DOI: 10.18441/ibam.25.2025.90.147-173

Las miradas plurales de Carlos Saura y Gabriel García Márquez en El coronel no tiene quien le escriba

Plural Views in Carlos Saura’s and Gabriel García Márquez’s El coronel no tiene quien le escriba

M.ª Teresa García-Abad-García

Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (ILLA), CSIC, España

teresa.garcia-abad@cchs.csic.es
ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-9716-2748

“Sabemos que el color es el resultado de la fragmentación de la luz, pero el color es también percepción y realidad. El color nos define, nos influye, nos alegra o entristece. Hay luces y colores en la música y en la literatura, grutas y cavernas oscuras, crepúsculos y amaneceres de cielos rojizos, tormentas musicales. En el lenguaje musical se utilizan los colores para explicar el sonido, se dice del color de un instrumento, del color de la orquesta, de la coloratura de la voz. Códigos de colores aparecen en todas las facetas de nuestra vida: blanco sudario, negro muerte, rojo pasión, azul del cielo y el mar, ocres y marrones de la tierra, verde de los bosques y la hierba. Los colores nos permiten identificar el mundo que nos rodea”.1

Carlos Saura

1. Introducción

Calaceite, un pueblo perdido en la comarca de la Matarraña de apenas un millar de habitantes, congregó en los años setenta en torno a José Donoso a un nutrido grupo de artistas, escritores, poetas, arquitectos, pintores y cineastas deslumbrados por el halo de “cuento de hadas amarillas” de sus milenarias casas de piedra. Los nombres de Jorge Edwards, Luis Buñuel, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Calos Saura forman parte de una extensa nómina de asiduos a las tertulias promovidas por el autor de El obsceno pájaro de la noche a quienes no cuesta imaginar en un enriquecedor intercambio de ideas, germen de las grandes obras de la literatura del Boom latinoamericano y de célebres éxitos de las carteleras del cine español. El propio Donoso lo recuerda en una entrevista concedida a Juan Andrés Piña donde evoca el inicio de la novela Casa de Campo mientras escribe unos guiones de cine para Antonioni y su hija Pilar juega en el jardín con los hijos de Vargas Llosa (Ruiz Barrachina 2011). Ambas referencias, la cita que encabeza este estudio y la estampa de los encuentros entre amigos poetas, pintores, cineastas y narradores, ponen en pie un entorno cultural propicio para desafiar la escisión lessingiana de las artes y experimentar formas híbridas e impuras de contaminación con prácticas dispuestas a demoler barreras entre creadores, lenguajes artísticos y medios. Es en espacios improvisados como el jardín de Donoso donde se estrechan vínculos que desembocarán en uno de los intereses más recientes de la trayectoria de Carlos Saura: el de llevar a escena una selección de los textos más preciados de su biblioteca literaria desde sus proverbiales capacidades para reunir en un solo espectáculo la diversidad estética de su mirada plural.2 Se suma con ello a una cada vez más nutrida relación de cineastas del ámbito internacional y nacional cautivados por la dirección escénica, con nombres como los de Pasolini, Ingmar Bergman, David Lynch, Gonzalo Suárez, Fernando Trueba, Manuel Gutiérrez Aragón, Julio Diamante, Juan Antonio Bardem, Luis García Berlanga, Jaime Chávarri, Pilar Miró o Josefina Molina.

Seis años después de rastrear procesos creativos de mano de Calderón y El gran teatro del mundo, el cineasta aragonés volvía a los escenarios con dos relevantes muestras de la narrativa hispanoamericana para el teatro Infanta Isabel: El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez,3 y La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa.4 El presente ensayo analiza la lectura sauriana de la obra del nobel colombiano, fruto de un escritor cinéfilo y un cineasta lector con los que recorrer las prácticas interdisciplinarias de nuestro tiempo. Explora, en un primer epígrafe, la relación de García Márquez con el cine como espectador, crítico y guionista, en el origen de su interés por la imagen, una práctica literaria compartida con quienes hacen de la imaginación y de la visualidad elementos esenciales de sus modos narrativos. Seguidamente, se abordan los términos de esta convergencia con Saura, para finalizar con el análisis de la puesta en escena de El coronel sauriano. La novela de cine llevada al escenario del Infanta Isabel revela su común fascinación por la pantalla, la literatura, la pintura o la música y permite rastrear soluciones para el trabajo de reescritura escénica de la narratividad desatada de la prosa garcimarquiana con sus figuras de un tiempo ajeno a la realidad, su talento para insertar los fantástico en lo cotidiano, su visualidad desbordante, la relevancia simbólica de los objetos o la encarnación de personajes que forman ya parte ineludible del horizonte universal de lectores y espectadores. Como los colores de la realidad fragmentada y luminosa presentes en la música y en los sonidos de la naturaleza del director de Elisa, vida mía, Saura explora para el teatro tonalidades capaces de revelar el mundo de nuestras más queridas mitologías literarias.

2. Los amores contrariados de García Márquez: una novela de cine

Antes de ser escritor, García Márquez fue periodista y, mucho antes, espectador de cine. La cinefilia del nobel se expresa en un concienzudo trabajo como crítico para diferentes medios de prensa, se estampa en la firma de numerosos guiones cinematográficos y deja una reconocible huella en los procedimientos retóricos de una ficción que ha acaparado el interés de cineastas de todo el orbe fascinados por el poder cautivador de sus relatos.5 De la estirpe de los griots, de los cuenteros y su ancestral y olvidado arte de contar, el enigma encerrado en la naturaleza de su escritura radica en abandonarse a la imaginación, “como quien respira” (Gullón 1970, 10), dejando en la sombra el virtuosismo de una eficaz y refinada técnica.6 El propio autor reafirma dicha condición cuando concibe su propia biografía como un relato (Vivir para contarla) o titula el volumen donde se recogen las lecciones del Taller de guion de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. En fin, La bendita manía de contar de García Márquez no desprecia procedimiento alguno de acceso al universo de una fábula, posible desde innumerables vías, tal y como reclaman los niños cuando se obstinan en escuchar siempre el mismo cuento, pues “todos los espacios de este mundo están encantados y vale la pena conocerlos” (1998, 103).

El relato de la dignidad de El coronel toma cuerpo en la habitación de un pequeño hotel del Barrio Latino donde su autor recala tras disfrutar de una estancia en Roma enviado por El Espectador de Bogotá para cubrir la información cinematográfica. Son los años de la revelación del cine neorrealista, esa posición moral desde la que contemplar el mundo asociada a una forma de mirar ante la que no duda en declararse “hijo de Zavattini” (Cortés 2015, 51). Tiempo antes, sus Jirafas de El Heraldo de Barranquilla revelaban a un embelesado espectador en el estreno de Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), testigo del interés de este cine “hecho en la calle, sin estudios, sin trucos escénicos, como la vida misma […]. La película más humana que jamás se haya realizado” (García Márquez 1981j, 467).

Pero lejos de impulsar su vocación como cineasta profesional, su paso por el Centro Sperimentale di Cinematografia parece comenzar a resquebrajar la confianza en el poder del cine como medio de expresión por antonomasia de una visualidad cuya naturaleza forma ya parte esencial del magistral estilo de la prosa periodística de sus Textos costeños y emerge con vigor en el asombro de la palabra que le conducirá a la gloria del parnaso con Cien años de soledad: “Todos mis libros anteriores […] están como entorpecidos por esa incertidumbre. Hay un inmoderado afán de visualización de los personajes y las escenas, una relación milimétrica de los tiempos del diálogo y la acción, y hasta una obsesión por señalar los puntos de vista y el encuadre” (Cortés 2015, 81).

El recelo expresado por García Márquez en la afirmación precedente revela una progresión poética que sitúa a la imagen en el núcleo de sus conquistas, cualquiera que sea la forma que adopte, y a la novela que ensaya en el punto de inflexión de una escritura renovada, tan deudora del cine como atenta a rehuir sus enredos más engañosos. Con el cine o contra él, los “amores contrariados” del escritor colombiano ofrecen un itinerario creativo reconocible para quienes participan de similares antinomias, avivando la reflexión del debate interartístico de tradición secular desde Simónides de Ceos.

3. Miradas plurales: García Márquez y Saura

No extraña, pues, que la obra expandida de García Márquez se cruce con la “mirada plural” de Carlos Saura allá donde ambas prácticas se muestran capaces de superar la contradicción y establecer modos de relación más complejos entre imágenes y palabras dentro y entre diferentes medios. La denominada por Enric Bou “paradoja interdisciplinaria” del director de Elisa, vida mía converge hacia el ámbito de la imagen, de la imaginación donde se funde lo literario y lo visual ante el asombro de una realidad desaforada, deudora de las crónicas de Indias y sus espléndidas fantasías sobre codiciados países de geografías mutantes, de los mundos fabulosos y atroces de los relatos familiares, de la narrativa desbordada de los libros de caballerías, del cuento popular, la épica, el barroco y la modernidad donde descansan los cimientos de lo real maravilloso.

Cuando me di cuenta de que Gregorio Samsa podía despertar una mañana convertido en un gigantesco insecto, y que esto, que lo había escrito un checo, se parecía tanto a lo que yo había oído en casa de mi abuela, a la forma como ella interpretaba la realidad, me dije: “Si esto vale, sí me interesa escribir, así sí que tengo algo que decir”. Cuando comprendí que existían en literatura otras posibilidades que las académicas y racionalistas que me habían enseñado en el liceo, encontré realmente el camino como escritor.7

Carlos Saura sorprende sin duda en García Márquez algunas de las “simetrías” familiares que también emparentan su obra con Borges, Buñuel, Calderón, Goya, Gracián, Velázquez o Diane Arbus.8 El género híbrido ensayado en El coronel, a caballo entre el guion y la novela clásica, responde a un paradigma frecuentado por ambos artistas habituados a reelaborar los mismos materiales en diferentes géneros y medios, expandiendo así el proceso de creación al modo en que el jardín borgiano bifurca sus senderos.

Carlos Saura publica como novelas los guiones cinematográficos de ¡Esa luz!, tras oponer una resistencia infranqueable a su filmación, y Elisa, vida mía, esta vez sí, volcado en celuloide junto con sus innumerables citas a la literatura y el cine. El cineasta espera, en fin, que el argumento policíaco de su última novela, Ausencias (Laborinto, 2017), pueda “desarrollar algún día la película que lleva dentro” (Fernández Ferrer 2018b). El film vendría a completar así la síntesis de literatura, pintura y fotografía subyacente a la trama de un relato organizado en torno a los dibujos de las veintisiete cámaras intercaladas en el texto como elementos desencadenantes de la intriga. A ello han de añadirse veintiocho láminas a todo color inspiradas en fragmentos escogidos de la novela, recuerdo de las viejas ediciones de Julio Verne, publicadas en una caja-estuche diseñada por Laura Casalis en tirada única de doscientos ejemplares. Antonio Fernández Ferrer, su editor, quien se refiere a sí mismo como “el montador de una película convertida en un libro de arte” (2018b, s. p.), satisface con ello un doble propósito: ofrece para su deleite al lector un dispositivo artístico complementario al libro y provee además a su usuario de un artefacto de lectura o máquina combinatoria narrativa con el que construir su propia historia de modo aleatorio o deliberado, a semejanza de Italo Calvino en El castillo de los destinos cruzados y La taberna de los destinos cruzados.

La poética expandida de la “obra oceánica” de Saura (Gubern 2018) se aviene bien con la facultad que Julio Premat (2015, 5) atribuye en El legado de Macondo a la obra del colombiano para desplazarse y reinventar representaciones del mundo presentes en la literatura anterior, así como para promover la reescritura de una interminable cadena de descodificaciones y relecturas múltiples. Da cuenta de ello la ingente proliferación de bibliografía crítica suscitada a la sombra del escritor colombiano, una “manía interpretativa” sobre la que el mismo García Márquez se ha pronunciado, afirmando que termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate (Kline 2003, 17). El encuentro de Saura con García Márquez en escena se produce allá donde la lectura se convierte en hemorragia permanente de una estructura abierta a un lector total, sabedor de su naturaleza creadora; en palabras de Barthes, el lugar en el que la estructura se trastorna (1987, 49):

una “auténtica” lectura, una lectura que asumiera su afirmación, sería una lectura loca, y no por inventariar sentidos improbables (“contrasentidos”), no por ser “delirante”, sino por preservar la multiplicidad simultánea de los sentidos, de los puntos de vista, de las estructuras, como un amplio espacio que se extendiera fuera de las leyes que proscriben la contradicción (el Texto sería la propia postulación de este espacio) (Barthes 1987, 48).

4. El coronel, de Carlos Saura. tiempo, símbolo, comicidad, lirismo…

Con la historia de humanidad de El coronel, Saura vuelve a tantear modulaciones nuevas sobre la naturaleza del lenguaje dramático, una realidad mucho más inventada donde poder sortear los escollos de la adaptación a la pantalla de la obra excesiva de su autor, de su prosa poética, su talento para incorporar lo fantástico a contextos cotidianos, la distorsión en el tratamiento de tiempos y espacios o la dificultad de encontrar actores “capaces de encarnar la desmesura” (Cortés 2015, 312):

Prodigios y milagros aparecen mezclados con referencias a acontecimientos grandes y chicos, del pueblo y del hogar. El narrador nunca deja traslucir por una exclamación, un gesto de asombro, que haya diversidad de sustancia entre lo prodigioso y lo diario. […] En ese espacio tienen idéntica verdad los sucesos demostrables y los fabulosos; todo es verdad y todo es mentira, como ha ocurrido siempre en las grandes ficciones, desde Las mil y una noches hasta hoy (Gullón 1970, 20).

La adaptación al cine de Arturo Ripstein (1999) había afrontado el reto rehusando cualquier intento de transcripción literal para servirse en su lugar del texto de origen como de una base de datos a partir de la que elaborar una nueva lectura. Miguel Littín lo relataba así: “Y hace poco hizo maravillosamente El coronel no tiene quien le escriba porque se apartó incluso del dilema de cómo llevo al cine el mundo de Gabo. Y lo vio de una manera realista, pero en una fragmentación del tiempo y del espacio que no corresponde a la realidad” (Restrepo 2001, 131).

En efecto, las figuras del Tiempo constituyen el eje vertebrador de la arquitectura literaria garciamarquiana desde los mismos títulos de los relatos saturados de temporalidad: “La noche de los alcaravanes”, “La siesta del martes”, “Un día de estos”, “La prodigiosa tarde de Baltazar” o “Un día después”. Sus Jirafas se recrean en asignar asombrosas atribuciones a relojes, calendarios, momentos del día, días de la semana y meses del año que pugnan por abandonar su naturaleza más pedestre. El Calendario de la Rosa inaugura en París un tiempo femenino; el reloj de la Boca del Puente, anunciando diariamente el toque de queda, pierde su categoría de “cosa familiar” y ensordece con su “clarinada cortante” el “nuevo día como otro gallo grande, equivocado y absurdo, que había perdido la noción de su tiempo” (García Márquez 19811, 77). Las campanadas del reloj acompasan la intensidad poética del momento de la muerte de Cleobulina Sarmiento. Los jueves, días híbridos, se comportan como “una torrija del tiempo, sin sabor ni color, sin otra justificación que obligarnos a gastar un pedazo de vida que podríamos utilizar en cosas más útiles”, pues “las horas que malbaratamos un jueves podrían servirnos para hacer más blanda la almohada del domingo” (García Márquez 1981m, 103). En “Abril de verdad” propone un anuario poético compuesto por meses alternados en donde los profesionales de la rima pudieran aguardar emocionados a junio para escribirle un canto al plenilunio (García Márquez 1981a, 239). En fin, los prodigios de Cronos alcanzan el tiempo mítico anterior a la medición de relojes y calendarios con sus meses de diciembre de fábula:

Un remoto mes anabaptista y sin numerar, que entonces no estaba constituido por una sucesión de días, sino por un sistema orgánico capaz de crecer, multiplicarse, escribir versos en piedra y morir, después de haber hecho treinta y una digestiones antediluvianas a base de mamouts y de mastodontes crudos. Diciembre, antes de convertirse en mes, era un hombre de las cavernas, un troglodita que, a diferencia de sus semejantes, usaba el garrote para llevar murciélagos gigantescos al sueño de los niños (García Márquez 1981c, 519).

El tiempo legendario de los relatos encuentra su momento más propicio en la madrugada donde las horas contadas por las abuelas se impregnan de la misma sustancia de los cuentos: “Nos dijeron que antes, cuando la madrugada era verdad, se escuchaba en el patio el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas. Y el grillo, el grillo exacto, invariable, desafinaba sus violines para que cupiera en su aire la rosa musical de la serenata” (García Márquez 1981l, 78).

La obsesión de García Márquez por situar la temporalidad en la base de su escritura escenifica la pugna del ser humano contra el tiempo lineal, la Historia y la misma vida que avanza de manera irreversible hacia la nada. Solo la ficción permite subvertir la sucesión de la cronología institucionalizada por relojes y calendarios para el progreso de la sociedad moderna y explorar modos alternativos a la representación mimética de la realidad, apostando por lo extraordinario que anida en ella o más allá de los límites de lo real. En las geografías desdibujadas de Macondo, el tiempo, como afirma Úrsula, no pasaba, “sino que daba vueltas en redondo” (Gullón 1970, 30), desafiando naturalmente los designios de la propia muerte:

No hay por qué justificar el que un personaje muera, o parezca morir, y después resucite, o parezca resucitar, veinte, cien, quinientos años después; no hay por qué atenerse a la cronología del reloj o del calendario, cuando lo único de verdad importante es el tiempo propio de la novela. ¿Cien años de soledad?, ¿no serán cien siglos?, ¿no será el suyo un tiempo total, absoluto, que comienza con el desperezarse de la humanidad y concluye cuando ella acaba? ¿Acaso es imposible cifrar el mundo, meterlo en una cáscara de nuez y con él la historia, desde el génesis hasta el apocalipsis? (Gullón 1970, 21).

Los viernes de espera del coronel, el ritmo reincidente de las agujas del reloj o el obcecado repique de campanas para señalar toques de queda, llamar a funerales y ordenar clasificaciones morales de películas, forman parte de un orden trágico que el tiempo mítico garciamarquiano hace avanzar en espiral con el canto de los alcaravanes, los años bisiestos o los meses de octubre que calan los huesos y hacen crecer hongos y lirios venenosos en las tripas: “Octubre era una de las pocas cosas que llegaban” (3).9 Nada se sustrae al paso del tiempo en los relatos de García Márquez. Por el contrario, su autor parece haberse adscrito sin limitación alguna a un paradigma de experimentación que explora la temporalidad relativa proclamada por la física y la mecánica cuánticas de su siglo como refuerzo de la visión fabulosa de una obra que viene a disolver la molesta dicotomía entre realidad y ficción, constatando en la totalidad de su universo mundo que “el tiempo no podía ser rectilíneo y uniforme, que su tiempo narrativo podía ser circular o estarse quieto, o recorrer veredas distintas, diferentes campos magnéticos, laberintos, espejos” (Araújo Fontalvo 2015, 117).

Francis Vanoye, en un conocido estudio sobre las relaciones entre la literatura y el cine, señalaba las dificultades de la pantalla para contener los heterogéneos registros de tiempo del texto escrito y afirmaba la dificultad de la imagen en movimiento y el diálogo fílmico para desplazarse sobre las líneas del tiempo, sin extraviar al espectador (1989, 171). Pese a todo, el cine había ofrecido desde sus inicios una vía de experimentación narrativa extraordinariamente prometedora para la expresión temporal a la que rescataba de la inmovilidad de la fotografía:

Mientras que la fotografía detenía el tiempo, la película lo liberaba: una historia podía saltar hacia adelante, hacia atrás o hacia un lado a cualquier velocidad. Si se invertía el proyector, podía invertirse también el tiempo: un hombre podía saltar desde el agua con los pies por delante y aterrizar sin peligro en la orilla, los huevos revueltos podían volver a convertirse en yemas (Roas 2022, 37).

El rebobinado cómico y sentimental de las primeras cintas mudas parece haberse quedado también en la pluma de Gabo cuando concibe a su coronel como un hombre “que desanda el camino para buscar una moneda perdida” (20).

Conviene recordar asimismo que el nombre de Carlos Saura se suma a los de Carné, Welles, Resnais, Bergman y Fellini en la nómina de cineastas preocupados por explorar nuevos recursos fílmicos de expresión temporal. En las tablas, la puesta en escena de El coronel resuelve la saturación del texto de origen con un guion de Natalio Grueso que no prescinde de su minucioso contexto cronológico mediante la alusión recurrente a marcas de tiempo, esperas renovadas con puntualidad semanal, relojes que van y vienen, campanas que doblan por los muertos, gallos que cantan al amanecer, alcaravanes que presienten a los difuntos, años bisiestos, recuerdos narrados, canciones de juventud y, sobre todo ello, la lluvia pertinaz de octubre que cala y retuerce las tripas cuando se sincroniza con la bajeza de algunos diálogos:

DON SABAS. Las autoridades tienen miedo de la gente. Lógico, donde hay gente hay rebeliones, donde hay rebeliones no hay disciplina y donde no hay disciplina hay insurrección.

CORONEL. Pero vamos a ver, compadre, que yo también he sido autoridad. Toda esa gente no es ninguna insurrección. Esto no es más que un entierro, hombre. El entierro de un pobre músico que no tenía otra arma que la música de su violín.

DON SABAS. Los artistas pueden ser muy peligrosos, compadre. Trabajan con las emociones de la gente… ¿Qué le pasa, compadre, se encuentra mal?

CORONEL. Estoy bien, compadre. Lo que pasa es que es octubre.

DON SABAS. Hágase ver por el médico.

CORONEL. Estoy bien… Lo que pasa es que en octubre siento como si tuviera animales en las tripas.10

La dramaturgia de Saura mantiene la estructura de la novela dividida en fragmentos, para cuya sintaxis echa mano de los eficaces fundidos encadenados del juego de luces de Paco Belda y del dinamismo que aporta a los cambios de escena la proyección de los decorados pintados, consiguiendo en ocasiones la impresión de deslizamiento de los fotogramas de una cinta de celuloide a su paso por el proyector. El recurso abunda en la naturaleza “extrañamente” fragmentaria de los cuentos y, con ella, en la expresión del mundo inconcluso que se pretende representar y en la cualidad espectral de unos personajes que “pareciendo pisar tierra firme, dejan al lector con un pie en el aire” (Moreno Blanco 2019, 8). La secuenciación en unidades permite, además, articular la puesta en escena en torno a un paradigma próximo a la comunicación de un esquema de imágenes poéticas, con el objeto de intensificar el sentido figurado de la narrativa del autor y su relación vital entre espacio y tono.

Lo ha señalado acertadamente Graciela Maturo (1972, 33-35) cuando se refiere a la relevancia de lo simbólico en el escritor colombiano para abordar la representación de una realidad compleja mediante la asociación de varios niveles de significado que estalla como la epifanía de un misterio capaz de cifrar lo inexpresable y hacer perceptible su infinitud. Es así como el teatro ofrece a Saura la ocasión de recrearse en la realidad fascinante de la literatura del colombiano sirviéndose de su naturaleza “más inventada”, sin prescindir del gran legado atesorado durante sus años como cineasta. En efecto, el cine permite rastrear la aparición de la vida cotidiana, del movimiento insustancial, efímero, antiliterario; nos sitúa a la vez en distintos puntos de vista, a la derecha, a la izquierda, cerca, lejos, arriba, abajo…; pero, sobre todo, como advierte Fernando Vela, nos obliga a “palpar ocularmente el contorno de las cosas”; inaugura una nueva vida, una nueva poética para los objetos. El artista acostumbrado a mirar la realidad con sus eternos ojos de niño ha experimentado el interés dramático de las cosas al ser atravesadas por el foco de luz de la cámara, ha aprendido de su maestro Buñuel a explorar su protagonismo autónomo de seres inanimados y podría, sin duda, afirmar con Fernand Léger que “el porvenir del cinema, como el del cuadro, está en el interés que el cinema pueda dar a los objetos, a los fragmentos de esos objetos, o a sus invenciones puramente fantásticas e imaginativas” (García-Abad 2013, 120). Siguiendo estos principios de poética fílmica, Saura hace desembarcar la materia inerte de las cosas en escena con una saturación semántica moldeada por la acción de un desplazamiento animado por el diálogo entre la literatura, el cine, la pintura, la fotografía y el propio arte dramático.

Fig. 1. Fotografía de Antonio Castro (2019). El coronel no tiene quien le escriba.

El coronel de Saura se inicia con un escenario en negro de cuya oscuridad emerge en primer plano la figura de un gallo que canta y bate sus alas con un realismo amenazante para el espectador acomodado a pocos metros en el confort de su butaca. La iluminación permite disolver pronto el peligro de que el ave emprenda un vuelo fatal, dejando al descubierto el trampantojo de la pantalla a modo de jaula imaginaria donde se encierra al animal y se le permite desempeñar su papel sin sobresaltos, atendiendo con calculada pericia los cacareos programados y sus entradas y salidas a escena durante el tiempo de la función: “El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vacío. Cuando vio al coronel emitió un monólogo gutural, casi humano, y echó la cabeza hacia atrás. Él le hizo una sonrisa de complicidad: −La vida es dura, camarada” (48). Además de garantizar una sesión sin incidentes fortuitos, la maniobra escénica concede al personaje el protagonismo “fantasmagórico” de la novela que la imagen cinematográfica contribuye a fortalecer al crear un mundo en apariencia más real que la propia realidad pero que participa a la vez de la materia evanescente de los sueños (Pérez Bowie 2004, 589).

El protagonismo del gallo, receptor del alma de Agustín, el hijo asesinado como consecuencia de su actividad contra la opresión del gobierno, y la obstinación del coronel por mantenerlo vivo, incluso a costa de su propia hambre y la de su mujer enferma, incorpora la predeterminación trágica de la cultura popular del Caribe y se inscribe en la mitología de los bestiarios de la tradición cultural latinoamericana:

Real o mítica, bajo la forma de adornos o vertida en tropos, la fauna es omnipresente en el mundo narrativo de García Márquez. Cunde y se multiplica, acompaña o destruye a los hombres de los cuales también puede ser representación simbólica. El bestiario, a veces, estructura por sí mismo algún cuento o novela: tal o cual animal “fetiche” (iba a decir totémico) está en el mismo centro del relato, alrededor del cual giran, atrayéndose o alejándose, los otros componentes (Joset 1984, 32).

Esperanza López Parada ha llamado la atención sobre la imagen desasosegante del gallo en los recuerdos de infancia de Julio Cortázar, quien asocia su cacareo matutino con la entrada en una dimensión irracional que “permite creer en una porción secreta de lo real”:

El niño comprende que no comprende; averigua la presencia de una parte desconocida en sus años apenas comenzados, un sector no reducible ni dominable. El gallo significa el inicio de lo mistérico. Es una señal de lo sagrado y una señal perfecta, redonda, casi redundante: hay algo excesivo, hay algo deliberado –y por ello, temible– en la elección de este animal para marcar el principio de la consciencia, ya que él es el anunciador del día, de la luz primera, el que llama al alma a levantarse, signo de una sabiduría descendida de lo alto (López Parada 2002, 386).

Contiene, además, el papel de psicopompo que le atribuye un cometido especial en la función de acompañamiento de las almas difuntas hacia el hades y su relevancia refuerza una lectura sociopolítica del texto.11 En expresiones como “tener palabra de gallero”, la tradición de las galleras evidencia el valor altilocuente de los pactos de lealtad entre varones, jugadores de un entretenimiento brutal amasado de ambiciones, extorsión, violencia y muerte. Víctimas de una desgraciada costumbre que les arrebata hijos, maridos y haciendas, las mujeres de Macondo, abominan de la maldición ancestral de las galliformes desde los tiempos de su fundación. Úrsula los hace responsables directos del éxodo familiar y se muestra inflexible con José Arcadio segundo cuando se hace hombre de gallos: “Te llevas esos animales para otra parte, ya los gallos han traído demasiadas amarguras a esta casa para que ahora vengas tú a traernos otras”12.

Más reveladora se muestra para el análisis de las claves creativas de El coronel y su puesta en escena la locución “tener madera de gallo” con la que se expresa, en palabras de García Márquez, la cualidad de los colombianos para “entrarles a las cosas más serias, más jodidas, como si no las estuviésemos tomando en serio por miedo a la solemnidad” (Martínez López 2016, 235). Entre la dignidad de la tragedia y la levedad de un delicado humor, El coronel se suma así a la nómina de obras que hacen de la espera una representación literaria de la angustia humana asociada a la práctica del absurdo aprendido en Kafka y Beckett.13

La comicidad resulta de este modo una deriva necesaria a la ruptura de la lógica racional en donde acciones y lenguaje vuelven sobre sí mismos en una espiral disparatada, ajena a cualquier tentativa eficaz de expresión de un mundo en fuga ante el que solo queda abandonarse a la llegada de Godot como hacen Vladimir y Estragón. El acercamiento de García Márquez al teatro es deudor asimismo de un delicado humorismo en el monólogo situacional Diatriba de amor contra un hombre sentado, el drama en tres actos El congreso de los fantasmas, y la selección de reseñas escritas para la prensa donde muestra una fascinación singular por El Gran Guiñol, de Arturo Laguado, con sus personajes habitantes de un ciclo biológico diferente a los establecidos, en el margen de la infancia, la adolescencia, la madurez y la senectud: el circo. Bajo la carpa de un circo, que bien pudiera ser el que transporta la barcaza del correo en lugar de la esperada carta del coronel, la mentalidad de los hombres muda hacia regiones de ensueño.

Rimplo, Pepino, Atlas, Melusa, son demasiado mortales para que los consideremos como muñecos de mimbre; demasiado inverosímiles para que los consideremos como animales humanos. Y demasiado lentos, demasiado tristes; casi demasiado irresponsables y casi completamente estúpidos. Pero son personas normales. ¿No es eso desconcertante? Tal vez lo sea si se pasa por alto que el circo, en este drama, no es un ambiente sino una edad de los personajes. Esa edad exclusiva a la cual no se logra llegar con el transcurso del tiempo, sino por otros recursos ignorados. El payaso Rimplo le pregunta al payaso Pepino: “¿Qué le sucede a las almas de los que mueren atropellados por un triciclo?” Y Pepino responde: “Van al limbo”. Pero digo que la respuesta era otra: “Van al circo”. Esa, en pocas palabras, es la dimensión más importante –verdadera dimensión de magia– que ha creado Laguado para su obra (García Márquez 1981g, 300).

El coronel, escrito pocos años después de esta Jirafa del El Heraldo de Barranquilla en mayo de 1950, participa de la evolución de un “humorismo de trapecista” apoyado en la paradoja y el ingenio verbal tanto como en la comicidad situacional. A semejanza de Pepino y Rimplo, los dos payasos protagonistas del drama, la imaginación de Saura se recrea en la ingenuidad de esta pareja atropellada por el triciclo de la vida; un hombre y una mujer “conmovedoramente solos en la escena”, desbordados por una ternura que “muerde y duele y que transforma a quienes la poseen en seres que provocarían el llanto con solo mostrar los dientes antes de la sonrisa” (García Márquez 1981g, 301).

Saura hace aparecer al viejo coronel como una sombra recortada en negro sobre fondo azul balanceándose en una mecedora al ritmo de la popular ranchera de José Alfredo Jiménez, “Ojalá que te vaya bonito”.14 La luz que se abre sobre el escenario deja ver a Imanol Arias en calzones de felpa, envuelto en una colorida manta, mientras se despereza entre sacudidas y temblores. Una vez puesta a punto la maquinaria con estiramientos y masajes dispuestos a mitigar la rigidez de las articulaciones, se levanta, se rasca el trasero, saluda al gallo, abre el bote del café e intenta, arañando el fondo de la lata vacía, completar siquiera la taza del desayuno de su Doña. Para él quedan los restos atrapados entre las uñas que relame como sutil escenificación de un final de novela ingeniosamente desplazado al inicio de la puesta en escena:

La mujer se desesperó.

“Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía.

−Dime, qué comemos.

El coronel necesitó setenta y cinco años −los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto− para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:

−Mierda (92)

Se lleva de este modo a la estructura del relato escénico una de las estrategias del cuento predilectas de García Márquez consistente en sugerir en el inicio desarrollos futuros y confiar a una acción concreta de los personajes el contexto y el tono de la totalidad de la obra. El inocente desenfado de la acción y una gestualidad deliberadamente mecanizada recuerdan al célebre inicio de Luces de la ciudad (1931) en el que Charlot es sorprendido durante la solemne inauguración de un imponente monumento durmiendo sobre el regazo de una de sus esculturas, ante el asombro del auditorio que sigue su improvisada lucha para zafarse de la embarazosa situación. Como Chaplin, Imanol Arias hace de esta primera aparición en escena una virtuosa lección interpretativa de las cualidades atribuidas por García Márquez a su personaje cuando señala que “hacía cada cosa como si fuera un acto trascendental” (6). La distorsión del tiempo en el que cabe todo porque no se tiene nada, reconcentra cualquier acción en sí misma, abstrayéndola de su anterior y posterior; los actos del coronel no vienen de ningún sitio ni se proyectan hacia nada; son en sí actos trascendentales. La naturaleza de esta gestualidad cómico-seria se inscribe en el paradigma de la comedia cinematográfica muda, de influencia tan fundamental en los modelos del Teatro del Absurdo y expresa, a juicio de Essling, “la onírica maravilla de un mundo visto desde fuera por los ojos incapaces de comprender de alguien que está apartado de la realidad” (1966, 250), recordándonos continuamente el poder poético y profundo de la acción muda. Próximo al final, tras rescatar a su gallo de la gallera, el coronel vuelve a su casa y le hace saber a su esposa su decisión irrevocable sobre el animal:

–El gallo no se vende.

Ella lo siguió hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine (85).

Abandonado a la nada, el viejo militar entretiene su tiempo tejiendo como Juan Sáyago, protagonista del “western sofocliano” (Restrepo 2019, 26) de Tiempo de morir (Arturo Ripstein, 1966), quien también espera las cartas de su amada desde la cárcel. Hacía apenas unos años, Carlos Saura en su novela Ausencias, había sentado a la madre de Anna Richstein, superviviente del campo de concentración de Buchenwald, en un balancín mientras acechaba el rayo verde de la Esperanza popularizado por Julio Verne en su novela homónima. El movimiento de vaivén persistente, que no cesa cuando la anciana abandona la escena, hace reflexionar a Mario acerca del origen ancestral de estos ritmos binarios: “Un amigo neurólogo le dijo que ese bypass, ese ir y venir, el uno y el dos, la cola de los perros, el péndulo de un reloj, son los movimientos más básicos que permanecen en los animales y en el hombre, como un vestigio de tiempos más allá de los dinosaurios” (Sánchez Vidal 2018).

La cosmogonía de Ausencias sitúa en el mar y en el impulso a volar el origen de la vida y la evolución de un ser humano necesitado de agua para subsistir como una reminiscencia de la bestia acuática que un día fue. El oleaje del mar repite de igual modo una cadencia de evocaciones telúricas omnipresente en la mitología de la naturaleza garciamarquiana. Saura ha querido dejar constancia del deslumbramiento, reemplazando el toque romántico del cuadro de la “mujer entre tules rodeada de amorines en una barca cargada de rosas” (9) de la novela, por el barco a la deriva del mar embravecido pintado en el telón proyectado sobre el escenario del Infanta Isabel.

Fig. 2. Fotografía de Antonio Castro (2019). El coronel no tiene quien le escriba.

Como en El último viaje del buque fantasma, el mar representa un espacio de iniciación donde expresar la dureza del ser humano frente a su destino y el abismo de lo desconocido. En efecto, la ciudad donde reside el coronel es una ciudad con barcos, única y verdadera división esencial en materia urbana para García Márquez. En “Ciudades con barcos” advierte la “secreta pulsación” que las mueve a ritmo del “invisible cordaje de los viajes”, pues “en cada barco que atraca, en cada barco que zarpa, hay un ir y venir de la misma ciudad; un vaivén de navío que nos enseña a estar siempre en instante de espera, en una situación transitoria que es como si en cada barco estuviéramos esperándonos a nosotros mismos” (1981b, 208). En momentos de flaqueza y de quiebra de la “paciencia de buey” (35) que sostiene contra el viento y la marea, el coronel sufre de añoranza del mar, de la nostalgia de navegante de los marineros aguerridos y experimentados en el dominio de las velas, la seducción de las sirenas y el gobierno de las mareas: MUJER: “No nos vendría nada mal un buen marino de esos que nos sacara de este varadero de miseria… Pero es que ya no quedan barcos, ni mares, ni capitanes intrépidos… Ya no queda sino batirse a diario contra el hambre y sus ejércitos”.15

Fig. 3. Fotografía de Antonio Castro (2019). El coronel no tiene quien le escriba.

El paraguas, un complemento imprescindible en Macondo para resguardarse de la “calamidad pública” de la estación de las lluvias, es un “murciélago enorme” que cuelga del brazo de sus vecinos y sirve a los poetas surrealistas para hacer buenas metáforas; a los supersticiosos para precipitar la muerte cuando es abierto en el interior; a los autores de narraciones policíacas como elemento identificador de personajes misteriosos y a cualquiera para romperse en los momentos de más urgencia o enredarse en los flecos de las cortinas de los almacenes en los instantes más inapropiados. Sirvió para todo. Hasta en el bombardeo con que los nazis castigaron a Londres en donde es visto “como si estuvieran arrojando sobre la ciudad en niebla una desconcertante cantidad de primeros ministros británicos” (García Márquez 1981h, 307-308).

El del coronel, apolillado por el paso del tiempo, es un paraguas de payaso de circo que había servido a la familia para cobijarse de la lluvia en tiempos en los que los espectáculos no eran interrumpidos por los aguaceros: “Abrió sobre su cabeza un misterioso sistema de varillas metálicas. Ahora solo sirve para contar estrellas/ Sonrió. Pero la mujer no se tomó el trabajo de mirar el paraguas. “Todo está así”, murmuró. “Nos estamos pudriendo vivos”. Y cerró los ojos para pensar más intensamente en el muerto” (10-11).

“El enigma del paraguas” encierra, además, una técnica de escritura para el cine acuñada en los Talleres de guion impartidos en Cuba y México por la que se encarece la virtud del guionista para deshacerse del material irrelevante; el shit-detector del que hablaba Hemingway (Restrepo 1966, 51).16

Carlos Saura ha entendido bien la relevancia de las atmósferas sobre los acontecimientos en una puesta en escena minimalista que participa por igual del hecho plástico y del cinematográfico mediante la proyección de un fondo de telones pintados en los que vuelca el primitivismo visual de sus célebres fotosaurios. La estrategia desrealizadora consigue apropiarse del espacio de la representación confiriéndole la naturaleza prelógica de la mirada infantil cuando declara la equivalencia entre el ser y su representación, en la base del concepto por la que Kandinski acuñara el concepto de “gran realismo” y Franz Roh el de realismo “mágico”.

La pintura escenográfica dota a la representación de una herramienta excepcional de pensamiento por su capacidad para revelar una “verdad inesperada” (Monegal 2000, 26), así como para traer a primer plano la posición de quien mira, del espectador, investido de una misión imprescindible para hacer hablar a estos lienzos mudos.

Se cumple así, de manera certera, el enunciado de María Zambrano: la pintura nos presenta una revelación privilegiada, que es pluridimensional y efectiva gracias a la intervención de algunos escritores. Con mirada sensible y apasionada éstos aportan su revelación. Los cuadros que hace suyos el escritor o los textos del pintor adquieren una dimensión nueva y se iluminan de manera recíproca en su agudo contraste (Bou 2018).

Fig. 4. Fotografía de Antonio Castro (2019). El coronel no tiene quien le escriba.

El arte naïf facilitaba para Kandinski el acceso al sonido interno de las cosas, convirtiendo su materia inerte en espíritu viviente. Algo similar parece tener lugar con la escritura de García Márquez y la puesta en escena de Saura en donde la naturaleza interior de personajes y ambientes es consecuencia directa de la realidad externa concebida como un “cuadro que el lector va pintando a medida que se le dan pasteles para dibujar el diseño. Después de haber recompuesto todos los objetos y los detalles se realiza el prodigio de la totalidad: el lector penetra en la soledad de los personajes…” (Navia Velasco 2016, 381)

Hacía años, Carlos Saura había ilustrado una edición de El Rastro, de Ramón Gómez de la Serna, con la que su autor se proponía la publicación de un libro pionero contra los convencionalismos de la industria editorial del momento; “el libro inclasificado, el libro violento, el libro ultravertebrado, y el libro cambiante y explorador, el libro libre en que se libertase el libro del libro, en que las fórmulas se desenlazasen al fin” (5). Y es en este empeño por desenredar convenciones que estorban la práctica soberana de un arte desamordazado, donde las miradas de Saura, García Márquez y Gómez de la Serna confluyen en una feliz epifanía creativa. Como el rastro para Ramón, el escenario para Saura ofrece un lugar para las cosas, un lugar de imágenes y de asociaciones de ideas; “imágenes y asociaciones sensibles, sufridas, tiernas, interiores que, para no traicionarse, tan pronto como se forman […] se deforman en blancas, transparentes, aéreas y volanderas ironías…” (Gómez de la Serna s.a., 22).

No está de más recordar aquí la deuda de la prosa garciamarquiana con el inventor de las greguerías en su gusto por poner el lenguaje al servicio de audaces imágenes nacidas de insospechadas relaciones entre las palabras y los objetos. Acordeones que arrugan el sentimiento con el sencillo accionar de su “fuelle nostálgico, amargamente humano, que tiene tanto de animal triste” (1981l, 79); la lluvia que anuncia sus primeras gotas “como si los linotipos del cielo […] hubieran sido desenfundados otra vez y puestos a escribir la diaria crónica de nuestro aburrimiento y nuestro encierro” (1981i, 281); en fin, un legado que se hace explícito en no pocos casos:

No sé si Ramón ha dicho que el piano de cola es un mueble vestido de frac. Si no lo ha dicho, ha debido decirlo, para hacerle justicia a ese admirable instrumento que es antes que nada, una tesis de perfección arquitectónica (1981f, 510).

No creo que sea una greguería decir que el sacoleva, más que una prenda de vestir, es un temperamento. El hombre constitucionalmente sacolevado, podría presentarse a una fiesta en pijama o en el más reducido de los trajes de baño y siempre tendría esa desenfadada apariencia de pingüino de alto bordo, aunque el aspecto físico fuera de otro animal cualquiera (1981d, 344).

Lejos de hundirse en la “catalepsia de las palabras” de los malos poetas, García Márquez ensaya el ejercicio de “hacer de la vida una jornada poética” (78), distanciándose mediante la expresión verbal del mundo de lo cotidiano.17 Siguiendo su estela, Natalio Grueso en su adaptación del texto encarece el lirismo de algunos parlamentos pensados con un ritmo repetitivo de letanía que abunda en la temporalidad cíclica y desesperanzada de una realidad donde incluso el cine es privado de su elemental función de entretenimiento como gran fábrica de sueños. Cristina de Inza pone en escena su recitado contra la censura del padre Ángel y su calificación moral de las películas:

Si hay amor, son malas. Si hay pasiones, son malas. Si hay amaneceres, son malas. Son malas, si lo que hay son atardeceres. Son malas si hay baile, música y felicidad. Son malas si hay hermosas damas y altivos caballeros. Son malas tanto si hay indios como si hay vaqueros. Son malas si llueve, malas, si hace sol, malas si ocurren de día, malas si ocurren de noche. Son malas si lo que hay son besos. Todas las películas son malas para todos. Desde hace un año, todas son malas.18

El escenario realiza al personaje de la mujer del coronel, una figura casi fantasmal, de “respiración pedregosa”, “construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible”, cuya enfermedad le obligaba a “preguntar afirmando” (8): “Era tan menuda y elástica que cuando transitaba con sus babuchas de pana y su traje negro enteramente cerrado parecía tener la virtud de pasar a través de las paredes” (24). Interpretada por Cristina de Inza, la materialidad de la escena hace cobrar a la Doña la densidad y el peso humano querido por García Márquez cuando en la novela se mueve entre macetas de helechos y begonias. Su presencia refuerza la relevancia de la relación de la pareja de ancianos, la ternura del amor contra el peligro de caer en la desesperación o en un exceso de afectación sentimental. La memoria del cine y la música hacen de pasarela imaginaria hacia el deseo de un nuevo tiempo en el que poder disfrutar de historias recordadas como La voluntad del muerto (E. Tovar Ávalos, 1930), uno de cuyos episodios, el del robo del collar de perlas, sirve al coronel para hacer a su esposa una entrañable declaración de amor.19 La cumbia del mole, un éxito de la mejicana Lila Downs sobre este platillo típico del valle de Oaxaca donde se venera a la Virgen de la Soledad, cierra uno de los momentos más emotivos de la puesta en escena: el episodio final de la novela con la negativa del coronel a deshacerse del gallo:

CORONEL. El gallo no se vende porque la dignidad no se vende.

MUJER. Pero la dignidad no se come.20

Fig. 5. Fotografía de Antonio Castro (2019). El coronel no tiene quien le escriba.

El coronel pone la radio e invita a bailar a su esposa. Ella intenta resistirse con la excusa de que lo ha olvidado: “Eso no se olvida nunca”, sostiene el anciano: “Uno nunca se olvida de soñar”. Inscribiéndolo en la soledad esencial de los personajes a caballo entre el mundo de los vivos y el inframundo de los muertos, Saura consigue sortear las dificultades expresivas de un sentimiento proclive a precipitarse por despeñaderos en exceso edulcorados y afectar la “vulnerabilidad hepática” del espectador, pues lo más importante del amor para un artista es saber decirlo, saber volverlo escritura por medio de una obra de arte, porque “quien vive la soledad como esas gentes la viven, en términos absolutos, está ya por su incomunicación con los otros vivos-muertos, a la misma distancia de ellos que de los muertos-vivos” (Gullón 1970, 36).21

La naturaleza de estos seres, su conciencia de ultratumba, constituye un desafío para el director aragonés, quien ha manifestado en variadas ocasiones la inquietud que suscitan en él los personajes movidos de las fotografías, “entre otras cosas, porque no se ven sus rasgos”, pues son la refracción de seres a la vez reales e irreales, “con algo de fantasma” (Sánchez Vidal 2018). Fiel a su firma de estilo, pero evitando la saturación de la película de Arturo Ripstein, Saura no se priva de colocar un espejo deformante en el biombo de la casa para evocar con su reflejo el origen mítico de la ciudad de Macondo, concebida en sueños por Aureliano Buendía con edificios de paredes de espejo, donde proyectar asimismo la otra cara de la intimidad de esta pareja de ancianos en su batalla diaria por ganar el pulso de la dignidad.

Conclusión

En una de sus Jirafas de El Heraldo de Barranquilla (mayo de 1950), García Márquez especulaba con el descubrimiento en los Estados Unidos de una droga capaz de acabar con la locura, no sin afectar simultáneamente al orden de las cosas maravillosas de la vida como las lunas de miel o los libros de Rabelais, Faulkner, Joyce o Virginia Woolf, escritores de su biblioteca selecta. Con el tiempo, El coronel no tiene quien le escriba, la novelita alimenticia resultado de sus desvelos parisinos, protagonizada por un viejo militar que espera, contra todo, la llegada de la pensión prometida, consigue entrar a formar parte del patrimonio universal de los relatos escogidos de artistas y lectores de todo el orbe. Entre ellos, Carlos Saura, tras una extensa y reconocida trayectoria fílmica, se suma a los retos de leer para la escena este gaborio interminable: su prosa poética, su talento para insertar lo fantástico en lo cotidiano, la distorsión espaciotemporal, la relevancia de los objetos o la dificultad de encontrar actores “capaces de encarnar la desmesura”. Y lo hace con la mirada de un cineasta lector de relatos fantásticos, de Borges, Gracián, Calderón o El Rastro de Ramón; de un escritor de guiones que son novelas; de un espectador de comicidades aprendidas en los clásicos del cine mudo; de un pintor de fotosaurios, fascinado por la pintura naïf y sus revelaciones sobre el sonido interno de las cosas; de un explorador de los tiempos de Bergman o Fellini; de un conocedor de las soluciones de adaptación de la obra de García Márquez a la pantalla; de un avezado director de actores y apasionado de las músicas del mundo. En fin, de una naturaleza creadora entrenada en regiones múltiples.

Miguel Littín (Restrepo 2019, 132) se había referido en una entrevista a la condición de estos directores enfrentados a la tarea de reescribir la fascinante realidad imaginada por el nobel; “corredores de larga distancia”, de carácter fuerte y decidido, corren solos y hacen de la reciedumbre de los personajes garciamarquianos una parábola personal y social en la que renovar las utopías de los inventores de fábulas frente a la desesperanza y la soledad:

Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra (citado en Coley 1997, 29).

Referencias

Abuín González, Anxo. 2012. El teatro en el cine. Estudio de una relación intermedial. Cátedra.

Araújo Fontalvo, Orlando, ed. 2015a. El legado de Macondo: antología de ensayos críticos sobre Gabriel García Márquez. Universidad del Norte.

— 2015b. “El engranaje narrativo de Cien años de soledad”. En El legado de Macondo: antología de ensayos críticos sobre Gabriel García Márquez, editado por Orlando Araújo Fontalvo, 117-140. Universidad del Norte.

Barthes, Roland. 1984. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Paidós.

Bihalji-Merin, Oto. 1978. El arte Naïf. Labor.

Bou, Enric. 2018. “La mirada de Saura. Fotografía, cine, palabra, ilustración”. Cuadernos Hispanoamericanos 815: 66-77. https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/487422 (consultado el 21 de marzo de 2023).

Box, J. B. H. 1984. García Márquez. El coronel no tiene quien le escriba. Critical Guides to Spanish Texts. Grant & Cutler LTD.

Coley, José Gabriel. 1997. Gabriel García Márquez. Reflexiones metafísicas. Grafimpresos Donado.

Cortés, María Lourdes. 2015. Los amores contrariados: Gabriel García Márquez y el cine. Ariel.

Earle, Peter G. 1981. “El futuro como espejismo”. En Gabriel García Márquez, coordinado por Peter G. Earle, 81-90. Taurus.

Essling, Martin. 1966. El teatro del absurdo. Seix Barral.

Fernández Ferrer, Antonio, coord. 2018a. “Carlos Saura, mirada plural”. En Cuadernos Hispanoamericanos 815.

— 2018b. “Presencias de Ausencias. Conversaciones con Carlos Saura”. Cuadernos Hispanoamericanos 815: 8-27. https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/487422 (consultado el 21 de marzo de 2023).

García-Abad García, M.ª Teresa. 2013. “Il volto delle cose o l’ironia estetica come strategia dell’avanguardia nella letteratura e nel cinema”. En Oltre la pagina: Il testo letterario e le sue metamorfosi nell´era de l’immagine, editado por M. D’Amico. Edizioni di Storia e Letteratura.

— 2024a. “‘Vivir una historia como en las películas, pero todavía mejor’: Carlos Saura dirige La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa”. Bulletin Hispanique 126, n.o 1: 317-336. https://doi.org/10.4000/11xyp.

— 2024b. “Carlos Saura ensaya Calderón: El gran teatro del mundo”. Anuario Calderoniano 17: 85-106.

García-Abad García, M.ª Teresa y José Antonio Pérez Bowie, ed. y coord. 2019. Cineastas en escena. Dramaturgias de frontera. Sial Pigmalión.

García Márquez, Gabriel. 1973. El coronel no tiene quien le escriba. Sudamericana.

— 1981a. “Abril de verdad”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard. Bruguera.

— 1981b. “Ciudades con barcos”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 207-209. Bruguera.

— 1981c. “Diciembre”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 518-520. Bruguera.

— 1981d. “El embajador sacolevado”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 344-346. Bruguera.

— 1981e. “El libro de Castro Saavedra”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 196-197. Bruguera.

— 1981f. “El piano de cola”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 510-511. Bruguera.

— 1981g. “El teatro de Arturo Laguado”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 300-301. Bruguera.

— 1981h. “Ensayo sobre el paraguas”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 307-308. Bruguera.

— 1981i. “Llegaron las lluvias”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 281-282. Bruguera.

— 1981j. “Los ladrones de bicicletas”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 467-468. Bruguera.

— 1981k. “Punto y aparte. Julio de 1948. El Universal, Cartagena”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 111-114. Bruguera.

— 1981l. “Punto y aparte. Mayo de 1948. El Universal, Cartagena”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 77-86. Bruguera.

— 1981m. “Punto y aparte, Junio de 1948. El Universal, Cartagena”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 89-108. Bruguera.

— 1981n. “Una parrafada”. En Obra periodística, vol. 1. Textos costeños, recopilación y prólogo de Jacques Gilard, 337-338. Bruguera.

— 1998. Taller de guion de Gabriel García Márquez. La bendita manía de contar. Ollero & Ramos.

Gubern, Román. 2018. “Carlos Saura o la versatilidad ejemplar”. Cuadernos Hispanoamericanos 815: 32-37. https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/487422 (consultado el 21 de marzo de 2023).

Gullón, Ricardo. 1970. García Márquez o el olvidado arte de contar. Taurus.

Gutiérrez Aragón, Manuel. 2018. “Presencias de Carlos Saura”. Cuadernos Hispanoamericanos 815: 38-43. https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/487422 (consultado el 21 de marzo de 2023).

Gutiérrez Pérez, Javier. 2014. El sentido de la espera en la literatura del siglo xx. Universidad de Valladolid.

Grueso, Natalio. 2019. Carlos Saura. En busca de la luz. Almuzara.

Hidalgo, Manuel. 2018. “La literatura y lo literario en Carlos Saura”. Cuadernos Hispanoamericanos 815: 58-65. https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/487422 (consultado el 21 de marzo de 2023).

Joset, Jacques. 1984. Gabriel García Márquez coetáneo de la eternidad. Rodopi.

Kline, Carmen. 2003. Los orígenes del relato. Los lazos entre ficción y realidad en la obra de Gabriel García Márquez. Universidad de Salamanca.

López Parada, Esperanza. 2002. Bestiarios americanos: la tradición animalística en el cuento hispanoamericano contemporáneo. Universidad Complutense.

Martínez López, Mª Isabel. 2016. “El humor en la obra de Gabriel García Márquez”. En Gabriel García Márquez. Literatura y Memoria, editado por Juan Moreno Blanco. Universidad del Valle.

Mata Moncho, Juan de. 2001. Las adaptaciones del teatro español en el cine y el influjo de éste en los dramaturgos. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Maturo, Graciela. 1972. Claves simbólicas de Gabriel García Márquez. Fernando García Cambeiro.

Monegal, Antonio. 2000. Literatura y pintura. Arco/Libros.

Moreno Blanco, Juan, ed. 2020. Gabriel García Márquez. Nuevas lecturas. Universidad del Magdalena.

— ed. 2016. Gabriel García Márquez. Literatura y Memoria. Universidad del Valle.

— ed. 2019. El ejercicio del más alto talento. Gabriel García Márquez. Cuentista. Universidad del Valle.

Navia Velasco, Carmiña. 2016. “El coronel no tiene quien le escriba: Realidades y fantasías”. En Gabriel García Márquez. Literatura y Memoria, editado por Juan Moreno Blanco. Universidad del Valle.

Ortega, Julio, comp. 2014. Gaborio: artes de releer a Gabriel García Márquez. Jorale.

Pérez Bowie, José Antonio. 2004. “Teatro y cine: un permanente diálogo intermedial”. Arbor CLXXVIII, n.o 699-700: 573-594.

— 2003. La adaptación cinematográfica de textos literarios. Teoría y práctica. Plaza Universitaria.

Premat, Julio, ed. 2015. “Volver para contarla. Infancia de escritor, orígenes de escritura”. En El legado de Macondo: antología de ensayos críticos sobre Gabriel García Márquez, editado por O. Araújo Fontalvo. Universidad del Norte.

Restrepo Sánchez, Gonzalo. 2019. Gabriel García Márquez y el cine. ¿Una buena amistad? Universidad del Magdalena.

Reviriego, Carlos. 2018. “La espiral sauriana”. Cuadernos Hispanoamericanos 815: 78-83. https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/487422 (consultado el 21 de marzo de 2023).

Ríos Carratalá, J. A. 1999. El teatro en el cine español. Institut de Cultura Juan Gil-Albert.

Roas, David. 2022. Cronologías alteradas. Lo fantástico y la transgresión del tiempo. Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Ruiz Barrachina, Emilio. 2011. “Calaceite, el pueblo del Boom”. Otro Lunes. Revista Hispanoamericana de Cultura 5, n.o 16. http://otrolunes.com/archivos/16-20/?hemeroteca/numero-16/sumario/este-lunes/calaceite-el-pueblo-del-boom-emilio-ruiz-barrachina.html (consultado el 24 de marzo de 2023).

Sánchez Vidal, Agustín. 2018. “Parpadeos”. Cuadernos Hispanoamericanos 815. https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/487422 (consultado el 21 de marzo de 2023).

Saura, Carlos. 2017. Ausencias. Laborinto.

— 2018. “Fotografía y literatura”. En “Carlos Saura, mirada plural”, coordinado por Antonio Fernández Ferrer. Cuadernos Hispanoamericanos 815: 28-31, https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/487422 (consultado el 21 de marzo de 2023).

Schumacher, Bernard N. 2005. Una filosofía de la esperanza: Josef Pieper. EUNSA.

Taborda Herrera, Ernesto. 2014. “El enigma del paraguas según Gabo”. Blogs El Universal. https://blogs.eluniversal.com.co/aldea-de-la-opinion/el-enigma-del-paraguas-segun-gabo (consultado el 18 de setiembre de 2024).

Torre Espinosa, Mario de la. 2016. La teatralidad en el cine: una aproximación polisistémica al cine de Pedro Almodóvar. Universidad de Granada.

Torres Cacharrón, Marta. 2018. La presencia cinematográfica en el teatro de Tono. El cine cómico mudo americano en las “funciones” disparatadas. Universidad Complutense.

Vanoye, Francis. 1989. Récit écrit. Récit filmique. Nathan.

Fecha de recepción: 29.03.2023
Versión reelaborada: 04.06.2025
Fecha de aceptación: 07.07.2025


1 Cita tomada de Grueso (2019, 16).

2 En un estudio sobre teoría y práctica de la adaptación de textos literarios a la pantalla, el profesor Pérez Bowie (2003) se hacía eco de la complejidad de un fenómeno que no ha hecho más que multiplicarse hasta nuestros días con nuevas aproximaciones en torno a conceptos de reescritura, transescritura, transmedialidad o procesos de intermedialidad literaria y audiovisual. En el caso del teatro, se ha abordado la catalogación de obras de teatro llevadas a la pantalla (Mata Moncho 2001), la aportación de dramaturgos al cine (Ríos Carratalá 1999), la presencia del mundo del teatro en la pantalla (Abuín 2012) o la teatralidad en la obra de directores como Almodóvar (De la Torre 2016), por citar algunos ejemplos. Menor atención ha suscitado, sin embargo, la labor de cineastas en la dirección de escena, un terreno por explorar que recibe tratamiento en el libro editado por García-Abad García y Pérez Bowie (2019) y continuidad en estas páginas.

3 Ficha artística: Adaptación: Natalio Grueso. Dirección: Carlos Saura. Asistente de dirección: Gabriel Garbisu. Escenografía y vestuario: Carlos Saura. Iluminación: Paco Belda. Sonido: Enrique Mingo. Intérpretes: Imanol Arias, Cristina de Inza, David Pinilla, Fran Calvo y Marta Molina. Estreno: 11 de enero de 2019 en el Palacio de Congresos de Huesca. Agradezco a Antonio Castro y al CDAEM la cesión y gestión de los derechos de las imágenes que acompañan al texto.

4 Sobre El gran teatro del mundo y La fiesta del chivo, véanse los trabajos de García-Abad (2024), en Anuario Calderoniano y Bulletin Hispanique, respectivamente.

5 Sobre la adaptación de la obra de García Márquez a la pantalla, véase Restrepo (2019) y Cortés (2015).

6 “Quiere decirse, y eso me propongo mostrar aquí, que la obra de García Márquez es la de un narrador nato, la de un escritor que no puede ocultar la delicia que experimenta contando cosas y sabe contarlas de modo tan eficaz que el lector (como el oyente de los cuentos infantiles) asimila lo dicho con la gozosa naturalidad de quien se siente respirando el aire fresco de una imaginación en estado puro” (Gullón 1970, 11).

7 Citado por Coley (1997, 14).

8 El término “simetrías familiares” es utilizado por el propio Saura para referirse a modelos compartidos con escritores y artistas próximos a su obra. Véase Fernández Ferrer (2018b).

9 García Márquez hace de la precisión narrativa del tiempo una marca de estilo que no ahorra en alusiones pormenorizadas a fechas, horarios, estaciones, períodos o momentos de los ciclos naturales en los que suceden los acontecimientos narrados: de octubre a diciembre de 1956, desde el final de un caluroso y húmedo invierno hasta el inicio de la primavera. Las citas a El coronel no tiene quien le escriba siguen la paginación de la edición de Sudamericana 1973.

10 Es transcripción de la representación teatral grabada en vídeo por el CDAEM. En este sentido, es difícil establecer las competencias de los diferentes agentes de la puesta en escena, más allá de lo reconocido en las fuentes documentales.

11 “El gallo, en esta obra, representa la resurrección de un pueblo sujeto a varias formas de opresión: la censura política y religiosa, el estado de sitio impuesto por el gobierno central, la injusticia concretada en la mala economía, el asesinato como castigo” (Earle 1981, 86).

12 Citado por Araújo Fontalvo (2015, 134).

13 Samuel Beckett había definido el absurdo como la expresión del “sentido del sinsentido de la condición humana, así como lo inútil del pensamiento racional proponiendo un abandono absoluto de la razón” (Gutiérrez Pérez 2014, 18).

14 La música se ofrece así también como un recurso querido para contar historias y una fascinación compartida de la que el colombiano ha dejado buena muestra en su literatura de ficción y en columnas de opinión dedicadas a las canciones de Rafael Escalona, al vallenato, la música de organillo, a la ópera, la defensa de la guaracha, la perniciosa influencia de los boleros en la educación sentimental de su generación, al mambo y el acordeón. Está asociada al recuerdo y es término de comparación para imágenes cómicas como la que hace afirmar al coronel refiriéndose a su figura: “Ya estoy encargado por una fábrica de clarinetes”. Véase la edición de Box (1984, 76).

15 Es transcripción de la representación del teatro Bellas Artes.

16 Contó que tras ver una foto en la revista Life del entierro del emperador Hirohito, “Eliminé el fondo, descarté por completo los guardias vestidos de blanco, la gente... me quedé únicamente con la imagen de la emperatriz bajo la lluvia, pero muy pronto la descarté también, entonces lo único que me quedó fue el paraguas. Estoy absolutamente convencido de que en ese paraguas hay una historia”. Véase Taborda Herrera (2014).

17 García Márquez expresa recurrentemente su disgusto contra los poetas dispuestos en cada momento a fabricar un “alfeñique lírico” (1981o, 337): “El error fundamental de todos nuestros poetas –y las excepciones son tan pocas que no es necesario citarlas– consiste precisamente en que se hundieron para siempre en la catalepsia de las palabras. En consecuencia, dejaron primar la onomatopeya sobre el sentido. Y creyeron ser tiernos cuando elaboraron el poema con palabras suspirantes, o soberbios, cuando lo elaboraron con elementos vocabulares de estridente y galopante sonoridad” (1981e, 197).

18 Es transcripción de la representación del teatro Bellas Artes.

19 La película es una versión española de The Cat Creeps (Rupert Julian, 1930), basada a su vez en la obra de teatro El gato y el canario, de John Willard. Con el fin de conocer el testamento de una herencia, un grupo de personajes son conducidos a una mansión en la que conviven con turbadoras presencias de ultratumba. García Márquez publicaba en mayo de 1950 una parodia de los ambientes de misterio de la narrativa gótica en el drama en tres actos, El congreso de los fantasmas. Sitúa la acción en 1948 en un castillo abandonado de la costa atlántica americana donde reúne a un grupo de fantasmas pertenecientes a nobles familias europeas de todos los tiempos.

20 Es transcripción de la representación del teatro Bellas Artes.

21 García Márquez había definido el amor como una “enfermedad del hígado tan contagiosa como el suicidio, que es una de sus complicaciones mortales” y advertido sobre los peligros de sus imposturas teatrales: “Tan pronto como se presentan los primeros síntomas, el paciente se vuelve impaciente, elabora argumentos, monta su aparataje escenográfico con el más complicado sistema de bambalinas suspirantes, de consuetas literarios, de telones decorados a brochazos de lírica timidez; y empapela las paredes de su pensamiento con cartelones aparatosos que anuncian una conmovedora obra ceñida a los cánones de un auténtico dramatismo de escuela, para después, a la hora de la función, salir con una pantomima. De ahí que las más grandes obras de la literatura universal, no tengan otro fin que encontrar la vulnerabilidad hepática del lector” (1981k, 113).