DOI: 10.18441/ibam.25.2025.90.221-246

TRANSPARENCIA Y CORRUPCIÓN EN AMÉRICA LATINA. REPENSANDO ESTRATEGIAS PARA ENFRENTAR LOS PROBLEMAS DE LA REGIÓN

TRANSPARENCY AND CORRUPTION IN LATIN AMERICA. RETHINKING STRATEGIES TO ADDRESS THE REGION’S PROBLEMS

Mario Hidalgo / Alejandro Olivares / Sergio Toro / Giovanna Rodríguez-García / Anabel Yanes Rojas / Nicolás Lagos / Osvaldo Rudloff / Alejandro Valenzuela Marín / Bernardo Navarrete Yáñez

INTRODUCCIÓN

América Latina, en su pedregoso camino hacia la consolidación democrática, ha enfrentado amenazas persistentes. Una de esas amenazas es la combinación de la desigualdad estructural con las prácticas de poder abusivas y basadas en intereses particulares. En contextos donde la informalidad y la desigualdad se entrelazan con la corrupción y la falta de transparencia en las decisiones, el Estado se vuelve fallido en sus capacidades y las instituciones se erosionan en su legitimidad y confianza.

El esfuerzo conjunto de la comunidad internacional y de los actores políticos y sociales de los países latinoamericanos ha ayudado a impulsar nuevas herramientas y mecanismos orientados a enmendar trayectorias y construir Estados más eficaces frente a las necesidades de la población y más transparentes en la toma de decisiones. En este sentido, se han promovido diversas iniciativas destinadas a reducir los riesgos de corrupción y a consolidar un enfoque de integridad en el sector público. Sin embargo, los resultados han sido dispares. Si bien se ha producido un fortalecimiento de la regulación, las dinámicas de la corrupción han mutado, especialmente debido al acelerado crecimiento del crimen global. Así, pese a los esfuerzos institucionales, la ciudadanía continúa percibiendo altos niveles de impunidad y una fuerte captura política de los gobiernos y de la democracia.

La presente colaboración busca integrar temas emergentes como la participación ciudadana, el factor de género y el vínculo entre la corrupción y el crimen organizado, con temáticas tradicionales como la regulación de entidades fiscalizadoras, el principio de buena administración y el rol de las posiciones de representantes y burócratas.

En la primera contribución se examinan los dilemas de la institucionalización de la participación ciudadana, cuestionando hasta qué punto el social accountability se ha convertido en un instrumento real de control democrático o, por el contrario, ha derivado en espacios ritualizados y cooptados por las élites políticas. A partir de una mirada crítica, se evidencian las tensiones entre la formalización normativa de la participación y la persistencia de relaciones de poder informales que limitan su alcance transformador.

En segundo término, se aborda la relación entre género y corrupción, desafiando la narrativa simplista que presenta a las mujeres como agentes naturalmente menos proclives a prácticas ilícitas. A través de estudios observacionales y experimentales, se demuestra que la presencia femenina en cargos públicos no garantiza por sí misma una reducción de la corrupción, pues sus efectos dependen del contexto institucional, las redes de poder existentes y las condiciones de acceso real a la toma de decisiones.

Luego, como tercera colaboración, se analiza el vínculo entre corrupción y crimen organizado, revelando cómo las redes ilícitas penetran y reconfiguran las estructuras estatales, generando dinámicas de violencia y gobernabilidad que trascienden las explicaciones centradas únicamente en actores criminales externos. Desde esta perspectiva, la corrupción no solo facilita la expansión del crimen organizado, sino que también erosiona silenciosamente las bases del Estado de derecho.

La cuarta colaboración se enfoca en un plano más institucional, pues examina el rol de las Entidades Fiscalizadoras Superiores como actores clave para enfrentar la corrupción transnacional. A partir de su capacidad técnica y de su articulación regional, se plantea la necesidad de fortalecer la cooperación internacional y optimizar el intercambio de información como herramientas estratégicas para detectar y desarticular redes ilícitas que operan más allá de las fronteras nacionales. Enseguida, la quinta contribución reivindica el principio de buena administración como un paradigma normativo y ético que permite prevenir la corrupción desde su fase más temprana. Este principio, al exigir decisiones fundamentadas, transparentes y orientadas al interés general, se presenta como un estándar capaz de reforzar la integridad pública y de transformar la gestión administrativa en un verdadero garante de legitimidad democrática.

Finalmente, la sexta contribución analiza la relación entre transparencia y corrupción, cuestionando la suposición común de que un aumento en la primera conduce automáticamente a una disminución en la segunda. A través de un enfoque teórico-analítico, se argumenta que la transparencia permite visibilizar el abandono progresivo del “deber posicional” por parte de representantes y burócratas, lo que constituye una forma de corrupción que socava la legitimidad de las instituciones encargadas de resguardar aquello que entendemos “común para todos”.

Todas las secciones del Foro Debate comparten la premisa central de que la lucha anticorrupción no puede reducirse a respuestas técnicas ni a soluciones universales, sino que exige estrategias políticas, sociales, jurídicas y administrativas que reconozcan las desigualdades, los incentivos institucionales y las redes de poder que sostienen las prácticas corruptas. Así, este trabajo invita a reflexionar sobre la necesidad de superar visiones reduccionistas y meramente técnicas de la lucha contra la corrupción. Propone, en consecuencia, integrar dimensiones políticas, sociales y jurídicas con una mirada que reconoce la centralidad del poder, las desigualdades estructurales y los incentivos institucionales en la configuración del fenómeno, ofreciendo claves analíticas y normativas para avanzar en estrategias más efectivas y sostenibles en la región.

Mario Hidalgo / Alejandro Olivares / Sergio Toro

DILEMAS DE LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA SOCIAL ACCOUNTABILITY

Durante las últimas décadas, la participación ciudadana se posicionó como una de las grandes promesas democráticas para combatir la corrupción y fortalecer la gobernanza en América Latina. En un contexto de creciente desconfianza hacia los partidos políticos y las instituciones estatales, emergió la idea de que la ciudadanía organizada podía vigilar al poder, actuar como contrapeso y exigir rendición de cuentas de forma directa. El concepto de social accountability o contraloría social se consolidó como una herramienta clave en el discurso del desarrollo, respaldada por organismos multilaterales, académicos y organizaciones de la sociedad civil.

Esta perspectiva exaltaba al ciudadano como actor empoderado, capaz de incidir en las decisiones públicas, fiscalizar a los funcionarios y prevenir actos de corrupción mediante la vigilancia colectiva. La teoría era entusiasta: más participación equivalía a más control, por ende, a más transparencia, y, en definitiva, a menos corrupción. Esta narrativa se insertó con fuerza en la región a fines del siglo xx alimentando una ola de reformas institucionales orientadas a fortalecer la participación ciudadana. El impulso desde el ámbito internacional solidificó los mismos objetivos. La Convención Interamericana contra la Corrupción, aprobada en 1996 ya incluía en su artículo 3.11 a la participación ciudadana como medida preventiva de la corrupción. Años más tarde, la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, aprobada en 2003, en su quinto artículo promueve a la participación ciudadana como su primera medida preventiva.

En ese contexto, gobiernos, agencias internacionales y ONG impulsaron la creación de distintos mecanismos de social accountability (veedurías, observatorios, presupuestos participativos, consejos consultivos, etc.) con la expectativa de reconstituir el vínculo entre Estado y sociedad bajo un mismo objetivo.

ESTANDARIZACIÓN SIN PODER: LÍMITES DE LA PARTICIPACIÓN INSTITUCIONALIZADA

Sin embargo, autores latinoamericanos advirtieron tempranamente que el éxito de lo que denominaron societal accountability dependía no solo de la movilización ciudadana, sino también del contexto histórico, social, cultural e institucional. La literatura reconoce que la contraloría social requiere, además de la participación ciudadana, la existencia de “sistemas institucionales de respuesta”, marcos legales sólidos y una adecuada articulación entre los procesos participativos y las estructuras estatales. En otras palabras, la social accountability no puede entenderse como un fenómeno aislado ni basado únicamente en la acción de la ciudadanía; necesita un ecosistema institucional y normativo que la reconozca y garantice efectivamente su rol.

En este punto resulta útil trazar un contraste histórico con la deriva hacia mecanismos participativos vacíos o cooptados. Tocqueville defendía la participación local y asociativa como condición esencial para evitar el despotismo democrático. Para él, los gobiernos municipales y las asociaciones voluntarias eran espacios clave para formar una ciudadanía activa y comprometida. Sin embargo, trasladar ese ideal al contexto latinoamericano exige una lectura crítica.

En la región, las democracias se han construido sobre un marcado centralismo normativo, donde la ley –y no el municipio– ha funcionado como principal instrumento de control político. Esto podría llevar a pensar que la participación ciudadana, si no está institucionalizada, simplemente no tiene relevancia. No obstante, incluso esta visión requiere matices: con frecuencia, el orden normativo no es la cúspide del poder, sino su fachada. Las decisiones verdaderamente importantes no se toman siguiendo la ley, sino respondiendo a intereses de actores fácticos –élites políticas, grupos económicos, lobbies sectoriales o poderes ilegales–. En este escenario, la social accountability queda atrapada entre una institucionalización que no garantiza poder real y una estructura informal que opera al margen de las reglas.

Además, la sociedad civil no es homogénea ni actúa en condiciones de igualdad. Hay actores con mayor capacidad de incidencia –por su cercanía al poder, sus vínculos internacionales o sus recursos técnicos–, mientras que comunidades rurales, grupos indígenas o colectivos barriales enfrentan, generalmente, múltiples barreras para hacer oír su voz. Por ello, repensar la social accountability exige no solo perfeccionar los mecanismos institucionales existentes, sino también analizar críticamente las relaciones de poder que condicionan su funcionamiento. En esa línea, se vuelve imperante reconocer y atender las desigualdades estructurales que afectan el acceso, la representación y la capacidad de incidencia de los distintos actores sociales, especialmente aquellos históricamente marginados.

Por otro lado, se hace evidente la necesidad de comprender los contextos en los que debe operar la social accountability. Diversos estudios propusieron marcos analíticos para explicar las condiciones de éxito o fracaso de estas iniciativas. Por un lado, se destaca la importancia de analizar el ecosistema institucional donde se insertan los mecanismos participativos, por otro, se propone un enfoque sensible al contexto, reconociendo que el impacto de la contraloría social depende de factores como la configuración del Estado, la fortaleza de la sociedad civil y la dinámica política local. Estos marcos analíticos cumplen dos objetivos: desmitificar la idea de que la participación, por sí sola, es virtuosa al resaltar la relevancia del entorno político-institucional, los incentivos y las capacidades tanto del Estado como de los ciudadanos; y, además, subrayar la necesidad de estrategias contextualizadas para que las iniciativas ciudadanas cumplan efectivamente su propósito.

DE LA ESTANDARIZACIÓN A LA CAPTURA

La ola de institucionalización de la participación ciudadana como estrategia anticorrupción –influida por el auge de la rendición de cuentas social– derivó en una paradoja: aunque los mecanismos participativos se multiplicaron en la región, los niveles de percepción de la corrupción, según mediciones como el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparency International, se mantuvieron elevados o incluso empeoraron en muchos países.

¿Una posible explicación? La estandarización de procesos, su formalización en cuerpos normativos sin garantías reales, y la ausencia de evaluaciones críticas sobre su desempeño, terminaron por convertir a muchos de estos espacios en ejercicios rituales, desvinculados de la toma real de decisiones, reproduciendo formatos funcionales al discurso de transparencia pero que carecían de anclaje en las dinámicas sociopolíticas locales. En este punto, es importante a mencionar a John Ackerman, quien, advierte sobre el riesgo de una “sobreinstitucionalización”. Uno de los problemas es que las iniciativas ciudadanas terminen tan “institucionalizadas” que dejen de funcionar.

Por ejemplo, la investigación ha demostrado en algunos casos y en ciudades intermedias de Colombia, los mecanismos de presupuesto participativo y control ciudadano han sido institucionalizados, pero, su influencia real ha resultado desigual y en gran medida simbólica, más vinculada a la gestión comunitaria que a una verdadera transformación política. En Bogotá, se advierte que las mesas de participación se han convertido en espacios ritualizados, donde persisten lógicas jerárquicas y no se logra una auténtica coproducción de decisiones públicas.

De manera similar, en Ecuador, la institucionalización de la participación en la Constitución de 2008 no se ha traducido en una cultura de control social efectiva: muchas veedurías carecen de metodologías sólidas, independencia o poder de incidencia. Según datos del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, hasta el 2022 se crearon 1514 veedurías ciudadanas. Si bien el hecho de que se genere una veeduría no significa que deba encontrarse algún indicio de corrupción, llama la atención que, existiendo informes con posible responsabilidad penal, no haya ni un solo caso con sentencia condenatoria.

Otros países latinoamericanos muestran patrones similares. En México, a pesar del impulso normativo hacia la participación, los Comités de Contraloría Social muchas veces operan de manera formalista, sin acceso a información relevante ni consecuencias claras sobre la gestión pública. En Perú, aunque el presupuesto participativo ha sido obligatorio desde 2003 (Ley n.º 28056), estudios muestran que los procesos suelen estar controlados por técnicos y alcaldes, lo que limita su potencial democratizador.

Regresando al campo teórico, la literatura al hablar de la accountability, se enfoca en dos características principales: la primera es la answerability que se refiere a la capacidad ciudadana de exigir explicaciones a las autoridades; y el en enforcement, que se refiere a la capacidad institucional de imponer sanciones. Entonces, si se cumple con el primer punto, pero el segundo es prácticamente inexistente, se podría asegurar que la contraloría social no está cumpliendo con su objetivo de hacer que el Estado rinda cuentas.

Esto plantea interrogantes fundamentales: ¿fue este vaciamiento participativo resultado de políticas mal diseñadas o una estrategia deliberada de captura? ¿Se trató de un exceso de fe técnica o de un cálculo político para neutralizar el poder ciudadano mediante su institucionalización? La distinción es relevante. Si se trata de errores de diseño, podrían corregirse con reformas adecuadas. Pero si ha habido una intención de domesticar el disenso a través de mecanismos que simulan apertura sin ofrecer poder real, entonces el desafío es profundamente político. Esta duda lleva a cuestionar la intención detrás de muchos procesos: ¿se promueve la participación para transformar o para contener?

RECONFIGURAR LA SOCIAL ACCOUNTABILITY: HACIA UN ENFOQUE POLÍTICO-CONTEXTUAL

La crítica a la contraloría social no significa rechazar su valor, sino reconocer sus límites actuales. En ese contexto, probablemente sea importante empezar a cambiar el enfoque de análisis de la social accountability. Desde hace casi una década se promueve la idea de superar el enfoque técnico y centrado en mecanismos, y pasar hacia un enfoque más político, contextualizado, centrado en el poder y las alianzas, en lo que se denomina la Accountability 2.0.

En otras palabras, este cambio de paradigma implica reconocer que la contraloría social no es una simple herramienta técnica, sino un proceso político que requiere entender las relaciones de poder, los intereses en juego y las estructuras que los sostienen. Significa diseñar estrategias adaptativas, construir coaliciones amplias, y articular demandas ciudadanas con capacidades institucionales reales de respuesta. Más allá de aumentar el número de mecanismos participativos, lo esencial es generar condiciones para que esos espacios sean efectivos, autónomos y capaces de disputar el sentido y la dirección de la gestión pública.

La contraloría social atraviesa hoy un momento crítico. La promesa de una ciudadanía vigilante y empoderada choca con la realidad de mecanismos estériles o capturados. El desafío no es solo técnico ni exclusivamente normativo: es profundamente político. Implica entender con mayor detalle los intereses detrás de los marcos institucionales y normativos, por un lado, y de las iniciativas individuales, por otro. También exige comprender las nuevas formas de participación para aprovecharlas en la prevención, detección y sanción de la corrupción. Asimismo, la institucionalización de la contraloría social debe garantizar este derecho sin menoscabar la libertad de vigilancia ciudadana. Finalmente, es clave recuperar que la social accountability es una herramienta para disputar poder y proteger el bien común por sobre intereses particulares.

Mario Hidalgo

(ANTI)CORRUPCIÓN CON PERSPECTIVA DE GÉNERO: PODER, DESIGUALDAD Y REPRESENTACIÓN SIMBÓLICA

La idea de que las mujeres son menos corruptas que los hombres ha ganado popularidad en el debate público y académico. Esta percepción ha impulsado su inclusión en cargos públicos como estrategia anticorrupción. Sin embargo, ¿hasta qué punto esta premisa se sostiene empíricamente? A continuación, se examina críticamente la relación entre género y corrupción, argumentando que el género no es un atributo moral individual, sino una categoría social que estructura incentivos, riesgos y oportunidades. Estudios observacionales y experimentales muestran que los efectos de la representación femenina sobre la corrupción son ambivalentes y dependen del contexto. El foco está en América Latina, donde barreras estructurales, uso simbólico de las mujeres y debilidad institucional limitan su capacidad transformadora. El objetivo es repensar las estrategias anticorrupción desde una perspectiva sensible al género y al contexto.

¿PRESENCIA TRANSFORMADORA O ESTRATEGIA SIMBÓLICA? LO QUE REVELAN LOS ESTUDIOS OBSERVACIONALES SOBRE GÉNERO Y CORRUPCIÓN

Los estudios observacionales han alimentado la idea de que las mujeres podrían ser un antídoto contra la corrupción. Esta afirmación, repetida con frecuencia en discursos políticos y agendas de desarrollo, encuentra sustento en correlaciones entre mayor presencia femenina en el poder y menores niveles de corrupción. Pero esas correlaciones han demostrado ser más frágiles de lo que parecen. Lejos de mostrar una relación universal, los hallazgos están profundamente condicionados por el contexto institucional, la posición jerárquica que las mujeres ocupan y el funcionamiento real de los sistemas políticos. Las investigaciones pioneras a inicios de los 2000 encontraron que una mayor representación femenina en los parlamentos se asociaba con menores niveles de corrupción percibida. Sin embargo, fueron rápidamente cuestionadas por no controlar factores estructurales, como el nivel de desarrollo económico o la calidad institucional. Estudios posteriores, introdujeron metodologías más rigurosas. Ambos coinciden en que los efectos positivos solo emergen en cargos legislativos, y siempre dentro de contextos institucionales que garantizan la rendición de cuentas.

En América Latina, los datos ofrecen un panorama más matizado. Por ejemplo, un trabajo reciente al analizar auditorías municipales en México, no encuentra diferencias sustantivas entre gobiernos encabezados por hombres y por mujeres. Más aún, observan que las mujeres tienden a ser electas tras escándalos de corrupción, como una estrategia de los partidos para recuperar legitimidad sin cambiar prácticas de fondo. Este patrón se repite en otros estudios regionales: las mujeres son utilizadas como figuras simbólicas para calmar el descontento ciudadano, sin que necesariamente accedan a redes de poder real. Esta exclusión no es anecdótica. Se ha demostrado que las mujeres enfrentan mayores obstáculos para ingresar a gabinetes ejecutivos, especialmente en contextos con alta corrupción, donde las decisiones dependen de redes informales dominadas por hombres. Tampoco basta con nombrar mujeres en puestos visibles. Parte de la literatura reconoce que, tras crisis de corrupción, gobiernos de todo el mundo tienden a nombrar ministras de finanzas para enviar señales de limpieza institucional. En América Latina, esta estrategia es especialmente común, dada la fragilidad de la confianza ciudadana y la centralización presidencialista.

En suma, la evidencia observacional no permite afirmar de forma universal que las mujeres sean menos corruptas que los hombres. En América Latina, su presencia en el gobierno suele responder a lógicas simbólicas, enfrentar barreras estructurales y darse en contextos institucionales débiles. El vínculo entre género y corrupción está mediado por el cargo, las condiciones de acceso al poder y la calidad de la rendición de cuentas, más que por atributos personales. Pensar el género como variable explicativa exige considerar estas complejidades estructurales e institucionales que condicionan el ejercicio del poder. Esto plantea una paradoja: se inviste a las mujeres con un mandato simbólico de pureza, al tiempo que se les niegan las condiciones necesarias para transformar las reglas del juego. ¿Pero qué sucede cuando se aíslan estos factores y se observa el comportamiento en entornos controlados?

¿ÉTICA FEMENINA O EXCLUSIÓN ESTRUCTURAL? LO QUE REVELAN LOS ESTUDIOS EXPERIMENTALES SOBRE GÉNERO Y CORRUPCIÓN

Durante años se ha asumido que las mujeres son más éticas y, por tanto, menos propensas a involucrarse en actos de corrupción. Para evaluar esta creencia, los estudios experimentales han analizado si existen diferencias sistemáticas de género en el comportamiento, las actitudes y las sanciones frente a la corrupción. Lejos de confirmar una supuesta esencia moral femenina, sus resultados subrayan el peso del contexto institucional y cultural en las decisiones individuales.

Una línea de investigación ha utilizado juegos de soborno para explorar la disposición a corromperse. Diversos estudios destacan que las mujeres aceptaban menos sobornos solo en contextos con baja corrupción; cuando la corrupción era sistémica, la diferencia desaparecía. El comportamiento ético, entonces, no se explica por el género, sino por las reglas del juego. La literatura demuestra que incluso cuando algunas mujeres actúan de forma más prosocial, estas diferencias tienden a diluirse ante incentivos, normas grupales o amenazas de sanción. Los experimentos, más que confirmar predisposiciones individuales, revelan cómo el contexto moldea las decisiones éticas.

Otro grupo de estudios se ha centrado en las expectativas ciudadanas y muestra que las usuarias no perciben a las burócratas como más íntegras, ni enfrentan menos presión para pagar sobornos. La figura femenina como símbolo anticorrupción parece poco arraigada en la experiencia cotidiana. Con todo, más reveladores aún son los hallazgos sobre sanciones. Literatura sobre países latinoamericanos ha demostrado que las mujeres acusadas de corrupción enfrentan un castigo social más severo que los hombres. No se trata de una expectativa generalizada de incorruptibilidad, sino de normas sociales específicas. Demuestra la investigación que, al integrarse a redes de poder, las mujeres pierden ese halo de superioridad ética, no hay evidencia de sanciones diferenciadas por género ante escándalos de corrupción.

Las diferencias no son universales, sino sensibles al contexto normativo. Incluso cuando se introduce al público como agente sancionador, la lógica ética se debilita. La literatura demuestra que los ciudadanos sólo sancionan la corrupción cuando se sienten personalmente agraviados; no por principios, sino por daño directo. De forma similar, se reconoce al menos en el caso de Paraguay que las funcionarias corruptas no reciben castigos más severos que sus pares hombres, a pesar del estereotipo de la mujer honesta. Curiosamente, cuando se analiza la percepción, más que la conducta real, el género sí influye. La literatura encuentra que la presencia de mujeres policías reduce las sospechas de corrupción. La figura femenina proyecta una imagen de limpieza, aunque no necesariamente implique mayor integridad práctica. Una vez más, se asigna a las mujeres la representación simbólica de la pureza, sin que tengan mayor poder para alterar las estructuras que reproducen la corrupción.

En conjunto, los estudios experimentales desestabilizan la idea de que las mujeres sean, por naturaleza, menos corruptas. En América Latina, lo que predomina no es una ética intrínseca, sino un entramado de expectativas, exclusiones y narrativas simbólicas. Las mujeres enfrentan mandatos más exigentes, son más observadas y acceden con menor frecuencia a las redes de poder donde florece la corrupción. ¿Qué significa entonces diseñar políticas anticorrupción sensibles al género en contextos marcados por la exclusión estructural?

CONCLUSIÓN: HACIA UNA COMPRENSIÓN SITUADA DEL VÍNCULO GÉNERO-CORRUPCIÓN

La idea de que las mujeres son menos corruptas por naturaleza ha ganado fuerza en el debate público, pero la evidencia acumulada, observacional y experimental, muestra que esta afirmación es, en el mejor de los casos, insuficiente. No existe una relación directa ni universal entre ser mujer y una menor propensión a la corrupción. Los efectos de la representación femenina varían según el contexto institucional, el tipo de cargo, la posición real de poder y la fortaleza de los mecanismos de rendición de cuentas. El género, lejos de ser una variable moral individual, debe entenderse como una dimensión estructural que moldea el acceso, los incentivos y los riesgos vinculados a la corrupción.

En América Latina, donde la corrupción es frecuentemente sistémica y las instituciones tienden a ser frágiles, la inclusión de mujeres en la política muchas veces responde a una lógica simbólica. Se las promueve como figuras de renovación tras escándalos de corrupción, pero sin modificar las prácticas que originaron la crisis. Esta instrumentalización refuerza su asociación con la honestidad sin otorgarles poder efectivo. Como resultado, las mujeres cargan con un mandato de ejemplaridad ética que no solo es desigual, sino también riesgoso: son observadas con mayor severidad y enfrentan sanciones más duras ante transgresiones reales o percibidas.

Paradójicamente, esta expectativa de pureza ética coexiste con su marginación de las redes informales donde realmente circula el poder. Las mujeres suelen quedar fuera de los espacios donde se toman decisiones opacas, se distribuyen favores o se intercambian prebendas. Su “menor participación” en la corrupción es, muchas veces, el reflejo de una exclusión estructural más que de una virtud moral. Desde esta óptica, no sorprende que su presencia en cargos públicos no genere, por sí sola, transformaciones institucionales.

El género, entendido como categoría relacional y contextual, actúa como mediador entre normas sociales, estructuras de poder e incentivos institucionales. Condiciona quién tiene acceso a recursos, quién puede negociar, quién es sancionado y cómo. Ignorar estas dinámicas implica mantener intacto el núcleo del problema: un sistema que normaliza la corrupción como forma de gobernar, mientras usa a las mujeres como símbolo de limpieza sin alterar las condiciones que sostienen ese orden.

Las normas sociales, incluidas las de género, legitiman prácticas corruptas al inscribirlas en códigos de reciprocidad, lealtad o supervivencia política. En América Latina, estas normas están profundamente entrelazadas con estructuras patriarcales e instituciones informales que reproducen jerarquías de exclusión. Diseñar políticas anticorrupción sensibles al género exige, por tanto, ir más allá del conteo de mujeres en cargos públicos. Requiere interrogar el tipo de poder que se ejerce, las reglas que lo rigen y las narrativas que lo legitiman. Solo así se podrá avanzar hacia estrategias verdaderamente transformadoras.

Giovanna Rodríguez-García

CORRUPCIÓN Y CRIMEN ORGANIZADO: LOS VÍNCULOS CON EL ESTADO EN AMÉRICA LATINA

Más del 80% de la población mundial vive en escenarios de alta criminalidad donde la percepción de la corrupción también aumenta. Los análisis indican que el abuso de poder público para beneficio privado se correlaciona de manera negativa con la resiliencia de los países para combatir a los actores criminales. En estos contextos, el Estado retrocede, mientras aumenta la influencia y la expansión de las organizaciones criminales. Sus consecuencias reales se perciben en el incremento de la violencia, en el surgimiento de nuevas organizaciones y en la colonización de nuevos territorios. Y aunque por muchos años se afirmó que los grupos de delincuencia organizada solo pueden monopolizar los mercados criminales mediante el uso de la violencia, la reciente evidencia de América Latina puede dar cuenta del valor de la corrupción en los mercados criminales.

Sin embargo, los análisis sobre la corrupción y el crimen organizado no dialogan entre sí, lo cual podría estar dado por las limitaciones teóricas y empíricas de ambos fenómenos. Las dinámicas criminales en América Latina revelan que la corrupción no solo reemplaza la violencia en muchas ocasiones, sino que se convierte en su herramienta más efectiva. Al mirar más allá de los actores que protagonizan los sicariatos y los enfrentamientos armados, es posible comprender que las intersecciones con el Estado mueven silenciosamente el crimen organizado, reconfigurando sus dinámicas, pero también las instituciones, las redes comunitarias y la legitimidad misma del Estado. Desde esta perspectiva y considerando breves casos empíricos recientes, se identifican tres trayectorias del vínculo Estado-crimen organizado: presión, protección y captura desde dentro, destacando su coexistencia y las consecuencias que podría generar sobre la violencia y la gobernabilidad.

TRAYECTORIAS DEL VÍNCULO ESTADO-CRIMEN ORGANIZADO: PRESIÓN, PROTECCIÓN Y CAPTURA DESDE DENTRO

Los actores estatales que participan en los mercados criminales son diversos y, por lo general, esas relaciones se estructuran en función del tipo de régimen, la organización territorial del poder y la cohesión/fragmentación de los aparatos de seguridad estatal. La evidencia latinoamericana muestra que la captura del Estado venezolano por actores criminales ha facilitado el incremento de la producción en cultivos y en laboratorios en la zona fronteriza del país. Aunque los regímenes autoritarios tienen mayores probabilidades de fortalecer los nexos, la debilidad institucional que exhiben varios Estados del mundo favorece la consolidación de fronteras difusas a diferentes niveles de gobierno y no solo en las demarcaciones de los espacios domésticos.

Como consecuencia, en los últimos años se ha identificado un cambio en los actores influyentes en el crimen organizado. Líderes de cárteles y jefes de la mafia han perdido protagonismo, mientras escalan funcionarios estatales y redes con influencia sobre las autoridades estatales. Los escasos análisis sobre este tema, que provienen, principalmente de la Iniciativa Global Contra el Crimen Organizado (GI-TOC) para 2021 y 2023, muestran que los actores estatales son los principales actores criminales a nivel mundial y su influencia aumenta. Aunque no se debe suponer a priori que todos los funcionarios del Estado participan o facilitan las actividades criminales, su presencia requiere de una investigación más profunda sobre las lógicas de inserción, operación y sobre sus consecuencias.

Por ejemplo, las aproximaciones entre corrupción y crimen organizado se han centrado fundamentalmente en el mecanismo de presión que es ejercido por los grupos criminales para establecer vínculos que faciliten sus operaciones o sus privilegios una vez procesados. Sin embargo, existen al menos dos vías adicionales que merecen mayor atención. La primera es el patrocinio estatal, en el que actores públicos brindan protección estratégica a redes criminales a cambio de beneficios políticos, como réditos electorales. Guillermo Trejo y Sandra Ley, en su trabajo en Comparative Political Studies, publicado en 2018, muestran este tipo de acuerdos durante el régimen del PRI en México. La segunda, aún más problemática, diluye los límites entre el Estado y el crimen, al punto de que crimen organizado se estructura desde el propio aparato estatal. Ejemplos como el expresidente hondureño Juan Orlando Hernández, acusado de liderar una red internacional de narcotráfico desde el poder, o el Cartel de los Soles en Venezuela, según investigaciones de InSight Crime en 2023, ilustran cómo funcionarios estatales pueden convertirse en los principales capos del negocio ilícito, abusando de poder para beneficios personales o de terceros.

Al realizar un análisis de casos recientes en Ecuador es posible identificar la presencia de estos mecanismos, lo cual motiva la recolección de mayor evidencia empírica en América Latina. Como comprobación del trayecto que circula desde el Estado hacia el mercado criminal se ha identificado que comandantes de la policía general ecuatoriana han brindado protección a organizaciones criminales. Las redes criminales también han presionado por protección y el caso Metástasis muestra que uno de los mayores líderes criminales del país orquestó toda una red de corrupción en el sistema judicial que cambió el curso de investigaciones y penas. Sin embargo, la investigación de la Fiscalía General del Estado también muestra que los propios criminales parecen estar tomándose el Estado en su conjunto. El caso Encuentro evidencia el funcionamiento de una red de crimen organizado que operaba en sectores estratégicos del país bajo la dirección de funcionarios públicos y privados.

Estos mecanismos que incluyen tanto el vínculo generado por la presión de los actores y la protección brindada por el Estado como la operación del crimen organizado desde dentro del Estado no son mutuamente excluyentes. En un mismo contexto y marco temporal pueden coexistir los tres trayectos, generando diferentes consecuencias para el negocio y el comportamiento de la violencia. Además, estos vínculos no incluyen solo a actores locales y nacionales, porque el crimen organizado es transnacional y vincula a actores criminales de diferentes partes del mundo que trabajan en red y mueven sus productos por mercados internacionales bajo la anuencia de tomadores de decisiones a diferentes niveles.

PACTOS CRIMINALES Y ESTADO: CLAVES PARA ENTENDER LA (DES)REGULACIÓN DE LA VIOLENCIA

El crimen organizado no siempre se traduce en violencia. Corredores como la “Ruta de los Balcanes” muestran que la presencia de acuerdos con actores estatales puede estabilizar el mercado ilícito. La corrupción permite al narcotráfico construir poder político y generar cierto orden, como evidencian casos en Brasil, Medellín o México. Cuando cambian las reglas o actores estatales, como ocurrió tras el PRI en México, se rompen las redes de protección y aumenta la violencia.

Andreas Feldman y Juan Pablo Luna en su libro Criminal Politics and Botched Development in Contemporary Latin America, publicado en 2023, argumentan que la violencia representa un escenario fuera de equilibrio, con costos tanto para el Estado como para los actores criminales. Esto invita a investigar si la corrupción además de ser un mecanismo de expansión criminal, también incide en la (des)regulación de la violencia a través de los pactos o redes de protección. Sin embargo, la existencia de estos acuerdos informales no garantiza el orden porque desde esta lógica solo se concibe el rol del Estado en la entrega de protección y no se tiene en cuenta la legitimidad de dichos acuerdos ni la cantidad y naturaleza de las organizaciones beneficiadas por ellos. La protección puede estar disponible para diferentes actores y, con ello, empoderar a los grupos y favorecer disputas públicas. De ahí que el problema central para el análisis de la variación de la violencia no es la protección en sí misma, sino las condiciones bajo las cuales se otorgan y se cumplen los acuerdos.

Con sus actuaciones y reacciones, el Estado incide en la cohesión o fragmentación del mundo criminal mediante la configuración de las redes de protección. La (in) estabilidad de los pactos o alianzas entre actores estatales y organizaciones criminales podría estar relacionada con las características del gobierno, su penetración en las instituciones estatales y su legitimidad. Bajo esta perspectiva, es posible comprender todo el ciclo de la violencia (niveles bajos, medios y altos) y no solo los picos o caídas de este fenómeno. Aunque esta propuesta de análisis no busca normativizar que los pactos sean los más legítimos para contener la violencia criminal, la dinámica de cambio, en países latinoamericanos como El Salvador, podría ayudar a comprender por qué ciertos arreglos logran contener temporalmente la violencia, mientras que otros, más fragmentados o competitivos, la exacerban. El problema radica en que bajo estás lógicas, el alcance del acuerdo se encuentra condicionado a la permanencia de los actores políticos.

A medida que aumenta el poder y la legitimidad de los autores involucrados en la corrupción, más probable es la coexistencia pacífica porque no solo es posible condicionar la acción estatal, sino también evitar la proliferación de acuerdos en un mismo territorio. Los resultados entonces de las operaciones del crimen organizado dependen de la configuración y el funcionamiento de la red de corrupción que se ha entretejido. Así, el poder relativo de los actores en la negociación y la legitimidad de los acuerdos corruptos condiciona comportamientos tanto en el mundo estatal como criminal.

BREVE REFLEXIÓN FINAL

El crimen organizado se expande y cala las realidades estatales, políticas y sociales de varios países del mundo, generando como respuesta ciudadana y estrategia política la opción de mano dura y militarización. En momentos donde los ciudadanos aumentan sus inclinaciones por el autoritarismo como solución y respaldan la intervención de las Fuerzas Armadas, es momento de mirar hacia el Estado para develar sus múltiples roles en las dinámicas criminales y sus consecuencias. Aunque históricamente los análisis se han centrado en las caras visibles de las organizaciones criminales, es necesario escudriñar en lo no visible, pero cada vez más frecuente: las relaciones entre el Estado y el crimen organizado. Si actores estatales participan activamente en la constitución de redes de crimen organizado, fortalecer la capacidad coercitiva del Estado no solo desconoce la base del problema, sino que potencialmente incrementa la capacidad de las figuras que fortalecen su existencia.

Bajo esta lógica, cuando las muertes aumentan, hay que analizar que se quebró o qué se ha transformado. Esta evaluación no puede centrarse solo en las propias lógicas del mercado criminal, es decir, cuántas organizaciones había y cuántas hay, qué pasó con la producción o con los mercados internacionales. Las normalidades y los quiebres también puedes ser condicionados y potenciados por la corrupción. Es por ello que los análisis deben mirar al Estado, no solo en lógica de path dependence, sino desde la debilidad y ambivalencia cotidiana que generan y profundizan las prácticas corruptas.

Anabel Yanes Rojas

ENTIDADES FISCALIZADORAS SUPERIORES: EL POTENCIAL DE CONTRALORÍAS Y TRIBUNALES DE CUENTAS PARA ENFRENTAR LA CORRUPCIÓN TRANSNACIONAL

Hoy la corrupción no se limita a redes locales ni a operadores individuales, sino que se despliega en tramas complejas que atraviesan fronteras. Organizaciones criminales aprovechan vacíos institucionales, paraísos fiscales y estructuras empresariales opacas para mover recursos ilícitos a escala global. Frente a esta realidad, muchas veces las instituciones públicas actúan de manera aislada, ancladas en marcos normativos desactualizados, sin mecanismos efectivos de colaboración transnacional. Esta asimetría, donde redes delictivas transnacionales altamente coordinadas se enfrentan a Estados fragmentados y reactivos, representa una amenaza crítica para la protección de los recursos públicos, la recuperación de activos y el fortalecimiento del Estado de derecho. En las siguientes líneas se presenta una reflexión urgente sobre el papel de las Entidades Fiscalizadoras Superiores (EFS) en un escenario globalizado. Éste exige reevaluar el rol de las EFS, impulsándolas a adoptar un enfoque estratégico que optimice su mandato por medio de herramientas tecnológicas para una fiscalización transnacional efectiva.

CORRUPCIÓN TRANSNACIONAL Y EFS

La corrupción transnacional se refiere a actos ilícitos que involucran a actores públicos y/o privados en más de un país, a través de sobornos, lavado de activos o desvío de fondos mediante estructuras con alcance internacional. A diferencia de otras formas de corrupción, limitada a una sola jurisdicción, opera en redes sofisticadas que articulan empresas, paraísos fiscales, intermediarios financieros y autoridades locales que colaboran u omiten controles. Sus efectos son especialmente graves: debilita la soberanía estatal, redirige recursos desde países pobres hacia economías ricas, dificulta la recuperación de activos robados y normaliza una economía global donde fondos de origen corrupto adquieren apariencia legal. La trama de sobornos orquestada por la constructora Odebrecht, que alcanzó más de una decena de países, fue un emblema de este fenómeno que expuso la necesidad de cooperación judicial y fiscalizadora en la región.

Estas formas sofisticadas de corrupción exigen una respuesta audaz y contundente de las instituciones que resguardan la integridad pública. Si bien fiscales y organismos de inteligencia financiera cumplen un rol clave, las Entidades Fiscalizadoras Superiores son aliados esenciales para la prevención y detección temprana. Con distintos nombres, Tribunales de Cuentas, Contralorías o Auditorías Generales, estas instituciones son los órganos de mayor jerarquía en la fiscalización administrativa. Dotadas de atribuciones políticas, administrativas y técnicas, muchas veces constitucionales, pueden controlar a autoridades y funcionarios, e identificar irregularidades en todos los niveles del Estado.

Aunque originalmente fueron creadas para verificar la legalidad de las actuaciones públicas, éstas han ampliado su rol y hoy son guardianes de los recursos públicos, la integridad institucional y el Estado de derecho. Diversos estudios muestran que EFS sólidas se asocian con mejores resultados anticorrupción. Su labor ya no se limita a auditorías financieras o de cumplimiento, sino que también incluye auditorías de desempeño, enfocadas en evaluar eficiencia, eficacia y economía. Esta evolución ha ampliado su capacidad para detectar malas prácticas y prevenir el desvío de fondos antes de que ocurran los daños.

CONTROL PÚBLICO TRANSNACIONAL

A nivel internacional, las EFS han logrado articularse globalmente a través de la Organización Internacional de las Entidades Fiscalizadoras Superiores (INTOSAI, por sus siglas en inglés), una red que promueve el intercambio de conocimientos, el desarrollo de estándares y la cooperación técnica entre EFS de todo el mundo. En América Latina y el Caribe, el grupo regional de INTOSAI es la Organización Latinoamericana y del Caribe de Entidades Fiscalizadoras Superiores (OLACEFS). Actualmente, OLACEFS agrupa a 22 EFS como miembros titulares y cuenta con 31 miembros asociados. Esto le otorga una capacidad de articulación regional que resulta clave para enfrentar la corrupción transnacional, ya que se constituye como una plataforma de coordinación, intercambio de información y colaboración técnica que trasciende las fronteras nacionales.

La OLACEFS desarrolla iniciativas de cooperación más allá de los enfoques tradicionales para enfrentar la corrupción transnacional, como por ejemplo las auditorías coordinadas y la aprobación de una Política Regional Anticorrupción. Sin embargo, considerando tanto la información a la que acceden en el ejercicio de sus funciones, como aquella que generan a través de informes, hallazgos y sanciones, uno de los mecanismos más decisivos de cooperación es la transferencia oportuna y sistemática de información entre EFS. En efecto, si una entidad identifica que una empresa transnacional ha estado involucrada en un caso de corrupción en su país, ese antecedente podría ser de gran utilidad para que otras EFS ajusten su planificación, prioricen auditorías específicas o refuercen sus controles sobre procesos en los que dicha empresa ha participado.

Reconociendo esta necesidad, en agosto de 2022 la OLACEFS presentó el informe Aspectos jurídicos para propiciar el intercambio de información entre EFS, cuyo objetivo fue delinear el marco normativo que habilita la cooperación continental en la lucha contra la corrupción transnacional, identificar prácticas vigentes y restricciones, y evaluar el potencial de colaboración. A continuación, se analizan sus principales hallazgos para comprender mejor los desafíos y oportunidades que enfrenta la región en esta materia, junto con propuestas de acción futura.

ANTECEDENTES JURÍDICOS PARA LA COOPERACIÓN REGIONAL

Las EFS de OLACEFS cuentan con un fundamento normativo fuerte para el intercambio de información entre ellas. Por el lado del derecho vinculante destacan la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción y la Convención Interamericana contra la Corrupción. Ambas obligan a los Estados Parte a prestarse la más amplia asistencia recíproca y a facilitar el intercambio de información para la detección y persecución de actos de corrupción.

Complementariamente, existe un marco de declaraciones y resoluciones no vinculantes que desarrolla y delinea el mandato general de las convenciones, impulsando avances y actualizando el compromiso político de los Estados. Se destacan las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas que reconocen el papel de las EFS en la promoción de la transparencia y la rendición de cuentas (Resoluciones A/RES/66/209 de 2011 y A/RES/69/228 de 2014), que las identifican como agentes centrales, comprometiendo a los gobiernos a facilitarles el acceso a datos abiertos y promoviendo el intercambio de información a nivel nacional e internacional entre autoridades de supervisión, entre las que menciona expresamente a estas entidades de control gubernamental (Resolución A/S-32/L.1 de 2021).

Por su parte, el derecho interno de los países miembros de OLACEFS mayoritariamente regula el manejo y protección de datos. En este sentido y sin perjuicio de diferencias puntuales entre las diversas legislaciones éstas permiten construir una base y lenguaje común en torno a principios como la finalidad legítima del tratamiento de datos y la protección de derechos, que, aunque genera restricciones, también crea un marco predecible para la cooperación, dando fundamento al manifiesto interés por participar de un mecanismo de intercambio de información para combatir la corrupción transnacional.

PRÁCTICA ACTUAL DEL INTERCAMBIO

Sin perjuicio de la habilitación que el marco jurídico actual reconoce se produce una incongruencia práctica y es que aun cuando hay interés por participar de mecanismos de intercambio se trata de un área poco explorada que opera de manera excepcional y no sistemática. En términos generales, hoy el intercambio de información es predominantemente pasivo y unilateral, es decir, las EFS publican información en lugar de intercambiarla activamente.

Esta limitación se ve acentuada por el formato predominante para la divulgación de información. Si bien el uso de formatos de datos abiertos es una práctica en ascenso (71% de las EFS de OLACEFS dicen utilizarlos), la mayoría de las materias publicadas se presentan en formato PDF, generando desafíos para el análisis automatizado.

Lo anterior se refleja en una escasa formalización para el intercambio transfronterizo. Si bien a nivel nacional el 53% de las EFS han suscrito acuerdos, principalmente para acceder a bases de datos de compras públicas o declaraciones juradas, a nivel internacional la cooperación sistemática es una excepción notoria, con sólo una EFS reportando acuerdos de esta naturaleza.

POSIBILIDADES Y DESAFÍOS

Considerando el marco jurídico, el interés de las EFS y la disponibilidad de datos existentes se destacan dos áreas con un potencial considerable para una cooperación más profunda: (a) Informes de auditoría: su alta tasa de publicación, la relativa uniformidad de su estructura y el hecho de que la mayoría de las EFS identifican a los sujetos auditados, los convierten en un insumo que podrían alimentar sistemas de inteligencia artificial para detectar patrones de corrupción transnacional; (b) Compras públicas: es donde existe mayor apertura, ya que la publicidad de las bases de datos sobre compras gubernamentales en la región es amplia y la mayoría de las EFS tienen acceso a ellas.

No obstante, se distinguen dos tipos de barreras para un intercambio efectivo: jurídico/prácticas y de acceso a tecnologías. La principal barrera normativa son las restricciones destinadas a proteger derechos fundamentales (derecho a la intimidad) e intereses estratégicos de los Estados (información clasificada como reservada o confidencial). Las declaraciones juradas son un ejemplo paradigmático ya que, siendo cruciales para detectar enriquecimiento ilícito y conflictos de intereses, presentan las mayores barreras de acceso y para el intercambio de información derivadas de varios factores como la protección de datos personales, la falta de potestades legales para acceder a dichas declaraciones y, desde un punto de vista práctico, el que su control sea mayoritariamente manual, impidiendo cruces masivos de datos.

Por su parte, la asimetría tecnológica también genera dificultades. Existen EFS que cuentan con avances importantes en la implementación de tecnologías de avanzada en sus procesos, mientras otras presentan infraestructura obsoleta y una baja tasa de capacitación de su personal, lo que deriva en una limitada adopción de tecnologías emergentes. Sin embargo, se destacan programas regionales que actualmente trabajan por reducir esta brecha.

CONCLUSIÓN

Frente a redes ilícitas transfronterizas, las EFS tienen el potencial de convertirse en actores clave desde la prevención, el control y la cooperación internacional. Su posición institucional, su articulación regional y el marco jurídico actual ofrecen una base concreta para avanzar. Para ello, es urgente que transiten hacia un intercambio de información activo y estructurado, comenzando por ámbitos jurídicamente viables y ampliando gradualmente su alcance. La definición de mecanismos formales de cooperación activa, el desarrollo de plataformas tecnológicas que permitan compartir hallazgos agregados y no sólo datos brutos serían un punto de partida interesante. Las EFS cuentan con capacidades, legitimidad y las redes necesarias para superar este diagnóstico, lo que les permitiría consolidar una práctica de fiscalización transnacional, transformando el intercambio de información de un evento excepcional a una capacidad estratégica permanente.

Nicolás Lagos / Osvaldo Rudloff

MÁS ALLÁ DE LA LEGALIDAD: EL PRINCIPIO DE BUENA ADMINISTRACIÓN COMO PARADIGMA DE INTEGRIDAD PÚBLICA

La corrupción continúa siendo uno de los problemas estructurales más graves que enfrenta América Latina, minando la confianza ciudadana y debilitando la legitimidad de las instituciones democráticas. Si bien en las últimas décadas se han impulsado reformas legales y se han fortalecido mecanismos de control destinados a prevenir y sancionar prácticas corruptas, su eficacia sigue siendo limitada, en parte porque estos esfuerzos se han centrado principalmente en la sanción posterior, sin abordar de manera integral la prevención estructural de estas conductas.

Frente a este panorama, surge la necesidad de explorar herramientas jurídicas que, sin requerir reformas profundas, puedan ser aplicadas de manera inmediata y efectiva para reforzar la integridad pública. El principio de buena administración, entendido como aquel que exige que la actuación de los órganos públicos sea legal, eficiente, imparcial, razonable, motivada y orientada al interés general, ofrece un estándar ético-jurídico que permite abordar la corrupción desde una perspectiva preventiva, garantizando actuaciones administrativas transparentes y coherentes con los fines públicos. A continuación, se analiza el concepto, la evolución normativa y el potencial del principio de buena administración como parámetro operativo para enfrentar la corrupción en América Latina, demostrando que puede contribuir de manera decisiva a consolidar la democracia y restaurar la confianza pública.

EL PRINCIPIO DE BUENA ADMINISTRACIÓN

El principio de buena administración tiene raíces profundas en la historia del pensamiento político y jurídico. Desde tiempos clásicos, la filosofía política sostuvo que el ejercicio del poder público debe orientarse al bien común y no a intereses particulares. En el siglo xx, con la consolidación del Estado social y la constitucionalización de los derechos, la buena administración se transformó en un estándar de calidad democrática. Su desarrollo normativo más acabado se produjo en la Unión Europea, donde la Carta de Derechos Fundamentales (2000) la consagró, en su artículo 41, como un derecho fundamental que garantiza a toda persona la tramitación de sus asuntos con imparcialidad, equidad y dentro de un plazo razonable. Esta consagración reafirmó su rol como principio rector de la función administrativa y la elevó a la categoría de derecho exigible por la ciudadanía, convirtiéndola en garantía de integridad, escudo frente a la arbitrariedad y salvaguarda de la eficiencia pública. Asimismo, el artículo 51.1 de la Carta extiende la obligación de respetar este derecho tanto a las instituciones de la Unión como a las administraciones nacionales que aplican Derecho de la UE, cuyo cumplimiento puede ser controlado por tribunales internos y, en última instancia, por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Conceptualmente, la buena administración se entiende como “el conjunto de estándares y principios que orientan la actuación de los órganos públicos al cumplimiento del interés general con objetividad, legalidad, eficiencia, imparcialidad, razonabilidad, motivación y respeto de los derechos fundamentales”. Trasciende la mera eficacia administrativa, incorporando la obligación de motivar decisiones, garantizar participación ciudadana, transparencia y rendición de cuentas, configurándose como parámetro de legitimidad democrática.

Su importancia radica en que no se limita a asegurar la correcta ejecución de los procedimientos administrativos ni a garantizar la mera legalidad formal de los actos, sino que exige que cada decisión pública sea adoptada considerando su impacto real en la vida de las personas, su contribución efectiva al interés general y su coherencia con los valores democráticos que fundamentan el Estado de derecho. Implica, por tanto, que la Administración debe actuar con un estándar de diligencia y responsabilidad superior al mínimo legal, evaluando no solo la regularidad jurídica de sus actos, sino también su justicia material, su razonabilidad y la forma en que proyectan integridad y confianza ante la ciudadanía.

Antes de profundizar en sus exigencias, conviene entender la corrupción como abuso de poder público para obtener beneficios privados mediante malversación de fondos, amaño de contratos, nepotismo, clientelismo o falta de transparencia y rendición de cuentas. Esta realidad sistémica distorsiona la equidad en el acceso a servicios, erosiona la eficiencia estatal y mina la confianza ciudadana en la legitimidad institucional. En este escenario, el principio de buena administración impone a los órganos públicos la obligación de fundamentar decisiones con motivaciones claras y razonadas, establecer procedimientos administrativos uniformes y accesibles, resolver asuntos en plazos razonables, actuar con estricta imparcialidad –preservando incluso la apariencia de objetividad– y garantizar el acceso a la información y la participación ciudadana.

En síntesis, la buena administración trasciende la categoría de ideal aspiracional y se presenta como un estándar jurídico y ético indispensable para fortalecer la integridad pública y prevenir la corrupción. Al mismo tiempo, constituye un parámetro de legitimidad democrática que permite valorar no solo la conformidad de la actuación administrativa con el derecho, sino también su justicia, razonabilidad y coherencia con la misión de servicio público.

EL PRINCIPIO DE BUENA ADMINISTRACIÓN COMO HERRAMIENTA PARA LA LUCHA ANTICORRUPCIÓN EN LATINOAMÉRICA

En América Latina, la corrupción se ha enraizado en múltiples niveles de la gestión pública, minando el respaldo ciudadano y debilitando el funcionamiento de las instituciones. Si bien existen marcos normativos que establecen deberes de probidad y sancionan actos corruptos, persiste la percepción de que dichas herramientas resultan insuficientes para prevenir prácticas que, sin ser necesariamente ilegales, contravienen los estándares éticos y afectan el interés general. En este escenario, el principio de buena administración surge como un instrumento normativo y ético capaz de fortalecer la lucha anticorrupción desde una perspectiva preventiva y no solo sancionatoria.

Por tanto, se trata de un estándar transversal y preventivo que fija un umbral de exigencias al actuar administrativo, trascendiendo la legalidad meramente formal para incorporar criterios de diligencia, justicia material y orientación al bien común. A diferencia de los dispositivos clásicos –centrados en detectar y sancionar las irregularidades–, la buena administración impone ex ante un marco de integridad que condiciona todas las decisiones públicas.

La Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes de los Ciudadanos frente a la Administración Pública (2006) erige la buena administración como derecho subjetivo de la ciudadanía y deber vinculante de los órganos estatales, exigiendo que estos sirvan con calidad y respeto a la dignidad de las personas, faciliten la participación y el acceso a la información, adopten decisiones motivadas y garanticen una rendición de cuentas efectiva. Aunque la Carta es formalmente un instrumento de soft law, su aprobación por consenso de los gobiernos en el Consejo Directivo y en las Conferencias Ministeriales del CLAD implica un compromiso político expreso; de hecho, los Estados parte se obligan a internalizar sus principios en la legislación y práctica administrativas.

Así, la buena administración pasa a ocupar un lugar central en la integridad pública: no solo legitima el ejercicio del poder, sino que impone obligaciones jurídicas concretas –fundamentación suficiente, razonabilidad y proporcionalidad, imparcialidad, eficiencia y transparencia con participación– cuyo incumplimiento permite a los tribunales o a los entes de control anular actos que, aun revestidos de legalidad formal, resulten injustificados o arbitrarios. De este modo, la Carta transforma un estándar ético en exigencia obligatoria para los Estados miembros, operando como filtro preventivo que mitiga el riesgo de corrupción al exigir un examen previo de legalidad y justicia material en cada decisión pública.

Conceptualmente, este principio demanda que toda actuación administrativa cumpla simultáneamente con los siguientes requisitos mínimos:

  1. Fundamentación suficiente: las decisiones deben estar acompañadas de una motivación clara y completa, que explique las razones de hecho y de derecho que sustentan el acto.
  2. Razonabilidad y proporcionalidad: las medidas adoptadas han de guardar relación directa con el fin perseguido, sin exceder lo necesario ni generar cargas injustificadas.
  3. Imparcialidad: la Administración debe obrar sin favorecer intereses particulares, eliminando situaciones de conflicto de interés real o potencial.
  4. Eficiencia y diligencia: exige la gestión óptima de recursos y la resolución de los procedimientos en plazos razonables.
  5. Transparencia y participación: la ciudadanía debe tener acceso a la información pertinente y mecanismos efectivos para participar en la toma de decisiones.

En concreto, este principio actúa como un filtro preventivo, mitigando riesgos de corrupción al establecer un examen previo de legalidad y ética administrativa. Por tanto, más allá de un enunciado retórico, la buena administración se configura como un mecanismo normativo operativo, que se traduce en:

En suma, el principio de buena administración consolida un paradigma de gestión pública enraizado en la integridad y el servicio al interés general, erigiéndose como una herramienta jurídica esencial para anticipar y prevenir la corrupción desde su fase más incipiente.

REFLEXIONES FINALES

La experiencia reciente en América Latina demuestra que el principio de probidad –incluso cuando se encuentra constitucionalizado– ya no basta como único parámetro para la correcta actuación en las Administraciones Públicas. La persistencia de prácticas discrecionales, la opacidad decisional y la captura de intereses evidencian que el cumplimiento formal de la probidad, por sí solo, no logra garantizar una gestión íntegra. Frente a esta limitación, el principio de buena administración emerge como un estándar jurídico y ético más amplio y operativo. Su contenido exige racionalidad, transparencia, participación y orientación al interés general, convirtiéndolo en una herramienta preventiva capaz de detectar y neutralizar la corrupción en su fase incipiente, antes de que se materialice en conductas contrarias a la legalidad y a la ética pública.

Asumir la buena administración como eje de la lucha anticorrupción implica un cambio de paradigma: pasar de una vigilancia reactiva basada en la probidad a una gobernanza preventiva y orientada a resultados. Ello exige evaluar cada actuación no solo por su validez formal, sino también por su legitimidad ética y su contribución al interés general, configurando así un Estado que –más allá de cumplir la ley– se compromete cotidianamente con la integridad y la justicia sustantiva.

Alejandro Valenzuela Marín

TRANSPARENCIA Y CORRUPCIÓN: CONEXIONES CONCEPTUALES ENTRE PROBLEMAS

La transparencia y la corrupción son conexiones conceptuales entre problemas, pero más del primero, no implica necesariamente menos del segundo. La transparencia es una preocupación reciente en la esfera pública, pero la corrupción es milenaria y se sostiene en su preocupación original, que para Aristóteles era la destrucción de algo que entendemos común para todos. Esta abstracción, centrada en las virtudes cívicas que permiten a los ciudadanos participar activamente en la vida política y contribuir al bienestar común, sería la respuesta, pero presume que tenemos un consenso sobre cuáles son dichas virtudes y cómo debemos medirlas.

Recuperar la discusión sobre la corrupción como un “problema de todos”, permite abordarlo ya no como el abuso de poder en beneficio propio, sino como la falta a un “deber posicional” de parte de representantes y burócratas, de controlar y fiscalizar. Esto deja afuera de la discusión la corrupción en la esfera privada y, en particular, de personas y empresas que buscan el abandono del “deber posicional” en el Estado.

Si bien, es correcto asumir que la corrupción como problema público tiene en la transparencia una vía para enfrentarla, lo es menos cuando la evidencia nos muestra que la corrupción es percibida en el tiempo, como una de las principales dificultades que enfrentan los países –en particular los iberoamericanos–, como “problemas malditos” (wicked problems) que no parecen tener solución. En este sentido se aborda la transparencia como instrumento de política para controlar el “deber posicional” de autoridades electas y burócratas de controlar, fiscalizar y sancionar actos de corrupción.

Responder por qué la corrupción en su acepción aristotélica importa, se aborda en la primera parte. La segunda plantea el problema de la retórica ingenua que subyace en el discurso público sobre corrupción y transparencia: la falta evidencia empírica.

QUÉ TENEMOS EN COMÚN Y PORQUÉ QUEREMOS PRESERVARLO DE LA CORRUPCIÓN

La democracia se entiende como un espacio de razón, que permite el ejercicio del poder. Desde la perspectiva de la transparencia, la razón se sostiene en la información que tuvo a la vista el decisor, la arquitectura institucional donde se tomó la decisión, quiénes la integran y cuánto cuestan esas decisiones. Desde la óptica de la corrupción importa si el tomador de decisiones, los implementadores y los llamados a fiscalizar esas decisiones abandonan su deber posicional de controlar, fiscalizar y evaluar. Desde la transparencia, las instituciones públicas deben poner a disposición toda información que obra en su poder, con la finalidad de enfrentar el desajuste entre las expectativas de los ciudadanos sobre el desempeño de las instituciones, sus funcionarios y representantes electos, para cumplir las promesas de la democracia.

Pero más transparencia no implica necesariamente menos corrupción. Si bien, esta afirmación requiere más demostración empírica, existe un debate bien documentado sobre los problemas que conlleva la transparencia. Los profesionales de la política sostienen que la creciente legislación limita su capacidad para negociar y comprometerse, dado que la deliberación requiere espacios de opacidad, donde opera el “principio de la incertidumbre perenne”, no existe monopolio de la verdad y todos los juicios expresan fines legítimos, pero una vez públicos, pueden ser o mal entendidos o fuente de deslegitimación.

Aunque los ciudadanos contribuyen al incremento de la transparencia al requerir información, en la práctica los debates ciudadanos son trasladados a comités de expertos o a ámbitos políticos profesionales, generando la llamada “crisis de justificación” del orden establecido. Si los ciudadanos terminan siendo espectadores pasivos, cuidar aquello que entendemos común a todos y el ejercicio de control social para juzgar la corrupción, como la falta o renuncia al deber posicional de los políticos profesionales y de los burócratas, se genera una “brecha” o “trampa” de expectativas.

Los burócratas, por su parte, sostienen que sus organizaciones no nacen transparentes y que generar información es costoso y demanda tiempo, lo que descuida el fin de las instituciones. Desde la lógica multinivel, las capacidades de respuesta del gobierno central, regional y local son distintas, instalando una “dictadura de la transparencia” que deslegitima su quehacer, dado el principio de publicidad de sus actos. Un ejemplo de esto último es el debate sobre si las leyes de acceso a la información permiten que ciudadanos y empresas lucren con dicha información, haciendo que el Estado trabaje elaborando información a medida de sus requerimientos.

EL PROBLEMA INFINITO DE MEDIR LA CORRUPCIÓN Y LA FACILIDAD APARENTE DE MEDIR LA TRANSPARENCIA

Hoy en día tenemos indicadores internacionales que permiten comparar la corrupción de distintos países, así como los avances en su control. Además, una serie de organismos internacionales vigilan y cooperan con los países para abordar este problema que, se entiende, afecta a todos. Distinto es cuando observamos las administraciones públicas a nivel central, regional y local, donde la corrupción puede ser un fenómeno colectivo, más que individual, resultado de redes densas de actores que transgreden normas morales y legales, en ausencia del deber posicional de aquellos llamados a controlar, fiscalizar y sancionar.

¿Pero cómo medirla si los ciudadanos, poco atentos al funcionamiento de las instituciones públicas, basan sus opiniones sobre este problema en la percepción que se forman de ellas? Aunque no refleje con exactitud los niveles empíricos de corrupción, dicha percepción impacta directamente en la confianza institucional y en la legitimidad del sistema político.

Ahora bien, si asumimos que la corrupción es “una práctica social” que genera acceso a bienes económicos y simbólicos, la transparencia como acceso a la información no capta necesariamente esta realidad. En subsidio, tampoco permite la eliminación de la opacidad ni contribuye a desmantelar el refugio de la corrupción, la ineficacia y la incompetencia. Esta retorica es difícil de demostrar empíricamente, ya que los tres conceptos anteriores son distintos; los dos últimos no predicen actos de corrupción, expresan una cultura organizacional que los ciudadanos perciben como propia de las burocracias, más allá de que tengan o no evidencia. Un “sesgo de confirmación” difícil de cambiar, incluso si la evidencia muestra lo contrario.

EL RETORNO A LAS VIRTUDES CÍVICAS FRENTE A LA CORRUPCIÓN POR INCUMPLIMIENTO DE DEBERES POSICIONALES

Si en el espacio público se condena la corrupción, pero en el ámbito privado se busca obtener beneficios de ella, se produce una disonancia cognitiva que pone en cuestión las virtudes cívicas exigibles a todos. En palabras de Aristóteles, el cumplimiento del deber posicional por parte de quienes ejercen cargos de representación popular exige, ante todo, prudencia para deliberar con orientación al bien que entendemos común a todos, justicia para actuar con equidad, autodominio para resistir intereses particulares, fortaleza para sostener decisiones difíciles y templanza para evitar excesos.

Para los burócratas, el deber posicional implica integridad y el deber de representar y denunciar las faltas a deberes posicionales de cualquier funcionario y de quienes ejercen cargos de representación popular, en particular frente a la captura de las decisiones institucionales de las administraciones públicas.

Los ciudadanos, por su parte, tienen en la “amistad cívica” una forma de reciprocidad basada en la virtud y el reconocimiento mutuo como iguales en la búsqueda de aquello que entendemos común a todos. Esto implica actuar como agentes de justicia y ejercer una vigilancia crítica del poder. Ambos roles requieren el ejercicio del derecho a la transparencia y el acceso a la información pública como herramientas para controlar la corrupción y fiscalizar si los cargos de representación popular están ejerciendo sus deberes posicionales.

La transparencia, entendida como un instrumento para ejercer el derecho a la información, no constituye por sí sola una solución automática a los problemas institucionales. Su eficacia depende del compromiso activo de los ciudadanos en roles como agentes de justicia y vigilantes críticos de quienes tienen el deber posicional de ejercer el poder. Sin embargo, la falta de amistad cívica genera un problema colectivo: al no percibir beneficios inmediatos, los individuos tienden a eludir sus deberes cívicos, esperando que otros los asuman, lo que facilita la corrupción y erosiona las bases de la comunidad política.

Una respuesta viable y a corto plazo consiste en asumir que las virtudes cívicas deben tener un anclaje institucional. Quienes integran las instituciones públicas disponen de una ventana de oportunidad para consensuar, a través de sus comités de ética, cuáles son las virtudes que ningún burócrata está dispuesto a transgredir, bajo la lógica de un imperativo categórico que no espera que los ciudadanos las reclamen.

Bernardo Navarrete Yáñez

SOBRE LOS AUTORES

Mario Hidalgo. Universidad UTE, Ecuador, mario.hidalgo@ute.edu.ec. Director del Laboratorio de Transparencia y Anticorrupción, Universidad UTE.

Alejandro Olivares. Profesor Asociado Facultad de Gobierno de la Universidad de Chile, aleolivares@gobierno.uchile.cl.

Sergio Toro. Profesor titular de la Escuela de Gobierno y Administración Pública de la Universidad Mayor, Chile, sergio.toro@umayor.cl.

Giovanna Rodríguez-García. Universidad Autónoma de Bucaramanga, Colombia, grodriguez304@unab.edu.co. Investigadora postdoctoral, Facultad de Economía y Negocios. Miembro de la Academia contra la Corrupción en las Américas.

Anabel Yanes Rojas. Universidad UTE, Ecuador, anabel.yanes@ute.edu.ec. Investigadora en el Laboratorio de Transparencia y Anticorrupción de la Universidad UTE y candidata a doctora en Ciencia Política por la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Nicolás Lagos. PhD (c), Rutgers University, nicolas.lagos@rutgers.edu. becario Fulbright y candidato a doctor en Administración Pública por Rutgers University, EE UU. Actualmente es profesor en la Universidad de Chile y la Universidad Católica de Chile.

Osvaldo Rudloff. Abogado y consultor, orudloff@outlook.com. MSc en administración. Experto en el trabajo de las Entidades Fiscalizadoras Superiores se desempeña como consultor independiente para diferentes organismos internacionales.

Alejandro Valenzuela Marín. Escuela de Gobierno y Administración Pública de la Universidad Mayor, Chile, alejandro.valenzuelam@umayor.cl. Abogado de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, máster en Estudios Jurídicos Avanzados en Derecho Público por la Universidad de Barcelona, magíster en Política y Gobierno por la Universidad Diego Portales y doctorando en Derecho y Ciencias Políticas por la Universidad de Barcelona.

Bernardo Navarrete Yáñez. Departamento de Estudios Políticos, Universidad de Santiago de Chile. bernardo.navarrete@usach.cl. Doctor en Gobierno y Administración Pública por la Universidad Complutense-IUIOG. Director Cátedra UNESCO en Transparencia y Acceso a la Información. Consejero del Consejo para la Transparencia (Chile).