Diario, 8/3/1976, 4.
41 Bosch fue jerarca de la Educación pública durante la dictadura; integró organizaciones filonazis y participó como representante de Uruguay en el III Congreso de la Confederación Anticomunista Latinoamericana en 1977.
42 “El comunismo”, Orden, n.o 4, agosto 1976.
43 “El comunismo”, Orden, n.o 4, agosto 1976.
44 “Liceales: ni melenas, ni ‘mangas de camisa’ admitirán en 1974”, El Diario, 21/12/1973, 7.
45 “Liceales: ni melenas, ni ‘mangas de camisa’ admitirán en 1974”, El Diario, 21/12/1973, 7.